Mar del Norte. Costa occidental de Jutlandia, año 967
Asbag se dio cuenta de que era incapaz de pensar. Nunca antes le había sucedido algo semejante. Tendido de costado en la cubierta del barco, sentía un espeso y frío adormecimiento en las piernas, y su cadera derecha parecía haberse fundido con las duras tablas. Junto a él, otros cautivos se arracimaban atados unos a otros, para evitar que, llevados por el terror y el descontento, se arrojaran por la borda a las frías aguas, como ya habían hecho algunos a lo largo de aquel viaje. A su lado, una mujer joven llevaba días emitiendo un pausado y lastimoso quejido, que ya no era un llanto, sino un mecánico gemido semejante al maullido de un gato.
La mente de Asbag estaba tan en blanco que no le permitía concebir el más leve pensamiento esperanzador, y mucho menos expresar palabras de consuelo para sus compañeros de desventura.
Se pasó la lengua por los labios y notó la sequedad en ellos, las grietas en la piel, algunas llagas y el desagradable sabor de la sal. Tenía la boca reseca y la garganta le ardía. Recordó entonces el odre de agua que uno de aquellos vikingos pasaba entre ellos dos veces al día, no más, con el fin de dejarles chupar el suficiente líquido para que no se muriesen de sed. Hacía ya tiempo que no reparaba en la pestilente mezcla de orines y heces sobre la que solían descansar, mientras no viniesen a arrojar sobre ellos algunas cubetas de agua helada de mar, para que los excrementos resbalasen hacia los aliviaderos de los extremos. De vez en cuando, si no tenía a nadie a los pies, buscaba la manera de estirar las piernas y sentía un inmenso alivio.
La nave subía y bajaba al ritmo del oleaje, permitiéndole de vez en cuando divisar un horizonte gris, hecho de un mar encrespado que se fundía con un plomizo y denso cielo dominado por los escasos nubarrones. Era como navegar hacia el vacío. Y el constante mareo no le dejaba saber si su cabeza estaba en sus pies o viceversa.
Al principio de aquel viaje, poco después de que los embarcaran en las costas de Galicia, Asbag había percibido con fuerza que aquello era un reto de la propia existencia. Incluso había tenido entereza para musitar algún salmo, sintiendo que las palabras le traspasaban y le penetraban buscando el reducto último de su fe, buscando su esperanza. En esos momentos se acordaba especialmente del Salmo 106:
Los que surcan el mar en naves
y están maniobrando en medio de tantas aguas.
Contemplaron las obras de Dios,
sus maravillas en el océano.
Él habló y levantó un viento tormentoso,
que alzaba las olas a lo alto:
subían al cielo, bajaban al abismo,
el estómago revuelto por el mareo,
rodaban, se tambaleaban como borrachos,
y se desvaneció toda su sabiduría.
Pero clamaron al Señor en la tribulación,
y Él los sacó de sus apuros.
Eran frases que se sabía de memoria, por haberlas repetido en el salterio una y otra vez desde su juventud. Frases que ahora cobraban pleno sentido al proyectarse en la atroz realidad. Asbag nunca había navegado antes, pero había visto en su taller la sucesión de ilustraciones que se copiaban unos a otros en las páginas de las Biblias: el mar Rojo abriéndose para tragarse a los soldados egipcios, la ondulante representación del océano con la ballena en cuyo seno estaba Jonás, el Leviatán, a Jesús calmando la tempestad en medio del oleaje que amenazaba a la barca donde él y sus discípulos navegaban, a Pablo surcando el Mediterráneo para ir a encontrarse con los pueblos gentiles y, por último, las obscuras y amenazadoras aguas del apocalipsis devorándolo todo. Pero aquellos dibujos casi infantiles jamás habrían podido representar la terrorífica visión de aquel inconmensurable volumen de agua embravecida.
Los prisioneros se encontraban en el centro de la nave, junto a los fardos del botín y al resto de la carga, mientras que cuatro hileras de remeros se extendían a un extremo y otro, dos a cada lado. Los jefes y los fieros guerreros se reservaban la bodega, donde estaban libres de la lluvia y de las salpicaduras del oleaje.
Asbag había perdido la cuenta de los días de viaje y de los puertos donde habían recalado para que los vikingos intercambiaran los frutos de su rapiña. Eran lugares escondidos entre obscuros y escarpados acantilados, desde cuyas calas les habían hecho señales con antorchas grupos de despiadados mercaderes, cuyas fortunas posiblemente dependían de la implacabilidad y la barbarie de los daneses. Al principio, el obispo se había fijado en aquellos tratos, realizados a través de experimentados intérpretes; también había reparado en las fortificadas poblaciones que asomaban desde las montañas. ¿De qué lugares podía tratarse? Jamás habría podido saberlo. Sus moradores eran hombres distintos; fríos y distantes habitantes del norte, hechos al océano y a las inclemencias de los vientos. En un estrecho, donde el mar se abría paso entre lejanas colinas, se habían cruzado con otras naves, y había podido ver a sus tripulantes saludar alegremente desde las cubiertas. Asbag había advertido entonces el cruel absurdo de su situación; apretujado contra sus compañeros de cautiverio y contra los fardos del botín, formaba parte de una simple mercancía transportada hacia algún mercado desconocido en otra parte del mundo.
Uno de aquellos días, había visto morirse a una muchacha, tal vez de frío y de miedo. Era una adolescente de bello rostro, pero de naturaleza visiblemente débil. El vikingo encargado de los prisioneros la había descubierto inconsciente al amanecer y le había acercado su rudo rostro de rojas barbas al pecho, para escuchar si su corazón latía. Asbag vio con claridad la contrariedad de su gesto y casi pudo adivinar las blasfemias de rabia que el vikingo escupió en su extraña lengua cuando comprobó que la muchacha estaba muerta. Como quien retira un objeto inservible, la arrastró hasta la borda y la arrojó sin más, después de quitarle el vestido y las sandalias. Asbag no pudo reprimir un sonoro sollozo y todavía tuvo que soportar el ver la indiferente sonrisa de un despiadado remero que había contemplado la escena próximo a él.
Era la última vez que había llorado. Después se vio sumido en una especie de letargo. Con la mirada perdida en las nubes grises del horizonte, había llegado a intuir que aquel viaje no tenía por qué terminar, puesto que era como navegar en el vacío de la muerte. Su mente se sumergió entonces en la nada y dejó de hacerse preguntas. Ni siquiera llevaba la cuenta de los días que pasaron sin que la nave se detuviera en algún puerto, perdida ya la esperanza en que pudieran pisar tierra firme alguna vez.
Pero cuando conseguía dormirse acudían los sueños, llenos de claridad y de color, con tal fuerza de realidad que le hacían llegar a pensar que soñar era estar despierto; mientras que despertar era sumirse en la pesadilla de aquel barco. Sentía sus pies en Córdoba, en la Medina, en la calle de los libreros, sobre las losas de granito que pavimentaban el suelo de San Acisclo. Veía el cielo intensamente azul y las bandadas de palomas que surcaban el aire. Llegaba a oler el azahar, los jazmines y el incienso. Sentía el bullicio del mercado, escuchaba las voces de los muecines y el tintineo alegre de las campanas. Soñaba con pergaminos, con libros, con códices y con ilustradas Biblias. Todo su mundo le acudía a la mente cuando el sueño le rendía.
Una mañana le despertaron bruscamente las voces de los remeros. Todos los vikingos corrían alborotados hacia la borda, gritando y agitando los brazos. Asbag se irguió cuanto pudo y por encima de las cabezas de aquellos hombres alcanzó a ver a lo lejos una hilera de montañas que emergían de un mar grisáceo y tranquilo. Por la euforia de los tripulantes y por la alegría que se había dibujado en sus semblantes supo que habían llegado a su destino.
A los cautivos les costó trabajo enderezarse cuando cortaron sus ligaduras, pero no les dieron tiempo para que estirasen sus miembros, y tuvieron que descender renqueando la rampa que deslizaron desde el muelle del puerto.
Asbag sintió su ropa acartonada y pegada al cuerpo, y un agudo dolor en las rodillas y en los tobillos. Cientos de caras les observaban, llenas de curiosidad. Mujeres, niños, ancianos y campesinos se aglomeraban junto a los embarcaderos para recibir a los recién llegados. Un intenso olor a pescado podrido y a salazón inundaba el ambiente, mientras que un pálido sol se abría camino entre las brumas y empezaba a iluminar las extrañas construcciones de madera que se agolpaban a lo lejos, dentro de una elevada empalizada hecha de gruesos troncos de árboles. Un poco más arriba, un sendero subía hasta una compacta fortificación de piedra que sobresalía de la espesura de los bosques que tapizaban las laderas abruptas.
El Salmo 106 acudió casi mecánicamente a la memoria de Asbag, cuando sintió el suelo firme bajo sus pies:
Y enmudecieron las olas del mar.
Se alegraron de aquella bonanza,
y Él los condujo al ansiado puerto.
Allí mismo, los vikingos se repartieron el botín. Esparcieron sobre el suelo las joyas, las telas, los objetos preciosos, los tarros de las esencias y las especias. Hicieron lotes que contenían las piezas más valiosas, las mejores cautivas y algún caballo para los jefes; el resto se distribuyó entre los demás hombres en una larga discusión que amenazaba con llegar a las manos. Pero por fin llegaron a un acuerdo y quedaron todos como amigos. Hubo abrazos, brindis e incluso lágrimas de despedida. Después cada uno recogió lo suyo y se puso en camino hacia sus pueblos, sus granjas o nuevamente hacia el mar, los que serían de alguna isla.
Asbag fue considerado alguien valioso y pasó a engrosar el lote que le había correspondido al jefe de la embarcación, junto con dos hermosas muchachas, un par de caballos árabes y varias sacas de monedas y alhajas. Los criados del capitán vikingo se ocuparon de la mercancía y todo fue cuidadosamente dispuesto sobre bestias de carga. A él le miraron de arriba abajo y, como vieran que estaba aturdido y anquilosado por el viaje, le hicieron subir en un asno. El obispo se preguntó qué habrían visto en él para tratarlo con tal consideración.
El viaje duró dos jornadas y media, discurriendo por caminos que se abrían paso entre densos bosques, por tierras de labor, por extensos y verdes prados donde pastaban los rebaños; cruzando ríos caudalosos, pasando por pequeños e insignificantes villorrios; hasta que divisaron a lo lejos una ciudad que se extendía a lo largo de una amplía ría por donde entraban y salían los barcos, desplegando sus velas, y las pequeñas barcazas a golpe de remo. Aquél le pareció a Asbag un lugar extraño, con las construcciones iguales y los tejados revestidos de obscuras lajas cubiertas de secos líquenes. Todo era primitivo y austero.
Entraron en la ciudad por una puerta cuyas hojas de madera estaban abiertas y sin vigilancia, y un bullicio de chiquillos que jugaban junto a los muros les acompañó desde entonces hacia el interior. Eran niños de raza nórdica, de sonrosados rostros y enmarañados rubios cabellos, que gritaban: «¡Torak!, ¡Torak!».
Ése era el nombre del jefe de los vikingos que se había adueñado de Asbag; el obispo lo sabía bien, pues lo había oído con frecuencia a bordo de la nave.
Cruzaron la ciudad y llegaron al otro lado, a un caserón que se encontraba al borde mismo de la ría, donde salieron a recibirlos algunas mujeres, más criados y una manada de perros que se abalanzaron sobre Torak para lamerlo de la cabeza a los pies.
A Asbag volvieron a mirarlo y remirarlo, como a las desdichadas doncellas. Nada entendía de lo que hablaban en su extraña lengua. Sin embargo, vio el alboroto que se armó cuando descubrieron las alhajas, que hicieron las delicias de las mujeres, al igual que las telas y los vestidos que se pusieron inmediatamente.
Se hizo de noche, y condujeron a Asbag hasta unas dependencias obscuras, en donde lo hicieron entrar de un empujón. La puerta se cerró y cayó una pesada aldaba. A tientas, el obispo buscó un lugar donde recostarse, pues estaba deshecho por el agotamiento. Palpó a un lado y a otro y dio con una especie de jergón relleno de paja y con una áspera manta de lana. Y casi sintió un alivio placentero al encontrarse fuera de aquel horrible barco. Pero enseguida acudieron a su mente las crueles escenas de la captura y los rostros de los peregrinos aterrorizados. ¿Qué habría sido del joven Juan aben-Walid?, se preguntó. Y un nuevo salmo acudió a su mente:
Has alejado de mí a amigos y compañeros:
Mi compañía son las tinieblas…