África, año 973
Por primera vez en su vida, Abuámir se halló en contacto con el ejército y con sus jefes. Era precisamente lo que deseaba; pero habría preferido, sin duda, que ocurriese en otras circunstancias y condiciones. Su tarea era extremadamente difícil y delicada. Había sido enviado al campamento para ejercer sobre los generales una vigilancia, siempre odiosa; y vio que su interés de ganárselos tendría que vencer el recelo con que ellos le miraron en un primer momento. Gracias a su singular destreza, cuyo secreto él sólo poseía, supo salir del apuro y conciliar sus ambiciones con el deber que le había llevado allí.
Desde que desembarcó en Casr-Masmuda, entre Tánger y Ceuta, tuvo la precaución de visitar a cada uno de los gobernadores de los territorios por los que fueron pasando. Como es natural, ante la llegada de un enviado tan directo del califa, los magnates se apresuraban a cumplimentarle para congraciarse; pero él, lejos de adoptar ademanes prepotentes y distantes, se prodigaba en simpatía con ellos y procuraba seducirlos exhibiendo el oro que llevaba, así como los soberbios vestidos, aunque sin darle aún nada de ello a nadie. De esta manera consiguió que se incorporara a las huestes cordobesas un gran número de señores que antes se habían mostrado tibios y reticentes. Y todo se desenvolvió después como él lo había previsto: enseguida corrió por los territorios de África la noticia de que el intendente general del ejército del califa traía un enorme y suculento tesoro para los que se sumaran a la causa de Córdoba. Pero de momento no tuvo que gastar un dinar en ganarse a aquellos jefes.
Mientras tanto, se informó bien de la situación, y concluyó que el rebelde Aben Kenun no tenía tantos partidarios como en un principio habían supuesto. La mayoría de los jefes africanos estaban vacilantes, y la sola presencia de la gran hueste cordobesa les impulsó a buscar la forma de llegar a un acuerdo.
De manera que, pasado poco tiempo, permanecían sólo fieles al rey idrisí su hermano Yusof y algunos parientes más. No obstante, el reducto que había escogido para refugiarse, en las escarpadas montañas que ellos dominaban a la perfección, hizo que el ejército detuviese su avance momentáneamente.
El idrisí permanecía en una fortaleza situada en la cresta más elevada, llamada Hachar al-Nasr. Y el campamento de los cordobeses tuvo que montarse en una amplia llanura, para esperar a que llegaran instrucciones de Galib, que se encontraba sometiendo a las regiones de la costa, con la ayuda de las tropas del visir Yahya ben Mohámed al-Tuchibí, virrey de la frontera superior.
Por fin, se presentó el general para ponerse al frente del asedio, y se llevó una gran alegría al comprobar que el único lugar que permanecía en rebelión era aquel escarpado picacho. Pero, desde luego, estaba decidido a poner el broche final a la campaña, lanzándose a toda costa a tomar la fortaleza de Aben Kenun para que en Córdoba se supiera que el general Galib había sido una vez más el que había alzado el estandarte victorioso del califa.
La roca de las Águilas sobresalía a lo lejos, con su inexpugnable alcázar encaramado en el imponente peñasco de laderas escarpadas que servía de refugio al rey idrisí y a los rebeldes que le seguían. La visión del baluarte resultaba desafiante, al frente de la gran llanura donde ya se habían asentado los campamentos del ejército cordobés.
Los altos mandos militares se habían reunido en la tienda del general Galib para analizar la situación y adoptar las primeras medidas frente a un asedio que se prometía largo. El jefe de los observadores terminaba de exponer su informe y concluía diciendo:
—Como podéis comprobar, la situación es muy complicada. Si nos lanzamos, a costa de lo que sea, a intentar el asedio, perderemos miles de hombres. Y si nos empecinamos en el sitio, las cosa puede prolongarse indefinidamente. Tienen un buen manantial, aparte de los aljibes repletos por las recientes lluvias, graneros que han ido llenando durante meses, rebaños, aceite, legumbres…
Galib dio un puñetazo en la mesa. Con visible enojo, gritó:
—¡Maldito Aben Kenun! ¿Qué pretende con su obstinación?
Un grueso general respondió:
—Aburrirnos, sólo eso. Sabe que no pueden llegarle refuerzos desde Egipto estando nosotros aquí. Nadie puede hacer nada frente a nuestro ejército.
—Habrá que negociar —propuso al-Tuchibí.
—¡Eso, más despacio! —replicó Galib—. Ya se han gastado miles de dinares y ¿de qué ha servido?
Abuámir, que escuchaba atentamente, decidió intervenir:
—El Comendador de los Creyentes ha pedido que el problema no se alargue más. Quiere una solución rápida al precio que sea. ¿Hay posibilidades de parlamentar con Aben Kenun?
—¡Bah! —respondió uno de los jefes—. Son la gente más tozuda que pueda hallarse. Se habla con ellos, pero van a lo suyo. No sé lo que les habrá prometido el califa de Egipto; pero no parecen inclinados a avenirse a razones. Créeme, estos africanos no entienden otros idiomas que el del dinero en abundancia o el de la espada.
—¡Nada de negociaciones por ahora! —replicó Galib—. ¡Tienen que aprender de una vez para siempre quiénes somos los cordobeses! Esta vez llevaremos sus cabezas para clavarlas en los muros de Zahra. Si hemos traído a todo este ejército será para aplastarlos para siempre.
—Pero el califa ha sugerido que negociemos. Todo ese oro que he traído conmigo es para eso —repuso Abuámir.
—Empléalo en los jefes que no se han rebelado aún —respondió Galib—. Y déjame a mí a ese cerdo de ahí arriba. Mis ingenieros saben construir máquinas de guerra que podrán con esa enriscada guarida.
—Bien, bien —dijo Abuámir—. Ordena que empiecen a fabricar los artefactos. Mientras tanto, yo haré mis negociaciones.
Al día siguiente comenzaron los preparativos del asalto. Los expertos dieron las órdenes necesarias, y se empezaron a transportar grandes cargamentos de madera cuesta arriba, hasta una distancia prudencial para no ser alcanzados por las flechas de los hombres de Aben Kenun. Sin embargo, desde el primer momento se vio que la tarea no sería nada fácil, puesto que no había espacio suficiente para maniobrar, dada la irregularidad del terreno. Aun así, Galib seguía empeñado en que se preparara el ataque a costa de lo que fuera.
Todos los días Abuámir ascendía hasta donde los ingenieros preparaban sus torres y sus artefactos. Vista de cerca, más bien parecía una tarea propia de águilas, la de intentar saltar los muros de Hachar al-Nasr. No había ningún costado fácil; estaba rodeada de precipicios por todas partes que descendían en melladas rocas. Podía divisarse el camino de cabras que servía para subir a la única puerta visible desde lejos. Nadie decía nada, pero él apreció el malhumor de los hombres a los que se había pedido un imposible.
Para colmo, cuando estaban terminadas gran parte de las escaleras y algunas de las torres, los rebeldes salieron una noche y mataron a un millar de soldados cordobeses, entre los que figuraban los principales ingenieros, cuyo campamento estaba próximo a los artefactos. No es necesario decir que arrojaron por la pendiente las recién construidas máquinas de guerra y las hicieron pedazos.
A Abuámir le despertó el revuelo. Los hombres gritaban en la confusión de la noche sin luna y corrían de un lado para otro, sin que nadie supiera a ciencia cierta qué estaba sucediendo.
—¡Es arriba! —gritó uno de los oficiales—. ¡En el campamento de los ingenieros!
Poco después se vio una serpenteante fila de antorchas que ascendía aprisa por la ladera. Abuámir montó sobre su caballo y galopó en aquella dirección. Los oficiales gritaban sus órdenes, y pronto miles de hombres ponían rumbo a la pendiente chocando unos con otros en la obscuridad.
Cuando se consiguió recuperar cierto control de la situación, estaba ya amaneciendo y las primeras luces comenzaban a desvelar los últimos residuos de la refriega. Los rebeldes huían por el camino de cabras y desaparecían por la puerta de la fortaleza, mientras una gran lluvia de flechas y piedras les cubría la retirada desde la muralla.
Llevado por un extraño impulso, Abuámir sacó fuerzas del agotamiento que le había causado ir de un lado a otro durante la obscuridad y corrió tras ellos, espoleando a su caballo por la acusada pendiente.
—¡Apresad a alguno! —gritó—. ¡Aunque sea uno solo!
Como si sus voces fueran las únicas órdenes que hubiera que obedecer, un buen número de caballeros galoparon decididos a dar alcance a los últimos rebeldes de la fila que corría por el sendero, hasta que consiguieron llegar a su altura, lejos todavía de los proyectiles que volaban desde las almenas.
—¡Apresadlos, apresadlos! —insistió Abuámir—. ¡No los matéis!
Los últimos rebeldes serían una treintena de muchachos desaliñados que jadeaban extenuados y se arrojaban al suelo para suplicar clemencia, aterrorizados ante la presencia de un centenar de caballeros con armaduras y grandes lanzas.
—¡Vamos! —ordenó Abuámir—. ¡Conducidlos al campamento!
A la altura de las tiendas de los ingenieros, se encontraron con el general Galib, que maldecía hecho una furia al comprobar con sus propios ojos el desastroso resultado de la escaramuza: hombres muertos por todas partes, pilas enteras de madera quemada y restos de la maquinaria destrozada. Al ver a los prisioneros, ordenó:
—Llevadlos otra vez arriba, lo más cerca posible de la fortaleza, y sometedlos a toda clase de tormentos para que los vean morir los suyos lentamente. ¡Así sabrán contra quién se enfrentan!
Pero Abuámir le llevó aparte y le pidió:
—Déjame a esos hombres solamente un día, luego podrás hacer con ellos lo que quieras.
—¿Para qué? —preguntó Galib—. ¿Piensas acaso interrogarlos? ¿Crees que te van a decir algo diferente de lo que ya sabemos?
—Tú déjamelos —insistió Abuámir—. No tenemos nada que perder probando una estrategia. Recomponer toda esa maquinaria llevaría días, y es posible que no podamos intentar el asedio hasta pasadas algunas semanas.
—Está bien —accedió Galib—. Son tuyos. Pero dudo mucho que te sirvan de algo.
Los carceleros se sorprendieron cuando Abuámir, en vez de pedirles que torturaran cruelmente a los muchachos, les ordenó que les sirvieran comida y que no los maltrataran. Después, él mismo se acercó adonde estaban presos. Los miró uno por uno y, finalmente, se dirigió al que presentaba un aspecto más refinado.
—¿Alguno de vosotros es pariente de Aben Kenun?
El muchacho agachó la cabeza y no respondió.
—¿Eres tú acaso pariente de Aben Kenun? —insistió Abuámir—. Ya habéis visto que podría haberos matado cruelmente… ¡Vamos!, si no habláis, mañana os harán pedazos…
—¿Qué quieres de nosotros? —respondió otro de los jóvenes, uno delgado y de piel cetrina.
—Que llevéis un mensaje al príncipe idrisí, sólo eso —respondió Abuámir con decisión.
—Yo soy sobrino de Aben Kenun —dijo el joven.
Abuámir se sintió satisfecho de haber confiado en su fina intuición. Desde el primer momento supuso que alguno de los jóvenes sería pariente o allegado del rey rebelde, puesto que sabía que en la fortaleza no había más de mil hombres, de los cuales, un centenar o más serían parientes del idrisí, ya que los clanes africanos eran muy numerosos.
Llevó al muchacho hasta donde guardaba el gran tesoro que había traído desde Córdoba y se lo mostró en su integridad, explicándole que el califa le había mandado allí para hacer un trato beneficioso para todos. Luego soltó a los treinta prisioneros.
Cuando Galib supo lo que había hecho, montó en cólera.
—¡Maldición! —gritó—. ¿Te has vuelto loco?
—Confía en mí —le pidió Abuámir—. Si hubieras matado a esos desdichados, ¿qué habríamos conseguido sino enrabiar aún más a ese rebelde?
—¡Ah, ja, ja, ja…! —Rio con ironía el general—. ¡Qué ingenuo eres!
Al día siguiente, con las primeras luces de la mañana, una gran fila de hombres a caballo, sobre mulas y a pie comenzó a descender la empinada pendiente de Hachar al-Nasr, portando grandes banderas hechas de tela blanca. Para sorpresa de todo el mundo, incluido Abuámir, Aben Kenun había resuelto entregar la fortaleza.
El señor idrisí asistió con Galib, en la mezquita de Hachar al-Nasr, a la oración del viernes, en la que el sermón fue pronunciado en nombre de Alhaquen II. A continuación Galib regresó a Hispania, llevándose consigo al vencido y a sus parientes, que fueron recibidos en Córdoba en una magnífica fiesta después de prestar solemne homenaje al califa en Medina al-Zahra. Luego quedaron instalados en la capital como grandes señores y recibieron los medios para vivir con lujosa holgura.
En cuanto a Abuámir, se quedó en África, con el nombramiento de gran cadí de los dominios califales en el Magreb Occidental, cargo que desempeñó con sumo tacto y eludiendo con mucho cuidado herir la susceptibilidad de los generales. Éstos no escatimaron elogios, y él pudo establecer entre ellos relaciones que habían de serle preciosas. Además, su estancia en África le permitió estudiar la verdadera situación política del país y trabar amistad con los principales jefes norteafricanos.