Capítulo 51

Hedeby, año 968

El sol cobró fuerza en el cielo y comenzó a obrar el milagro. Los hielos se derretían y el agua corría por todas partes. Luego brotó la hierba. Aparecieron pájaros en el aire y los vientos fríos se fueron haciendo más suaves. La primavera vino entonces al corazón de Asbag con la esperanza de poder regresar a Córdoba. Pero todavía faltaba tiempo para que llegara el verano.

Antes de que brotaran las hojas en los árboles, los hombres de Hedeby se lanzaron a los bosques para hacerse con troncos. Comenzó entonces una febril agitación en la ciudad vikinga. Había que reparar los barcos, repasar las velas, revisar las armas y prepararlo todo para la nueva campaña. Salieron también los campesinos a sus labores, los ganados a los frescos pastos y los pescadores a faenar en la ría.

En la abadía habían transcurrido largos meses destinados al estudio y al escritorio; el trabajo había rendido su fruto: los códices estaban preparados para esperar el momento de ser enviados a los otros monasterios del país. Y el abad no podía estar más contento. A la luz de una de las ventanas de la biblioteca, hojeaba cada una de las copias. Asbag, frente a él, sonreía satisfecho.

—¡Sensacional! —dijo el abad, cerrando el último de los volúmenes—. Y todo gracias a vos. Nunca podremos agradeceros todo lo que nos habéis enseñado.

—Bueno —contestó el obispo—, pagasteis una gran suma por mí a los vikingos; de alguna manera habré de compensaros.

—En realidad guardábamos esas monedas para adquirir más libros. Dios ha querido que no se perdiera su destino. Lo único que siento es que pronto empezarán a llegar los comerciantes desde todos los lugares del mundo, y entre ellos Ibrahim al-Tartushi; con lo cual perderemos a tan hábil colaborador.

—He estado muy a gusto entre vosotros —dijo Asbag en tono dulce—, pero debes comprenderme; deseo ardientemente regresar con mi comunidad.

—Sí, os comprendo.

Pocos días después, las nieves y el hielo habían desaparecido por completo. Los días se hicieron más largos. Era como si un paisaje completamente diferente hubiera sustituido de repente al anterior. Los huertos de la abadía se llenaron de brotes verdes y todos los árboles se cubrieron de hojas. Daba gusto mirar los prados salpicados de florecillas de múltiples colores y apreciar el contraste de las montañas que aún permanecían nevadas.

Asbag siguió colaborando con Étienne en el scriptorium. Era un monje de unos treinta años, silencioso y reservado, al cual el obispo llegó a apreciar sinceramente. Le enseñó todas las técnicas que conocía y él las asimiló sin reserva, humildemente agradecido. Pero lo que de verdad le encantó al monje fue aprender a hacer papel. Aunque lo poco que pudieron fabricar era de pésima calidad, a todo el mundo le maravilló que con viejos trapos pudieran llegar a fabricar prácticos cuadernos de notas y láminas destinadas a hacer bocetos para pinturas.

Cuando terminaban el trabajo, cada tarde, fray Étienne acompañaba al obispo hasta el puerto, para mirar las embarcaciones nuevas que arribaban con el fin de realizar transacciones comerciales. En los aledaños del embarcadero los vikingos se afanaban poniendo a punto sus naves. La primera vez que Asbag se topó con ellas de frente no pudo evitar un profundo estremecimiento. Los navíos que sembraban el terror en medio mundo estaban allí, con sus proas curvadas y sus mascarones en forma de cabezas monstruosas.

Más adelante se alineaban los barcos de diversas procedencias. Fray Étienne le fue diciendo el origen de cada uno de ellos: Bizancio, Asia, Normandía, Danelaw, Birka, Trus… Ninguno era de Alándalus, ni siquiera del norte de África o de Galicia.

—Esos mares están muy castigados —lo justificó el monje—. Casi nadie se atreve a venir por allí.

—Entonces, ¿por qué éstos se arriesgan? —preguntó Asbag.

—Son viejos conocidos del príncipe que gobierna Hedeby. A la ciudad le interesa que vengan mercaderes. Son «intocables», por decirlo de alguna manera. Pero no perdáis la esperanza; al-Tartushi es uno de ellos. Nadie le impedirá al cordobés arribar a este puerto. ¿Cómo creéis si no que los vikingos podrían vender su botín?

Siguieron caminando por el largo embarcadero hasta que llegaron a las afueras de la ciudad. Asbag no había vuelto allí desde que los monjes lo rescataron en la lonja de los esclavos, de manera que se topó por primera vez desde entonces con la casa de Torak. Los criados estaban en la puerta martilleando unas maderas y su amo se encontraba un poco más alejado, entretenido en pulir sus armas.

—¡Oh, Dios! —exclamó sobresaltado Asbag—. Ése es Torak, el que me aprisionó.

—No temáis —le dijo Étienne—. Con esas ropas de monje y más gordo que la última vez que os vio no puede reconoceros. Además, vos ya no tenéis nada que ver con él. Las normas de la compraventa son sagradas para ellos. Fuera de Jutlandia todo está permitido, pero en el reino las leyes contra el robo y la usurpación son muy duras.

Asbag se tranquilizó. En efecto, al pasar frente a él, Torak ni siquiera alzó la cabeza.

Antes de entrar en Hedeby, se detuvieron delante de una descomunal piedra tallada con escenas en relieve.

—¿Qué significa eso? —le preguntó Asbag a Étienne.

—Son sus dioses. Esas figuras labradas en la piedra representan a Thor, el temible dios guerrero, sujetando su martillo. Los paganos creen que los truenos son los golpes que descarga el dios sobre la tierra. Lo temen y por eso lo adoran.

Asbag contemplaba sorprendido aquella piedra. En ella había multitud de símbolos enredados unos en otros, como en un complicado rompecabezas. Se veían extrañas caras y amenazadores ojos circulares, entre trazos y formas sin sentido aparente.

—Los vikingos no tienen un número de dioses definido —prosiguió Étienne—. Por otra parte, son dioses concebidos como hombres de naturaleza superior; mortales e inmersos en la ley de contingencias del destino. Tened en cuenta que los inventaron hombres fieros y de espíritu guerrero. Incluso las diosas, cuyo número es escaso, se muestran ocasionalmente como combatientes.

—¿No tienen un dios supremo, superior a todos los demás?

—Bueno, Wodan u Odín era un espíritu de la tempestad que acabó por convertirse en la divinidad suprema de los nórdicos. Es según ellos el padre de Thor, Balder y Vale. Pero, como los demás, es un dios de la guerra. Ellos creen que puede metamorfosearse según le apetezca, apareciendo bajo cualquier forma: pez, lobo, ave o serpiente. Cuando entra en la lucha, su sola presencia inmoviliza a sus enemigos dejándoles ciegos y sordos.

—¡Dios mío! —exclamó Asbag—. ¡Qué idolatría tan repugnante!

—Sí —añadió Étienne—. Con unos dioses como ésos, ¿qué puede esperarse de estas gentes?

—¿Tienen sacerdotes? —Quiso saber el obispo.

—¡Uf! Los godi —contestó espantado el monje—. Son una especie de brujos que viven el invierno en la ciudad, pero cuando llega el buen tiempo se internan en los bosques para realizar sus ritos. Constantemente alientan los temores de la población y alteran las mentes con sus sortilegios, amuletos y hechicerías.

—¿Cómo son esos ritos?

—Los hay de todo tipo: sacrifican animales, preparan pócimas, organizan reuniones para adorar a la luna… Pero los más aterradores y diabólicos son aquéllos en los que creen invocar a las valquirias. En ellos se emborrachan con cerveza, zumo fermentado de manzanas o hidromiel y corretean con las mentes enajenadas por los bosques en la noche… Incluso… incluso llegan a sacrificar jóvenes a sus ídolos.

—¡Dios santo! —exclamó el obispo haciendo la señal de la cruz con su mano—. No sigas, te lo ruego, estoy horrorizado.

Continuaron su paseo y se adentraron en la ciudad. Reinaba una animación considerable. Había gente comprando y vendiendo en las calles, artesanos, tropeles de muchachos, mujeres charlando en las puertas y ancianos sentados para recibir el último sol de la tarde.

—Me es todo tan extraño… —comentó Asbag.

—¿Cómo es Alándalus? —le preguntó a su vez el monje—. ¿Cómo es la vida entre los sarracenos?

—¡Ah, es tan diferente de esto…! Alándalus, vistas estas tierras, es como una eterna primavera. En Córdoba puede pasearse tranquilamente por las calles hasta en los días crudos de su invierno. Hay días fríos, no voy a negarlo, pero no son como los de aquí, ni mucho menos. Sin embargo, son sus cielos, sus colores y, sobre todo, sus aromas…

La voz de Asbag se quebró y tuvo que interrumpir su descripción.

—Bueno, padre, todos echamos de menos nuestra tierra —le consoló Étienne.

—Sí, hijo, tienes razón. Pero es distinto escoger el dejar tu ciudad como vosotros hacéis por el reino de Dios, lo cual es de admirar, a ser arrancado violentamente y traído lejos.

—Eso es cierto. Pero, por favor, proseguid, ¿cómo es la vida entre moros?

—La vida no es fácil en ningún sitio —suspiró el obispo—. Pero no podemos quejarnos. Aunque vivimos bajo el poder de los mahometanos, los cristianos llamados «mozárabes» o sometidos a los árabes, somos herederos de una Iglesia antigua y consolidada. Tuvimos padres, como san Isidoro de Sevilla, que crearon una sólida tradición. En Córdoba hay iglesias, monasterios, cenobios y ermitas cuyo culto florece cada día.

—Siendo obispo, debéis de tener allí un gran poder, ¿no es cierto?

—Ciertamente, en nuestras comunidades el obispo es alguien relevante. Pero no pienses que sucede como en otros lugares de la cristiandad; en Germania o en Francia, donde los obispos son señores temporales, guerreros con ejércitos, tierras y castillos. No, nada de eso. Los fieles cristianos deben estar gobernados por hombres de paz, independientes de los poderes mundanos.

—Así debería ser —asintió Étienne—. Servidores de Dios y no de los reyes. Pero eso hoy día es muy difícil, puesto que, empezando por el emperador y siguiendo por los reyes, duques y demás, todos los poderosos desean asegurar la unidad en sus dominios. Yo, por ejemplo, vengo de Sajonia, donde nuestro arzobispo Bruno, con sede en Colonia, era hermano del emperador Otón.

—Sí, así están hoy las cosas, pero lo principal es que haya siempre hombres de buena voluntad —aseveró el obispo.

Regresaron a la abadía a la caída de la tarde, poco antes de que se iniciara el rezo de vísperas. Ambos entraron en la capilla y se postraron delante del altar. Durante un rato estuvieron orando en silencio. Después, se acercaron a la sacristía. Allí estaban el abad y el monje que cuidaba los ornamentos litúrgicos.

—Seguidnos, por favor —le pidió el abad al obispo, en tono misterioso.

Asbag los siguió. Delante iba el monje sacristán llevando una palmatoria con su vela. Anduvieron por un estrecho pasillo y descendieron unos cuantos escalones, hasta una cripta fría y húmeda. El sacristán se ocupó de encender un par de lámparas que colgaban de las paredes laterales de la pequeña cámara. En el centro había un ostensorio de oro delicadamente repujado y de filigrana, en cuya parte superior se exhibía un hueso. Todos se arrodillaron.

—Es una reliquia de san Martín de Tours —explicó el abad—. El propio Anscario la trajo desde Reims para fundar esta abadía.

Después de rezar el padrenuestro, el abad se dirigió hacia un gran arcón que había al fondo de la cripta. Lo abrió y extrajo de él varias cosas: una casulla bordada, una mitra y un báculo.

—¿Y esto? —preguntó Asbag.

—Pertenecieron al anterior obispo —respondió el abad—. Llevan aquí más de veinte años sin utilizarse. ¡Vamos, ponéoslos! Podéis hacerlo. Agradeceremos a Dios el final del invierno, vuestra liberación y la conclusión de los trabajos del scriptorium. Serán unas vísperas solemnes presididas por un obispo.

Asbag no vio inconveniente alguno en contentar al abad. Se revistió con los ornamentos y todos se dispusieron para la celebración. El obispo ocupó la silla que estaba delante del altar. Uno de los monjes incensó ampliamente al crucifijo y entonaron un salmo. Asbag recibió especialmente en su interior el sentido de la alabanza.

Alabad el nombre del Señor,

alabadlo, siervos del Señor,

que estáis en la casa del Señor,

en los atrios de la casa de nuestro Dios.

Yo sé que el Señor es grande,

nuestro dueño más que todos los dioses.

Él todo lo que quiere lo hace:

en el cielo y en la tierra,

en los mares y en los océanos.