Córdoba, año 967
El verano de Córdoba era sofocante; impregnado durante el día por el calor de las piedras que el sol azotaba y dominado en sus noches por el vaho cálido del Guadalquivir. Pero el aroma de los jazmines aliado con el impetuoso perfume de los arrayanes se apoderaba del aire tórrido e inmóvil, bajo un limpio y obscuro firmamento poblado de brillantes estrellas.
Desde su torre de los alcázares, Abuámir contemplaba la luna llena, que se elevaba majestuosa y proyectaba su rostro plateado en el nocturno espejo del río. En el interior de los muros, los candiles de aceite que daban luz a las esquinas de los barrios nobles de Córdoba dibujaban un tortuoso laberinto de callejuelas y plazas, de donde se elevaban columnas de humos cargados de apetitosos olores a carnes asadas, especias, buñuelos y fritos; y un denso murmullo de conversaciones y lejanas risas se confundía con el frenético canto de grillos y chicharras y con el croar de la infinidad de ranas repartidas por los múltiples estanques de los jardines.
Abuámir hinchó su pecho y quiso adueñarse en una única y honda inspiración del delicioso ambiente de aquella noche. Luego suspiró feliz, y una profunda laxitud de satisfacción le invadió de pies a cabeza.
La reciente confirmación en su cargo, con plenos poderes y confianza, hecha por el propio califa en su palacio de Zahra, delante del gran visir, le hacían subir vertiginosamente un montón de peldaños más en su afortunada carrera. Ahora no era ya un mero administrador de bienes o un amo de llaves de los alcázares de Córdoba, sino que la propia familia del Príncipe de los Creyentes le había sido encomendada; convirtiéndose, sin ser un esclavo eunuco, en un gran chambelán de la corte, que a partir de ahora podría entrar y salir libremente en Zahra para acompañar a los príncipes.
Estaban, eso sí, los envidiosos Chawdar y al-Nizami; y flotaba en el aire la advertencia de al-Mosafi. Pero, si desde aquel momento quedaban inhabilitados para ir a los alcázares, ¿por qué había de temerlos? Decidió ser prudente y no perder de vista a sus dos feroces enemigos; pero no estaba dispuesto a que ese difuso nubarrón obscuro le aguase la dulce satisfacción de verse momentáneamente, por sus méritos y por la misteriosa magia del destino, encumbrado a la cúspide de sus sueños.
Y estaba Subh, cuya presencia próxima, y ahora accesible, le hacía estremecerse, al pensar que podría mirarla directamente cuando lo quisiera, hablar con ella, servirla; sin más requisito que golpear la dorada aldaba de la puerta del palacete y pasar al interior como el único mayordomo de las privadas estancias.
Parecía que todo aquello se lo estaba diciendo a la luna, cuando instintivamente bajó la mirada hacia el patio de las enredaderas, justo debajo de la torre. La puerta Dorada estaba entreabierta, y una tibia luz salía de su interior; Abuámir fijó su atención. Su vista se hizo entonces a la azulada penumbra de la noche. Alguien estaba en el patio, junto al surtidor. Era Subh. La joven introducía delicadamente su mano en la pulida taza de mármol de la fuente y jugueteaba con los pétalos de rosa que flotaban en la superficie del agua. Luego se llevó la palma mojada a la frente, al cuello, a las mejillas y finalmente a la nuca. Hacía calor allí abajo, en el pequeño patio cerrado por todas partes por altos muros cubiertos de espesa hiedra; Abuámir reparó en ello. El tradicional celo por preservar las estancias interiores convertía el centro del palacio en el núcleo de un complejo laberinto, hermoso en su conjunto, pero sin vistas exteriores; algo agobiante.
En ese momento tomó conciencia de la situación de la princesa. Había pasado de un encierro a otro, de una dorada jaula a la otra. ¿Cuánto tiempo haría que aquella criatura no contemplaba el horizonte? Porque cualquier traslado lo efectuaban en la hermética reserva de una litera cerrada por toldos a la vista del exterior. Y cuando llegó a los alcázares, la pobre no vio otra cosa que la multitud de la plaza y las elevadas paredes de los suntuosos edificios cordobeses.
No obstante, la vista desde la torre era maravillosa: los brillantes tejados, las recortadas hileras de almenas, las palmeras abiertas a la noche desde el corazón de los patios, el río plateado con el majestuoso puente volando sobre él, la fértil y serena vega cubierta de mieses, las montañas lejanas, obscuras… y el encanto del verano que reinaba en la ciudad, alargando las veladas y llenándolas de canciones y poesía.
Subh seguía abajo, en el umbrío patio de las enredaderas, iluminada tan sólo por la delgada línea de claridad que se colaba por entre las hojas de la puerta Dorada. Visto desde la altura, a Abuámir aquello le pareció un pozo, y sintió un irrefrenable deseo de sacarla de allí. Obedeció a su corazón y corrió por el obscuro túnel de caracol hacia el fondo de la torre. Al final se atravesaba una pequeña galería justo antes de salir al patio.
—¡Ah! —exclamó ella, sobresaltada—. ¿Quién está ahí?
—No te asustes, sayida —respondió él—, soy yo.
—¿Qué… qué pasa? —preguntó ella con cierta prevención.
—Oh, nada. Te vi desde la torre y bajé por si necesitabas alguna cosa.
—Bueno…, hacía calor dentro y me acordé de la fuente… Pero ya me marchaba…
—Aquí apenas corre el aire —se apresuró a decir él—. Pero arriba, en la torre, a estas horas corre una brisa fresca. Deberías subir y respirar un poco antes de irte a dormir.
—¿A… arriba?
—Sí. La vista es maravillosa. Desde allí se domina toda Córdoba. La luna está preciosa hoy; pero aquí no se ve, porque la tapan las torres. ¡Vamos! La escalera es estrecha, pero merece la pena.
—¡Oh! No sé si… No tengo permitido abandonar el palacete…
—¿Permitido? ¿Aquí, en tu propia residencia? Todos los que estamos dentro de estos muros somos tus servidores. Puedes ir adonde quieras y cuando quieras; es tu casa… Nadie va a decirte nada.
Subh se quedó pensativa. Miró hacia lo alto de la torre y preguntó:
—¿Podrá verme alguien allí arriba?
—¡De ninguna manera! ¿No ves lo alto que está? Nadie puede distinguir una cara en la noche y a tanta distancia.
—¡Bien, vayamos! —dijo ella con resolución.
Abuámir descolgó una lamparilla que se encontraba al principio de la escalera y dijo:
—Con tu permiso, yo iré delante. Cuidado con los peldaños; se estrechan hacia el eje interior de la escalera.
Abuámir fue subiendo despacio, alumbrando detrás de sí a la princesa, cuyo rostro dibujaba un sonriente gesto de audacia aventurera, casi infantil.
—¡Uf! —Se quejó a mitad de camino—. ¿Falta mucho?
—Dame la mano —dijo él, extendiendo el brazo hacia ella—. Un poco más y ya estamos.
La princesa, afanada en la fatigosa ascensión, alargó mecánicamente su mano hacia Abuámir; éste la agarró y tiró de ella, sintiendo unos delicados y sudorosos dedos entre los suyos.
—¡Bueno, ya hemos llegado! —dijo al subir el último peldaño—. Verás cómo te alegras.
Un suave y fresco vientecillo les envolvió al llegar a la plataforma, en contraste con el calor del esfuerzo en la estrecha y cerrada escalera. Todavía de la mano, avanzaron hacia las almenas.
El soberbio espectáculo se desveló de repente ante sus ojos: los tejados de los palacios bañados por la luz azulada de la luna llena, las callejuelas tortuosas con sus candiles de dorado resplandor, las hileras de murallas, los minaretes de la mezquita mayor, el Guadalquivir y, más allá, las estrellas lejanísimas que casi tocaban el obscuro horizonte.
—¡Oh! ¡Es… maravilloso! —exclamó Subh jadeando aún.
—Ya te lo dije —comentó Abuámir con satisfacción. Él le mostró desde lo alto toda la ciudad. Señaló los principales palacios, las calles, las plazas, las mezquitas y los baños; le describió las costumbres, las fiestas y los mercados; la vida de los cordobeses con su día a día, con sus soldados, sus comerciantes, sus ricos, sus pobres, sus nobles, sus plebeyos, sus ancianos y sus niños.
Ella, con la mirada perdida en la contemplación, lo escuchaba todo extasiada, como si un nuevo y fantástico mundo se desplegara ahora ante sus ojos.
Abuámir, en cambio, la miraba sólo a ella. Le hablaba cada vez más cerca, con un tono cálido y susurrante, pero no fingido. Estaba ya tan próximo que percibía el perfume de su piel y el calor de su cuerpo. Se estremeció al notar que un mechón del dorado cabello le rozó el rostro movido por el aire.
Tuvo que cerrar los ojos para no sucumbir a la tentación de adelantar las manos hacia ella para abrazarla. Olvidó de inmediato lo que estaba diciendo y se quedó inmóvil y mudo, como si de repente estuviera embrujado, concentrado sólo en la proximidad de aquella criatura, cuya mano estaba todavía sujeta a la suya, como un mágico conducto que les unía.
—¡Ah! ¡Ja, ja, ja! —Rio Subh repentinamente.
—¡Eh…! ¿Qué…? —Él abrió los ojos, sobresaltado.
—¡Que te duermes, hombre! —le dijo ella.
—Ah… no. Pensaba en una poesía.
—¿Una poesía? —dijo ella, divertida—. ¿Puedes recitármela?
Abuámir se concentró entonces en una flauta que destacaba entre los instrumentos que enviaban lejanas melodías desde los patios de la ciudad. Comenzó a recitar:
Mi alma se echa a volar, entre cipreses y mirtos.
Mi alma es una paloma.
La veo en el alféizar de tu ventana contigo.
Mi alma es una paloma.
Si ella te tiene, ¿por qué yo estoy solo conmigo?
Mi alma es una paloma.
Te busca y siempre te encuentra, entre almendros y olivos.
Mi alma es una paloma.
Si ella te sabe hallar, ¿por qué yo me encuentro conmigo?
Mi alma es una paloma.
Subh le dirigió una larga mirada, pero no pronunció ni una palabra y se volvió hacia el lejano panorama de la noche, como sumida en sus pensamientos. Luego se mordió los labios y un reguero de lágrimas se descolgó desde sus ojos.
—¡Oh, sayida, te he puesto triste! —se disculpó Abuámir—. Perdóname.
—No… no es nada —dijo ella—. Lo que has recitado es muy hermoso… Se trata sólo de eso…
Abuámir se hizo de nuevo consciente de la mano de Subh, que estaba entre las suyas. Entonces, impulsado por un sentimiento de deseo y ternura a la vez, se llevó la mano de la princesa a los labios y los posó en ella, besándola suavemente por un momento.
Luego alzó la vista y creyó descubrir en su mirada una ternura que le sorprendió; pero, de repente, ella se apartó diciendo con voz aterrorizada:
—¡Es muy tarde ya! Volvamos abajo.
Abuámir descolgó el candil. Los dos, en silencio, emprendieron la bajada por la escalera de la torre. Por el camino, él iba sumido en la confusión, enojado consigo mismo por no haber podido dominarse. Las dudas acudían a su mente y temió haberlo echado todo a perder.
Ya en el patio de las enredaderas, sostuvo la lámpara para que Subh no tropezase en su camino hacia la puerta. No cruzaron ninguna palabra más y el portón se cerró detrás de ella. Abuámir se quedó allí, como paralizado, escuchando sus miedos.
Pero la puerta Dorada se abrió otra vez, y ella apareció corriendo hacia él por el patio. Cuando estuvo a su altura, sonrió y le dijo:
—Gracias, Amir, muchas gracias. Luego volvió sobre sus propios pasos y desapareció definitivamente detrás de la puerta Dorada.
Abuámir se sorprendió, y llevado por sus pies volvió hacia la escalera de caracol, cuyos escalones subió de dos en dos. Arriba de nuevo, en la torre, extendió los brazos lleno de felicidad, como si quisiera abrazar aquella noche. Y sintió dentro de sí: «¡Gracias, Amir, gracias, Amir, Amir, Amir…!»; palabras que se repetían como en un eco. Y cayó en la cuenta de que nunca le habían llamado así.