Capítulo 65

Constantinopla, año 971

Bizancio era una sociedad rica, y también educada, aunque sólo una minoría gozaba de los lujos materiales y del legado intelectual que la hacían famosa. La vida social y política se centraba en la capital, en el conjunto de edificios conocido como el gran palacio. Junto a la puerta de la magnífica catedral de Santa Sofía se celebraban los encuentros cotidianos de los altos personajes, los legados de los reinos y los miembros de la corte. No podía entenderse el movimiento y el orden de aquella brillante sociedad si no era en torno a la fe cristiana y los edificios y obras de arte relacionados con ella. El palacio, las habitaciones, las salas de recepción, los puestos de guardia y los patios abiertos se alternaban con iglesias grandes y pequeñas; todas revestidas de espléndidos mosaicos y de luminosas pinturas que representaban escenas de la vida de Cristo, la Virgen o los santos. Y el número de iglesias y fundaciones religiosas en la ciudad era enorme. En la mayor parte de ellas se conservaban reliquias de gran significación religiosa, por lo general encerradas en relicarios de marfil, oro, plata, esmalte o piedras preciosas; mientras que la elaborada decoración a base de mármoles, mosaicos y pinturas formaba también parte de la gran profusión de elementos hermosos del culto, que junto con los vasos y vajillas de materiales preciosos le valió a toda esta concepción de la fe el calificativo de suntuosa.

En los días que el riguroso protocolo bizantino les hizo esperar a que les llegara el momento de ser recibidos, Asbag tuvo tiempo de empaparse de toda esa belleza. Salía temprano cada mañana y se lanzaba a descubrir la ciudad. En los bazares se amontonaban los mercaderes y comerciantes, visitantes de todas las razas y mendigos. Los forasteros, tales como los rhos, tenían sus propios barrios, y sus actividades y privilegios estaban cuidadosamente regulados por un convenio que hacían con los gobernantes. Bajaban desde Rusia por las rutas fluviales y compraban armiño, martas y otras pieles, así como esclavos, miel y cera. Del comercio oriental, especialmente con los árabes, provenían los perfumes, especias, marfil y más esclavos. Los comerciantes locales y los artesanos de la ciudad, tales como panaderos o mercaderes de seda cruda, pescadores y perfumistas, se organizaban por calles, en las cuales predominaban los olores de sus productos y las peculiares formas de disponerlos en sus expositores.

Asbag caminaba entre la gente, fijándose en la diversidad de formas de vestir, prestando atención a los diferentes acentos de las lenguas, deteniéndose en cada plaza, en cada mercado. Cuando pasaba delante de las innumerables iglesias, le llegaba ya desde la puerta el aroma del incienso mezclado con el humo de las velas que se amontonaban en los lampadarios. Entraba y se deleitaba contemplando los iconostasios con sus escenas maravillosamente pintadas en las paredes y en los techos: el Señor vestido con elegantes túnicas llenas de pliegues ampulosos, la Virgen con el niño como si fuera una emperatriz, los santos apóstoles dignificados en sus vestimentas como si fueran miembros de un senado, los mártires con los símbolos de su pasión… Los sacerdotes y los monjes celebraban la liturgia revestidos con brillantes y coloridas vestimentas, y lucían grandes barbas sobre el pecho que les conferían dignidad y un aspecto grave y respetuoso. Ya en Córdoba el obispo había oído hablar de todo ello a los viajeros, pero nunca imaginó cómo sería en realidad el renombrado Bizancio.

Luitprando por su parte no tenía ningún interés en adentrarse en el multiforme y variopinto mundo de las calles de Constantinopla. Durante aquel tiempo permaneció en la residencia que les habían asignado cerca del gran palacio. Se había traído algunos de sus libros, sus cálamos y el material suficiente para continuar con sus escritos, y se pasaba las horas frente al escritorio. A medida que transcurrían los días sin que fueran llamados a palacio, su indignación iba en aumento. «Pero ¿quién se ha creído que es ese presuntuoso griego?», se preguntaba cuando llegaba al colmo de su enojo.

El joven conde Raphael era un genuino lombardo; un noble de escasa cultura pero de gustos refinados, especialmente en lo que a las mujeres se refería. Y ello vendría a traerles problemas, como ya veremos más adelante. Su buena presencia, su simpatía de rostro y sus modales corteses eran las armas de un seductor mujeriego que no pasaba inadvertido en la corte bizantina, máxime cuando los otros veinte caballeros venían a unírsele para formar un conjunto homogéneo.

En tales circunstancias, con Luitprando enfrascado en sus escritos y permanentemente indignado con los bizantinos, con Fulmaro dedicado a la comida y la bebida y la escolta obnubilada por la belleza de las mujeres de Constantinopla, Asbag se dio cuenta de que él era el único que estaba en condiciones de llegar a comprender convenientemente la cultura bizantina para poder llevar a buen fin la misión.

Verdaderamente, el Imperio de Oriente era absolutamente distinto de su homólogo occidental. Era comprensible por eso que las embajadas enviadas hasta ahora desde Roma hubieran fracasado en sus intentos de entrar en diálogo. Occidente estaba germanizado, lo cual saltaba a la vista, especialmente desde los tiempos de Carlomagno. Los movimientos de la corte, la forma de entender la vida, las costumbres, la liturgia, el derecho, todo era absolutamente diferente. Resultaba absurdo enviar obispos francos, sajones o lombardos a intentar dialogar en un ámbito genuinamente oriental.

Asbag se dio cuenta de ello enseguida. Si algo era parecido a Bizancio en Occidente, ese lugar era sin duda Córdoba, a pesar de la gran distancia que separaba un punto del otro. Por eso se comprendía que la embajada de Recemundo hubiera dado tantos frutos y que ahora la mezquita mayor de Córdoba estuviera recubierta de mosaicos de estilo bizantino, como muchos palacios de la capital hispana.

Córdoba se había hecho abriéndose a Oriente a través del Mediterráneo, y creando una singular cultura en Alándalus cimentada en el viejo y sólido mundo romano. Algo semejante a lo que le había sucedido al Imperio romano de Oriente, que se había mantenido más abierto a la filosofía y a la especulación, mientras que en el mundo latino la mayoría de los problemas se concebía como algo «práctico».

Al principio no le sucedía, pero más adelante las calles de Constantinopla le transportaban a Córdoba. Serían los olores, el bullicio, el elevado tono de las voces, el ambiente cosmopolita o el contraste entre el lujo y la miseria. A veces sentía que al doblar una esquina o al remontar una cuesta se iba a encontrar con uno de los barrios cordobeses tan familiares. Pero faltaba el canto de los muecines, que allí era sustituido por un constante campaneo: repiques alegres de mañaneros monasterios, reiteradas llamadas a las largas misas bizantinas, tañidos constantes desde alejadas ermitas, profundos y sabios toques de la gran iglesia del Pantocrátor o de Santa Sofía. Bizancio era un reino de campanas.

Por más que Luitprando renegara de la liturgia bizantina, por considerarla excesivamente suntuosa, ostentosa e histriónica, a Asbag empezaba a seducirle el simbólico ritmo cargado de misterio en el que el tiempo y el espacio no contaban ante la presencia majestuosa de lo oculto, latente en la veneración de los iconos, en las largas ceremonias, en las procesiones abundantes en cruces de plata, velas, estandartes, tablas pintadas, incienso y prolongados cánticos de amanecer. Oriente estaba allí con todos sus signos: lo invisible en lo visible; el camino de la búsqueda de Dios, las ofrendas, los libros sacros, los paños de culto, los humos que ascienden, los oros relucientes que representan lo puro y luminoso; todo lo que conduce al absoluto reunido ceremonialmente en el litúrgico tiempo sin tiempo.

Todo ese esplendor se puso de manifiesto en las magnas celebraciones que tuvieron lugar con motivo de la victoria del ejército del basileus en Bulgaria, donde consiguió por fin expulsar a los rusos de Kiev. Era un triunfo que Constantinopla aguardaba impaciente desde hacía tiempo, y tal vez por esa causa tardaron los funcionarios reales en organizar una recepción para los embajadores.

Pero el basileus Juan Zimisces estaba por fin en la ciudad. Se organizaron desfiles al estilo del viejo imperio, con las tropas discurriendo en largas formaciones por las avenidas centrales, atravesando los arcos y los foros. Sin embargo, el espectáculo más grandioso fue la llegada de la flota de guerra al Bósforo y su entrada en el Cuerno de Oro, con el ensordecedor sonido de las trompetas y el atronador redoble de los tambores en el puerto.

Después hubo festejos: carreras de caballos y de carros en el hipódromo, representaciones teatrales y pasacalles.

La recepción llegó por fin. Un funcionario real se acercó para avisar a los legados romanos de que tendría lugar en el gran palacio, en el Chrysotriclinos, o salón Dorado.

—¡Vaya, ya era hora! —exclamó Luitprando—. Pensé que no iba ya a llegar el momento. Cuando se meten en fiesta estos griegos se olvidan de todo.

Los tres prelados se prepararon a conciencia, cubriéndose con las lujosas ropas que habían venido en un baúl desde Roma al efecto: túnicas, cogullas, racionales, píleos, báculos y mitras. Los capellanes, diáconos y los criados que les acompañaban también se vistieron a juego, siguiendo todos las directrices de Luitprando, que ya había dicho con ironía:

—El aspecto exterior es aquí muy importante. Son orientales, y en Oriente el lujo vale más que la inteligencia.

Y los caballeros lombardos obedecían puntualmente, pero no por temor del éxito de la embajada, sino por impresionar a las damas de la corte. No faltaron jubones de seda, brillantes corazas ni penachos de plumas.

La ceremonia se celebró en el maravilloso salón cuyo techo y paredes estaban recubiertas de dorados mosaicos, donde los emperadores ocupaban un lugar elevado al fondo, junto al patriarca y rodeados por toda la parentela real. Hubo cantos, danzas y simbólicas representaciones. Luego se leyeron las cartas credenciales de los embajadores, y se concedió el primer lugar a la legación romana para satisfacción de Luitprando.

Desde aquel lugar, toda la corte con los invitados y los generales del ejército se dirigieron hacia la puerta de Bronce, para asistir a la gran celebración que tenía lugar en Santa Sofía en acción de gracias. Avanzaron en procesión por orden, correspondiéndoles el último lugar al basileus y a su esposa. Unos hábiles maestros de ceremonias se encargaban de organizarlo todo para que no hubiera errores que restaran esplendor al acto.

Frente a la puerta principal de la catedral aguardaba el patriarca en medio de un ejército de obispos, sacerdotes, diáconos, archidiáconos, monjes y acólitos, que cantaban alabanzas y manejaban centenares de incensarios que elevaban al cielo espesos y olorosos sahumerios.