Capítulo 35

Córdoba, año 967

Era el Domingo de Resurrección en Córdoba y las campanas repicaban por encima de la ciudad llamando a las misas de alba, que se habían anticipado a causa de la partida de la peregrinación. La celebración de la vigilia pascual había sido presidida por el obispo, con la asistencia de los peregrinos que habían de partir esa misma madrugada, y ahora sólo quedaba aguardar a que la masa de viajeros fuera concentrándose en la gran plaza de al-Dchamí, frente a la mezquita mayor, para iniciar la marcha que se había fijado para antes del amanecer.

Los primeros en llegar fueron los soldados de la escolta que el gran visir al-Mosafi había cedido generosamente al obispo Asbag, como premio a sus servicios prestados al califa. Eran en total doscientos cincuenta hombres de la guardia especial de Zahra, aguerridos guerreros preparados para acompañar al soberano o a los visires en sus desplazamientos; una inestimable protección frente a las bandas de salteadores de caminos y los desalmados señores de algunas zonas montañosas que extorsionaban a los que atravesaban sus dominios. Al frente de la escolta iba Manum, un eslavo liberto.

Era una preciosa madrugada de primavera, y la luna llena presidía aún en el cielo, arrancando reflejos azulados a las torres y los tejados. Un denso murmullo de voces y un cada vez más intenso crepitar de cascos de caballerías se fueron adueñando de la ciudad. Estuvieron llegando las recuas de asnos cargados, los habitantes de las aldeas, los ermitaños, los mozárabes de los rafales exteriores, los cristianos del norte que se habían asociado al califato y vivían en los campamentos de mercenarios, los penitentes, familias enteras de miembros de la comunidad, sacerdotes, diáconos, acólitos y monjas. Acudió también un nutrido grupo de monjes del monasterio de San Esteban, cuya entrada en la plaza fue espectacular, pues llegaron acompañados de la ingente fila de sus compañeros, revestidos todos con las bordadas cogullas de fiesta, con las que habían permanecido en vigilia de oración desde que finalizara la liturgia. Los cantos de la salmodia, los sahumerios y los rezos fueron caldeando el ambiente de emoción y piedad que envolvía a los peregrinos.

Por fin, apareció por la calle que daba al barrio cristiano el obispo Asbag con el arcediano, sus vicarios y sus sacerdotes. Entraron en la plaza a pie, para acentuar el sentido de humildad y penitencia de la peregrinación. El prelado vestía sobrepelliz, racional de fiesta dorado y píleo de fieltro rojo, y sus acompañantes casullas blancas de seda, con coloridos bordados; toda una exhibición de vestimenta ceremonial adecuada para el día más encumbrado de los cristianos, pero totalmente inapropiada para un viaje, por lo que hubieron de cambiarse antes de subir a las cabalgaduras. No obstante, primero hubo plegarias, rogativas y bendiciones, en un emotivo acto de acción de gracias porque había llegado el ansiado momento de emprender la peregrinación al templo del apóstol Santiago.

Solamente una cosa lamentó Asbag: que no pudiera ir con él el bondadoso cadí de los cristianos, su otras veces compañero de viaje Walid, quien, debido a su edad principalmente y a la dureza del pasado invierno, sufría dolores y achaques que le impedían embarcarse en una empresa tan fatigosa. En la misma plaza, una vez finalizadas las oraciones, Asbag y el juez se abrazaron con afecto, y el bueno de Walid no pudo reprimir las lágrimas. Pero, con voz quebrada por la emoción, le encomendó allí mismo al obispo a su hijo Juan, el más pequeño de los varones.

—Ésta… ésta era la ilusión de mi vejez —dijo el cadí Walid—. Pero el Señor no ha querido que la cumpla. Peregrinaré al templo del apóstol con mi corazón… Y ahí tienes a Juan, querido obispo, para que te sirva en mi nombre. Y, en cierta manera, será como si una parte de mí viajara con vosotros.

Se pusieron en marcha dos horas antes de la salida del sol. Salieron por el extremo septentrional de las fortificaciones, bordearon los caminos de Zahra avanzando entre las huertas y emprendieron el serpenteante camino de las sierras. Desde la puerta de la ciudad, los cristianos cordobeses que se quedaron vieron la fila de antorchas perderse por entre los altozanos, las encinas y las jaras, mientras la distancia ahogaba los cantos y las letanías que invocaban el auxilio divino y la protección de los santos.

Resultaba extraordinario viajar por Alándalus en primavera. Las flores se abrían a los lados del camino y perfumaban el aire con aromas dulces elevados por el vaho del mediodía; los lirios crecían junto a los arroyos y los cardos exhibían sus moradas coronas. Cuando dejaron los intrincados parajes de la sierra, la caravana se extendía a lo largo de la ruta. Los soldados iban en cabeza, seguidos de los peregrinos que se entretenían hablando de mil cosas, bien en lengua cristiana, bien en la lengua árabe que todos hablaban correctamente. El camino culebreaba por los campos donde los trigos se empezaban a dorar y ondulaban suavemente bajo la brisa de la tarde, o discurría recto e interminable en la dirección de la puesta del sol, donde el horizonte se perdía por las ascuas del crepúsculo.

A medida que avanzaban, los hombres, mujeres y niños de los pueblos próximos al camino salían del cobijo de los muros y se precipitaban hacia la carretera para ver pasar a los viajeros: el paso de las caravanas, especialmente una tan variopinta como ésta, constituía el mejor entretenimiento después del obscuro e inmóvil invierno.

Antes de que terminara la décima jornada del viaje, se detuvieron en un pequeño alto desde donde se dominaba Mérida y el curso lento del río Guadiana que centelleaba al sol como una gigantesca serpiente de plata. A lo lejos, cerca de sus ribazos, podían distinguirse algunas casas de tierra y, elevado sobre el río, majestuoso, el gran puente de piedra que levantaron los romanos hacía ahora mil años.

Avisado por los mensajeros que los precedían, a las puertas de Mérida salió a recibirles el arzobispo de la metrópoli Valero aben-Gregorio, que puso su casa a disposición de Asbag y se ofreció a los peregrinos para todo aquello que pudieran necesitar de él.

Mientras los peregrinos improvisaban el campamento en la orilla del río, el capitán de la escolta, Asbag, el arcediano y el joven Juan aben-Walid se internaron por las calles que llevaban al corazón de la ciudad, siguiendo al arzobispo, que les condujo hacia un promontorio coronado por los muros de ladrillo de la fortaleza donde residía el emir de Mérida, ante quien debían comparecer para presentar sus respetos.

Un tímido sol de última hora iluminaba la pequeña sala de audiencias del visir a través de los arcos de las ventanas. Era una casa elegante, casi un palacete, construida por el gobernador anterior, a quien al-Nasir había mandado ejecutar por ser partidario del califa de Bagdad. El actual gobernador, llamado Abul Yahwar, era pariente directo del anterior califa de Córdoba y por tanto tío de Alhaquen. Su aspecto era el de alguien que debería haber dejado ya el gobierno a uno de sus hijos; anciano, sordo y dominado por el tembleque, convirtió la recepción en una aburrida repetición de las explicaciones, dadas a voz en cuello para que pudiera enterarse. Asbag se dio cuenta de que el viejo noble tenía todos los prejuicios de su raza contra los cristianos peninsulares, porque se limitó a un mero intercambio de frases de cortesía y no les ofreció otras facilidades que las elementales de pernoctar y circular por su territorio. Cuando, a duras penas, el visir se enteró de hacia dónde iban y la finalidad de su viaje, los despidió sin más y se retiró a sus aposentos.

Menos mal que el mayor de sus hijos, un sesentón llamado Abenyahwar, era quien se ocupaba de hecho de los asuntos del gobierno, aunque su padre no consentía en cederle su título.

Abenyahwar se quedó con ellos en la sala, una vez que su anciano padre se hubo retirado, y les puso al corriente de una serie de informaciones llegadas recientemente desde el norte.

—Disculpad a mi padre —dijo el hijo del visir—; los años pesan sobre él. He creído conveniente advertiros acerca de algunos sucesos que acaecen en los territorios que vais a atravesar, ya que los límites del reino que se extienden hasta Galicia están bajo el gobierno directo de mi padre en nombre del Príncipe de los Creyentes.

—Que Dios pague tu deferencia —respondió Asbag agradecido—. Somos todo oídos.

—Pues bien —prosiguió Abenyahwar—. Si yo me encontrara en vuestro lugar abandonaría inmediatamente la idea de ir a los lugares santos de los cristianos de Iria.

Hubo una pausa. Los peregrinos mozárabes se miraron entre sí extrañados. Abenyahwar prosiguió:

—Las malas noticias viajan deprisa.

—¿Noticias? —dijo Asbag sin ocultar su impaciencia.

—Sí, malas noticias —respondió el hijo del visir—. Hace pocas semanas que hemos recibido informes de nuestros generales del norte. Los machus han vuelto a sus correrías. Hacía cuarenta años que permanecían en el lejano silencio de sus fríos países; pero, nadie sabe por qué, su sombra se ha despertado esta primavera y se cierne como un terrorífico fantasma sobre Galicia.

Por un momento Abenyahwar calló; pareció que el acuciante fantasma había tomado forma. Todos habían oído hablar de los machus, los normandos daneses; vikingos brutales y sanguinarios que durante siglos aparecían esporádicamente para asolar las costas de Europa. Llegaban en grupos de doce navíos portando cada uno un centenar o más de feroces gigantes rubios de heladora mirada gris, que se adentraban por todos los ríos que desembocaban en los mares que se comunican con el océano Atlántico, incluido el Mediterráneo. Practicaban incursiones fulminantes que sembraban el terror y el pánico en cualquier reino. Toda resistencia era abatida por los incendios y los asesinatos. Acerca de ellos circulaban las historias y las leyendas más aterradoras que un niño podía escuchar cuando, sentado junto al fuego en las noches largas del invierno, los mayores le narraban los sucesos entremezclando la realidad y la fantasía.

Alzando los ojos desilusionado, Asbag dijo en voz baja:

—Dios mío, qué fatalidad.

—Pero llevamos una buena escolta —repuso el capitán—; hombres de la guardia personal del califa, expertos y entrenados frente a cualquier enemigo.

—¿Cuántos? —preguntó Abenyahwar.

—Doscientos cincuenta —respondió el oficial Manum—; lo mejor de lo mejor. Ellos solos se bastarían contra un ejército.

—Sí, frente a bandidos de las sierras —replicó Abenyahwar—, o frente a un regimiento de soldados pueblerinos con armas hechas en casa… Pero los machus son otra cosa. Son expertos saqueadores, conscientes de su fuerza y del temor que infunden; se amparan en la sorpresa, cuyo momento aguardan en la espesura de los bosques; sus movimientos son rápidos y certeros, su eficacia fulminante. Sólo quieren las riquezas móviles: tesoros, ganados, hombres y, de forma especial, mujeres, para convertirlas en esclavas en sus reinos de hielo. Creedme, se necesitaría un ejército para acabar con ellos, y lo peor es que nadie sabe dónde y cuándo aparecerán. Es como perseguir a los mismísimos iblis.

—Lo cual quiere decir que no necesariamente hemos de toparnos con ellos —observó el joven Juan.

—No —admitió Abenyahwar—. Pero si os cruzáis en su camino…

—Entonces… ¿qué podemos hacer? —preguntó Asbag con preocupación.

—Siento tener que repetir esto —respondió Abenyahwar en tono grave—; pero si yo estuviera en vuestro lugar volvería sobre mis propios pasos y esperaría a que la ocasión fuera más propicia.

Asbag le miró pensativo. Se concentró en una calma sombría, como si se encontrara en el umbral de una puerta sin decidirse a cruzarla por miedo a lo que había detrás. Había puesto tanta ilusión en preparar aquel viaje, y eran ya tantas las veces que se había suspendido, que ahora que habían recorrido las primeras leguas resultaba muy doloroso volverse atrás.

—Bien, meditaremos durante esta noche sobre ello —dijo—. Rezaremos y esperaremos a que Dios nos muestre lo que hemos de hacer.

Más tarde, cuando el sol se perdió por los encinares del oeste, ya en la casa del arzobispo, Asbag se reunió con una representación de cada uno de los grupos que componían la peregrinación. Les expuso cuanto el hijo del visir les había dicho, y entre todos se dispusieron a tomar una decisión al respecto. Los representantes regresaron al campamento y se reunieron a su vez con sus grupos de peregrinos, para comunicarles los posibles peligros y recoger sus opiniones.

Por la noche, en torno a la chimenea, cuando el arzobispo Aben-Gregorio se retiró a dormir, Asbag y Juan aben-Walid hablaron del tema. En ese momento, el obispo echaba en falta al reflexivo y sensato padre del joven.

—Nunca pensé que nos encontraríamos con algo como esto —dijo el obispo con evidente disgusto— precisamente ahora que habíamos conseguido vencer todos los obstáculos internos. ¿Cuándo volveremos a tener una oportunidad como ésta?

—Una peregrinación es una peregrinación —dijo Juan con calma.

—¿Cómo…? —preguntó Asbag enarcando ligeramente una de las cejas.

El joven se le quedó mirando en silencio durante un rato, como pensando con cuidado cada una de las palabras que había de decir. Juan era el menor de los hijos del cadí Walid y tenía ya veinte años, pero, como permanecía aún en la casa paterna y estaba preparándose para ser presbítero, el obispo no veía en él sino a un muchacho, despierto e inteligente, pero sin otra experiencia que la de sus pocos años sin haber salido de Córdoba. Era delgado, de expresivos ojos negros, de pelo fuerte y obscuro, cejas negras y cara alargada y resuelta.

—Que una peregrinación es eso; una peregrinación —dijo al cabo, con temor respetuoso en la voz—. Y peregrinar es andar uno por tierras extrañas. Lo cual supone encontrarse peligros y dificultades en el camino. Si no fuera así y todo estuviera resuelto, sería otra cosa.

—Sí, claro —dijo Asbag en voz alta—, pero una cosa es contar con posibles peligros desconocidos y otra muy diferente saber de antemano dónde acechan; en cuyo caso supone una temeridad arriesgar la vida de tantas personas.

Ambos estaban sentados en una alfombra de lana. Juan se recostó en la pared y estiró las largas piernas.

—Nadie ha precisado el lugar concreto donde acechan los machus, ni siquiera si ahora estarán por allí.

—Existe la posibilidad —dijo Asbag huraño—. Y ello es suficiente.

—Posibilidades, posibilidades… —murmuró Juan—; así, desde luego, jamás iremos a Iria…

—Bueno, no hay por qué dejar de ser sensatos. La vida es larga.

El joven alzó la cabeza y se irguió en un gesto que a Asbag casi le pareció un desafío.

—¿Se trata de ser sensato o de vivir siempre en el miedo? —preguntó—. ¿No habéis confundido una cosa con la otra los cristianos que como tú o mi padre habéis vivido siempre subyugados?

Asbag se desconcertó. Jamás habría podido imaginar una actitud así en el joven. No se trataba de una falta de respeto, pero no era ésa la manera en la que él estaba acostumbrado a dialogar con el padre de Juan, con quien siempre había estado de acuerdo respecto a todos los asuntos. Era comprensible que el muchacho estuviera contrariado, porque aquélla había sido su oportunidad de vivir aventuras y de salir del cerrado mundo de la comunidad cordobesa; pero de ahí a entrar en abierta discusión con el obispo había un abismo que Asbag era incapaz de asimilar. El obispo le miró con gesto de desaprobación, pero decidió no poner fin a aquella disputa.

—¿Miedo? —le preguntó—. ¿A qué miedo te refieres?

—Al que habéis tenido siempre a todo el mundo, a los emires principalmente, a los eunucos reales, a los ministros, a los fanáticos musulmanes, a los cristianos del norte, a Roma incluso…

—¿Quieres decir que nuestro respeto a la autoridad de los musulmanes te parece una postura cobarde?

—Vosotros lo llamáis respeto; pero hay quien piensa que es una sumisión, una servil y muda sumisión fruto de siglos de temor.

—¡Pero bueno! —exclamó alterado Asbag—. ¿También tú te has envenenado con las doctrinas de aquel predicador benedictino?

—¡Oh, no! No es a causa de Niceto. Muchos de los jóvenes ya pensábamos cosas como éstas. ¿Crees que no hemos leído los escritos de san Eulogio y san Álvaro? Ellos arriesgaron sus vidas y las perdieron en el martirio. ¿Cómo ha podido cambiar tanto la Iglesia de Alándalus? ¿Cómo ha podido taparnos la boca de tal manera el miedo?

—Bien, vayamos por partes —repuso el obispo—. ¿Crees verdaderamente que hemos sido tan cobardes? ¿Piensas que no hemos meditado acerca de todo ello? ¿No recuerdas acaso cómo los fariseos quisieron comprometer a Nuestro Señor preguntándole si era lícito pagar impuestos al César o no? Y él, comprendiendo su mala voluntad, les dijo: «¡Hipócritas! ¿Por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto». Y cuando le presentaron un denario, él les preguntó: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?». A lo que le respondieron: «Del César». Entonces les replicó: «Pues pagadle al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios».

—No me has comprendido —replicó el joven—. No quiero decir que deberíamos habernos sublevado, sino que hay muchas cosas que podíamos haber hecho y a causa del miedo no las hicimos.

—¿Qué cosas?

—Por ejemplo, haber mantenido a nuestros reyes. En los primeros tiempos de la invasión musulmana las comunidades seguían regidas por un comes; una especie de monarca con poder sobre los cristianos, que fue suprimido, y hoy solamente tenemos nuestros jueces y el consejo, pero nombrados siempre por las autoridades musulmanas.

—¡Ah, te refieres a eso! Quizá tengas algo de razón; debería haber permanecido un rey que mantuviese unido a nuestro pueblo. Pero lo deseable es a veces distinto de lo real. Y la realidad fue que los emires quisieron controlarlo todo y no nos dieron esa oportunidad. Hoy día es difícil volver atrás. Nuestra nación es Alándalus y nuestros reyes son los califas de Córdoba, que, gracias a Dios, nos respetan y nos permiten mantener nuestra fe. ¿Podemos pedir más? Recuerda que en la Epístola a los romanos el apóstol Pablo exhortaba a los cristianos a someterse a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no emane de Dios, y las que existen han sido constituidas por Él. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes atraen sobre sí mismos la condenación. Y la autoridad en los tiempos del apóstol era pagana; creyente en falsos dioses y en ídolos. Si él respetaba aquella autoridad, cuánto más debemos respetar nosotros al califa Alhaquen, que es justo y piadoso.

El discurso de Asbag conmovió a Juan, que bajó la mirada con gesto sumiso y depuso su actitud contradictoria.

—Mi señor —murmuró el joven—, no voy a insistir, pues veo que tus razonamientos están fundados en la Palabra; y no he dudado nunca de tu sabiduría. Pero creo sinceramente que deberíamos arriesgarnos a confiar en Dios y continuar esta peregrinación. Se nos dijo que peregrinar es como estar en esta vida, en que se camina a la Patria Celestial. Si nos volvemos atrás una y otra vez, ¿cómo podremos vislumbrar esa meta?

Por un momento, la cara del obispo se iluminó. Había leído en la expresión del joven el sentido de todo aquello. Sintió hacia él una ternura y un cariño especial, pues representaba en sí a la porción más nueva y esperanzada de su comunidad, a los cristianos de los nuevos tiempos, del fin del primer milenio, a pesar de los obscuros y tenebrosos nubarrones que anunciaban el fin de todo.

—¡Iremos! —dijo el obispo con rotundidad—. Si Dios ha querido que aquello esté allí será por algo. Si el Todopoderoso quiso en su Providencia que el cuerpo del apóstol reposara allí, en el fin de la tierra, será porque quiere que no temamos mal alguno. Iremos, sí, iremos y rezaremos junto al sepulcro.

Al amanecer, como estaba previsto, el obispo se reunió con los peregrinos y les expuso con detalle los peligros a los que se enfrentaban, pero les exhortó a afrontar con valentía y confianza en Dios la culminación de la empresa que habían emprendido. Sólo unos pocos decidieron regresar a Córdoba. Con las primeras luces del día, la peregrinación puso nuevamente rumbo hacia el norte.