Capítulo 68

Constantinopla, año 971

La residencia campestre del eparca de Constantinopla se alzaba en un amplio claro, abierto en los espesos bosques que crecían fuera de las murallas. Era un gran edificio de estilo griego, con sus clásicas formas policromadas, sin renunciar a las doradas cúpulas orientales. Delante del palacio se extendía un prado, donde se elevaba una gran tienda sostenida por largas varas recubiertas de plata. En torno a ella, un regimiento de criados se esforzaba en poner todo a punto para los invitados que comenzaban a llegar.

Fulmaro se frotó las manos al contemplar las mesas donde estaban ya dispuestos los manteles sobre los que se exhibían numerosos platos con exquisitas viandas. Y Asbag se dio cuenta en aquel momento de lo difícil que le sería controlar la glotonería del grueso obispo y la avidez de mujeres de los caballeros lombardos, como una semana antes en la fiesta del salón Dorado.

Luitprando había empeorado desde el Domingo de Resurrección, y su parálisis se había acentuado, hasta el punto de torcérsele algo la boca hacia un lado y casi cerrársele el ojo izquierdo.

Cuando Asbag le dejó en su lecho aquella mañana su aspecto era verdaderamente lamentable, pero su estado de creciente incapacidad física no le impedía mantener la mente perfectamente despierta y ocupada en la obsesión que le había llevado a embarcarse en aquella misión.

—Ve allí en mi nombre —le había pedido a Asbag—. Y no escatimes ningún esfuerzo para conseguir a la princesa. Recuérdalo bien, la que nos interesa es Ana, la hija de Romano II, basileus legítimo, ella es Porfirogéneta, es decir, nacida de la púrpura, hija del emperador. Y está en edad aún de ser fértil…

—No te preocupes por nada —le tranquilizó Asbag—. Haré todo cuanto esté en mi mano para ganarme la confianza del eparca y del patriarca. Ellos me conducirán hacia Juan Zimisces.

—¡Gracias a Dios que estás aquí! —exclamó trabajosamente Luitprando, fijando en el techo el único ojo que tenía sano—. Si Dios no te hubiera mandado…

—Bueno, bueno. Descansa ahora. Confía en mí.

—Acércate un momento —le pidió todavía Luitprando—; he de decirte algo.

Asbag acercó su oído a la boca del malogrado obispo, el cual casi entre dientes, le dijo:

—Cuidado con esos dos. Me refiero a Fulmaro y Raphael. No es que sean malas personas, pero no se enteran de nada… El gordo sólo piensa en su estómago y me preocupa que alguno de los caballeros pueda cometer algún desatino. La corte de Constantinopla es muy compleja; no es oro todo lo que reluce… ¿Me comprendes? Y esos lombardos son tan ardientes…

—Sí, sí —respondió Asbag para tranquilizarle—. Estaré en ello. Lo prometo. Te ruego que no te preocupes tanto; si no descansas no te recuperarás. Ya te he dicho que confíes en mí.

Por eso, al llegar a la villa del eparca, Asbag se preocupó sinceramente. Enseguida se dio cuenta de que el ambiente allí sería mucho más distendido y de que, al no tener cada uno un sitio fijo asignado, pues la fiesta transcurriría por los jardines con plena libertad de los invitados, le sería mucho más difícil vigilar a los caballeros de la escolta, que podían andar a su aire detrás de las bizantinas.

El eparca se encontraba frente a las blancas escalinatas de mármol que daban acceso al edificio principal del palacio, recibiendo a cada uno de los recién llegados, junto a su esposa y a sus diez esclavos eunucos de confianza.

—¡Ah, los legados del Papa! —exclamó cuando llegaron a su lado—. ¿No ha mejorado Luitprando?

—No —respondió Asbag—. Su salud es cada vez peor. Pero una vez más me pidió que transmitiera al emperador y a vuestra dignidad sus saludos y sus disculpas.

—Bien. En ese caso, entiendo que debemos considerarte a ti el legítimo representante —concluyó el eparca.

Asbag se percató de que el eparca se sentía aliviado al no tener que tratar con Luitprando, con el que había tenido frecuentes enfrentamientos en su anterior embajada. En general, el obispo de Cremona no era bien visto en Constantinopla, porque no había sabido mantener una actitud diplomática y había expresado frecuentemente su opinión acerca de los griegos.

Asbag, en cambio, por haberse formado en el ambiente cosmopolita de Córdoba, sabía bien cuán necesario era conocer primeramente las características de los hombres de otras culturas cuando se pretendía negociar algún asunto con ellos. Por eso decidió no perder el tiempo y buscar la manera de irse ganando a las autoridades.

Estaba claro que debía comenzar por el anfitrión de aquella fiesta campestre: el eparca Digenis. Él era el hombre más importante de Constantinopla después del basileus y el patriarca, y tenía a su favor el hecho de servir de nexo entre uno y otro, pues gobernaba la ciudad y era el responsable de la organización de las grandes ceremonias en las que ambos habían de participar forzosamente. Al mismo tiempo, era el mayor potentado de Bizancio, puesto que sumaba a su propia fortuna la de su esposa, la singular Danielis.

Bastaba con estar con él un momento para darse cuenta de que Digenis era un vano presuntuoso cuya única ocupación era hacer que todo el mundo girase a su alrededor. Era un hombre pequeño de estatura, que lucía una brillante calva y una permanente sonrisa de intención indescifrable. Jamás daba la impresión de alterarse, pero su fina ironía estaba siempre en funcionamiento. No obstante, su inteligencia y su capacidad estaban a la vista y eran sin duda la causa de que Juan Zimisces le hubiera aupado a un cargo tan elevado cuando fue proclamado emperador, tras haber contado durante años con sus servicios como mayordomo y administrador de sus posesiones. Ahora, dueño de sus propias casas, tierras, criados, esclavos y, además, sabedor de que desempeñaba el cargo de más alta responsabilidad de Constantinopla, estaba muy pagado de sí mismo y casi no prestaba atención a nadie, pendiente únicamente de que se le escuchase a él.

Asbag concluyó que ante un hombre como Digenis la única táctica posible era la de la adulación; la única que Luitprando jamás habría puesto en práctica. Alabó el buen gusto de la decoración, la exquisitez de los platos y las ropas de los criados; y aprovechó la ocasión para colar algunas referencias a Córdoba.

—¡Ah! ¿Conoces Córdoba? —Se sorprendió el eparca.

—Naturalmente —respondió Asbag, esforzándose en hacerse el interesante—. Me eduqué allí, en la corte del califa; serví en su biblioteca y fui consejero de Alhaquen II.

—¡Ah, qué maravilla! —exclamó Danielis, la mujer de Digenis—. ¡Cuánto me gustaría conocer Córdoba!

En ese momento, Asbag descubrió la manera de irse adentrando entre los bizantinos relevantes para alcanzar su propósito. La mujer del eparca, Danielis, era todo lo contrario de su marido: culta, refinada, aristócrata de una vieja dinastía, pero despierta a la vez, amante de la poesía y de todo lo que resultara ajeno a lo práctico. Aprovechando que Digenis se encontraba como casi siempre enfrascado en su petulante monólogo para despertar admiración entre un corro de aduladores invitados, el obispo se fue apartando un poco con ella, hablándole de Córdoba.

Le estuvo contando cómo era la vida en Medina al-Zahra, las costumbres de las mujeres, las ceremonias de palacio, el complicado mundo de los eunucos y los harenes; aderezado todo con ciertas dosis de fantasía y sin dejar de exagerar en los detalles. El primer paso se había dado. Pero no pudieron continuar con su animada charla, porque alguien reclamó la atención de todos los presentes.

—¡Señores, atención! —gritó uno de los mayordomos—. ¡Es la hora del juego de los leopardos!

En ese momento, aparecieron doce lacayos a lo lejos, acercándose con un leopardo cada uno sujeto por una cadena. Un gran murmullo de admiración se elevó entre todos los presentes.

—¿De qué se trata? —le preguntó Asbag a Danielis.

—¡Oh, cosas de mi esposo! —respondió ella con cierto desdén—. Ahora soltarán a unas pobres gacelas y tendremos que ver cómo los leopardos las atrapan después de perseguirlas por el prado. ¡En todas las fiestas hay que atender al dichoso numerito! Y más tarde, cuando llegue el emperador, repetirá de nuevo la exhibición. Aquí no se concibe una reunión campestre sin un juego de leopardos.

—¡Ah! ¿Entonces, vendrá el emperador? —se apresuró a preguntar Asbag.

—Sí, claro, está confirmada su asistencia. En realidad esta fiesta es para él. Le encanta reunirse a beber vino con sus antiguos compañeros y apostar en las competiciones de leopardos adiestrados.

Efectivamente, al cabo de un rato se presentó Juan Zimisces, acompañado por todo el esplendor de su parentela y sus eunucos de confianza. Digenis corrió hacia él y se postró reverentemente en su presencia. Los invitados también se inclinaron y prorrumpieron en aplausos y aclamaciones.

El emperador traía sus propios leopardos. Y lo primero que se hizo fue ordenar que diera comienzo la cacería. Desde unos cajones que se encontraban en un extremo del prado, los lacayos soltaron a unas gacelas que fueron perseguidas por las fieras, por parejas, en diferentes carreras, mientras los espectadores apostaban por unas u otras identificándolas por los colores de sus collares.

Mientras todo el mundo contemplaba el espectáculo, Asbag se fijó en la gran cantidad de hermosas damas que habían llegado en el séquito del basileus. Al igual que las otras que estaban invitadas a la fiesta, todas bebían vino, charlaban con los caballeros y reían con naturalidad.

—Aquí las mujeres viven con mucha libertad —le comentó a Danielis—. Esto en Córdoba sería impensable.

—Oh, sí —respondió ella—. No podemos quejarnos. Hay mujeres que incluso viven solas, gestionando ellas mismas sus propiedades y gobernando a su servidumbre. Y, naturalmente, escogen a los hombres con los que quieren relacionarse. Así es Constantinopla. Supongo que ello no te causará escándalo.

—No, no. Cada pueblo tiene derecho a regirse por sus propias costumbres. Pero dime una cosa: ¿es alguna de esas damas la princesa Ana?

—No, ninguna de ellas —respondió Danielis—. Esas mujeres pertenecen a la familia de Juan Zimisces y Ana es de otra línea.

—¿Tú la conoces? —le preguntó Asbag.

—Sí, claro. Es amiga mía. ¿Por qué?

—Oh, por nada, por nada…

Cuando finalizó la cacería, la fiesta continuó. El emperador y los demás invitados se acercaron entonces a las mesas para comer y beber algo, y Asbag aprovechó la ocasión para aproximarse. Reclamó un momento la atención de Juan Zimisces y, llevándolo aparte, le expresó una vez más los deseos cordiales de Otón I y la bendición especial del papa Juan XIII. El basileus hizo un gesto prepotente y dijo:

—No fue así como se expresó Luitprando en la anterior embajada. ¿Sigue el viejo obsesionado con llevarse a la princesa Ana para el sajón?

Asbag comprendió que la cosa sería mucho más difícil de lo que pensó en un principio y decidió andarse con suma cautela.

—Bueno —respondió—, la princesa es para su hijo. Si el Papa bendice esa unión, Otón estaría dispuesto a retirarse de Apulia y Calabria.

Había oído comentar eso a Luitprando, aunque sabía que éste no se rebajaría jamás a proponer una negociación.

—¡Vaya, vaya! —exclamó sonriente el emperador—. Eso ya es otro cantar. Pasa mañana por mi palacio y hablaremos del asunto. Y, ahora, vayamos a brindar con los demás.

Asbag se quedó encantado al comprobar que las cosas empezaban a solucionarse. Seguro como estaba de que Luitprando difícilmente se recuperaría del todo, decidió seguir haciendo las cosas a su modo. Al fin y al cabo, se trataba de conseguir como fuera la mano de la princesa Ana para Otón el joven, y ésa era en definitiva la única manera de poder regresar a Roma y, desde allí, a Córdoba.

Sin embargo, a medida que avanzaba la jornada de fiesta, no se dio cuenta de que estaban surgiendo complicaciones. Hasta que repentinamente reparó en la necesidad de ir a ver cómo se encontraban Fulmaro y Raphael.

Al primero lo encontró repantigado sobre la hierba, completamente ebrio y ahíto de comida, y tuvo que ir en busca de los criados para que lo transportaran hasta la mula y lo sacaran de allí cuanto antes. Por otro lado, en lo que a los lombardos se refería, la cosa era mucho más complicada, puesto que andaban por ahí, dispersos, borrachos también unos e ilocalizables otros. Fue preguntando por Raphael, pero nadie lo había visto por ningún sitio, por lo que empezó a preocuparse seriamente.

Danielis, a la que no se le escapaba nada, advirtió desde lejos la inquieta búsqueda del obispo y se apresuró a ir adonde él estaba.

—¿Se puede saber por qué andas preocupado de aquí para allá? —le preguntó—. ¿Sucede algo?

Asbag decidió sincerarse. Danielis le inspiraba cierta confianza.

—Se trata de Raphael, uno de los miembros de la legación —explicó—; no consigo localizarlo. Estos hombres no están habituados a este tipo de reuniones y…

—¡Ah, el joven conde! —exclamó ella—. Yo te llevaré al lugar donde se encuentra.

Asbag siguió a Danielis por entre los setos de los jardines, hasta las traseras del palacio, donde había una hermosa laguna rodeada de sauces y surcada en todas direcciones por cisnes y gansos.

—Allí está —le dijo ella, señalando hacia unos matorrales.

Raphael estaba abrazado a una muchacha. Cuando Asbag llegó hasta ellos, se quedaron sorprendidos y abochornados. Ella era extraordinariamente hermosa: alta, esbelta, de cabello obscuro y brillantes ojos verdes. El obispo sintió que nunca había visto a un ser tan hermoso y se quedó como paralizado. Ella echó a correr y se perdió en las espesura del jardín, mientras las carcajadas de Danielis se oían desde lejos.

—Pero… ¿te has vuelto loco? —recriminó el obispo a Raphael—. ¿No quedamos en que seríais prudentes? Lo vais a echar todo a perder…

El joven conde, sin decir nada, corrió también en la dirección de la muchacha.

—¿Quién era esa muchacha? —le preguntó Asbag a Danielis.

—Es Teofano, una sobrina del emperador. Según la opinión de todo el mundo, la dama más bella de Bizancio. Tu joven y apuesto conde no tiene mal gusto… Pero que se ande con precaución. Juan Zimisces no tiene hijos y esa sobrina lo es todo para él…