Capítulo 74

Roma, año 972

El 14 de abril de 972, Roma bullía bajo un radiante sol de mediodía, después de que en la basílica de San Pedro el papa Juan XIII bendijera las bodas de Otón II con la princesa bizantina Teofano. Había sido una ceremonia grandiosa, celebrada en presencia de los emperadores Otón y Adelaida, así como de los representantes de los principales reinos de la cristiandad, que habían acudido a presentar sus parabienes y sus respetos, para acogerse a la sombra del poder del nuevo y flamante césar que habría de heredar el cetro de su padre.

Después de seis meses, Asbag se había acostumbrado a la Roma que le sorprendió a su llegada, con las ruinas de sus foros desparramadas por todas partes, columnas, pórticos, callejuelas, bodegas, talleres y decrépitos caserones; la mayor amalgama de grandeza y miseria, pasado y presente, que pudiera llegar a encontrarse. Sin embargo, aunque todo se caía a pedazos, algo hablaba de eternidad en las calles abarrotadas de gentes diversas, en las plazas luminosas y en los puentes construidos sobre el lento y perseverante fluir del Tíber; y sobre todo, sus grandiosas basílicas, que se levantaban desafiantes junto al esplendor de otros edificios que el tiempo hacía desmoronarse.

El obispo mozárabe había sido tratado como un alto dignatario de la curia romana, después de que presentara a Teofano a la emperatriz Adelaida y luego al Papa. En los siete meses anteriores a la boda, a petición de la joven, él había sido su preceptor, su capellán personal y el encargado de estar presente en las entrevistas que ambos prometidos mantuvieron para conocerse. Había comprobado lleno de satisfacción interior la buena impresión que se habían causado mutuamente los dos jóvenes y cómo había nacido entre ellos una amistad primero y el amor después. Se sintió sinceramente feliz al ver que sus sacrificadas aventuras habían dado fruto. Y presintió que Luitprando se alegraba en el cielo.

En la corte imperial, Asbag se movía con naturalidad; no sólo por ser ya un experto en las lenguas al uso, sino porque su fama de clérigo instruido, conocedor del mundo y dotado de serena sabiduría le fueron acercando a los hombres célebres que por entonces se encontraban en Roma. Entre ellos, conoció a Mayólo, el abad de Cluny, un monje austero y piadoso, cuya santidad se predicaba de boca en boca y que había llegado a convertirse en el consejero personal de la emperatriz Adelaida.

Desde que el mozárabe y el abad se conocieron, surgió entre ellos un mutuo entendimiento que iba más allá de los meros asuntos concernientes a la educación y a la futura boda de Teofano. Hablaban de Dios, desde la experiencia de cada uno, de su misterio último y escondido por encima de las tradiciones y los ritos de los hombres. Fue Mayólo quien convenció a Asbag de que demorara su viaje de regreso a Córdoba, para acompañarle a él hasta su abadía, la más celebre en aquel tiempo, que se encontraba allende los Alpes. Asbag comprendió que no podía desaprovechar aquella oportunidad y accedió a la invitación, ilusionado por conocer la gran biblioteca que atesoraban los monjes cistercienses y deseoso de llevarse consigo a Córdoba todas las copias que pudiera.

Pero antes de que llegara el día del viaje, que estaba previsto para una semana después de la boda, Asbag conoció a un personaje singular. Se trataba de otro monje: Gerberto de Aurillac, que había venido a Roma acompañando al conde Borrell de Cataluña para servirle de intérprete ante los magnates del imperio y la curia romana, con la que el conde necesitaba realizar importantes gestiones.

Fue el joven Gerberto, espontáneo y directo, el que se presentó a Asbag de sopetón después de la ceremonia de la boda, cuando la comitiva nupcial se dirigía hacia la basílica de San Pablo Extramuros para orar ante la tumba del otro gran apóstol de Roma e impetrar su protección.

La multitud se había lanzado a la calle para aclamar a los nuevos esposos, formando un verdadero estruendo de gritos, palmadas y música, que no cesaba a los lados de la vía por la que transitaba el cortejo, mientras los encargados de distribuir limosnas arrojaban lejos monedas para apartar a la turba y abrir paso.

Asbag iba en la fila que seguía al Sumo Pontífice, junto al resto de los cardenales, obispos y presbíteros, sobre una gran mula que conducía un palafrenero. Fue entonces cuando Gerberto se adelantó y se puso a su altura, incitando a su pequeño asno con los talones.

—¡Eh, padre! —le gritó—. ¡Oscuf! ¡Oscuf Asbag! —le gritó luego en árabe, lo cual significaba «obispo».

Asbag se sorprendió al escuchar aquello y se volvió sobre su montura. Entonces se encontró a su lado al joven monje, montado a una altura más baja en su inferior cabalgadura. Gerberto tenía unos treinta años y un vivo y sonriente rostro en el que destacaban sus abiertos e interrogantes ojos azules.

—¿Me conoces? —le preguntó Asbag.

—¡Claro! —respondió Gerberto—. Se habla mucho últimamente de vos en Roma. Trajisteis a la bizantina.

—¿Necesitas algo de mí? —le preguntó el mozárabe, sin salir aún de su sorpresa.

—Vengo de Hispania, ¿sabéis? —le dijo el joven monje.

—¿Eh? ¿De Hispania?

—Sí, de Cataluña, del monasterio de Ripoll —respondió Gerberto.

—¡Ah, de Cataluña!

A partir de aquel momento, hicieron juntos el recorrido que la comitiva había de seguir, cruzando la puerta Colina, junto al castillo de Santángelo, el puente sobre el Tíber y toda la ciudad, bordeando el Palatino y el Aventino, para llegar a la puerta de San Pablo y continuar por la vía Ostiense hasta la gran basílica en cuyo interior se veneraba el sepulcro del apóstol.

Allí, el Pontífice descendió de su litera y, teniendo a su derecha al emperador y a su izquierda al archidiácono, avanzó hasta el baldaquino que ocupaba el lugar central del crucero de la basílica. Detrás iban los nuevos esposos y todo el cortejo. Delante del altar, Otón II prestó el siguiente juramento sobre el Evangelio que sostenía el subdiácono: «Yo Otón, rey de los romanos y, Dios mediante, futuro emperador, prometo, aseguro, empeño mi palabra y juro delante de Dios y de san Pedro y san Pablo que seré protector y defensor de la santa y apostólica Iglesia romana y del actual Sumo Pontífice y de sus sucesores, amparándolos en sus necesidades y conveniencias, conservando sus posesiones, honores y derechos, cuanto con el favor divino me sea posible, según mi saber y poder, con fe pura y recta. Así Dios me ayude y estos santos Evangelios».

Dicho esto, todos se postraron en tierra y el archidiácono entonó las letanías, tras las cuales la schola cantonan inició el canto del gradual y después el aleluya.

Mientras sonaba el hermoso canto, Asbag se fijaba en todo, como queriendo retener aquel momento: el emperador sentado en su trono, con el cetro, el manto y el globo áureo; el Sumo Pontífice con las vestiduras de la ceremonia del pontifical; todos los signos visibles de la cristiandad estaban allí, frente a él, como queriendo expresarle algo.

Acabada la celebración, el emperador recibió reverencialmente la bendición papal e inmediatamente se dirigió hacia la salida, donde el Sumo Pontífice debía montar sobre su caballo, para tenerle el estribo y, sujetándolo del freno, una vez que el Papa hubo subido, lo guio un poco. Luego montó él en su propio caballo y se situó a la izquierda de Juan XIII para cabalgar con él en dirección a la ciudad, seguidos de la emperatriz Adelaida y de los recién casados. El resto de la comitiva se dispersó allí mismo. Unos acudían a los banquetes de boda y otros se distribuían por la ciudad para proseguir la fiesta, ahora en su lado profano, en la multitud de tabernas que Roma ofrecía a sus visitantes.

Asbag se sintió profundamente conmovido por la ceremonia que acababa de contemplar. Regresó al interior de la basílica. Necesitaba rezar. En ese momento acudieron a su mente los versos del Salmo 70: «Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes: para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud».

No se había dado cuenta de que Gerberto estaba a su lado, respetando su silencio. Ahora continuó la oración en voz alta:

Que los montes traigan paz,

y los collados justicia.

Que él defienda a los humildes del pueblo,

socorra a los hijos del pobre

y quebrante al explotador.

—¿Por qué recitas ese salmo ahora precisamente? —le preguntó Gerberto.

—Me preguntaba si un solo rey sería la solución de los problemas del mundo —respondió Asbag.

—Hay un solo Dios… —repuso el monje.

—Sí, pero múltiples formas de entender Su misterio. Si la mayoría de los hombres estamos de acuerdo en que Dios es uno solo y, aun así, no nos ponemos de acuerdo en la forma en que debemos dirigirnos a Él, ¿cómo íbamos a aceptar a un único gobernante? ¿No es toda forma de imperio una falacia?

Gerberto se quedó pensativo ante estas palabras. La gran basílica dedicada a san Pablo estaba ya en silencio, después de que la muchedumbre hubiera salido. Sólo algunos pocos rezaban en el inmenso espacio vacío.

—¡Ah, eso que dices me suena a al-Farabi! —dijo al fin Gerberto.

—¿Conoces al filósofo persa? —Se sorprendió Asbag.

—¡Naturalmente! Ya te dije que vengo de Cataluña, del monasterio de Ripoll, donde se traducen los principales libros que los mozárabes envían desde Alándalus. El kalam, al-Kindi, Rhazes o Las gemas de la sabiduría de al-Farabi, junto con las grandes obras de Platón y Aristóteles, son de uso normal allí.

—¡Vaya! —exclamó Asbag—. Muchos de esos libros que viste en Cataluña seguramente salieron de mi scriptorium de Córdoba.

—¡Claro! —Se entusiasmó Gerberto—. Ya lo sabía, y por eso deseaba tanto conocerte. ¿Sería mucho pedirte que me contaras tu aventura? Me dijeron que los vikingos te mantuvieron preso en Jacobland tras capturarte cuando peregrinabas a la tumba del apóstol. ¿Querrías narrarme lo que viste en aquellas tierras?

—Con mucho gusto —respondió el mozárabe—. Pero salgamos de aquí. Pasearemos por Roma mientras te lo cuento todo. Y después tú me hablarás de Cataluña y de los conocimientos que allí adquiriste.

El obispo y el monje salieron de San Pablo Extramuros y pusieron rumbo a Roma por la vía Ostiense.

A ambos lados de la amplia calzada, se elevaban soberbias villas semiocultas entre espesos y umbríos jardines. Más adelante, emergían por encima de los pinos de densas copas los muros rojizos de la muralla, sobresaliendo detrás de ellos la gran pirámide de piedra que sirvió de mausoleo a Cayo Cestio. Grandes bandadas de pájaros retornaban a pernoctar en los álamos de las orillas del Tíber.

Asbag le contó al joven monje las peripecias vividas, y éste a su vez le explicó que de muchacho estudió en el monasterio de Saint-Géraud, reformado por Cluny, y que viajó después por Cataluña, una de las regiones más interesantes de la época desde el punto de vista intelectual, tanto por su cercanía a la culta Hispania musulmana como por la existencia del monasterio de Santa María de Ripoll, que poseía doscientos manuscritos aproximadamente y era frecuentado por monjes que conocían tanto el árabe como el latín. En Ripoll se encontraban, entre otros, una importante serie de tratados árabes de astronomía y aritmética. Llevado a Roma después, en una embajada catalana del conde Borrell, el joven Gerberto impresionó al papa Juan XIII por su doctrina, puesto que en Italia y en Alemania los conocimientos tanto musicales como matemáticos eran muy escasos.

Asbag también se impresionó ante la sabiduría de Gerberto de Aurillac. Y lo que no llegaría a saber jamás el obispo mozárabe es que el docto monje aquitano sería llevado después por los azares de la vida a seguir al archidiácono de Reims, excelente maestro de lógica en dicha ciudad, donde llegaría a ser preceptor de importantes personajes, entre los que estarían Riquer de Reims, Fulberto de Chartres y Juan de Auxuerre. Más tarde regresaría a Roma; el emperador Otón II le haría abad del monasterio de Bobbio, famoso por su biblioteca; y finalmente se convertiría en maestro y confidente de Otón III, hijo de Otón II y Teofano, de quien escribiría en el año 999: «Griego de nacimiento, romano por el imperio, vos reivindicaréis como derecho hereditario los tesoros de la sabiduría griega y romana; ¿no hay en ello algo de divino?».

Gerberto llegaría ser el Papa del año 1000, con el nombre de Silvestre II.