Capítulo 41

Iria, año 967

Si Viliulfo, el obispo de Tuy, les había parecido un hombre vigoroso, en Iria se encontraron con un obispo que era un auténtico guerrero. Se llamaba Sisnando, y salió a recibirles a la cabecera del puente romano de Cesures, sobre el río Ulla, montando un robusto caballo acorazado con petos de espeso cuero; provisto de pulida armadura y cota de malla. Era un enorme hombre de crecida barba rojiza, que iba a la cabeza de su hueste de caballeros que enarbolaban flamantes estandartes y vistosos escudos. Les seguían las damas, los palafreneros, los halconeros, los monjes y los miembros del concejo de la ciudad, que avanzaban por el puente animados por los sones de los tamboriles, las gaitas y las fístulas.

Si no hubiera sido porque sostenía el báculo en la mano, Asbag jamás habría adivinado que aquel caballero gigantón era el obispo de la ciudad. Cuando estaban todavía a cierta distancia, le comentó al arcediano:

—Bueno, éste es otro de esos obispos de armas…

—¡Por Dios! —respondió el arcediano—. Señor obispo, haced memoria de lo que sucedió con el de Oca… No vayamos a entrar en pendencia, que estos obispos del norte son de temperamento.

—No te preocupes —le tranquilizó Asbag—. Ahora lo más importante es llegar al templo del apóstol y, ya que estamos a un paso, no pienso echarlo a perder.

Pero el obispo Sisnando nada tenía que ver con el de Oca. Por el contrario, era un hombre divertido y bondadoso, que desde el primer momento se dedicó a obsequiar a los peregrinos. En Iria él era la única autoridad reconocida; los caballeros y el concejo de la ciudad le respetaban y amaban como si fuera el padre de todos.

En la iglesia se veneraba una gran piedra, a la que llamaban «el pedrón», donde les dijeron que estuvo amarrada la barca en la que llegó el cuerpo del apóstol Santiago; fue lo primero que les mostraron de la ciudad.

Hubo, como en Tuy, misas en acción de gracias, festejos y carnes asadas en la plaza principal. Acababan de ser consumidas las viandas cuando empezó a caer la lluvia y apagó las hogueras. Los cordobeses no podían acostumbrarse a ver llover en pleno verano, un día tras otro; pero para la gente de Galicia era lo más normal del mundo, y su vida seguía como si tal cosa.

Sisnando invitó a Asbag a subir a la más alta de las torres de la ciudad. Estaba orgulloso de sus murallas, de su colina y de su río, que atravesaba la triple hilera de muros de piedra como una vía de acceso de todo tipo de productos del comercio: especias, armas, tejidos… y peregrinos, riadas de peregrinos que afluían desde hacía cien años. Entre ellos, gente ilustre: obispos, abades, príncipes y legados del Papa.

Era media tarde. La lluvia caía incesante e incansable, fina, suspirando a través de los árboles y la verde y espesa vegetación como si llevara cayendo desde el principio del mundo y no tuviera intención de cesar. La tierra rezumaba agua. Ambos obispos, bajo un toldo, contemplaban el panorama.

—¡Ah, qué distinto de Córdoba es esto! —exclamó Asbag.

—¿De veras es tan diferente? —le preguntó Sisnando.

—Sí, ya lo creo que lo es. Los últimos años han sido muy secos; los más secos que se recordaban, según los viejos. Faltó el trigo y consiguientemente el pan. La gente se moría de hambre. El propio califa tuvo que enajenar su tesoro para paliar tanta miseria. Sí, fue algo terrible.

—Entonces… —dijo Sisnando con gesto de sorpresa— el emperador de los musulmanes es tan generoso como dicen.

—Más, mucho más de lo que te hayan podido contar. Es un rey bondadoso, sabio, inteligente y temeroso de la ley de Dios. Respeta a sus súbditos por ser hombres, hijos del Omnipotente, independientemente de su origen, credo u otra condición.

—Estoy convencido de que así ha de ser —observó el obispo de Iria—. Si no sería incomprensible que una peregrinación de cristianos cordobeses viniera protegida por una escolta de soldados del mismísimo rey de los musulmanes.

—Bueno, somos sus súbditos. Para él cristianos, musulmanes o judíos son el mismo pueblo.

—¡Ah, qué amable es la paz! —exclamó Sisnando—. ¿Cuándo descubrirá el hombre el valor de la concordia?

Asbag permaneció un momento en silencio. Esa misma mañana, a su llegada, había visto a Sisnando sobre su caballo, armado y pertrechado como un imponente guerrero. Ahora le desconcertaban aquellas palabras del obispo de Iria. Dudó por un momento, pero no pudo aguantarse y le dijo:

—Hermano, no te comprendo. Esta misma mañana me has recibido como si fueras un jefe militar; un soldado acostumbrado a las contiendas… y ahora… me hablas de la paz.

Sisnando sonrió ampliamente en su rostro ancho de espesa barba.

—Hermano Asbag —respondió—, tú tienes a tu rey, con sus generales y sus ejércitos; tal vez los más poderosos de la tierra. Él te defiende, y tú sirves a tu rey, en la paz de Córdoba, ciudad de la cual dicen que es la más armoniosa y bella de cuantas puedan verse. Pero… ¿a mi pueblo y a mí, quién nos defiende? Mira hacia allá —prosiguió señalando con el dedo las colinas—. Detrás de esas montañas hay señores, condes o simples hidalgos, cristianos de nombre, pero que no se encomiendan ni a Dios ni a los hombres; feroces pendencieros dispuestos a adivinar signos de debilidad en cualquier señorío vecino para lanzarse como lobos sobre su presa. Y más allá de esas montañas —dijo ahora señalando al oeste—, están las rías que dan al océano, por donde acuden piratas sarracenos, normandos daneses y vikingos. Y, además, a unas leguas de aquí está el templo de Santiago, donde cristianos de todo el orbe acuden, como vosotros, a orar y traer ofrendas de todo tipo, las cuales suponen un apetitoso tesoro para los desalmados de este mundo. Y ahora dime: ¿si no fuéramos guerreros, quién podría vivir tranquilo aquí? Yo soy el pastor, ¿cómo puedo dejar a mis ovejas a merced de tantos lobos?

Asbag asintió con la cabeza. En ese momento lo comprendió. Los dos razonamientos de Sisnando le hicieron ver que no se debe simplificar. Eran tiempos difíciles, convulsivos, y vivir en paz no era tan fácil para todos.

—¡Ha dejado de llover! —exclamó Sisnando—. ¡Gracias sean dadas a Dios! Creo que mañana podréis continuar vuestro camino.

Los dos obispos abandonaron el toldo y se acercaron hasta el borde de la torre. Se observaba un hermoso paisaje. Desde el margen del río subía un olor a savia y a flores jóvenes. El sol se asomó un momento antes de desaparecer por detrás de las colinas, sembradas de tupidos y umbríos bosques. Una espesa bruma comenzó entonces a descender.

Sisnando puso la mano en el hombro de Asbag, como en un amigable gesto de conciliación, tal vez por la pequeña disputa anterior. Señaló hacia el tupido horizonte y dijo:

—Mira, ¿ves esa niebla venir hacia nosotros? Una vieja leyenda dice que viene de Finisterre, donde termina el mundo. El sol se pierde por allí, y dicen que se apaga en el mar infinito; la bruma es el vapor que se levanta al hervir el agua con el fuego del astro. Deberías ir allí, es un lugar muy especial.

Cesó su ronca voz. El silencio era tan absoluto que podía escucharse el agudo canto de un pájaro y un lejano parloteo en alguna de las calles del burgo.

Sisnando prosiguió:

—Nuestro Señor dijo que el Evangelio llegaría hasta los confines de la tierra. Pues bien, ese momento ha llegado. Ahí tienes el confín de la tierra. A veces… a veces me pregunto si estaremos en el final de este mundo. Dentro de poco más de treinta años se cerrará el milenio… ¿Puede haber más tiempo? Pero el hombre no ha escuchado… «Convertíos, cambiad y creed», se dijo… Pero el hombre no ha querido oír.

Se le quebró la voz y se frotó los ojos con los dedos. Emitió un ruido ronco; era un sollozo. No hubo más palabras. Desde la torre, cada uno se retiró a su dormitorio.

Asbag despertó presintiendo que era ya por la mañana. El aposento que le habían asignado era pequeño y confortable, en el interior de la fortaleza, de manera que ningún rayo de luz exterior podía indicar el amanecer. «¡Hoy mismo estaremos en Santiago!», pensó el obispo, y se regocijó entre las mantas saboreando la proximidad de la ansiada meta. Recordó las vicisitudes que se habían sucedido desde el lejano día que decidió proyectar la peregrinación. Entonces acudieron a su memoria las palabras que el arquitecto Fayic le dijo cuando regresó de La Meca: «En la trama del mundo, la vida del hombre es como un sendero, una gran aventura, que supone un crecimiento hacia lo máximo del ser: una maduración, una unificación, pero al mismo tiempo paradas, crisis y disminuciones». Sintió que, ciertamente, la vida era así, como un camino en pos del sentido último de las cosas; pero en todo caso un camino impredecible, con sus peligros, sus incertidumbres y sus retrasos, en el que el hombre tiene que abrirse paso por sí mismo, tomar decisiones por su cuenta y luchar batallas por su propio brazo. En ese momento se alegró de haber emprendido la peregrinación y de no haberse arredrado cuando se atisbaron los primeros peligros. Sí, la vida no es algo fácil, pensó; y el riesgo de la vida es el ejercicio de la Divina Providencia, frente a la incógnita del futuro incierto e indeterminado. Pero lo que cuenta al fin de la vida es el acto humano, la entrega personal, la libre elección. Nunca se había sentido más él mismo que en aquel momento, erguido y sereno en medio de la vida, midiendo el horizonte con la mirada, examinado cada vereda y escudriñando el paisaje, sintiendo en los ojos el reto de los colores y en el rostro la llamada de los vientos. «Sí, todo hombre debería peregrinar —concluyó—; el arquitecto Fayic tenía razón». Dejó surgir dentro de sí su ser pacificado y alerta, en medio del camino que se define por sus curvas, como el hombre por sus decisiones. En ese momento se arrepintió de las veces que se había dejado llevar por la comodidad, la indecisión y el miedo; y de las veces que se había quejado. «¿Por qué no marcha esto? ¿Por qué nuestros esfuerzos no dan fruto?; el mundo sigue sin cambiar, el Reino de Dios está lejos, a pesar de los mil años transcurridos, y nuestras vidas languidecen en cansada rutina». Quejas que habían sido frecuentes en su vida, que le habían acompañado hasta ahora. Y preguntas que no le habían dejado ser feliz. «¿Dónde están los frutos del Espíritu y el poder de la resurrección? ¿Dónde quedan las promesas de Dios y la garantía de los evangelios y el testimonio de los santos? Y ¿dónde nos deja eso a nosotros en medio de esta vida desolada, incierta, y este triste desierto…? Dios tiene la respuesta».

Asbag recordó entonces la gran tentación de los hombres de todos los tiempos: el deseo de saber lo que va a suceder. La ocupación tan ancestral como moderna de predecir el futuro, en la cándida torpeza de los dados y cartas, en caparazones de tortuga, en las entrañas de animales… Es decir, vaticinar lo que va a hacer Dios con el mundo, y conmigo que estoy en él. La gente quiere saber el futuro para ajustarse a él, para facilitarse la vida. Por eso los astrólogos se permiten elevar cada día más sus honorarios.

El salmo brotó espontáneo en la mente de Asbag: «Señor, muéstrame tus caminos». Era la plegaria fundamental de Israel, el pueblo hecho a vagar peregrinando en el desierto. «Saber, señor, tus caminos —rezó—, para la humanidad y para mí, para la historia de tu pueblo y para la rutina de mi vida, para los grandes acontecimientos y las decisiones diarias. Conocer, Señor, tu mente, conocer tu voluntad en medio de tantas veredas; porque conocer tu voluntad es conocerte a ti y llegar al final del camino».

La puerta de la habitación se abrió, sacándole de su meditación. Apareció Sisnando con una amplia túnica y una lámpara en la mano.

—¡Él sol está ya en lo alto! Creo que por este año la estación lluviosa va a terminar. ¡El camino nos está esperando!

Asbag se levantó de un salto, se envolvió en una manta y salió a ver. Un pálido sol se elevaba por encima de las verdes hojas. Hasta sus primeros rayos despedían calor. Todo era lozano y hermoso. Se comprendía fácilmente que era algo más que una simple pausa en la lluvia.

Ya era más de mediodía y los peregrinos avanzaban por las faldas de las montañas próximas al templo de Santiago, pero aún no se divisaba ningún signo del santuario. Arriba, los pinos eran bastantes más grandes y jamás habían sido tocados por el hombre; había troncos de árboles muertos tirados por allí, y a los lados del sendero los pies se hundían en el negro humus acumulado durante miles de años. Por aquí y por allá crecían pequeñas parcelas de follaje, quejigos, madroños y retama. Los cantos de los peregrinos se elevaban a ratos, disminuían y volvían a elevarse, enardeciendo a las demás voces. En los rostros, junto al cansancio de tantos días, se apreciaban las sonrisas y la emoción por la cercanía de la meta.

A la cabeza de la peregrinación iban Asbag y el obispo Sisnando, pues éste había decidido acompañarles hasta el templo con un buen número de sus caballeros, dado que era el rector del santuario y quiso dar realce a las celebraciones con su presencia.

—Estamos orgullosos del templo —comentó Sisnando—, y de los tesoros que en él se guardan. Los reyes de la cristiandad, ya sea en persona o a través de insignes emisarios, envían joyas, obras de arte y cuantiosos donativos que nos permiten irlo ampliando y mejorando año a año. Desde que fue rescatado por el emperador Carlomagno del poder de los musulmanes, son enviados contingentes de jóvenes caballeros de los reinos cristianos que se turnan para guardarlo y protegerlo. Gracias a eso los normandos no se han atrevido a aparecer por allí.

—Entonces —dijo Asbag—, ¿en estos tiempos de peligros y amenazas podemos confiar en que el templo está seguro?

—¡Nadie se atreverá a poner allí los pies si no es para orar! —aseguró Sisnando con rotundidad—. ¡Dios mismo cuida de él!

El camino torció hacia los matorrales de las laderas de las montañas por una empinada pendiente, en dirección a un elevado monte que estaba aún distante. El sol había cobrado fuerza y hacía calor.

—¡Ah, al fin! —exclamó Sisnando—. Desde aquella montaña, hacia la que nos dirigimos, se divisa ya el santuario.

La fatiga del ascenso ahogó durante un rato los cantos. Se hizo entonces un espeso silencio, roto sólo por el ruido de las pisadas y por los jadeos que arrancaba el esfuerzo a quienes iban a pie.

Más adelante, el camino atravesaba un poblado de pastores. El sol caía a plomo y levantaba un cálido vaho de la tierra húmeda. No se veía a nadie junto a las puertas y sólo algunos animales —bueyes escuálidos, y cabras flacas y enfermas que no valía la pena conservar— vagaban desamparados por los campos.

—¡Qué raro! —murmuró el obispo de Iria—. Esta gente suele salir a saludar a los caminantes. Está todo como desierto…

Más adelante, vieron a unos niños semiocultos en la espesura. Uno de los jinetes se adelantó a preguntar, pero cuando vieron que se dirigía hacia ellos, todos echaron a correr.

Sisnando hizo un gesto de impaciencia que agitó su manto.

—¡Algo está pasando! ¡Apresurémonos hasta lo alto del monte!

Ante ellos, y hasta los primeros árboles, se extendía una franja de terreno cubierta de pastos que surcaba el camino. Alrededor de esta zona, roquedales, zarzales y la tupida vegetación impedían avanzar por otro sitio que no fuera el sendero que ascendía hacia la cumbre. Sisnando espoleó su caballo y se adelantó con la intención de llegar cuanto antes a la cima para observar desde allí. Se oyó entonces un prolongado toque de trompas y luego un feroz griterío, como de hombres furiosos y enloquecidos. Del bosque salieron cientos de guerreros, y los zarzales se agitaron cuando los hombres que en ellos estaban ocultos aparecieron lanzando nubes de dardos y piedras.

—¡Dios! —exclamó Sisnando—. ¡Los vikingos! ¡Sacad armas!

El caballo de Asbag, que no era un animal de guerra, se encabritó sorprendido por el estruendo y Asbag rodó por el suelo, entre el polvo y los cascos de las otras bestias. Como pudo, se arrastró tapándose la cabeza instintivamente. Por encima del escándalo se elevaban algunas voces que parecían provenir de los oficiales, que proferían recriminaciones e inútiles órdenes intentando organizar la defensa. Se oían también los gritos aterrorizados de las mujeres y los relinchos de las mulas, entre el fragor de las armas que chocaban y los golpes secos de las piedras que caían.

La multitud se arremolinaba y movía hacia uno y otro lado; los peregrinos se amparaban los unos en los otros, presas del pánico y la confusión. Los soldados de la escolta intentaban inútilmente penetrar en la espesura para hacer frente a los asaltantes, y la angostura del terreno impedía una visión completa de lo que estaba sucediendo.

Asbag se sentó a horcajadas, y se dio cuenta de que una de sus piernas estaba atorada bajo el cuerpo de su caballo, que había caído y era incapaz de levantarse. Miró a su alrededor. Sisnando estaba todavía a caballo, enarbolando la espada y tratando de organizar a sus hombres, que estaban dudosos y que no podían hacer otra cosa que cubrirse con sus escudos.

Voces gruesas, expertas en emitir órdenes, intentaban aclarar la confusión; pero la lluvia de proyectiles no cesaba.

—¡Marchad camino adelante! —gritó alguien—. ¡Avanzad, corred por el camino!

Asbag miró a su alrededor; se dio cuenta de que había pocas posibilidades de moverse de allí. Pero el tropel de personas y animales empezó a seguir el camino, de manera que tuvo que soportar el pisoteo y los golpes de la estampida que comenzó a pasarle por encima.

Sisnando vio lo que le estaba sucediendo. Le gritó:

—¡Vamos, levántate! ¡Te van a matar!

—¡No puedo! —contestó él angustiado—. ¡Tengo la pierna debajo del caballo!

Sisnando descabalgó entonces y corrió hacia él para socorrerle. Punzó con la espada las ancas del caballo y éste se removió, con lo cual Asbag pudo verse libre y ponerse en pie. Varios caballeros y algunos soldados de la escolta acudieron en ese instante para proteger con sus escudos a los obispos, mientras que los demás hombres armados de la peregrinación se batían ya contra una cantidad innumerable de vikingos.

Asbag estaba casi paralizado en medio del combate, aturdido por el relincho excitado de los caballos, el resonar metálico de las armas, los gritos de los hombres que respondían a la llamada de los jefes y de los alaridos de dolor de los que sufrían heridas. Pero logró guarecerse entre unas rocas cercanas.

Sisnando, en cambio, se abrió paso entre los hombres y se lanzó a combatir con ferocidad. Había perdido su caballo, pero resaltaba por su estatura en medio de la refriega. A muchos de los caballeros les había sucedido lo mismo. Una cosa era luchar en campo abierto contra otra fuerza similar, en la que cada jinete tenía las mismas posibilidades de caer que el adversario; pero otra muy distinta era enfrentarse a una masa desorganizada y convulsiva que surgía en oleadas de la espesura del bosque. En las partes rocosas del terreno, los combatientes se arremolinaban en torno a las piedras más grandes y se les veía caer de los lugares donde se habían encaramado cuando los alcanzaba alguna lanza.

Asbag se acordó entonces de sus peregrinos e intentó ver por encima de la refriega si habían conseguido escapar hacia lo alto del monte. Pero lo que vio terminó de desalentarle. Los guerreros normandos descendían como una plaga desde la cima y hacían presa en los pobres desventurados que escapaban hacia el bosque o buscaban algún lugar donde ponerse a salvo.

—¡Es inútil, son demasiados! —Oyó decir a uno de los oficiales.

—¡No, no desfallezcáis! —les animaba Sisnando.

El fragor de la batalla, el olor a sangre humana que arrastraba el viento y los terribles gritos de agonía de los heridos convertían aquello en una verdadera pesadilla. Asbag sintió por un momento que aquella visión atroz era algo ajeno, irreal. Se echó mano al crucifijo pectoral y se aferró a él hasta hacerse daño, como queriendo escapar en una desgarrada oración de súplica.

Sin embargo, la encendida oposición de los hombres de Sisnando y de la entrenada escolta de guerreros musulmanes empezó a ceder ante la presión feroz de los vikingos, que les superaban con creces. Al cabo, sólo veinticinco o treinta hombres oponían resistencia; agotados, gruñendo, sudando, blasfemando, acuchillando, empujando, jadeando, golpeando y cayendo poco a poco bajo la enfurecida lluvia de hachazos, flechas y pedruscos de los asaltantes.

—¡Rindámonos! —suplicó alguien—. ¡No tenemos nada que hacer!

—¡No! ¡De ninguna manera! —Se opuso enérgicamente Sisnando—. ¡Nos matarían! ¡De todas formas nos matarían!

En ese momento, Asbag vio desde su escondite cómo un puñado de normandos rodeaba al obispo de Iria y le agredía con tremendos golpes por todos los lados. Sisnando se revolvía una y otra vez como un mastín acosado por los lobos, con la cara ensangrentada, dando mandobles a diestro y siniestro con las últimas fuerzas que le quedaban. Hasta que un enorme vikingo de puntiagudo yelmo se abalanzó sobre él y le asestó varios porrazos con una especie de martillo. El obispo se desplomó entonces, como una inmensa torre vencida en sus cimientos.

Los hombres que resistían, al ver caer a su jefe, se desalentaron y aflojaron en su actitud. Algunos retrocedieron e intentaron escapar, otros soltaron las armas y algunos cayeron también bajo los golpes del enemigo.

El estruendo del combate cesó. Y los gritos de júbilo de los normandos se adueñaron del lugar, proferidos en extraña lengua, mientras los fieros atacantes se extendían como fuego a lo largo del claro, sobre los cuerpos de los vencidos.

Asbag estaba temblando, detrás de unas rocas, observando el curso de los acontecimientos. Vio llegar a los jefes de los vikingos y la cruel manera en que fueron apresados los que quedaban vivos, reducidos con palos, patadas y empujones. También vio cómo traían a los pobres e indefensos peregrinos capturados en la espesura adonde habían huido. Luego oyó una voz detrás de sí. Se volvió y alzó la vista. En lo alto de una de las rocas, uno de aquellos guerreros le había descubierto y estaba señalándole con el dedo. Enseguida acudieron varios y le agarraron por todos lados, arrastrándole hasta el claro.

Los cuerpos yacían a lo largo del camino, en las orillas del mismo y en el abierto pastizal donde se había librado la batalla. Los normandos recorrían el escenario del combate de arriba abajo, registrando a las víctimas para quedarse con sus objetos de valor.

Uno de los jefes se fijó en Asbag; observó sus atuendos y no disimuló su alegría, al comprobar que debía de ser alguien importante del grupo de los vencidos. Al momento apareció el que por sus ademanes y aspecto parecía el jefe supremo de todos los demás. Rugió en su metálica lengua normanda, y los soldados aplaudieron y se dieron palmadas en los muslos o golpearon con las armas en los escudos, como felicitándose por las capturas.

Le echaron a Asbag una soga al cuello, con la que enlazaron a otros cautivos, formando una hilera tambaleante que fue conducida a golpes y voces por un sendero que se abría en la espesura, montaña abajo.

—¡Ay, señor obispo! —le dijo llorando una pobre mujer—. ¿Adónde nos lleva esta gente?

Asbag la miró con un gesto de dolor compartido, pero el nudo que se le había hecho en la garganta le impidió articular palabra.

Caminaron durante mucho tiempo, hasta que se hizo de noche. Luego prosiguieron detrás de la fila de antorchas que sus captores agitaban en el aire. No se podía hablar, ni gemir, ni quejarse, porque el que lo hacía recibía inmediatamente una paliza. De manera que anduvieron, renqueando y tambaleándose, en el silencio de la noche, por lúgubres y húmedas veredas del obscuro bosque.