Capítulo 43

Córdoba, año 967

Como cada sábado, a media tarde, la comitiva de la sayida y los príncipes regresaba a Córdoba desde Zahra, después de visitar al califa y pasar la jornada con él en su palacio. A la cabeza avanzaba la guardia de los alcázares, detrás, la litera de los niños rodeados de los eunucos y los sirvientes, seguidos de Sisnán y al-Fasí en sus mulas vistosamente enjaezadas. Y, antes de que la guarnición de cola cerrara la fila, Abuámir en su caballo conversaba con un jinete, que por su atavío bien podía ser un eunuco prominente del harén real, que se cubría parte del rostro con un embozo que se descolgaba desde el turbante. En realidad, se trataba de Subh.

—Aún bendigo la hora en que tuviste la brillante idea de sugerirme este disfraz —le decía ella—. Nadie, absolutamente nadie, ha concebido la menor sospecha de las veces que hemos venido.

—Bueno —respondió él—, nadie podría sospechar nada, puesto que nadie te había visto antes.

—Sí. ¡Ja, ja, ja! —Rio ella—. Es tan divertido; es como nacer de nuevo.

—Claro, pero también es de agradecer que el califa se haya prestado al juego.

—¡Oh! Y además a él también le divierte. Desde que me vio así vestida, como un criado de palacio, ha empezado a llamarme por el nombre masculino de Chafar. Lo cual significa que piensa seguir colaborando con la farsa.

—El Príncipe de los Creyentes es el más sabio de los hombres. Sabe que lo más sencillo es a veces lo conveniente. Si se hubiera opuesto a este juego todo se habría complicado. Así puede verte cuando quiere, podéis compartir la misma mesa y disfrutar en familia junto a los niños sin necesidad de vulnerar el rígido protocolo de la corte ommiada.

—Sí, es maravilloso —dijo ella, mirando hacia el cielo azul de la tarde—; todo esto es como un sueño. Ir por aquí a caballo, al aire libre, contemplando esas montañas y ese cielo inmenso; respirando este aire puro de verano… Es como recobrar cosas que ya casi había olvidado… ¿Sabes?, en Vasconia yo solía montar a caballo.

—Pero… ¿es eso posible? —se extrañó Abuámir.

—Naturalmente. En Vasconia las costumbres son muy diferentes de las vuestras. Bueno, no es que las mujeres sean iguales a los hombres, pero si el padre quiere puede disponer de las hijas para otros menesteres que no sean los propios de la casa. Mira si no la famosa reina Tota. Era hermana de mi bisabuelo, y todo el mundo sabe que acudía a la guerra como un caballero más. Incluso tenía su propia espada. Aunque eso no es lo más corriente. Pero aquí sería impensable.

—Si quieres, puedo conseguirte una espada —dijo él con ironía.

—Hace unos meses la habría necesitado… Soñé con una de ellas cuando Chawdar y al-Nizami me hacían la vida imposible…

—¿Para matarlos a ellos?

—O para darme muerte yo. Pero ahora soy tan feliz…

El verano había seguido su curso y había dorado los campos, pero los pinos que se erguían descomunales aquí y allá mostraban orgullosos el verde brillante de sus enormes copas redondeadas y despedían un perfume suave de estío. Las bandadas de palomas torcaces giraban en el horizonte buscando sus encinares, y una tenue banda rojiza empezaba a desplegarse en el infinito.

—¡Cómo…! —exclamó ella de repente—. ¡No vamos hacia Córdoba!

—Bueno —respondió él—, hoy no voy a regalarte una espada; pero reservaba para ti una sorpresa.

—¿Eh…? ¿Una sorpresa? ¿Adónde vamos?

Dejaron a un lado la ciudad y avanzaron hacia la margen derecha del Guadalquivir. Las torres, los alminares y los elevados tejados de los palacios asomaban por encima de las murallas. Las arboledas de las orillas guardaban el río, junto a la inmensidad de juncales donde empezaban a guarecerse multitud de aves acuáticas. Parecía un paisaje de encantamiento.

—Vamos a un lugar que te pertenece —dijo Abuámir—, pero que no has visto nunca.

Enseguida llegaron a unos muros que cercaban una propiedad espesamente poblada de árboles. En el pórtico de entrada aguardaba un batallón de sirvientes.

—¡Bueno, hemos llegado! —dijo Abuámir mientras descabalgaba—. Estás en tu propia casa de campo; la munya de al-Ruh.

Pasaron al interior de la propiedad. No ocupaba una gran extensión, como los jardines de los alcázares o los de Zahra, pero tenía el encanto de los terrenos plantados desde muy antiguo, donde los gruesos troncos brotan ingobernables y en las alturas crecen a sus anchas, escapando a las manos de los jardineros. Los setos era viejos y tupidos, y las marañas de enredaderas y emparrados se adueñaban de los pasillos formando apretados techos bajo cuya umbría crecía la hierba fresca y húmeda. En el centro, semioculto por tanta espesura, se levantaba un hermoso palacete, cuyas ventanas ya estaban iluminadas. Era una de esas edificaciones de la época del emirato, construida en dos pisos y pintada en verde malaquita obscuro, tal vez para conseguir una perfecta integración en el ambiente que formaban juntos la alameda y el río.

Atravesaron los jardines y cruzaron la puerta principal, que les condujo a un patio abierto rodeado de habitaciones. En el piso superior había una galería, que al igual que la inferior se sostenía con viejas columnas romanas de granito. No faltaban la fuente central, con su gran pila de piedra, y una serie de naranjos y limoneros plantados en hileras paralelas.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Subh, mirando embelesada a su alrededor—. Esto es maravilloso.

—Aguarda a que subamos al piso superior —dijo Abuámir.

En el alto se encontraron con un hermoso saloncito, iluminado por cuatro faroles sostenidos por leones sentados, que una esclava acababa de encender con una antorcha. El suelo estaba cubierto de alfombras y las paredes decoradas con coloridas pinturas vegetales. El techo era un firmamento azul ahumado repleto de doradas estrellas.

—¿Y… dices que este lugar me pertenece? —preguntó Subh.

—Bueno, ésta y cuatro munyas más. Forman parte de la ingente fortuna con la que el califa te dotó como premio a tu maternidad, junto con una buena extensión de tierras, además de joyas, dirhems de oro, esclavos… En fin, como a una reina.

Recorrieron las estancias y ella se maravilló al contemplar que cada una era diferente en su estilo, aunque costaba determinar cuál era la más hermosa.

Más tarde, cuando Subh fue a llevar a los niños a dormir, pues les había llegado la hora, Abuámir se encargó de que los criados prepararan una mesa en el centro del salón principal, donde fueron disponiendo una serie de manjares que él había elegido previamente.

Las ventanas estaban abiertas al jardín exterior; se veían las obscuras copas de los árboles casi queriéndose entrar en la estancia. Un mirlo cantaba en la espesura. Los aromas frescos del río subían, mezclados con los de la tierra regada por los canales que empezaban a llenar las norias a la caída de la tarde.

Cuando la mesa estuvo dispuesta, Abuámir despidió a los criados, con la orden de que se retiraran a sus viviendas después de cerrar las puertas del palacete. Si no fuera por el mirlo, todo habría quedado en silencio.

Al fondo del salón había un gran espejo, rodeado por un dorado marco con forma de herradura. Abuámir se miró. Su rostro estaba brillante por el sudor y su turbante le pareció descompuesto. Deslió con cuidado la banda y se descubrió completamente la cabeza. Estaba orgulloso de su pelo abundante, largo y obscuro. A un lado había una jofaina de las que se usaban para lavarse antes de las comidas, con su toalla de fino hilo con bordados y su perfumado jabón.

Se estuvo lavando delicadamente los brazos, el cuello, los cabellos y la cara. Luego mojó las yemas de los dedos en aceite y los pasó por algunas mechas de su cabello. Solía hacerlo cuando pensaba estar con la cabeza descubierta. Junto a la jofaina había una pequeña piedra de almizcle en su cajita de plata. Él la tomó y la frotó entre las manos percibiendo su peculiar y sugerente olor. Luego se extendió el aroma por el pecho y la nuca, sin excederse. Se fue hasta el balcón, se recostó en él e inspiró varias veces con profundidad para sentirse relajado. Las sombras envolvían ya el jardín, y un criado fue encendiendo los faroles.

No pudo evitar que una especial excitación lo invadiese cuando oyó los pasos de Subh en el pasillo de la galería. Ella apareció ataviada todavía con los ropajes de eunuco; con sus amplios calzones de estilo persa y un holgado blusón con bordados. Aun así estaba muy bella, pero él se sintió algo defraudado. Sin poder reprimirse le dijo:

—¿No te descansa cambiarte de ropa después de un viaje?

—Bueno, no tengo nada más que esto. Nadie me había dicho que no íbamos a retornar a los alcázares.

Él cayó entonces en la cuenta. De un brinco se puso en pie y la cogió de la mano. Tirando de ella hacia la puerta, dijo:

—¡Ven! Te mostraré algo.

En un dormitorio contiguo, decorado con un lujo desbordante, había uno de esos armarios empotrados en la pared y separados por una cortina. Abuámir la descorrió. Colgados en sus perchas había una veintena o más de vestidos.

—¡Oh! —exclamó ella—. ¿Y esto?

—No sé —respondió él—. Cuando hice el inventario de la propiedad me encontré con ellos. Una vieja criada me dijo que el anterior califa había alojado aquí a una de sus favoritas antes de que se construyera la Medina al-Zahra. Seguramente todos esos vestidos le pertenecieron.

Abuámir los descolgó y los extendió sobre las alfombras. Había sedas, brocados, damascos, suntuosos velos de encaje y dorados fajines ricamente bordados. Al verlos, el rostro de Subh se iluminó.

—¿Habrá habido alguna vez una reina con mejores vestidos que éstos? —exclamó.

—¡Vamos, ponte uno! —le pidió Abuámir.

—Oh, no, no, no…

—Pero… ¿por qué? Son tuyos.

—No, no sería capaz. Pertenecieron a una de esas mujeres. Sería como enfrentarse directamente a ellas.

—¡Bah! ¡Supercherías de gente del norte! —Se enojó él—. Las cosas son cosas, independientemente de sus dueños o poseedores. Además, según eso, no podríamos vivir en ninguna casa si no hubiera sido edificada sólo para nosotros, ni andar por los caminos, pues por ellos pasaron ya otros que murieron… Las cosas son cosas, sólo eso.

—Hummm… No sé…

—¡Vamos, escoge uno! —insistió él—. Son maravillosos. ¿Quién puede asegurar que no estaban aquí para ti, esperándote?

Subh se mordió los labios indecisa. Miraba los vestidos con un deseo imposible de disimular. Por fin se decidió.

—¡Espérame en el salón! Y… dame tiempo; tardaré un rato en decidirme.

Abuámir regresó al balcón de la sala. El mirlo solitario seguía emitiendo su agudo y solitario canto. Se había hecho de noche, pero el jardín estaba más hermoso si cabe, sumido en su misterio y alumbrado por los faroles que ardían en los ornamentados rincones. El aire del río se había hecho más fresco. Un grillo se unió entonces al mirlo, secundado enseguida por otro y más tarde por un coro de ranas desde la orilla. Abuámir se regocijó con aquellos sonidos del verano y se acercó hasta la mesa para servirse una copa de vino. Lo saboreó largamente e intentó no imaginar qué vestido habría elegido Subh, para no estropear la sorpresa que le aguardaba. Entonces le vino a la mente un amago de remordimientos. Luchó para no sucumbir a la idea de que todo aquello era algo prohibido. «Lo que Dios quiere sucede —pensó—, lo que Él no quiere no sucede». Eso le tranquilizó.

Creyó estar delante de uno de sus sueños. Ella había escogido el largo vestido de color azafrán, con dorados bordados alrededor del cuello, en las mangas y en los bajos. Le caía suelto y perfectamente asentado en sus formas. Se había calzado unas delicadas sandalias de cordones de oro, y su pelo rubio, libre sobre los hombros, no podía completar mejor el conjunto. Él la contempló durante un rato. Luego dijo:

—Dios te creó para ser una reina. La luna es siempre la misma. Incluso cuando sólo aparece en un delgado reflejo. Pero un día desvela su cara y eclipsa a todos los demás astros. Hoy tú eres la luna llena.

Subh se turbó visiblemente. Apartó rápidamente sus ojos de los de Abuámir y los paseó por la mesa donde estaban dispuestos los platos para la cena.

—¿Y todo esto? —preguntó sorprendida.

—Ven, ocupa este sitio —le rogó Abuámir.

Se sentaron el uno frente al otro. Abuámir retiró a un lado una complicada lámpara de varios brazos que ocupaba el centro de la mesa. Subh seguía con la mirada atenta a los diversos platos.

—Prueba eso de ahí —le sugirió él.

Ella alargó la mano y tomó algo entre los dedos. Lo examinó con gesto de extrañeza y luego preguntó:

—¿Qué es? Parecen personitas.

—¡Ja, ja, ja…! —Rio Abuámir—. Pruébalo y te diré lo que es.

Subh se lo llevó a la boca y lo masticó cuidadosamente.

—¡Hummm…! —exclamó—. Está muy bueno, pero tiene huesecillos. ¿Puedo saber qué son?

—Son ranas —respondió él con gesto divertido.

—¿Ranas? Ranas de…

—Sí. Ranas del río, como ésas que cantan a la noche.

—Nunca pensé que se comieran.

—¿No hay ranas en tu tierra?

—Bueno, sí, pero supongo que menos que aquí. Nunca había oído croar tan intensamente… Están enloquecidas.

—Cantan al amor. Un poeta antiguo, al-Turabi, decía que llaman a la luna para que venga a mirarse a su espejo.

—¿A su espejo? ¿Qué espejo?

—Sí, el río. ¿No has oído nunca que la luna se mira en el agua como en un espejo?

—¡Ah, cuántas cosas bonitas sabes! —exclamó ella verdaderamente admirada.

Siguieron hablando, comiendo y bebiendo vino. El tiempo parecía detenido en la magia de aquel salón; pero la noche avanzaba, mientras ellos empezaban a languidecer arropados por la mutua compañía.

—¿Eres ahora feliz? —le preguntó Abuámir.

—¡Claro! Creí que nunca podría volver a ser feliz. Me siento como un pájaro a quien le han abierto la puerta de su jaula. Todo me parece nuevo y distinto. En tan poco tiempo han cambiado tanto las cosas para mí… Pero, a veces, siento miedo. No puedo evitarlo.

—¿Miedo? ¿A qué? ¿No estoy yo contigo?

—Sí. Si no hubiera sido por ti nunca habría encontrado esta felicidad. Tú has abierto la puerta de mi jaula. Pero ha sido todo demasiado rápido. Algunas veces me asaltan las dudas. Cuando estaba en el harén pensaba que ése era únicamente mi destino y que no debía esperar nada más. Que Dios me había hecho para eso y que lo único que me quedaba era aceptarlo.

—Bueno. ¿Es que no tienes derecho a ser feliz?

—¡Oh, sí! Pero esta felicidad me asusta. Es como si… Dejémoslo, no vas a entenderlo.

—¡Vamos, habla! —le pidió él cogiéndole las manos—. ¿Vas a desconfiar ahora de mí?

Subh le miró entonces abiertamente. Sus ojos claros reflejaban una luz especial, y su semblante se hizo transparente.

—Se trata de eso. Creo que confío demasiado en ti. Antes debía pensar por mí misma, aunque todo fuera obscuro y difícil. Ahora espero continuamente a que tú decidas por mí. Con frecuencia, me sorprendo esperando a que llegues y digas que hay que hacer esto o aquello. Te has vuelto demasiado importante para mí, y mi corazón antes era libre, aunque lo demás estuviera en una jaula.

Las lágrimas corrieron por su rostro. Abuámir las recogió con sus dedos en una caricia. La contemplaba con dulzura, pero su mirada era penetrante e ineludible.

—¿Y eso es malo acaso? —preguntó él.

—No, si yo fuera libre —respondió ella con sinceridad—. Pero mi destino está unido al hombre al que pertenezco.

—¡Pero tú no le amas! Te unieron a él contra tu voluntad.

—Sí. Pero es el padre de mis hijos. Y eso es algo sagrado, según me enseñaron mis mayores. Y yo consentí voluntariamente en aquella relación. Además, siempre se portó muy bien conmigo. Y, en ese sentido, le amo…

—Eso es cariño. Pero el verdadero amor entre un hombre y una mujer…

—Por favor, no sigas —dijo ella angustiada—. Dejémoslo todo como está. ¡Es maravilloso así!

—¡No! Este mundo lo separa todo, pone barreras, se opone a lo que de verdad puede hacer feliz al hombre. ¿Vas a consentir que lo que de verdad amas no te pertenezca por causa de esos temores?

—¡Ah! Necesitaría hablar con alguien más, aparte de ti. Tienes demasiada fuerza; me dominas. ¡Oh, el obispo Asbag! ¡Cuánto le he echado en falta últimamente!

—¡Vaya! El obispo Asbag. Pero si no está aquí será por algo. Está muy lejos y de momento no va a regresar. Lo que Dios quiere sucede, lo que Él no quiere no sucede. Si el obispo estuviera en Córdoba habría sembrado tu alma de absurdos prejuicios de cristianos, y hoy no estaríamos aquí los dos. ¿No será esto lo que Dios quiere?

Subh se quedó pensativa. Abuámir decidió no seguir por aquel camino. La discusión estaba echando a perder la magia de la noche. Durante un momento permanecieron en silencio. Las ranas no paraban de croar abajo en el río.

—¿Oyes? —dijo él.

—Sí —respondió ella—. Llaman a la luna para que venga a mirarse a su espejo.

Abuámir la tomó de la mano y la condujo hacia el balcón. A lo lejos, entre los árboles, el río reflejaba a la luna en sus aguas mansas. Ninguno de los dos dijo nada, pero ambos sintieron un estremecimiento con aquella visión.

Él le pasó entonces el brazo por la espalda y subió la mano hasta sus cabellos; la acarició suavemente en los hombros y en la nuca.

—Ven —le pidió—. Te mostraré algo.

Ambos se situaron frente al gran espejo que había en el fondo del salón. Abuámir extrajo algo de un pequeño cofre que había en una alhacena, junto al espejo. Era una brillante diadema de oro y piedras preciosas. Con cuidado, ciñó con ella la cabeza de Subh.

—Ahora sí que eres una reina —le dijo—. Y estás frente a tu espejo. Por eso cantaban las ranas.

Ella se miró y se asombró al verse radiante, con aquel vestido y aquella joya a la luz de aquel salón. Luego miró a Abuámir a su lado; se fijó en su tez morena y en el contraste de sus cabellos negros, brillantes, y en sus ojos profundos de árabe.

Él sabía bien que la mejor manera de seducir a una persona es hacerle ver que es la más maravillosa del mundo. A través del espejo le transmitió eso a ella con sus ojos.

—¿Ves? —le dijo—, somos tan diferentes… Tu piel es clara como la luna y tus cabellos tienen luz. Yo, en cambio, soy la noche. No puede haber luna sin noche…

Dicho esto, fue retirando el vestido de Subh. Primero lo deslizó dejando al descubierto sus hombros, que besó suavemente; luego, sin que ella pudiera moverse, la delicada tela de color azafrán cayó a sus pies dejando al descubierto su blanco cuerpo desnudo, como el de una pulida escultura.