Capítulo 39

Camino de Iria, año 967

Más de una jornada de camino transcurrió por la llamada «tierra de nadie»; una sombría y triste región que se extendía hasta la frontera de Galicia. Las montañas del interior eran abruptas y estaban sembradas de peligros, por lo que decidieron seguir la ruta del oeste, hacia Coimbra, para después continuar hasta Porto e ir bordeando la costa por una conocida carretera que protegían los condes de Portucale.

Los días de camino fueron entonces hermosos. El aire, fresco y estimulante, cargado de aromas de bosque, se aliaba con la cercana brisa del mar. Estuvieron encantados de atravesar tierras tan distintas y de detenerse en pueblos de costumbres tan diferentes, por lo que los peregrinos empezaron ya a sentir la emoción de la proximidad de su meta. En realidad estaban ya cerca, puesto que Iria distaba de Porto apenas una decena de jornadas de camino, y el trayecto de Iria al templo del apóstol podía cubrirse en una jornada.

Pero un día después de cruzar el río Duero, empezó a llover fuertemente y de forma ininterrumpida. Avanzaron lentamente bajo el aguacero, empapados, y por caminos encharcados que dificultaban los movimientos de los hombres a pie, los caballos y bestias de carga; hasta que no tuvieron más remedio que detenerse, pues la marcha resultaba ya excesivamente penosa.

Efectuaron la parada junto al río Lima, frente a la ciudadela fortificada, cuyos habitantes, hoscos y recelosos, se negaron a abrirles las puertas de sus muros para que se alojaran en el interior, puesto que desconfiaban de los musulmanes armados que servían de escolta a la peregrinación.

Por consiguiente, tuvieron que montar el campamento junto a la cabecera del gran puente de piedra que se elevaba sobre el turbulento y caudaloso río.

Amparados bajo la lona de la tienda, Asbag, el arcediano y Juan compartían la cena, mientras la lluvia golpeteaba en el exterior y una densa humedad se colaba por las rendijas creando un ambiente frío y desagradable. El arcediano, arropado con una gruesa manta, comentó tiritando:

—Me pregunto cuándo llegara aquí el verano… Quiero decir que, para ser ya casi finales de mayo, no parece siquiera primavera.

Juan se encogió de hombros.

—Bueno, el norte es el norte. Mientras encontremos lluvia y barro… Lo malo sería encontrarse normandos.

—El capitán se adelantó esta tarde con algunos de sus hombres —observó Asbag—. Al parecer la invasión de los vikingos tuvo lugar el pasado verano, según le dijeron los lugareños; pero fue más al norte, en las rías.

—¿Falta mucho para llegar a esas rías? —preguntó el arcediano.

—Poco, muy poco —respondió Asbag—; apenas falta una jornada para alcanzar la desembocadura del Miño y, en fin, en los territorios de más arriba es donde puede haber algún peligro.

—¡Oh, que Santiago nos valga! —exclamó el arcediano.

—Bueno, bueno —dijo Asbag—, confiemos en la Providencia; Dios no nos abandonará. Además, el hecho de que el año pasado se produjera una incursión de normandos no significa que este año tengan que regresar necesariamente.

—¡Ay, que Dios le oiga! —Rezó el arcediano.

Durante aquella noche llovió, pero antes de amanecer cesó el martilleo en las lonas. De madrugada, cuando iniciaron la marcha, flotaba a unos palmos del suelo una neblina fría, y los peregrinos parecían una extraña fila de fantasmas desplazándose por el camino que se abría entre helechos y arbustos que brotaban de los andrajos de bruma. Pero a mediodía lució el sol, cayendo finísimo y brillante, como cintas de luz que descendían desde los claros de los tupidos árboles. Todo estaba silencioso y cargado de misterio. Los monjes y los capellanes iniciaron entonces sus cánticos, y el entusiasmo retornó a los peregrinos.

Llegaron frente al río Miño y divisaron la ciudad amurallada de Valenca, que era entonces un pequeño burgo concentrado en lo alto de un cerro frontero al estuario del río. El sol brillaba en un cielo magnífico, sin una nube.

Cruzar el río fue una experiencia espectacular, en grandes balsas de troncos, sobre una agua helada y transparente que corría hacia el océano, mostrando en el fondo enormes y obscuros peces.

En los transbordadores interrogaron a los barqueros acerca de los machus. Los rudos hombres del río se hicieron cruces y se les dibujó el terror en el rostro. No obstante, dado lo avanzado de la estación primaveral, confiaban en que las temidas incursiones no se produjeran esta temporada; aunque nunca se podía predecir la actuación de los fieros navegantes del norte. Narraron las tropelías del anterior verano y señalaron con el dedo los lugares donde habían recalado sus naves, así como las lejanas montañas por donde habían desaparecido en busca de los núcleos de población, para arrasar y saquear cuanto encontraban a su paso.

En la otra orilla del Miño, frente al río y coronando un elevado promontorio, se veía el fuertemente guarnecido burgo de Tuy.

Al divisar a lo lejos la fila de peregrinos, precedida por el contingente de hombres a caballo, los pastores que apacentaban a sus rebaños de cabras y los hortelanos que laboreaban los huertos cercanos corrieron despavoridos a refugiarse dentro de los muros de la ciudad. Inmediatamente, las campanas empezaron a repicar llamando a rebato, y pronto apareció una fila de hombres que se distinguían a lo lejos corriendo por las almenas y las torres para ocupar los puestos defensivos.

Cuando llegaron frente a la barbacana, las puertas de la ciudad estaban cerradas a cal y canto, y una amenazadora hilera de arqueros apostados sobre las murallas guarnecía el área que cubría el alcance de sus flechas.

—¡Alto! —ordenó el capitán Manum—. Hay que detenerse a una distancia prudencial. Esta gente esta pertrechada y en guardia.

—¡Hay que identificarse! —le gritó Asbag desde el medio de la fila—. Según los mapas y la información que llevamos, en Tuy reside un obispo. Cuando conozca quiénes somos y la finalidad de nuestro viaje, nos recibirá.

—Sí —respondió Manum—, pero primeramente hay que aproximarse para manifestar nuestras intenciones. Lo mejor es que lo haga alguien que no esté armado y que vaya provisto de una tela blanca.

—Yo iré —dijo Asbag.

El obispo se cubrió con las vestiduras litúrgicas y se hizo acompañar por dos monjes, revestidos también con sus cogullas monacales. Los tres enfilaron el camino que ascendía hacia la puerta principal de la muralla, enarbolando cada uno un pedazo de blanca tela atado a un palo. Arriba, los defensores de Tuy los dejaron acercarse sin decir nada.

Ego, Cordubae Episcopus! —les gritó Asbag desde el pie de la muralla.

En la torre principal de la barbacana, los oficiales que parecían estar al frente de la defensa intercambiaron algunas palabras entre ellos.

Ego, Episcopus! —insistió Asbag.

Aquellos hombres parecieron entenderle entonces, y uno de ellos desapareció aprisa por detrás de la muralla, mientras otro le hacía señas a Asbag de que esperase un momento.

Enseguida apareció arriba el obispo de la ciudad, tocado con la mitra y acompañado por sus sacerdotes. Asbag y él intercambiaron varias frases en latín que bastaron para que inmediatamente llegaran a un entendimiento. Al momento, se oyeron caer las pesadas aldabas y la puerta se abrió emitiendo un bronco chirrido. Asbag descabalgó y se aproximó a paso quedo. En el otro lado apareció el obispo de Tuy con los brazos abiertos, exclamando:

—¡Bienvenidos, hermanos! ¡Sed bienvenidos a Tuy!

La acogida no pudo ser más calurosa. Un vez que todos los peregrinos hubieron entrado en la ciudad, se celebraron misas, se intercambiaron regalos, se cantaron coplas y un bullicioso ambiente de fiesta se apoderó del burgo. En el centro de la plaza se encendieron grandes hogueras donde se asaron las carnes de varios carneros sacrificados al efecto; corrió el vino y dispuso los cuerpos para las danzas, que uno y otro grupo de personas alternaron para mostrarse mutuamente sus costumbres de regocijo.

Pero los que iban a la cabeza de la peregrinación, esto es, Asbag, el arcediano, Juan aben-Walid y el capitán Manum, fueron invitados a una recepción en el palacio del obispo donde intercambiaron saludos y primeras impresiones, tras las cuales pasaron a compartir la mesa en un austero pero cálido refectorio.

El obispo de Tuy se llamaba Viliulfo y era un hombre vigoroso, de unos cincuenta años, tupido pelo grisáceo e importante ceño sobre unos vivos ojos claros que, a pesar de su inconfundible aspecto de natural norteño, se comunicaba con gran abundancia de gestos y palabras, más propios de la gente del sur. Pellizcaba la hogaza de pan con avidez y rebañaba con grandes trozos las salsas de los cuencos, acompañando cada bocado con largos y sonoros tragos del blanco tazón donde le escanciaban vino con frecuencia.

—Pues sois la primera peregrinación que llega desde tierras de moros —dijo entre bocado y bocado—. Bueno… algunos sueltos han pasado por aquí…, pero más de un centenar, así, de golpe…

—¿Pasan muchos peregrinos? —le preguntó Asbag.

—Más habían de pasar —respondió el obispo Viliulfo—. Bueno, quiero decir que sí, que sí pasan abundantemente; pero que si las circunstancias fueran más favorables vendrían más.

—¿Más favorables…? —preguntó el arcediano.

—Hay peligros —respondió arrugando el entrecejo y achicando uno de sus brillantes ojos—. Por ejemplo, antes venían peregrinos desde las islas de la Gran Bretaña; gente ilustre, príncipes, grandes duques, abades y damas importantes… también gente sencilla de los campos y las ciudades. Desembarcaban en la ría de Arosa y se acercaban con gran devoción hacia el Campus Stellae. Pero ya vienen pocos de ésos.

—¿Por qué? —le preguntó Asbag.

—¡Ah! —respondió asestando un golpe con el puño en la mesa—. ¡Por culpa de los endiablados vikingos!

Todos se callaron, sumidos en un silencio lleno de preocupación.

—Pero ¿son tan terribles como dicen? —le preguntó Asbag.

—A todos los pueblos les gusta fabricar leyendas —respondió Viliulfo—, pero puedo asegurar que esto es verdad y que los habitantes de esta región no han inventado nada. El año pasado, cuando empezaron a remitir las lluvias y todo el mundo se aprestaba a recoger las cosechas, se presentaron como el mismísimo demonio a los pies del monte Tecla; y desde allí emprendieron una feroz orgía de sangre y fuego por toda la comarca. Gracias a Dios, nosotros nos libramos; porque estas murallas, ya lo habéis visto, son casi inexpugnables. Pero en los demás sitios fue algo espantoso: quien no pudo escapar y ocultarse en los bosques cayó en sus manos y… podéis imaginar lo peor de lo peor… Cuando zarparon de nuevo y desaparecieron en el océano, yo mismo recorrí la zona. No habían respetado nada, ni lo humano ni lo divino: gente mutilada, abierta en canal como reses, abrasada en sus propias cabañas, iglesias quemadas…

—¡Oh, Dios mío! —exclamó el arcediano llevándose las manos a la cabeza.

—¿Y qué se puede hacer frente a esa plaga maligna? —le preguntó Asbag.

—¡Ah! —respondió Viliulfo mirando al cielo—. Nuestra tierra vive atormentada por las invasiones. A principios de este siglo se alternaban normandos y sarracenos. Mi antecesor, el obispo Naustio, tuvo que retirarse a vivir al monasterio de San Cristóbal de Labruxe, ya en territorio portugués. Durante treinta años esto estuvo abandonado, porque nadie se atrevía a exponerse al peligro. Luego, hace ahora veinte años, el obispo se trasladó a Iria, porque la ciudad empezó a restaurarse. Hemos tenido quince años de paz desde que yo regresé a ocupar la sede; rehicimos las murallas y establecimos todo tipo de vigilancia en las costas, las rías y el estuario. Nadie pisa la región sin que suenen las campanas. Pero, últimamente, esos malditos han regresado. El verano pasado se quedaron con las ganas de echarnos mano y éste… ¡Dios nos proteja!

—¿Entonces teméis que puedan regresar? —preguntó Asbag.

—Eso es algo que nadie puede saber. Comprenderéis que su mejor aliado es la sorpresa. Es… como el juicio final: nadie sabe el día ni la hora… Por eso vivimos en constante alarma.

—¿Y nosotros? ¿Qué podemos hacer? —le preguntó preocupado Asbag.

—Lo siento, hermano —respondió Viliulfo llevándose las manos al pecho y con expresión sombría—, pero no me atrevo a aconsejarte en este tema. Habéis realizado un largo viaje hasta aquí; y estáis ya a las puertas del sepulcro del apóstol. Si os dijera que no hay peligro mentiría; los vikingos son una sombra que nunca se disipa…

—¿Entonces…?

Viliulfo se encogió de hombros y miró al cielo.

—Pero… vinieron el pasado año —insistió Asbag—; tal vez éste cuenten con que todos están prevenidos y elijan otro lugar…

—O tal vez cuenten con que suponemos que no han de venir —observó Viliulfo.

—Bien —dijo Asbag—, hemos llegado hasta aquí y no vamos a volvernos por una mera posibilidad. Ya discutimos acerca de esto en Mérida y decidimos encomendarnos a Santiago y seguir nuestro camino. Pero, dime, ¿qué camino es el menos peligroso?

—Os aconsejo ir directamente a Iria, lo más rápidamente posible; es la plaza mejor protegida. Desde allí se llega al templo del apóstol en poco tiempo.

—Así lo haremos —dijo Asbag con decisión—. Nos pondremos en camino mañana mismo. Confiemos en Dios. Sería demasiada mala fortuna que precisamente cuando nos quedan apenas cuatro jornadas fuéramos a encontrarnos con los machus.