Capítulo 52

Sevilla, año 969

Abuámir contemplaba Sevilla desde la ventana de su despacho en el palacio de los emires. El edificio era viejo, pero suntuoso y rico en sus ornamentos, por estar edificado a la manera persa, experta en el más exquisito refinamiento en el arte de impresionar a los visitantes. Abderrahmen lo había desechado, como todo lo que perteneció a sus predecesores dependientes de Bagdad, y se había construido una munya en las afueras. Pero fue poco amante de Sevilla, o al menos era ése el sentimiento de los sevillanos, que habían visto engrandecerse a su rival Córdoba, mientras que ellos sostenían con sus impuestos una administración desmesurada que en poco o casi nada les había beneficiado. Después de sus campañas militares, el anterior califa se asentó definitivamente en Zahra, que era al fin y al cabo la misma Córdoba. Y Alhaquen era poco aficionado a salir de la proximidad de su biblioteca. Sevilla pasó pues de ser la principal ciudad del emirato a ser gobernada por un cadí que generalmente venía de Córdoba.

Pero sucedió algo últimamente que renovó las ilusiones de los sevillanos. El antiguo palacio de los emires pasó de ser un caserón cerrado y condenado a la ruina a ser rehabilitado. Algo en el centro de Sevilla empezaba a recuperar su antiguo brillo.

Desde que fuera nombrado cadí de Sevilla y Niebla, hacía un año, Abuámir no había dudado ni por un momento que, por incómodo que resultase estar viajando cada cierto tiempo, debía alternar su cargo de tesorero e intendente general en Córdoba con períodos más o menos estables de residencia en la ciudad cuyo gobierno le había sido encomendado.

Todo en Sevilla había marchado mal con el antiguo cadí; el tesoro de la ciudad, el cobro de los impuestos, la administración; y, lo peor de todo, el estado de ánimo de sus ilustres, que empezaban a estar hartos de ser nobleza de segunda clase al lado de la prepotencia de Córdoba. Había malestar, desconcierto y apatía, lo cual había llegado hasta el gran visir al-Mosafi, que había decidido definitivamente dar un golpe de efecto en el cadiazgo. Y había pensado en Abuámir, que empezaba ya a convertirse en el gran enderezador de cuanto de torcido había en el reino. Aquel nombramiento a él le pilló por sorpresa, pero no le hizo ascos porque, aunque suponía dejar Córdoba por temporadas, le concedía dominio y poder directo sobre algo más que los meros bienes y dineros: administradores, funcionarios, militares y toda una nobleza dispuesta a entregarse sin reservas a cualquiera que le hiciera algo de caso.

A Abuámir no le fue difícil convencer al califa de que le permitiera rehabilitar el antiguo palacio de los emires. Alhaquen se encogió de hombros y sencillamente observó: «Pero ¿está todavía en pie?». Tres generaciones completas habían visto cerrado el palacio, día a día, frente a la gran mezquita, cuando acudían a las oraciones. Los más viejos habían contado la vida que aportaba a la ciudad el antiguo edificio de estilo persa: llegada de embajadores de todas las ciudades del reino y de países lejanos, recepciones, fiestas, bodas… Hasta que al-Nasir mandó degollar a la familia de los emires dependientes de Bagdad. Entonces, las mujeres, los eunucos, los mayordomos y los criados se dieron a la fuga. Nadie podía asegurar si el propio califa en persona llegó a poner los pies en el palacio, pero sí que las puertas fueron cerradas y tapiadas, así como las ventanas; y la inmensa arboleda que crecía en su interior se había convertido con los años en un cerrado bosque que se escapaba por encima de los muros. Y luego, como suele suceder en estos casos, corrieron los relatos y los rumores acerca de fantasmas, iblis y demás extrañas presencias que habían venido a aposentarse con los años en las dependencias abandonadas.

El día que Abuámir ordenó derribar las paredes de ladrillos que sellaban las entradas, una multitud de curiosos se concentró frente al palacio para husmear. Pero cuando entró el regimiento de esclavos, albañiles y artesanos que debían restaurarlo, sólo salieron de su interior una manada de gatos y una nube de murciélagos.

A pesar del polvo y las telarañas acumuladas durante años, Abuámir se maravilló cuando se descorrieron los cortinajes ajados y la luz invadió los salones.

Repasar las pinturas vegetales, reparar los azulejos, retocar los estucos y reponer los tapices fue una tarea que emprendieron con gusto los sevillanos, convencidos como estaban de que no puede concebirse una ciudad con encanto sin que la presida un fastuoso palacio.

Las dos, Córdoba y Sevilla, tenían mucho en qué parecerse; ambas estaban junto al Guadalquivir, eran vetustas y nobles, estaban llenas de riquezas; pero qué distintas eran a la vez. Abuámir lo pudo comprobar cuando, reunida toda la nobleza para inaugurar el palacio, se dispuso a divertirse con los sevillanos en el delirio de una fiesta que preparó a conciencia para que les sirviera de primera impresión. Y no tuvo necesidad de exprimirse la imaginación para idear un ambiente y un espectáculo idóneos; ya había experimentado uno que sabía que funcionaba: el que preparó para la fiesta de su amigo el visir Ben-Hodair. No podía concebir nada mejor que aquella deleitosa sucesión de danza, vino y poesía. Mandó traer los mismos decorados, las mismas bailarinas, al Loco y un buen cargamento de vino de Málaga. Al fin y al cabo, él era de la Axarquía, con lo que la temática de la fiesta quedaba justificada.

Como en Córdoba, el espectáculo fue un éxito. Pero en Sevilla la reacción de los convidados fue mucho más efusiva, tal vez porque llevaban años sin que nadie los convocara para el fasto. Los vestidos, las joyas y las espadas en el cinto que pudieron verse aquella noche parecían ser las de un cuento oriental que se hubiera hecho realidad.

Abuámir los recibió sentado en su diván, bajo una lujosa galería sostenida por preciosas columnas de mármol verde. Los nobles sevillanos fueron entrando y se maravillaron al ver el salón de recepciones del palacio, restaurado y brillante por la luz de multitud de lámparas. Lo que durante años había permanecido en el misterio y la leyenda cobraba forma ahora ante sus ojos. Contemplaban de arriba abajo el artesonado y los tapices; a un lado y otro, los divanes, los almohadones y las mesitas donde estaban servidas las nueces, aceitunas, frutas, pastelillos de queso y cañas de azúcar empapados en agua de rosas; mientras, un grupo de músicos y muchachas proporcionaban ambiente al recibimiento con sus canciones. Sin embargo, nadie imaginaba lo que les aguardaba una vez que se hubieran sentado.

El salón se quedó en penumbra y, como aquella vez en casa de Ben-Hodair, apareció el dorado sol, las bailarinas, los vendimiadores y el generoso chorro de vino aromático. Los sevillanos se quedaron estupefactos. Luego vinieron las poesías del Loco, llenas de sentimiento y melancolía, y, finalmente, la música: el rabel, el laúd, la cítara y diversos tipos de flauta, entre panderos y tambores. Sevilla vibró aquella noche.

No obstante, aunque la nobleza estaba loca de contenta, Abuámir sintió por primera vez que se había equivocado. En los círculos religiosos de la ciudad se levantó una feroz polémica en torno a la fiesta.

Aquella mañana, Abuámir estaba preocupado. Algunas personas de confianza le habían advertido del malestar nacido entre los maestros teólogos de la cercana escuela sunní.

Miraba la ciudad desde su ventana y meditaba sobre la manera de arreglar todo aquel embrollo.

Había algo en Sevilla que la diferenciaba de cualquier otro lugar conocido. Todo brillaba bajo su luz envolvente. Los edificios presentaban un sello propio, resultado de una especie de fusión entre algo arquetípico y un confuso universo de influencias romanas, godas, orientales y africanas. Tal vez por eso se hacía difícil controlar el singular carácter de los sevillanos.

Podían pasar de la pasión a la desgana, de la calma a la zozobra o de la admiración al desencanto sin que pudiera encontrarse un motivo lógico. Abuámir no terminaba de entenderlos. Por eso se había apoderado de él un cierto malestar interior. Quiso triunfar también allí, como antes en otros retos que le presentaba la vida; pero temía haberse equivocado y no poder ya enderezar la situación.

Vino a verle el imán de la mezquita mayor. Cuando se lo anunciaron, le invadió un sentimiento contradictorio: por un lado, no deseaba encontrarse con él, pues suponía que le echaría en cara el asunto de la fiesta; pero, por otro lado, pensó que hablar con él sería la única manera de ganarse al sector ortodoxo que tan en contra tenía.

El imán se llamaba Guiafar. En cuanto Abuámir lo vio, comprendió que tendría que soportar una típica reprimenda sunní. Era anciano y de aspecto venerable, pero de airada y dura mirada bajo un níveo ceño.

Abuámir le invitó a sentarse. Sin embargo, Guiafar lo rechazó con un expresivo gesto de la mano.

—No voy a quitarte tu tiempo —dijo el imán—. Sé que tienes mucho que hacer. Pero te pido que me escuches con atención. Yo tampoco puedo perder mi tiempo; me aguardan en la madraza.

Abuámir asintió con un amplio movimiento de cabeza y se dispuso humildemente a escuchar.

—¡Óyeme, joven cadí! —le soltó el imán con tono autoritario—. Ser cadí supone juzgar a los hombres y dictar sentencia, llevando a cabo una tarea de la que sólo Dios debería encargarse; pero como el Dueño de todo quiso que Su justicia fuera impartida en Su nombre por hombres justos y sabios, a nosotros nos toca la enorme responsabilidad y la carga de obedecerle. Por eso, una vez elegido, hasta el propio príncipe debe mostrarse respetuoso con el cadí, incluso aunque éste expresara alguna opinión contraria a la suya. Se cuenta, por ejemplo, que cuando el califa Abderrahmen se estaba construyendo, en su palacio de Medina al-Zahra, un pabellón con el tejado hecho de tejas recubiertas de oro y plata, los cortesanos a los que invitó a visitarlo se quedaron admirados, pero el entonces cadí, el padre del actual, se quedó ceñudo y silencioso, desaprobando aquella ostentación de riqueza. Cuando el califa le pidió su opinión, él dijo: «Jamás hubiera pensado que Sahy-tan, el diablo, tuviera tanto poder sobre vos como para poneros al nivel de los infieles». Piensa lo peligroso que resultaba hacerle un comentario así a al-Nasir, un hombre acostumbrado a que nadie pusiera en duda sus actos. Se hizo un silencio absoluto, con la tensión flotando en el ambiente, y de pronto Abderrahmen ordenó que se retiraran aquellas tejas ofensivas y se reemplazaran por otras de barro.

Abuámir estaba avergonzado. Bajó la cabeza y comprendió lo que el imán quería decirle con aquel discurso. Permaneció en completo silencio. Entonces el viejo Guiafar entornó los ojos e hizo memoria de la sura[*] cuarta:

¿Por qué no queréis combatir por Dios

y por los oprimidos hombres, mujeres, niños, que dicen:

«¡Señor, sácanos de esta ciudad,

líbranos de sus impíos habitantes!

¡Danos un amigo designado por ti!»?

—Y ahora me marcho —concluyó Guiafar—. Ahí te dejo con tu conciencia. ¡Basta ya de dispendios, fiestas y desenfrenos!

Y dicho esto, abandonó el despacho.

Al día siguiente era viernes. Vestido con una sencilla futa blanca, Abuámir se presentó en el sermón de la gran mezquita. Ocupó su sitio en cuclillas y se humilló delante de todos. Con ello terminó con la polémica suscitada por la fiesta.