Constantinopla, año 971
Era la Pascua en Constantinopla. Toda la corte, con los emperadores y el patriarca al frente, se disponía a celebrar con las primeras luces de la mañana la liturgia del Domingo de Resurrección, con la que se ponía fin a las larguísimas ceremonias que se habían sucedido durante días en memoria de la pasión y muerte de Jesucristo.
Como en tantas otras ocasiones, la procesión a la Gran Iglesia discurría por el trayecto que unía los apartamentos imperiales del palacio, y el mitatorion de Santa Sofía. Era una fase preparatoria prácticamente el traslado a la iglesia, que suponía un desplazamiento de aproximadamente un kilómetro. No obstante, el tiempo que podía durar era imprevisible. Intervenían algo más de sesenta categorías distintas de sirvientes, militares, hombres de la Iglesia, pequeños, medianos y altos funcionarios, el tribunal y grandes autoridades del Estado, sin contar a los embajadores extranjeros que, en caso de estar de visita en la corte, se mantenían a derecha e izquierda, junto a las luminarias en determinado punto del recorrido; y sin contar tampoco a los mercaderes de sedas y a los plateros que, precisamente en ese lugar del palacio se habían encargado de adornar, por encargo del eparca, con paños de seda purpúrea, velos de oro y valiosas alfombras, haciendo que resplandeciera con incontables vasijas de oro y plata.
Todo lo que había de hacerse en el ceremonial estaba previsto en un texto compuesto por el emperador Constantino VII Porfirogéneta, cincuenta años atrás, que establecía con minuciosidad las normas para que, en el desarrollo ordenado de la vida de palacio, se reflejara «el movimiento armonioso que el Creador ha imprimido al Universo». Es el Ekthesis tes basiknn taxeos o, en su título latino, Líber de ceremoniis aulae byzantinae, del que Asbag oyó hablar en cierta ocasión a Recemundo, cuando regresó de su embajada en Bizancio.
Precisamente el día anterior, Asbag había estado observando el códice del ceremonial, que descansaba en un gran atril sobre una preciosa mesa de ónice iluminada por dos candelabros de oro en el medio de la espléndida sacristía de la catedral. Se maravilló contemplando la caligrafía griega, las filigranas y las miniaturas de iconos que representaban a los arcángeles Miguel, Gabriel, Rafael y Uriel. Al principio, tras un prólogo, se exponían las «normas que se han de respetar en una procesión a la Gran Iglesia», es decir, a la Santa Sofía justiniana, y que eran válidas para la Pascua, Pentecostés, la Transfiguración, Navidad y Epifanía, cinco veces al año. Y a continuación, con las dos mil quinientas primeras palabras, se describía lo que debía ocurrir sólo entre los apartamentos imperiales y el mitatorion donde los soberanos habían de revestirse con los ropajes de honor para la celebración.
Ahora había llegado el momento de poner en práctica tal cantidad de rigurosas normas del ceremonial.
Luitprando, Fulmaro y Asbag iban en el cortejo, próximos a los emperadores, por su categoría de miembros de un legado de amplia significación política y religiosa. Desde su lugar privilegiado veían de muy cerca el paso de los soberanos vestidos, en ese momento, sólo con el skaramangion, una larga túnica ajustada a la cintura.
Delante de ellos avanzaba el eparca —o praefectus urbi, uno de los personajes más importantes del imperio—, que, entre otras cosas, se había encargado de «mandar limpiar y preparar para la fiesta los lugares privilegiados de acceso al palacio, desde los que avanzaría el cortejo imperial, y todas las calles a lo largo de las cuales tendrían que pasar, esparciendo en ellas serrín de madera tierna y perfumada y juncias, adornándolas con decoraciones florales trenzadas con hiedra, laurel, mirtos y romero, y además con otras flores de olor de temporada». Todo ello, según lo ordenaba el libro de ceremonias.
También iba el patriarca, con un vestuario exquisitamente bordado para la ocasión, sosteniendo en sus manos el cetro de Moisés (valiosa reliquia que había de llevarse en procesión junto con la cruz de Constantino el Grande) que había sido recogido del oratorio de San Teodoro.
En el triclinio de los excubitos, los cancilleres del cuestor, los miembros del servicio del hipódromo y los nomiki o funcionarios subalternos entonaban motetes en latín y cantos de alabanza a los soberanos. Más adelante, todos habrían de detenerse para efectuar seis recepciones sucesivas, o encuentros con representantes del pueblo. Y, con solemnidad hierática, excitación sin desorden y colorido multiforme, el armonioso avance proseguía bajo la brillante luz de la mañana.
Asbag iba maravillado, contemplando tal exhibición de símbolos y saboreando la plenitud del momento. Sin embargo, había algo que no le dejaba disfrutar del todo: el aspecto fatigado de Luitprando; la incertidumbre y la preocupación de si el anciano y enfermo obispo de Cremona podría soportar la larguísima celebración que les aguardaba, después de las agotadoras sesiones precedentes.
Luitprando iba en la procesión, encogido bajo el peso de la casulla tan profusamente bordada que le habían puesto. Su rostro parecía desaparecer por momentos, consumido, y su forma de caminar daba verdadera lástima, pues era una fatigosa lucha con la mitad de su cuerpo, que estaba ya casi inmóvil por la hemiplejía; el brazo izquierdo le caía muerto al costado, y avanzaba con la otra mitad, rendido sobre el báculo, y tirando de su arrastrada pierna. Asbag llegó a temer que se derrumbara de un momento a otro.
Como era de esperar, la procesión se alargó, pues cada veinte pasos se acercaban las comitivas de representantes del pueblo, artesanos, panaderos, pescadores, soldados y monjes con sus ofrendas para el emperador; se arrodillaban, besaban la cruz de Constantino, eran bendecidos por el patriarca, depositaban en manos de los acólitos sus presentes y se retiraban con sumo respeto y sin volverse de espaldas. El sol alcanzó su punto más alto y el calor vaporoso de Constantinopla comenzó a mortificar a todos los presentes. Asbag seguía preocupado por Luitprando, cuyo aspecto era cada vez más lastimoso. Fulmaro, a su vez, resoplaba y sudaba copiosamente.
Santa Sofía lucía esa mañana todo su esplendor, en un juego de luces que entraban desde las ventanas más altas en blancos rayos que teñían los humos que ascendían hacia las bóvedas. Más abajo, miles de lámparas que colgaban de los techos arrancaban destellos de los ornamentos dorados. Los mosaicos relumbraban desvelando el misterio de sus imágenes: el pantocrátor, con todo su poder y su fuerza; la theodotokos, madre de Dios; Juan Pródromo, es decir el Bautista, en el lado de la entrada; Anunciación, Natividad, Purificación y Bautismo en las pechinas.
Cuando la extensísima liturgia llegó a su fin, una atmósfera densa y casi irrespirable llenaba la basílica. Fuera, el sol brillaba con fuerza, y el gran colorido de la fiesta se desplegaba en todos los rincones de la ciudad. Pregoneros, equilibristas, magos, malabaristas, vendedores de dulces, de guirnaldas de flores, de cintas de seda, de tortas con carne especiada, aguardaban en las plazas a los invitados de la gran celebración. Casi había que abrirse paso a empujones entre el gentío, que a pesar del calor no renunciaba a sus anchos, complicados y adornados trajes de fiesta. Parecía que el lujo era la única norma de vida en Constantinopla.
En el salón Dorado se ofreció un gran almuerzo para los que habían participado en la comitiva procesional de los emperadores. Nada más entrar, los criados perfumaban a todos los convidados y les mostraban los lugares donde podían acomodarse.
Los legados romanos avanzaron por el gran salón junto a un centenar o más de dignatarios extranjeros, en medio de la multitud de nobles cortesanos. Verdaderamente, la belleza de las mujeres de Constantinopla era singular, y resaltaba especialmente aderezada por los lujosos vestidos y la gran cantidad de joyas que lucían.
Luitprando caminaba trabajosamente, apoyándose en el hombro de Asbag y susurrándole amargas quejas al oído, contra aquella exhibición de fausto oriental.
—No voy a poder soportarlo —decía—. ¿De qué les sirve haber celebrado los misterios del Señor con tanto esplendor si ahora piensan arrojarse en los brazos de Satanás?
—Bueno, es la Pascua —repuso Asbag—. ¿No pueden expresar su alegría? ¡Es la fiesta más grande para los cristianos!
—Sí, espera un rato y verás…
Ocuparon el lugar que les correspondía, junto al eparca, en un estrado cercano al de los emperadores, rodeados por lo más granado de la corte, y jamás podrían haberse imaginado lo que les aguardaba.
Fue como si se hubiera destapado el cuerno de la abundancia y de él manara un verdadero río de manjares y vino. El salón, que era un largo rectángulo, con invitados a un lado y otro, tenía un enorme pasillo en el medio y dos grandes puertas en ambos extremos, por las que empezaron a entrar interminables filas de criados que portaban bandejas con todo tipo de frutas, carnes, pescados, dulces y golosinas. Pero lo verdaderamente espectacular fue una especie de caravana de carretillas tiradas por pequeños asnos, en las que llegaban humeantes asados, montañas de frituras, capones ensartados en espadas y dorados al fuego, carneros enteros, pavos reales cocinados pero con sus espectaculares plumajes desplegados, y hasta un pequeño elefante asado que levantó una gran ovación de los comensales.
—Pero… ¡Qué barbaridad! —exclamó Asbag espontáneamente.
—Ya te lo dije —comentó Luitprando—. Son una gente derrochadora, soberbia y sin freno.
Fulmaro, en cambio, estaba encantado, eufórico. Quería probarlo todo y constantemente hacía señas a los criados solicitando esto o aquello. Y los caballeros lombardos se dedicaban al vino y a coquetear con guiños y furtivas sonrisas con las muchachas griegas que tampoco los perdían a ellos de vista.
Pero no bien habían iniciado la comida, Luitprando empezó a removerse incómodo en su asiento, mirando nervioso a un lado y otro.
—¡Bien! —dijo repentinamente—. Es el momento de irse de aquí. Ya hemos cumplido y no podemos condescender con todo esto. Dentro de un rato empezarán a emborracharse y darán comienzo las voluptuosas danzas orientales.
—¿Cómo? —protestó Fulmaro—. ¿Marcharnos ahora? Si esto no ha hecho más que empezar.
—¡No hemos venido aquí a comer y a beber! —dijo con rotundidad el obispo de Cremona—. Mira a esos caballeros lombardos; parece que se les van a escapar los ojos. No están acostumbrados a estas cosas y pueden meter la pata.
—Podemos quedarnos un rato más —intercedió Asbag—. Tal vez si nos retiramos tan pronto lo tomen como un desprecio…
—No, no, no —se negó Luitprando—. Hacedme caso a mí, que conozco muy bien a esta gente. ¡Anda!, ve hacia donde está el eparca y dile que me encuentro muy cansado, que estamos muy agradecidos por todo, pero que hemos de descansar.
Asbag no quiso insistir más, puesto que a Luitprando se le veía verdaderamente agotado. Se levantó de su asiento y fue hacia donde estaba el eparca, se disculpó y se despidió en nombre de la legación romana. El eparca afirmó comprenderlo, pero Asbag leyó perfectamente en su sonrisa que la situación le molestaba.
De malísima gana, Fulmaro y Raphael accedieron a abandonar el banquete, protestando todo el tiempo. Luitprando iba delante, deseoso de salir cuanto antes, mientras que los demás se hacían los remolones. Asbag vio que no le quedaba más remedio que mediar.
—¿No veis cómo va el padre Luitprando? —les decía—. ¿Queréis acaso que empeore?
Una vez fuera del Chrysotriclinos, en los jardines donde aguardaban los criados con las mulas, estalló la discusión. Fulmaro no dejaba de protestar:
—¡Esto es absurdo! Sólo pido que terminemos la comida. Después nos marcharemos a casa.
El tic nervioso de Luitprando se intensificaba. Ayudado por los criados, subió a la mula y la arreó sin responder, alejándose hacia la salida del gran palacio.
—¡Pero bueno! —se quejó el joven Raphael—. De manera que hemos tenido que asistir sin rechistar a esas pesadas ceremonias y ahora no podemos divertirnos un rato. ¡No es justo!
—Por favor, tened calma —pidió Asbag—. Él es el responsable de esta misión y hemos de obedecerle. Es viejo y está cansado. ¿No podéis entender eso?
En ese momento, apareció el eparca y las cosas se complicaron aún más.
—¡Vaya! —dijo—. Veo que aún no os habéis marchado. Menos mal. El emperador deseaba departir un rato con los legados de Roma.
—El venerable padre Luitprando se marchaba ya —lo excusó Asbag—. No se encuentra del todo bien.
—Pues alcánzale y comunícale el interés del basileus —dijo el eparca—. ¿Es que va a desairar así al emperador?
Asbag corrió hacia la mula de Luitprando y le dijo lo que sucedía. Luitprando puso cara de fastidio y respondió:
—Lo siento mucho, pero no puedo permanecer ahí ni un momento más. Ve tú a la mesa del basileus y conténtale. Seguramente sólo pretenderá fijar la entrevista. No regreses sin una fecha y una hora. ¿Harás eso por mí?
—Naturalmente —respondió Asbag—. Déjalo todo de mi cuenta y vete a descansar tranquilo. ¡Que Dios te acompañe!
Asbag regresó a la puerta del salón Dorado, donde el eparca aguardaba una respuesta.
—Yo iré a representarle ante el basileus —dijo.
—Mejor —respondió el eparca—. El viejo no es muy complaciente que digamos. ¡Vamos adentro!
—¡Eh! ¿Y nosotros? —protestó Fulmaro.
—Eso —añadió el conde Raphael—. ¿Hemos de regresar acaso a la residencia? ¿No formamos parte también de la legación?
—¡Nada de eso! —dijo el eparca—. Si Luitprando no soporta nuestra manera de divertirnos es cosa suya. Vosotros sois invitados especiales del basileus y vuestro sitio os espera ahí dentro. ¡Volved a vuestros asientos en el banquete!
Asbag no podía oponerse, puesto que era uno más, y todos entraron de nuevo en el Chrysotriclinos.
Él se dirigió directamente hacia la mesa del basileus, conducido por el eparca, mientras los demás regresaban a sus asientos para seguir dando cuenta del suculento banquete.
El basileus Juan Zimisces era un hombre alto, delgado y distinguido, cuyo aspecto revelaba su origen patricio de Ierapolis y su pasado como domestikos (comandante militar supremo), pues su porte de guerrero saltaba a la vista a pesar de los ropajes imperiales. A su lado se encontraba la emperatriz Teodora, con la que había contraído matrimonio recientemente y, no muy lejos, la anterior emperatriz, la viuda de Nicéforo Focas. El eparca presentó a Asbag.
—¡El legado del Papa de Roma!
El basileus le sonrió y repuso:
—Querrás decir del Papa de Roma y del rey de los sajones.
Asbag le devolvió la sonrisa.
—Bueno, si se hubiera tratado del viejo Luitprando habríamos entrado ya en disputa —comentó el basileus.
—Os ruego que lo disculpéis —dijo Asbag—. Tuvo que retirarse. Su salud no es buena. Pero me pidió que transmitiera a vuestra grandeza la bendición del Papa y los saludos de vuestro hermano Otón y su esposa Adelaida.
El basileus acogió con un gesto complaciente el saludo y le pidió a Asbag que se sentara a la mesa. Éste se acomodó, pero comprobó enseguida que no tendría ocasión de hablar con el basileus, puesto que eran numerosos los dignatarios y generales que rodeaban al soberano. Por ello, aguantó durante la comida, pero una vez iniciadas las danzas de la sobremesa se acercó al eparca y le dijo directamente:
—He de retirarme. Me preocupa el estado del venerable padre Luitprando.
El eparca se acercó entonces al basileus y le dijo algo al oído. Juan Zimisces, a su vez, respondió algo al eparca. Éste se volvió hacia Asbag y propuso:
—El basileus dice que el próximo sábado se entrevistará con Luitprando en mi villa de las afueras, donde yo daré una fiesta campestre con motivo de la Pascua.
Asbag se puso en pie, hizo una reverencia y se retiró. Y, aunque no pudo arrancar a Fulmaro, a Raphael y a los caballeros del banquete, regresó a la residencia contento por poder llevarle a Luitprando la cita con el soberano bizantino.