Capítulo 56

Córdoba, año 970

Subh corrió hacia Abuámir y se abrazó a su cuello. Él percibió la suavidad de sus mejillas y el peculiar aroma de sus cabellos; cerró los ojos y degustó profundamente aquel perfume. Le pareció mentira una vez más estrechar su cuerpo delicado y se sumergió por un momento en un dulce arrobamiento. Sin embargo, oyó unos pasos en la estancia y abrió los ojos, encontrándose al fondo con los mayordomos al-Fasí y Sisnán.

Entonces se puso rígido y apartó a Subh con cuidado. Ella volvió la cara y también vio a los jóvenes. Por un instante se hizo un tenso silencio. Aunque era evidente que los mayordomos sabían perfectamente lo que estaba sucediendo entre la sayida y su administrador, había una especie de acuerdo tácito de fingir que no ocurría nada especial.

—¿Qué hacéis ahí parados? —les gritó ella para salir de la situación—. ¡Traed ahora mismo agua caliente, vendas y ungüentos!

Los criados subieron deprisa, ella se volvió de nuevo hacia Abuámir y lo estrechó entre sus brazos.

—¡Ay, gracias a Dios que estás vivo! —le susurró al oído—. Llegaron noticias de que te había atacado un jabalí y te había herido. ¡Qué miedo he pasado! Dijeron que estabas grave.

—¡Qué exagerados! —dijo él—. Apenas ha sido un rasguño.

Ella se separó entonces y le miró de arriba abajo. Se fijó en el jubón desgarrado y en la mancha de sangre seca.

—¡Oh! —exclamó horrorizada—. ¿Y eso?

—¡Bah! No es nada, créeme, es sólo una herida poco profunda.

En ese momento aparecieron los mayordomos con las cosas que Subh les había encargado: una palangana con agua, paños y algunos frascos.

—Vamos, échate ahí —le pidió ella a Abuámir.

Él se recostó en el diván y estiró la pierna. Sisnán y Subh se pusieron a limpiarle la herida, mientras al-Fasí le acercaba una copa de vino.

—Deberías vivir aquí —comentó ella maternalmente—. Desde que te fuiste a esa casa tuya no dejan de sucederte cosas.

Él sonrió. Verdaderamente, en ningún sitio se encontraba tan a gusto como junto a ella. Aquel palacio del alcázar lo había preparado él para que Subh viviera como una verdadera princesa. Había mandado abrir ventanas a los patios interiores, había dispuesto surtidores que daban frescura, azulejos con alegres motivos vegetales, macetas, jardineras, coloridos tapices… ¡Qué lejos estaba del lúgubre y austero lugar que se encontró Subh a su llegada! Y para él se había convertido en un remanso de amor y descanso. Los pequeños príncipes le adoraban, los eunucos sentían verdadera devoción por él y Subh vivía pendiente de que apareciera por la puerta Dorada. Pero su nueva posición y el hecho de tener abiertas las dos residencias, la de Córdoba y la de Sevilla, le impedían ir allí todas las veces que él hubiera deseado.

Cuando terminó de curarle la herida, los eunucos salieron y ella se recostó en su pecho.

—Cada día vienes menos —suspiró—. No sabes cuánto deseo que todo vuelva a ser como antes…

—Bueno —repuso él—, estamos juntos ahora; ¿no es eso lo que importa? ¿O vas a estropear el momento con reproches?

—¡Ah, tienes razón! Pero no puedes imaginar lo largo que se me hace el tiempo cuando estás lejos.

—Sabes que no puedo pasarme aquí la vida; podrían llegar a sospechar.

—¡Afuera es primavera! —exclamó ella de repente, incorporándose.

—¡Hummm…! ¿Y…? —murmuró él.

—¡La munya de Al-Ruh debe de estar preciosa! —insinuó.

—¡Vaya, una vez más me has leído el pensamiento! —exclamó Abuámir.

—¿Qué? —Se entusiasmó Subh—. ¿Vamos a ir allí?

—Sí. Te lo prometo.

—¿Cuándo?

—Bueno, déjame que antes lo prepare todo.

—Oh, por favor, que sea cuanto antes.

Pocos días después Abuámir se presentó nuevamente en el alcázar. Subh estaba en los jardines, debajo de una acacia, tejiendo una complicada túnica de seda verde con la ayuda de sus criados. Los niños jugaban como de costumbre junto a la jaula de los monos.

Abuámir avanzó con paso firme por el camino que se abría entre los parterres repletos de flores. Subh, enojada, se hizo la desentendida y disimuló su emoción prosiguiendo con su tarea.

—¿Nadie me saluda? —preguntó él, en fingido tono de reproche.

Subh le miró de reojo y dijo entre dientes:

—¿No quedamos en que iríamos a la munya? Han pasado ya seis días…

—Bueno —respondió él—, es el tiempo que necesitaba para prepararlo todo.

—¿Tantos preparativos son necesarios? —le preguntó ella con acritud.

Abuámir dio una fuerte palmada. Ante el sonoro estallido, Subh y los criados se sobresaltaron. En ese momento, empezó a sonar una hermosa melodía tocada por una flauta y un pandero en algún lugar del fondo del jardín.

A lo lejos, apareció avanzando hacia ellos una especie de palacete plateado, portado en andas por media docena de esclavos. Era una hermosa pieza de orfebrería, profusamente decorada con filigranas y con la forma de un templete con brillantes cortinas de seda roja en los costados.

—¡Oh! ¿Qué es eso? —preguntó Subh, maravillada.

—Pensé que no tenías por qué ir a la munya a lomos de un caballo —respondió Abuámir—. Ahí tienes una litera que mandé construir para ti.

Subh soltó la túnica y corrió hacia el palacete. Con el rostro iluminado, dio vueltas alrededor de él para contemplarlo bien. Los esclavos lo depositaron en el suelo. Entonces ella descorrió las cortinas y vio los mullidos cojines tapizados con damasco.

—¡Es… es maravillosa! —exclamó.

—¡Sube! —la animó Abuámir—. Es tuya.

Subh se acomodó en la litera y él hizo un gesto con la mano a los esclavos para que la elevaran. Luego dieron un paseo por entre los árboles del jardín. Los criados corrían detrás alborotando, entusiasmados.

Esa misma tarde, lo prepararon todo y se pusieron en camino hacia la munya del Al-Ruh. Los niños enloquecieron de alegría por la novedad de hacer el recorrido dentro de la nueva litera de su madre. Cuando salieron de la ciudad, descorrieron las cortinas y fueron viendo los campos, con las mieses verdes todavía, los rebaños de cabras a lo lejos y los chivos triscando por las peñas.

Abuámir iba detrás en el caballo, satisfecho por el efecto que había causado la ocurrencia. Había gastado para aquel capricho dos sacas de monedas de plata de la Ceca, y de ninguna manera le parecía un dispendio. ¿No se lo merecía ella todo? Ya habría ocasión de devolver las cantidades; de momento, era primavera y la munya les aguardaba envuelta en aromas de juncias frescas.

Al día siguiente, salieron a pasear por la orilla del río. Abuámir y Subh caminaban delante, mientras los eunucos Sisnán y al-Fasí portaban a los pequeños príncipes, detrás de ellos. Brillantes mariposas alzaban el vuelo cuando rozaban los juncos a su paso, y algunos verdes lagartos que tomaban el sol sobre la hierba corrieron hacia sus guaridas. Cuando avanzó la mañana, el calor levantó un denso y vaporoso ambiente cargado de aromas a néctar de las flores. Se detuvieron en un pequeño claro tapizado de grama en cuyos márgenes el agua se remansaba. Abuámir se quitó el albornoz y se metió en el río. Cuando los eunucos y los príncipes les dieron alcance, él ya nadaba plácidamente en la parte más profunda. Mientras, Subh permanecía sentada en la orilla, chapaleando con los pies en el agua.

El pequeño Abderrahmen, al verlo, se reconcomía de envidia, así que suplicó que le dejaran bañarse también. Subh se negó, pero él prorrumpió en una violenta rabieta.

—¡Déjale! —intercedió Abuámir desde el agua—. ¿Qué puede pasarle? Yo estoy aquí. Le enseñaré a nadar.

Subh accedió. Los eunucos desnudaron al príncipe y éste corrió hacia donde estaba Abuámir. Enseguida llegó adonde el agua le llegaba hasta el cuello y empezó a chapotear alegremente, asomando la cabecita de cabellos dorados. Abuámir se aproximó y estuvo enseñándole a flotar y dar brazadas.

Mientras tanto, Subh y los eunucos comenzaron a jugar en la orilla, arrojándose agua y persiguiéndose para empujarse, hasta que acabaron los tres en el río. Y, finalmente, terminaron bañando al pequeño Hixem.

A mediodía, cuando el sol estaba en todo lo alto, se echaron todos sobre la hierba para secarse. Fue una gran imprudencia, puesto que, excepto Abuámir, los demás no se habían expuesto nunca tan directamente a los rayos del astro, y se quedaron dormidos un buen rato recibiendo el placentero baño de calor.

Abuámir cayó en la cuenta demasiado tarde. Las blancas pieles de Subh y los príncipes se pusieron de color rosado. Y a los eunucos les sucedió lo mismo, aunque solamente en parte de su cuerpo ya que no se habían quitado la ropa.

—¡Vamos! —dijo Abuámir—. Me parece que os habéis quemado.

Esa tarde los cinco se pusieron enfermos. Lo cual era lógico, pues el único sol que les había dado en años era el que entraba en los jardines filtrado por la espesura de los árboles. Sufrieron grandes escalofríos, vómitos y dolor de cabeza. Y a los niños les salieron sarpullidos que les escocían.

Tardaron casi una semana en reponerse. Entonces regresaron a los alcázares, pero el pequeño Abderrahmen no se encontraba todavía bien del todo. El mayor de los príncipes era el más rubio, y su piel había estado por más tiempo expuesta al sol, por lo que la insolación se complicó con una tos persistente y una fiebre que no terminaba de írsele.

Abuámir fue a buscar a Hasdai, el médico judío de Zahra. Cuando éste reconoció al muchacho puso cara de preocupación.

—¿Cuántos años tiene ya? —preguntó.

—Ha cumplido ocho años —respondió Subh.

—Bueno. Es fuerte. Dentro de unos días estará bien —dijo el médico con rotunda seguridad—. Mientras tanto, que permanezca acostado en un lugar fresco y poco iluminado. Los males del sol se curan con sombra.

Abuámir estuvo muy consternado. Para colmo, un confidente de Zahra le dijo que los eunucos Chawdar y al-Nizami habían tenido conocimiento del desplazamiento de la sayida en el palacete de plata que Abuámir le había regalado. Le dijo que se habían escandalizado en grado sumo y que lo habían considerado un atrevimiento y una desfachatez sin precedentes.

Una de aquellas mañanas se presentó en su despacho un paje enviado desde Zahra. Abuámir se atemorizó. O el asunto de la enfermedad del príncipe había llegado a oídos del califa o los fatas de palacio habían decidido llamarle la atención por el asunto de la litera. Pero resultó ser una misiva que no tenía nada que ver ni con una cosa ni con la otra. Se trataba de un mensaje de parte del príncipe al-Moguira.

El hermano del califa le pedía que acudiera a su palacio. De entrada, Abuámir se sintió aliviado, mas luego se agobió pensando que tendría que ir a complacer al empalagoso príncipe en un momento tan inoportuno. Pero no podía negarse. Si desairaba ahora a al-Moguira los mayordomos de Zahra llegarían al colmo de su odio contra él. En todo caso, la única posibilidad que tenía de ganarse la simpatía de los eunucos era acercarse al príncipe.

Se presentó en Zahra esa misma tarde. Un chambelán le condujo hasta el palacio de al-Moguira.

La residencia era el reflejo de la personalidad de su dueño. No se trataba de un edifico grande, pero el espacio estaba aprovechado al máximo desde el mismo zaguán, en una sucesión de objetos decorativos que producían la sensación de que se estaba en un bazar. Los colores se multiplicaban en los zócalos y los dibujos de plantas y aves exóticas llegaban hasta los artesonados, que continuaban aquella profusión decorativa en complicadas formaciones geométricas tachonadas de doradas estrellas.

Al-Moguira le recibió en un patio situado en el centro del palacio. Se trataba de un espacio rectangular, con palmeras plantadas en macetas a un lado, y una gran jaula llena de pajarillos de colores al otro. En el centro había un estanque azul donde nadaban rojizas carpas. El príncipe se encontraba en su borde arrojándoles migas de pan.

Al ver entrar a Abuámir, al-Moguira corrió hacia él y le besó en la mejilla, luego le abrazó con fuerza. Abuámir, incómodo, intentó hacer una reverencia protocolaria.

—¡Oh, no! —exclamó el príncipe sujetándole por los hombros—. Somos amigos, ¿no es cierto?

Abuámir forzó una sonrisa.

—Ven, sentémonos —le dijo al-Moguira llevándole hacia el diván.

Sobre una mesita estaban servidas algunas golosinas junto a una jarra y dos copas.

—¡Brindemos! —dijo efusivamente al-Moguira. Llenó las copas y elevó la suya hacia Abuámir—. ¡Por la primavera y…! ¡Y por nosotros dos, eso, por ti y por mí! ¡Por nuestra recién nacida amistad!

Al-Moguira rompió a hablar sin parar. Abuámir contestaba «sí», «no» o simplemente asentía con la cabeza. Empezó a sentirse mareado, entre la voz chillona y cargante del príncipe y el monótono canturreo de los cientos de pájaros de la jaula. Estaba demasiado preocupado por la enfermedad del pequeño Abderrahmen como para prestar atención a la retahíla de fantasías de aquel monólogo. Su mente se evadió.

—¿… No piensas así? —preguntó al-Moguira—. ¡Eh, Abuámir…! Digo que ¿qué te parece?

—¿Qué…? ¿Cómo?

—Pues, eso, ¿qué te parecería si tú y yo fuéramos hoy a ese lugar?

—¿A ese lugar? —murmuró él—. ¿Adónde?

—Vaya, ¿qué te sucede?

—Ah, perdona, estaba embelesado un momento escuchando a los pájaros —reaccionó él.

—¡A que son maravillosos! —exclamó el príncipe—. Pero… ¡a lo que estábamos! Digo que tú y yo podríamos acercarnos hoy hasta el jardín del Loco. Todo el mundo dice que allí eres el rey.

—¿Al jardín del Loco? —Se sobresaltó Abuámir—. ¡Tendríamos que haber avisado con anterioridad! Eres un príncipe; no puedes presentarte allí, sin más.

—Eso es lo que pretendo; ir de incógnito. ¿No te parece divertido? Mira —dijo él, enrollándose la larga trenza sobre la cabeza—, me sujetaré así el pelo debajo de un turbante y nadie me reconocerá. Iremos en un carro poco llamativo. ¡Vamos, por favor!

Abuámir estaba contrariado, pero ¿cómo negarse? Minutos después iban camino de Córdoba en un pequeño carro, con la única compañía de uno de los criados de confianza del príncipe, que se llamaba Hami.

Cuando llegaron a las puertas del jardín casi había ya anochecido. Hacía tiempo que Abuámir no iba allí, pero se fijó, como solía hacer, en los caballos que se encontraban atados a las argollas del muro. Reconoció enseguida la yegua menuda y dócil de Qut. «Lo que faltaba», pensó. Antes de entrar, el príncipe se dirigió a su criado:

—Tú, Hami, aguarda aquí.

Entraron y se fueron directamente a los divanes que estaban a un lado, en el lugar que Abuámir solía ocupar. El encargado estuvo encantado de verle por allí después de tanto tiempo y se deshizo en reverencias y cumplidos.

Al momento apareció Qut y vino a sentarse con naturalidad a la mesa de su amigo. Momentáneamente no advirtió que quien estaba con Abuámir era el príncipe, pero pronto adivinó lo que estaba pasando e hizo ademán de disculparse.

—¡Oh, no! —dijo el príncipe—. Quédate con nosotros. Vosotros haced como siempre; como si fuera un día cualquiera.

Comieron y bebieron, como solían hacer en aquel sitio. Y soportaron pacientemente la inagotable palabrería de al-Moguira.

No obstante, por fin, se hizo el silencio; porque subió el Loco a la tarima. El laúd sonó templado y la voz del poeta voló por su jardín:

Rumor de golondrinas

¿qué me traes de madrugada?

Los sueños de la que aún duerme

abandonan fugaces su almohada.

Vuelan por su ventana;

dejan la alcoba y escapan

hasta encontrarse conmigo

y rozar con sus alas mi alma.

Palabras de golondrinas,

algarabías aladas.

Nadie podrá traducirlas;

sólo el amor desvelarlas.

El príncipe miró con ojos tiernos a Abuámir, y éste, a su vez, adivinó de reojo la suspicacia de Qut. Para romper con la situación dijo:

—¡Bueno, más vino! ¡No nos pongamos melancólicos!

Llenó las copas y los tres bebieron. Después, al-Moguira dijo:

—¿Por qué no? La melancolía es maravillosa. Si no fuera por ella no habría poesía.

Dicho esto, prosiguió su incesante parloteo, manoteando y gesticulando.

Abuámir decidió entonces lanzarse a la carga y pensó que el mejor contraataque era tumbar al príncipe con la bebida para evitar que se alargase en exceso una velada que se presentaba insoportable. Qut adivinó el juego, y ambos se turnaban proponiendo brindis sin darse respiro. Sin embargo al-Moguira, lejos de adormilarse, parecía animarse por momentos, aunque en su rostro aparecían ya claros síntomas de embriaguez.

El Loco recitó su último poema, y les llegó su turno a las bailarinas del vientre, que salieron al medio del jardín evolucionando frenéticamente al ritmo de la música mauritana. El príncipe, al verlas, abrió unos ojos como platos y se levantó súbitamente de su asiento.

—¡Danza! —exclamó—. ¡Me encanta!

Y salió corriendo hacia la explanada ante el estupor de Abuámir y Qut.

—¡Por Alá! ¡Ese hombre está loco! —exclamó Qut—. No sabe dónde se mete.

Sin salir de su asombro, vieron que al-Moguira empezó a contonearse como una más entre las bailarinas, mientras los espectadores acudían con morbosidad para ver de cerca el inusitado espectáculo.

—¡Rápido! Hay que hacer algo —apremió Abuámir, lleno de preocupación—. Vayamos antes de que la cosa se complique.

Se acercaron abriéndose paso entre la gente; pero cuando llegaron al borde de la tarima, ya se habían subido unos cuantos forasteros que rodeaban al príncipe seducidos por su aspecto extravagante y exótico.

—¡Lo que me temía! —se lamentó Abuámir—. Lo han confundido con un mozo y creen que forma parte del espectáculo.

—¡Aguarda aquí! —le dijo Qut—. Me acercaré y lo traeré como pueda.

Abuámir le vio subirse a la tarima y avanzar a empujones hasta al-Moguira; luego bailoteó torpemente, para disimular, entre los demás que rodeaban al príncipe y que ya incluso le echaban el brazo por encima o le besuqueaban. Qut le tomó de la mano y tiró de él. Pero un grueso y alto hombre vestido con una túnica verde se dio cuenta y le detuvo gritando:

—¡Eh, tú! ¿Adónde vas con el muchacho?

Qut hizo caso omiso y trató de nuevo de sacar de allí al príncipe; pero el de la túnica verde le dio un fuerte empujón, haciéndolo caer rodando de la tarima. El grueso hombre se apoderó entonces del príncipe como si fuera algo suyo. Varios de los espectadores se abalanzaron también para disputarse al danzarín y se produjo un forcejeo entre ellos. Al-Moguira se empezó a sentir agobiado e intentó huir, pero numerosas manos hicieron presa en él.

Abuámir subió entonces de un salto y propinó un puñetazo al de la túnica verde, que se desplomó sobre los músicos que estaban a un lado. El tumulto fue ya algo inevitable. Unos golpeaban a otros entre los gritos de las bailarinas, el estrépito de las pisadas y las caídas sobre las maderas del entarimado. Algunos rodaban por él suelo y otros se agredían ferozmente con los laúdes o con los candelabros de las mesas.

El Loco y sus criados subieron para poner orden, pero el grupo de forasteros era numeroso y estaban muy bebidos, por lo que la situación se puso muy peligrosa.

A duras penas, Abuámir consiguió sacar de allí al príncipe y corrió tirando de él por entre los árboles del jardín. Y ya creía estar a salvo cuando oyó un estrépito de pasos detrás de él. Se volvió y se encontró con tres de los violentos forasteros que le seguían enfurecidos espada en mano.

Abuámir comprendió que les darían alcance y se detuvo. Él no llevaba espada, pero a un lado había una gran barra de hierro clavada en el suelo para sostener una antorcha; la tomó y se dirigió directamente a sus perseguidores. Hecho una furia, empezó a gritar y a blandir el hierro a uno y otro lado. El primero de los forasteros que llegó hasta él recibió un tremendo golpe en un hombro y se desplomó. Los otros dos se detuvieron. Abuámir hirió a uno en la cabeza, y el otro, atemorizado, se dio a la fuga.

Abuámir agarró de nuevo al príncipe y corrió hacia la salida. Fuera aguardaban el esclavo y Qut, que había conseguido salir por otra puerta.

—¡Hay que escapar de aquí inmediatamente! —rugió Abuámir—. ¡Trae la carreta!

Se subieron los cuatro y el esclavo arreó a los caballos. Pero Qut miró hacia atrás y vio que el peligro no había pasado.

—¡Oh, no! —exclamó—. ¡Nos siguen!

Detrás de ellos, varios jinetes espoleaban a los caballos y ya casi les daban alcance. No obstante, debido a la angostura del puente, no podían rebasarlos.

—¡Hay que llegar a la cabecera del puente! —le gritó Abuámir al esclavo—. ¡Una vez allí, advertiremos a los guardias de la puerta de la muralla!

Los perseguidores llegaron frente a la puerta de Alcántara casi al mismo tiempo que ellos. No se podía entrar, pues era tarde y había que identificarse. Los jinetes echaron pie a tierra y se dispusieron a asaltar la carreta. Abuámir vio al enorme forastero de la túnica verde, con sangre en el rostro y fuera de sí, enarbolando un gran alfanje. Le seguía una docena de fornidos hombres con espadas.

—¡Guardias! —gritó Abuámir—. ¡Abrid al príncipe al-Moguira!

Los agresores vacilaron por un momento.

—¡Guardias! —insistió Abuámir—. ¡Abrid! ¡Soy el tesorero real!

Se oyeron caer las aldabas y la puerta crujió. Los forasteros corrieron hacia sus caballos y montaron maldiciendo. Cuando salieron los guardias, ya iban huyendo por el puente.

—¿Qué sucede? —preguntó el capitán de la puerta.

Abuámir no tuvo más remedio que identificarse.

—Soy el tesorero real y acompaño a su alteza el príncipe al-Moguira —dijo—. Hemos sufrido un percance con unos forasteros.

A pesar de la obscuridad, el capitán los reconoció inmediatamente y se postró temeroso. Después ordenó a sus hombres que persiguieran a los forasteros.

—¡No! —Les retuvo Abuámir—. Dejadlo estar. No daréis con ellos. Y, además, es mejor no remover más este asunto. ¡Dejadnos pasar; es muy tarde ya!

La carreta avanzó y cruzó la puerta. Fue bordeando la mezquita mayor y recorrió la amplia y solitaria calle donde fluían las fuentes para las abluciones. Se detuvieron y descendieron para asearse y beber.

—¡Eh, pero qué…! —exclamó de repente Abuámir al ver a Qut a la luz de un farol en la calle—. ¡Estás herido!

Qut presentaba una gran herida en la frente y sangraba profusamente. Todo su cuello y su pecho estaban teñidos de rojo. Entre el esclavo y Abuámir lo estuvieron lavando bajo el chorro y luego lo acostaron en un banco, pues se había mareado.

El príncipe, que estaba mirando la escena atentamente, comentó sonriendo:

—¡Ah, qué maravilla! Esta noche tenía que terminar así. Ha sido como en la poesía: vino primero y sangre después. El vino es como la sangre. ¿No opinas así, querido Abuámir?

Abuámir se volvió hacia él encolerizado. Sin poder reprimirse, le gritó:

—¡Estúpido fantoche! ¿Qué sabes tú de poesía? ¡Cállate de una vez con tus idioteces de concubina mimada!

El semblante de al-Moguira se demudó.

—Pero…, Abuámir, querido… ¿Qué estás diciendo? —balbució.

—¡Que eres un insoportable charlatán! ¡Y que te olvides de mí para siempre!

Dicho esto, Abuámir levantó a Qut del suelo y se lo cargó sobre los hombros. Sin despedirse, puso rumbo hacia su casa, mientras el príncipe y su esclavo los veían alejarse petrificados.