Córdoba, año 968
La estrella de Abuámir no podía brillar con mayor fulgor. Sobre todo desde que decidió llevar a la práctica los consejos de su amigo el visir Ben-Hodair. No le fue difícil procurarse una de las mejores munyas de Córdoba y prepararse una magnífica residencia a la altura de su nueva dignidad. Los poderosos y los ricos poseedores de las mayores fortunas del califato acudieron presurosos, como moscas a la miel, para presentar sus respetos y su consideración al flamante tesorero. Muchos de ellos se habían mostrado reticentes durante años a cambiar en monedas contantes y sonantes las cantidades de oro y plata que atesoraban, puesto que temían ser gravados por los feroces impuestos de la administración. Pero Abuámir supo templar con habilidad los ánimos, y con ello consiguió un doble efecto beneficiosísimo para su persona: que los metales preciosos que permanecían ocultos en cantidades ingentes florecieran, por un lado, y ganarse la incondicional fidelidad de muchos de los potentados cordobeses, por otra parte.
Se dio cuenta de que, tal y como le había anunciado el visir, la mejor forma de prosperar en el poder es tener detrás un regimiento de partidarios deudores de favores recibidos que se encarguen por su cuenta de ensalzar el nombre de su benefactor. Y pronto se empezó a hablar de Abuámir más que de nadie en el reino.
La tesorería de Abderrahmen había sido la más estricta que se conocía. Por eso, seguramente, habían engrosado las arcas del tesoro como nunca antes. Pero también es verdad que habían sido tiempos de guerras, de divisiones internas que necesitaban ser aplacadas y de conquistas en las fronteras con los cristianos y en África. Ahora las cosas eran diferentes. Ésta era una época de paz, de comercio y de generosos impuestos de regiones y países vasallos que fluían ininterrumpidamente hacia las arcas del tesoro. Eran tiempos de invertir. Y para invertir se necesitaba dinero líquido, el cual no podía salir de otro sitio que no fuera la Ceca.
Abuámir se dio cuenta también de que podía hacer y deshacer cuanto quisiera, puesto que nadie podía vigilarle ni pararle los pies. La vieja tesorería de al-Nasir estaba en edad de jubilarse y nadie se había encargado de renovar los cargos. Él era pues el único artífice del nuevo sistema, al igual que le había sucedido en la casa de la moneda.
Le visitaban todos los banqueros, y ninguno quedó insatisfecho. Un optimismo económico invadió entonces la ciudad y se transmitió a otros lugares del imperio. El comercio, que había estado algo aterrorizado, reverdeció; los préstamos se aligeraron, y los mercaderes empezaron a acudir desde otros sitios, animados por circunstancias tan favorables.
Abuámir tenía tasado, medido y contado cuanto formaba parte del tesoro que le había sido encomendado. Pero sólo él y el judío Benzaqueo conocían con exactitud las cantidades. De manera que podía manipular a su antojo lo que entraba o salía de las arcas. Al principio tuvo miedo en alguna ocasión, al darse cuenta de que se había excedido en sus operaciones y de que la fortuna se hallaba considerablemente menguada. Pero luego llegaron las devoluciones, las gratificaciones y los intereses. Era como si el dinero brotara mágicamente entre sus manos. Tal vez por ello se acostumbró a arriesgarse con demasiada frecuencia.
En cierta ocasión, fue invitado a compartir la mesa de uno de los nobles de más rancio abolengo de Córdoba. Se trataba de Mohámed ben Afla. Durante años había sido visir de Murcia, y su linaje árabe era uno de los más reconocidos desde antiguo en Alándalus. Era miembro de la auténtica y genuina nobleza, refinada, discreta y digna en su comportamiento, oculta en su vida privada a los demás, pero admirada y deseada por todo el mundo: aquélla a la que de verdad aspiraba Abuámir, pues le seducía el prestigio que no proviene de la riqueza ni del lujo exterior, sino de ese inalcanzable halo de misterio que rodea a veces a algunas dinastías.
Abuámir preparó bien su visita. Cuidó especialmente su aspecto exterior. Nada de artificios ni de vestidos llamativos: su sencilla, limpia e inmaculada túnica blanca y el tailasán de alfaquí; sobre los hombros la capa negra de fieltro, sin más adorno que la fina tira de seda en el mismo color por el borde, como había visto siempre a su padre, el austero cadí Abdallah. Y se llevó consigo a un criado nada más. Ben Afla le recibió en el zaguán de su casa, acompañado sólo por un viejo esclavo de confianza. El atuendo del noble le dijo enseguida a Abuámir que no se había equivocado al escoger su propia vestimenta: su anfitrión llevaba una sencilla futa de buena calidad, sin otro adorno que un ancho cinturón de cuero con remaches. Era un hombre alto, de edad madura, pero con una barba obscura aún, fina y bien recortada. Sus ojos destilaban dignidad, y su frente era amplia y despejada.
Una vez en el patio interior, acudieron todos sus hijos, que fueron, uno por uno, presentando sus respetos al invitado. Las mesas estaban dispuestas y sobre ellas había pequeños platos con nueces, aceitunas, pastelillos de queso y caña de azúcar impregnada de agua de rosas. Se acomodaron en los almohadones y se sirvió la comida: bien cocinada y en la cantidad suficiente, pero sin vino. Ben Afla era un hombre de profundas convicciones, de fuerte sentido religioso y estricto cumplidor de la tradición; alguien tan noble como Ben-Hodair, pero con una concepción de la vida absolutamente diferente. Abuámir se dio cuenta enseguida de que el trato con él había de ser otro. No obstante, conocía perfectamente esa forma de pensar, puesto que su propio padre, su tío Aben-Bartal y muchos de sus familiares cercanos eran de esa manera. Así que puso en funcionamiento los resortes de su mente para hablar el mismo «idioma» que su anfitrión.
Ben Afla era un hombre honrado que había ejercido su cargo de gobernador de Murcia por estricto sentido del deber, en obediencia al Príncipe de los Creyentes. Sin embargo, una sucia maniobra política le había separado de su cargo. Así se lo contó a Abuámir, con amargura, cuando hubieron intimado un poco. Ahora era un noble venido a menos y endeudado en extremo.
—Quise servir solamente… —le dijo casi a punto de romper a llorar—. Desempeñé mi cargo con justicia, pero nunca fui capaz de inmiscuirme en asuntos turbios. Y ya ves…
Abuámir percibió que aquel hombre hablaba con el corazón. Además se identificó rápidamente con el sentimiento de desazón y rabia que embargaba a Ben Afla. Le escuchaba con atención, sintiendo como propias la vergüenza y la humillación que suponía para aquel auténtico señor tener que contar sus penas.
—¿Ves esta casa? —prosiguió Ben Afla—. Es lo único que tengo. A mí no me importa, puesto que he pasado casi toda mi vida luchando, soportando los rigores y la dureza de la guerra, ya que nunca dudé en poner mis armas y mis hombres al servicio de la causa del califato. Pero temo por mis hijos…
Abuámir los miró. Eran nueve jóvenes de inmejorable presencia, discretos y austeros como su padre. Reparó en que esa estirpe llevaba escrita en su sangre a Alándalus, lo que había sido, lo que era y lo que debía llegar a ser. Eran hombres capaces de vivir con lo puesto, pero sin perder jamás la dignidad. Hombres templados como fiero acero, como los que retrataban los viejos libros de crónicas a los que Abuámir era tan aficionado; justo lo que él pensaba que necesitaba el reino.
Miró fijamente a Ben Afla, diciéndole con los ojos que podía confiar en él.
—¿Por qué me has contado a mí todo esto? —le preguntó con franqueza.
—Seré sincero —respondió Ben Afla—. Conozco tu linaje. Luché codo con codo con tu difunto padre; aunque tuve poco tiempo para tratar con él, pude apreciar su fortaleza interior y su piedad verdadera. Córdoba es hoy por hoy falsa e inconstante. He sabido que estás triunfando y deseaba prevenirte…
—¿Prevenirme…? ¿Acerca de qué?
—Acerca del propio poder. Ten cuidado, Abuámir, y fíjate en mí. Quien ahora está arriba, mañana puede caer. Son muchos los que no miran con buenos ojos los ascensos rápidos.
—No te entiendo.
—Cuidado con la gente que te rodea, sobre todo eso. No todo en la vida se gana con fiestas, vino y adulaciones. El que hoy te agasaja mañana puede apuñalarte.
Aquellas palabras cayeron como un mazo sobre Abuámir. Sobre todo por la persona de la que procedían; un hombre recio y piadoso.
—¿Y qué crees que puedo hacer? —le preguntó.
—Fundamentalmente una cosa: acércate a los militares. Estás contentando demasiado a los potentados, pero no olvides que las armas pueden mover el tablero a su antojo. Y cuida también a los hombres de fe. La verdad está más cerca de los hombres de Dios que de ningún otro sitio. El reino no lo es sólo de los ricos.
—Te agradezco tus consejos, noble Ben Afla. Puedes estar seguro de que te haré caso. Y ahora, dime, ¿necesitas algo de mí?
—¿Crees que te he llamado para pedirte algo? —replicó Ben Afla irguiendo el cuello, como molesto.
—No. Sé que serías incapaz de pedir un favor para ti. Pero debes velar por esos hijos tuyos. No pretenderás que sigan aquí y menosprecien sus vidas lamentándose…
Ben Afla miró a sus nueve hijos y se derrumbó. Sollozó durante un rato.
—Desearía que al menos fueran militares. Nuestro ejército campa ahora en África y me duele sinceramente que ellos no puedan ocupar el puesto que les corresponde según su casta.
—Vamos, ¿qué necesitan?
—Armas, armadura, caballos, palafreneros y hombres que les sigan. Sólo eso. Luego podrán subsistir con el botín de guerra. ¡Oh, cuánto siento no haberles podido dotar como un día hizo mi padre conmigo!
Abuámir se aproximó a Ben Afla, le puso la mano en el hombro y le dijo en tono amable:
—Mañana, a primera hora, ven a verme a mi casa.
Al día siguiente, el noble se presentó muy temprano en casa de Abuámir con un envoltorio en las manos. Lo deslió y se lo mostró. Era un antigua brida ornada con pedrería. Apesadumbrado, dijo:
—Esto es lo último de valor que me queda. Perteneció a mis antepasados… Si quieres aceptarlo como prenda por algún dinero en préstamo…
Abuámir llamó a uno de sus criados y le ordenó que trajera una balanza y que llamase al judío Benzaqueo. Cuando éste llegó, Abuámir le mandó que pesase la brida y diera a Ben Afla su peso en monedas de plata. El noble se sobresaltó, porque el hierro y el cuero de la brida eran muy pesados, y le costó creer que aquello fuera en serio. Pero diligentemente el judío metió las monedas en una saca y las depositó a sus pies. Entonces Ben Afla se rindió a la evidencia y exclamó:
—¡Oh, por Alá, es demasiado! ¡Es una fortuna! ¿Cómo podré agradecer tal favor?
Abuámir se aproximó a él y le abrazó con afecto.
—Bastará con que hagas una cosa —le dijo—: que tus nueve hijos vengan con sus flamantes armaduras y sus caballos a despedirse de mí, para que yo pueda verlos como les corresponde, antes de que partan para África…