Constantinopla, año 971
En la gran luz del Bósforo, Constantinopla se tornaba violácea, resplandeciendo con sus cúpulas ilustres y sus brillantes palacios que miraban hacia el sol que despertaba en Oriente. El Cuerno de Oro hervía en embarcaciones de todos los tamaños que comenzaban a desplegar sus velas o a remar hacia el mar de Mármara. Multitud de esquifes se acercaban a los grandes barcos que arribaban, para ofrecerse a llevar a los viajeros a los muelles de Gálata y ahorrarles así la espera que suponían los trámites del amarradero en las oficinas del puerto.
Asbag se hizo consciente de que tenía frente a sí a la otra Roma, la que abría a la cristiandad los puertos de Asia, la que había cimentado su Iglesia en las reliquias de san Andrés apóstol, el cual no sólo era hermano de Pedro sino que había sido llamado por el Señor antes que él.
La nave veneciana, moderna y ligera, plegó sus velas y avanzó a golpes de remo por el agua mansa, mientras dos marineros hacían sonar dos grandes trompetas para avisar al resto de las embarcaciones. En el palo más alto ondeaba la bandera papal; más abajo, los escudos imperiales, los colores de Sajonia y, finalmente, el pendón de Cremona. Era la forma de advertir, siguiendo las leyes del mar, que los insignes viajeros que transportaba el barco eran súbditos y legados del sacro Imperio.
La embajada papal estaba compuesta por cuatro dignatarios: Luitprando de Cremona, prelado con poderes de representación del Sumo Pontífice; Fulmaro, obispo de Colonia; Asbag, con poderes de canciller honorífico; y Raphael, un joven conde lombardo al frente de treinta caballeros que hacían de escolta de los legados.
Los cuatro permanecían en la cubierta, contemplando desde la baranda de proa cómo el capitán del barco se alejaba en un esquife hacia los muelles para presentar las credenciales al oficial del puerto.
El obispo de Colonia, hombre grueso y fatigoso, se felicitaba de que por fin fueran a tomar tierra, poniendo fin a un viaje que había resultado para él un continuo mareo. Asbag, en cambio, apenas había sufrido en la travesía, por contraste con la que hiciera amarrado y a la intemperie cuando le transportaron cautivo los vikingos. Y el conde Raphael y sus hombres, por su parte, ya habían llevado a cabo misiones semejantes y podría decirse que eran experimentados custodios de las legaciones que con frecuencia eran enviadas a Bizancio. Pero lo que resultaba sorprendente era la fortaleza de Luitprando. El anciano obispo era un encorvado manojo de huesos, que se alimentaba diariamente con un puñado de uvas pasas y algunos higos secos. Parecía sustentarse solamente con el empeño de culminar con éxito su misión y, desde que vio de madrugada en el horizonte la línea de edificios de Constantinopla, permaneció mudo, como concentrado en cuanto había de argumentar frente al basileus y el patriarca para cumplir su cometido.
Luitprando miraba a Constantinopla con una mezcla de atracción y recelo. Representaba para él lo otro, lo incontrolable, lo que escapaba a su concepto del ordo como sumisión a un único poder investido de autoridad sagrada en el imperio; lo que venía una y otra vez a confundir sus planes de unidad y restitución de la vieja idea teodosiana. Pero, por otra parte, tenía que reconocer que la ciudad era hermosa y que guardaba en su interior el tesoro de la concepción oriental de la fe: la singularidad de la liturgia bizantina, el misterio de sus iconos, el respeto a la oculta majestad de Dios y la insignificancia ante la trascendencia a pesar del fasto de los ritos. Todo un legado que estaba en las raíces mismas del origen del cristianismo y que de ninguna manera habría de perderse.
Pero no podía evitar sentir desprecio hacia los gobernantes bizantinos. No podía soportar que fueran tratados como partícipes del aura de santidad del mismo Cristo o la Virgen María, cuando vivían en el lujo y la sensualidad de una corte seducida por los influjos que le llegaban de Asia.
Ya en el año 968, durante el reinado del basileus Nicéforo Focas, había sentido ese fatal contraste, después de contemplar el hermoso culto bizantino en Santa Sofía, tras el cual la nobleza patricia había banqueteado y se había embriagado al estilo de las decadentes bacanales del viejo imperio sucumbido. Eso no podía caber en la mente de un austero clérigo lombardo que admiraba el monacato occidental por su rigor y por lo que transmitía al mundo de su austeridad.
Pero, además, en aquella ocasión había comprobado por sí mismo el desdén y la indiferencia con los que en Bizancio se miraba hacia Roma. Entonces había intentado ya concertar el matrimonio entre los dos imperios, solicitando en nombre del Papa romano a una princesa bizantina para el emperador de Occidente. La elegida por Luitprando había sido Ana, una joven hija de Romano II que reunía en sí lo mejor de la sangre constantinopolitana. Pero el basileus y el patriarca casi se habían reído de su petición; considerando que el pretendido «emperador romano» no era sino un bárbaro sajón, descendiente de conversos invasores del sacro Imperio. Luitprando había tenido que regresar a Roma con las manos vacías, y albergando en el corazón un inconfesable odio hacia quienes se habían burlado de la entidad de su embajada.
Entonces, casi una década atrás, Luitprando estaba dominado por la soberbia de saberse el secreto artífice de la nueva visión de las cosas. Se había enfrentado al propio papa Juan XII, al que había conseguido deponer en un sínodo, arrojándole las feroces acusaciones que había reunido en su Antapodosis y aireando sus pecados por toda la cristiandad.
Pero ahora los años habían templado su ímpetu, aunque dentro de él permanecían encendidas las ascuas del deseo de ver finalmente su obra terminada antes de abandonar este mundo.
Durante el viaje le había confesado a Asbag la intención de llevarse a la princesa a toda costa; incluso si tenía que humillarse y arrastrar su concepto de la legitimidad imperial a los pies del basileus. Lo único importante era unir esas dos sangres: la de los descendientes de los griegos fundadores de la civilización y la del nuevo Occidente cristiano y romano. Era la única forma de restituir en su integridad el perdido orden constantiniano.
Ahora Constantinopla estaba ahí enfrente una vez más. ¿Qué sucedería? Ésa era la gran incógnita que daba vueltas en la privilegiada mente del obispo de Cremona. Si el actual basileus Juan Zimisces tampoco se tomaba en serio la embajada, como hiciera su predecesor, se perdería la última oportunidad de unir los dos imperios que se iban alejando año a año. No volvería a haber un joven heredero, como Otón II, coronado ya emperador por el Papa desde los doce años, con su padre gobernando sobre Occidente en nombre de Cristo, y dispuesto a unirse en matrimonio con una descendiente de la sangre helena.
La visión de Constantinopla era imponente. El viajero que llegaba por mar veía un horizonte dominado por las cúpulas de las iglesias. Por encima de todas ellas —en el promontorio que constituye la espina dorsal de Bizancio— se elevaba Santa Sofía. Luitprando miraba allí, queriendo fijar sus ojos cansados en el maravilloso conjunto que formaba la catedral.
—¡Ah, es sensacional! —exclamó Asbag.
—Sí que lo es —secundó Luitprando—. Ya en el siglo VI, el escritor Evagrio la describió como «gran obra incomparable, cuya belleza excelsa supera toda posible descripción».
—¿Aquello otro de allí qué es? —le preguntó Asbag, señalando unas magnas construcciones próximas a Santa Sofía.
—Se trata del vasto palacio de los emperadores —respondió él—. Es tan grande como una ciudad que se extiende en una serie de terrazas, galerías y patios hasta el borde del mar.
—¿Y aquello de allí? —preguntó Asbag, señalando ahora al otro lado del Cuerno de Oro.
—Son las fortificaciones que vigilan la entrada de los barcos. Lo más elevado es la torre de Atanasio. Y más abajo, en los muelles, puede tenderse una cadena para impedir la entrada de los barcos enemigos a través de la boca del Cuerno de Oro.
Mientras aguardaban el regreso del capitán con la orden de paso, Luitprando siguió dando explicaciones acerca de los diversos puntos que se divisaban en el horizonte; la costa de Asia a la derecha, la gran hilera de murallas, que según él continuaba al otro lado de la ciudad, y los principales monumentos que se erguían en diferentes lugares.
Después de un largo rato, llegó el permiso de entrada y la nave se abrió paso hacia el Cuerno de Oro, buscando el puerto donde arribaban las embarcaciones de altos dignatarios.
Hicieron su entrada en la ciudad por una de las puertas principales y circularon a lo largo de uno de los ejes que iban al gran palacio. Se trataba de una amplia calzada romana que convergía con otras en una espaciosa plaza con soportales, el foro Bovi, de donde partía el Cardo máximo que atravesaba el foro Tauri y el de Constantino y, finalmente, el Augusteon; para terminar frente al hipódromo, con la catedral de Santa Sofía a un lado y el gran palacio al otro.
El gentío de las calles era el reflejo de lo que Constantinopla había llegado a ser como capital de un gran imperio, en la principal ruta comercial entre Europa y Asia, y en el punto más estrecho del canal que unía el mar Negro con el Mediterráneo. Ese ambiente estaba escrito en cada esquina y cada plaza: árabes, sirios, asiáticos, búlgaros, siberianos, romanos, eslavos, normandos; todas las razas, todas las lenguas y todas las culturas se entremezclaban allí en un colorido y múltiple bullicio que se había lanzado a tomar la ciudad desde las primeras horas de la mañana, convirtiéndola en un caos donde se hacía eterno intentar llegar a cualquier sitio. La comitiva de los prelados romanos, con los caballos de escolta, los criados, asnos y carretas cargados de regalos, tuvieron pues que armarse de paciencia para avanzar entre la multitud.
Por fin, llegaron frente al arco de Milion. Los guardianes de palacio les dieron entonces paso a una gran explanada, que se extendía entre la catedral de Santa Sofía y la gran puerta de Bronce que servía de entrada junto a los inmensos cuarteles de la guardia imperial. Allí tuvieron que aguardar un buen rato bajo el sol del mediodía. Luitprando se impacientaba y el tic de su cuello se acentuaba. Iba de la carreta a la gran puerta metálica que permanecía cerrada y regresaba una y otra vez, con sus pasos renqueantes.
—¡Siempre igual! —se quejaba—. Nos harán esperar una y mil veces más, para cada recepción, antes de cada ceremonia… ¡Para ellos no existe el tiempo!
—Vamos, vamos, cálmate —le pedía Asbag—. Impacientándonos no vamos a ganar nada. Descansa mientras tanto; no te agotes…
El grueso obispo de Colonia había descendido del carro y, sentado a la sombra en un butacón, daba cuenta de un plato de comida que le había servido uno de los criados, mientras otro le echaba aire con un abanico de mimbres. El conde Raphael y sus hombres se habían sentado en el suelo y bromeaban entre ellos.
Al cabo apareció un oficial y les franqueó el paso a los cuarteles, donde un funcionario imperial les recibió, y se hizo cargo de las cartas de presentación y de los regalos para el basileus. Después los condujo hacia un cercano palacio donde se les dio alojamiento, haciéndoles saber que en breve serían avisados para participar en la recepción de bienvenida.