Córdoba, año 971
Cuando Abuámir fue nombrado magistrado de la shurta y comandante general de las fuerzas de la policía de Córdoba, acababa de cumplir los treinta años. Lo de magistrado no le sorprendió, pero lo de verse elevado repentinamente a la condición de militar le causó un gran sobresalto.
Estaba en el despacho del gran visir al-Mosafi, y tuvo que leer un par de veces la cédula de nombramiento que sostenía desenrollada entre sus manos.
—¿Ma-wa-la de la shur-ta? —deletreaba—. ¿Pero cómo…? ¿No se tratará de un error?
—No, de ninguna manera —confirmó al-Mosafi—. Lo que estás leyendo es tan real como que tú y yo ahora estamos aquí. Como puedes comprobar, la firma del Comendador de los Creyentes y su sello no ofrecen duda.
—¡Pero esto es un cargo militar! —replicó él.
—Sí. ¿Y qué?
—Pues que yo no soy hombre de armas…
—¿Y no ha llegado ya el momento de que lo seas? En tu familia ha habido valerosos militares. ¿No vas a unir tú esa faceta a tu destino? Piensa que el poder se funda en las armas en gran medida. Muchos de los grandes cargos del reino pertenecen a hombres que son o han sido importantes guerreros. Aunque el actual califa sea un hombre de paz, ¿puedes imaginar el engrandecimiento del imperio que consiguió al-Nasir si no hubiera sido un inteligente estratega militar? Además, están los generales, que sólo seguirán a un líder que pertenezca a su estamento.
—Sí, sí, no niego nada de eso. No necesitas convencerme de la importancia de las armas. Los héroes que más admiro eran guerreros. Pero yo me he pasado la vida estudiando; mi padre escogió para mí la carrera de los libros y dejó las armas para mi hermano Yahya. No entiendo en absoluto del arte de la guerra. Ni siquiera sé manejar una espada.
—¡Qué tontería! —replicó el gran visir—. Eres un hombre fuerte, joven y decidido. Has demostrado más de una vez tu coraje. ¿Tan difícil te va a resultar aprender a ser un buen guerrero?
Abuámir se quedó un rato pensativo. No rechazaba la idea, pero le había tomado por sorpresa, puesto que era algo que nunca se había planteado. Al fin, dijo:
—Bien, bien. Lo intentaré, pero necesito tiempo. ¿Por dónde he de empezar?
—Búscate un buen maestro. Alguien maduro, noble y con gran experiencia. Un general retirado, algún mercenario…
—¡Ya está! —exclamó Abuámir—. ¡Ben Afla! Él me ayudará. Combatió con mi padre y me aprecia sinceramente.
—¡Perfecto! —asintió al-Mosafi—. No encontrarás a nadie mejor que él. Sabe de caballos, de maquinarias de guerra, de armas… Fue comandante de las fuerzas de África, gobernador de Murcia… Y, lo más importante, es un noble con prestigio; un caballero de la vieja escuela. El te pondrá al corriente de todo lo que necesitas.
Aquella misma tarde, Abuámir se presentó en el palacio de Ben Afla. El noble militar se alegró sinceramente de la visita y enseguida le agradeció una vez más lo que meses atrás había hecho por sus hijos.
—¿Qué ha sido de ellos? —le preguntó Abuámir.
—Los tres mayores partieron hacia África, incorporados a las huestes del mámala Walid; el que le sigue en orden se encuentra en Toledo, al servicio del gobernador, y los demás, por ser jóvenes aún, siguen su adiestramiento en las armas.
—¿Dónde reciben esas enseñanzas? —se apresuró a preguntar él.
—Donde debe ser; aquí mismo, en Córdoba. Yo los entreno, como hizo conmigo mi propio padre. Aunque ya no tengo edad para estar constantemente en campaña, soy aún lo suficientemente ágil para mostrar cuanto sé acerca de las armas.
Abuámir se separó unos cuantos pasos de él y le pidió:
—Mírame bien. Tengo treinta años y nunca me ejercité en las artes de la guerra. ¿Crees que un hombre como yo podría aprender lo necesario para defenderse en el campo de batalla sin ser temerario?
Ben Afla abrió mucho los ojos y en su rostro se dibujó la sorpresa.
—¡Dios sea loado! —exclamó—. Cuando te conocí lamenté en el fondo de mi corazón que tu padre, el valeroso Abdallah, no te orientara hacia el noble arte de la guerra. Eres grande, esbelto y fornido; revestido con una armadura resultarás… ¡imponente!
Abuámir sonrió sin disimular su satisfacción. Luego dijo:
—Y ahora, dime pues, ¿qué me falta?
—Tienes la materia —contestó el noble militar—; pero necesitas la forma.
—¿La forma…?
—¡Hummm…! Quiero decir que, aunque tu aspecto es saludable y todavía no has engordado, necesitas tensar esos músculos, endurecer las piernas, adquirir agilidad y reflejos, fortalecer tu brazo derecho… En fin, nada que no pueda conseguirse con disciplina y un buen entrenamiento.
—¿No será ya tarde para eso? —le preguntó Abuámir con ansiedad.
—No, de ninguna manera. Aunque habrás de renunciar a muchas cosas de tu actual forma de vida: al vino, por supuesto, y a muchos placeres. El placer ablanda la mente, y es ella la que domina el cuerpo. Una voluntad fortalecida es capaz de tensar cada uno de los nervios como si fueran las cuerdas de un arco.
—¿Podrás tú ayudarme a conseguirlo?
La expresión de Ben Afla se llenó de sorpresa y alegría.
—¿Yo? ¿Adiestrarte a ti en las armas…?
—Si tú no lo haces, creo que no lo lograré. Combatiste junto a mi padre. Te admiro. Sí, te admiro de verdad; y me infundes un gran respeto. Además, sé perfectamente que sabrás ser sincero conmigo si ves que no soy capaz de avanzar en mi adiestramiento.
—¡Acepto con sumo gusto! —respondió Ben Afla—. Pero… has de saber que soy muy duro en esta disciplina y que no te trataré mejor que a mis hijos. Si he de hacer de ti un gran guerrero, tú y yo deberíamos convertirnos en enemigos durante un tiempo.
—Haz las cosas como tú sabes —le dijo Abuámir—. Trátame como si yo tuviera quince años. He de recuperar todo el tiempo que he perdido. ¿Cuándo empezamos?
—¿Dispones, primeramente, de tres meses completamente libres? —preguntó Ben Afla.
—¿Libres…?
—Sí. Quiero decir que es preciso retirarse de todo. La primera disciplina es muy importante, puesto que supone dominar el propio cuerpo. Yo tengo una munya en la sierra, apartada de todo, donde se encuentran mis hijos pequeños y una veintena de jóvenes caballeros de nobles familias, preparándose. Allí tengo también al mejor de los maestros de esgrima, y yo mismo acudo una vez a la semana para supervisar el entrenamiento. Si vamos a hacer esto, hagámoslo como Dios manda.
Abuámir se quedó perplejo.
—¡Vaya! —dijo—. No contaba con esto. Creí que no tendría que interrumpir mis actividades. Pero si piensas que es absolutamente necesario…
—Es fundamental —sentenció el militar.
—Bien. He dicho que haría todo como tú lo mandes. Iré allí. El gran visir al-Mosafi es quien me ha animado a esto. Le pediré ese tiempo y me lo concederá gustoso.
—Perfectamente —dijo Ben Afla—. Mañana, antes de amanecer, te esperaré en el camino para acompañarte a la escuela de la sierra. Trae pocas cosas: ropa ligera, tu caballo y calzado fuerte. No necesitas nada más.
—¿Eh? ¿Y la armadura? ¿Y la espada? Habré de adquirirlas antes de irme, ¿no?
—¡Ja, ja, ja…! —Rio con gusto Ben Afla—. No, nada de eso. Allí no necesitas para nada esas cosas. Primero hay que preparar el contenido; más tarde, el continente.
Esa misma tarde, Abuámir puso en orden todas sus cosas. Llamó a Qut y le contó sus intenciones. Después se sentó en el escritorio e hizo una relación de cuantas gestiones habían de realizarse en su ausencia. Redactó una carta para el visir al-Mosafi y se la confió a su amigo para que se la entregara sin falta al día siguiente en Zahra. Dio órdenes a sus criados y dispuso la manera en que habían de gestionarse sus propiedades, como si fuera a realizar un largo viaje; pero no dijo a nadie que se encontraría recluido durante cien días con sus noches a escasas leguas de Córdoba.
Siguiendo las instrucciones de Ben Afla, metió cuatro cosas en un hatillo y sacó de la cuadra al mejor de sus caballos. Ahora sólo faltaba una cosa, y era lo más doloroso: despedirse de Subh.
Una vez en los alcázares, le explicó todo, el sentido de aquella separación y la importancia de convertirse en un hombre de armas para proseguir su carrera de ascensos en el complicado ámbito del poder. Le comunicó cuanto el visir al-Mosafi le había dicho acerca del valor que los militares le atribuían al hecho de que los altos cargos del gobierno fueran o hubieran sido guerreros, y la necesidad que tenía de hacer previsiones para el futuro, ahora que todavía era un hombre joven. Subh lo comprendió todo, pero no era capaz de aceptarlo, porque estaba sumida en el dolor de la reciente pérdida de su hijo, y Abuámir suponía para ella el único consuelo. Se aferró a él y lloró con rabia y amargura. Finalmente, se rindió ante la inamovible decisión de él y se dejó caer suspirando sobre los almohadones.
Abuámir la acarició dulcemente y aspiró el perfume de sus cabellos, como queriendo llevarse algo de ella dentro de sí.
Cuando dejó la ciudad, un fresco viento removía los alcornoques. Cabalgó solo, experimentando una extraña sensación de libertad, como si en aquel momento algo nuevo diera comienzo en su vida. Era como apreciar en su plenitud que todo marcha hacia delante, sin que el dolor por lo que se deja atrás tenga la fuerza suficiente para detener las cosas, paralizarlas y hacer languidecer las empresas.
Un poco más adelante, en un cruce de caminos, le esperaba Ben Afla para conducirle hacia su escuela de guerreros.
Ascendieron por serpenteantes caminos de sierra que se perdían en una espesura de brezos, roquedales, encinas y madroños; por las montuosas extensiones donde sólo habitaban misteriosos y solitarios ermitaños; y siguieron más allá, hacia las perdidas serranías donde tenían sus secretas guaridas los enormes osos pardos. Cabalgaban en silencio, saboreando la soledad del bosque; hasta que Ben Afla dijo, como para justificarse:
—Es necesario sentirse alejado; es la forma de encontrarse con la fiereza que guarda el espíritu del hombre… Pero aprendiendo la serenidad y la templanza de la naturaleza…
Después de avanzar por diferentes veredas, en lo que a Abuámir le pareció dar vueltas por el bosque, llegaron a un claro donde se levantaban casitas de barro y unas cuadras junto a un pozo.
—¡Utmán! ¡Utmán! —gritó Ben Afla.
Apareció un hombretón de espesa y obscura barba por la puerta de la casa, que se acercó a toda prisa al caballo y ayudó a Ben Afla a descabalgar. Luego le besó las manos respetuosamente.
—Éste es Utmán ben Casi —le dijo Ben Afla a Abuámir—. Es una persona de mi absoluta confianza. Me acompañó durante años en mis campañas militares y ahora se hace cargo de mi escuela de armas. Maneja la espada, el arco y la lanza, y sabe de caballos como nadie. Puede reparar una armadura o coser una herida con igual habilidad. Deberás obedecerle como si fuera yo mismo. Si aprendes sólo una mínima parte de lo que él sabe acerca de la guerra, habrás ganado muchas posibilidades de escapar de la muerte en un campo de batalla.
El hombretón sonrió de medio lado, mostrando una sucia e imperfecta dentadura.
—¿Y los muchachos? —le preguntó Ben Afla.
—Están en el bosque, noble señor. No regresarán hasta la noche.
—Bien. Éste es Mohámed Abuámir, se incorporará como uno más al grupo. Quiero que aprenda todo lo que puedas enseñarle en los cien días que estará aquí. Después yo me haré cargo de él para instruirle en lo demás.
Ben Afla le mostró la casa. Se trataba de una austera construcción de un solo cuerpo, que servía de cocina, dormitorio común y única estancia, sin otro mobiliario que un montón de ásperas mantas, unas esteras de esparto y una chimenea con varios pucheros ennegrecidos.
—¿Aquí hemos de vivir? —preguntó Abuámir, perplejo.
—No necesitarás nada más —respondió Ben Afla—. Cuantas menos cosas mejor. Ahora se trata de centrarse.
—¿Centrarse? —preguntó él.
—Sí. Ya lo comprenderás. Todo a su tiempo.
Antes de que anocheciera, Ben Afla se despidió para regresar a Córdoba. Les dio los últimos consejos y desapareció por donde habían llegado.
Abuámir y Utmán se quedaron sentados en un tronco, con la espalda recostada en la pared de adobe. Ninguno decía nada, y reinaba un tenso silencio en el que sólo se escuchaban los quejidos de un lejano mochuelo. Abuámir percibió en ese momento que aquello iba a resultar mucho más duro de lo que imaginó en un principio.
Casi de noche ya, fueron regresando los alumnos de la escuela; una veintena de muchachos atezados por el aire y el sol, rudos y vestidos con usadas ropas llenas de remiendos. Abuámir se presentó a ellos y notó que se extrañaban de su presencia allí, tal vez por su edad.
—Es un señoritingo de ciudad —apostilló Utmán con una desagradable voz cargada de ironía.
Los jóvenes rieron la ocurrencia, y Abuámir le lanzó una de sus miradas feroces.
—¡Bueno, bueno! —dijo el hombretón—. ¿No sabes aguantar una broma?
Más tarde cenaron unos insípidos puches de harina y castañas, un puñado de aceitunas y un pedazo de queso salado. Luego cada uno se envolvió en su manta y enseguida empezó todo el mundo a roncar.
Abuámir se revolvió con rabia en su rincón, sintiendo el duro suelo y el hedor a sudor de sus compañeros. Intentó convencerse de que aquello era necesario, pero no podía evitar una aguda impresión de absurdidad y ridículo por encontrarse allí. Ben Afla le pareció entonces uno de esos fantasiosos ascetas, como los que seguían a Nasarra que hacían de su vida una renuncia inútil para ir en pos de algo desconocido. Se arrepintió de haberse dejado convencer para terminar allí, rodeado de un montón de adolescentes que querían ser caballeros a fuerza de comer puches de harina y dormir en el suelo; cuando él ya había accedido a los más altos puestos sin haberse privado de un solo momento placentero.