Cremona, año 970
Profundamente dormido en el lecho, Asbag soñaba. Miles de caballos galopaban sobre la tierra yerma; miles de guerreros, a sus grupas, blandían relucientes espadas. El cielo era rojo, de sangre y de ascuas del fuego que había abrasado las ciudades. Una vez más aquel fuego implacable, voraz, de consumación y final. Después el océano; la masa infinita del mar de la nada; y él sobre una precaria balsa, una especie de plataforma inestable de maderas y restos de algo; con gente alrededor, hombres y mujeres sin rostro conocido, asiéndose todos a las inseguras maderas. De repente, una luz al fondo. Una luz que se intensificaba y se aproximaba… Y una voz insistente llamándole.
—¡Asbag! ¡Asbag! ¡Asbag!
Abrió los ojos. Una lámpara de aceite le deslumbró justo delante de la cara. Se colocó la mano a modo de visera. En la obscuridad del aposento, apareció el rostro de Luitprando frente a él, con sus agudos ojos grises hundidos en las cuencas obscuras, y con el acentuado tic nervioso.
—¿Eh…? —Se sobresaltó Asbag—. ¿Qué sucede?
—¡Nada, nada! —dijo Luitprando—. No te asustes. Tan sólo deseaba hablar contigo.
—¿Ahora? Pero si aún no ha amanecido…
—Lo siento —se disculpó el obispo—. No podía dormir. Tengo que hablar contigo ahora mismo. Por favor, levántate.
Asbag se incorporó, tiró de la manta, la echó sobre sus hombros y se levantó.
—Vayamos a la biblioteca —le propuso Luitprando—. Estaremos más tranquilos allí.
Recorrieron los pasillos, subieron la escalera de peldaños de madera y entraron en la biblioteca. Debía de pasar un poco de medianoche, todo estaba muy obscuro y reinaba un absoluto silencio. Luitprando encendió un candelabro y ambos se sentaron junto al escritorio.
—Bien, tú dirás —le dijo Asbag en tono de resignación.
Luitprando se santiguó, cruzó las manos sobre su regazo e inició un largo discurso que Asbag escuchó con atención.
—En primer lugar, he de pedirte perdón por haber interrumpido tu descanso de esta manera. Soy viejo, eso salta a la vista, pronto cumpliré los setenta años y no me he cuidado. Siento que el tiempo se me escapa de las manos y hace tiempo ya que casi no duermo. Debes comprenderme; las horas en el lecho se hacen interminables. Antes me levantaba y subía aquí a leer. Pero ahora la vista me falla. No me queda más remedio que darle vueltas y vueltas a las cosas en mi cabeza…
—Te comprendo —le dijo Asbag—. Por mí no te preocupes. Seguramente lo que vas a decirme es muy importante. Aquí me tienes.
—Gracias, gracias —prosiguió Luitprando—. Pues bien, resulta que estos días he pensado mucho en todo lo que tú y yo hemos hablado. ¡Ah, cuánto me has recordado aquellas conversaciones con Recemundo! Ambos nos hicimos buenos amigos en Francfort, aunque discutíamos. Sí, discutíamos con frecuencia… Entonces éramos jóvenes. Queríamos que la Iglesia se reformase, que la verdadera fe triunfase sobre la mentira y la falsedad del mundo. Buscábamos la verdad… Él representaba para mí la tradición isidoriana, la Iglesia heredera de san Agustín. Yo, en cambio, reunía en mi persona el deseo de tantos clérigos francos, lombardos y sajones de instituir una gran Iglesia, asentada en su tradición pero mirando hacia delante. Pensábamos que el mejor medio de llevar la fe al mundo era un imperio firme, cristiano y dispuesto a servir al Evangelio…
—¿Aun a costa de germanizar a las otras tradiciones? —le interrumpió Asbag.
—Bueno, bueno, no quiero ahora discutir —repuso Luitprando—. Por favor, déjame continuar. Lo que yo pensaba entonces ahora no importa, pero debía explicártelo. Pues bien, ahora veo que tanto esfuerzo carece de sentido. Tenías razón cuando decías que lo importante es el corazón de los hombres; no las estructuras, ni los reinos, ni los poderes terrenales, que tienden a corromperse en la vanidad y el orgullo. Eso es lo que yo necesito, que alguien desde fuera me ponga las cosas en su sitio. Yo he tenido la gracia de estar cerca del poder en los últimos veinte años, o la desgracia, si lo miras de otra manera; porque mi visión del mundo es la que patrocinaba Carlomagno…
Asbag se dio cuenta de que Luitprando se repetía. Era un hombre obsesionado. Era comprensible, puesto que se había pasado la vida intentando unir a la Iglesia. Había luchado contra papas y dignatarios eclesiásticos corruptos, contra la ambición de Berengario, contra el deseo de preponderancia del patriarca de Constantinopla, contra las herejías que nacían en Oriente, contra los viejos errores que se despertaban nuevamente… Era un hombre extremado.
—Bien, bien, ¿eso era lo que tenías que decirme? —le preguntó Asbag.
—No, no… Perdóname; he vuelto a enredarme… ¡Esta cabeza mía me falla! Quería comunicarte un proyecto que creo que será la última misión que Dios me encomiende en este mundo. Y debo hacerlo. ¡Que Dios me dé las fuerzas necesarias! Pero necesito ayuda.
—Tú dirás, hermano.
—Hace un par de años me trasladé por última vez a Constantinopla. Intenté algo que pudo ser la solución definitiva del conflicto entre el Oriente y Occidente.
—¿Quieres decir que la separación entre Roma y Constantinopla podría tener solución si se realizara algún tipo de gestión? —se interesó Asbag.
—Sí, estoy seguro de ello —respondió Luitprando con rotundidad.
—¿Y cuál es esa gestión?
—Un matrimonio.
—¿Un matrimonio? —Se sorprendió Asbag.
—Sí. Un matrimonio real. Una boda entre una princesa bizantina y el heredero legítimo del imperio: Otón II, el hijo del actual emperador, el cual ha sido ya coronado por el Papa en Roma; con lo cual su sucesión está ya consagrada.
—¿Y ellos consienten? Me refiero al basileus y al patriarca.
—De eso se trata —respondió Luitprando—; de que consientan. Esos bizantinos son unos presuntuosos, se creen los únicos descendientes de la clase patricia romana y de la sangre helena más pura; por eso la cosa es complicada. Como te decía, hace dos años me trasladé allí para negociar el asunto. Pero todas mis gestiones fueron infructuosas, porque el basileus de entonces, Nicéforo Focas, era un fanático de la legitimidad oriental, influido como estaba por los monjes del monte Atos. Pero, gracias a la Providencia, ha muerto, tal vez asesinado… Y su actual sucesor, Juan Zimisces, tiene una hija que puede ser la más adecuada para mi propósito. Si alguien pudiera ir y convencerle…
—¿Quieres decir que piensas ir una vez más a Constantinopla?
—Si Dios me da salud, he de ir. Es la única posibilidad de unir el imperio.
—¡Pero, Luitprando —le recriminó Asbag—, tienes setenta años! ¿Cómo se te ocurre lanzarte a un viaje como ése?
—¡Aunque me cueste la vida! —repuso él, cargado de convencimiento—. Si alguien culto, ecuánime, sabio y conocedor de las lenguas quisiera acompañarme…
Asbag bajó la cabeza; temió que Luitprando quisiera implicarle en la aventura.
—¡Tú eres esa persona! —confirmó el obispo sus suposiciones—. Eres el más indicado. Es más, estoy absolutamente convencido de que Dios te ha traído hasta aquí para eso. Dios saca siempre beneficios de nuestros males. El te arrancó de tu tierra y te transportó por el mundo para que vinieras a parar aquí. ¿Vas a negarte acaso a la voluntad del Todopoderoso?
Asbag se quedó confuso. Fue como si un gran mazo le hubiera golpeado en la cabeza. Escuchaba aquellos razonamientos y era incapaz de razonar por sí mismo.
—Pero… —balbució—. ¿Y mi diócesis? Córdoba…
—¡La Iglesia es universal! —sentenció Luitprando.
El obispo de Cremona se puso en pie y fue hasta los estantes para buscar uno de los códices que contenían tratados de cartografía. Sobre el mapa, con su dedo largo y seco, trazó el recorrido:
—Primero Venecia, aquí… Allí nos embarcaremos y, con estas y estas escalas, por fin ¡Constantinopla! No necesitamos ir a Roma para nada. Ya he hablado de todo ello con el emperador; tengo las cartas credenciales y los obsequios protocolarios. Mañana mismo escribiré a un conde lombardo que nos escoltará con sus hombres.
—¡Ya lo tenías decidido! —exclamó Asbag.
—¡Naturalmente! —asintió él—. Durante meses he soñado con emprender esa misión trascendente para la cristiandad. He rezado día y noche a Dios para que me enviara una señal. Suplicaba encontrar a alguien adecuado para compartir con él el proyecto… Cuando llegaste a Cremona, hace un mes, y hablé contigo por primera vez, vi con claridad que la señal había sido enviada.
Asbag se puso también en pie, lleno de confusión. Se acercó a la ventana de la biblioteca. Amanecía sobre Cremona. Los campos de viñas empezaban a destacarse a lo lejos y las carretas de los viñadores recorrían los caminos que conducían a la labor otoñal.
—Estamos a las puertas del invierno —objetó Asbag—. ¿No es peligroso hacerse a la mar en esta época?
—Esperaremos a la primavera —respondió Luitprando con resolución.