Capítulo 34

Córdoba, año 967

Volvió la primavera. Sucedió de repente, como ocurría en Córdoba algunas veces. Un domingo lució el sol en un cielo despejado de nubes y las palomas se adueñaron del aire, porque el viento había cesado. En pocos días florecieron los azahares y los atardeceres se llenaron de su inconfundible y hospitalario aroma.

Había a quienes el singular ambiente de aquella época del año les sumía en la melancolía. Abuámir era uno de ellos. Pero en esta ocasión no había tenido tiempo de pararse a buscar en sus recuerdos, porque su importante y recién estrenado cargo le exigió un denodado trabajo y una atención constante durante los dos primeros meses. Tuvo que inventariar hasta el más insignificante de los bienes que le habían encomendado, puesto que temió confiarse a la buena voluntad del ejército de esclavos, sirvientes y empleados que formaban parte del lote de aquella ingente fortuna. Recorrió las propiedades e inspeccionó los rafales que, a lo largo del Guadalquivir, formaban parte de la hacienda; dispuso que le visitara cada uno de los administradores e intendentes particulares y que le rindieran detalladamente las cuentas de todo aquello que tenían a su cuidado. Cuando culminó esta inicial tarea de su gestión, se dio cuenta de la magnitud y la relevancia del puesto que le había asignado el destino.

Pronto tomó conciencia de que en los alcázares, en sus fortificaciones y palacios, que eran los más importantes de Córdoba, él era el único jefe y señor. El califa no se hizo presente ni una sola vez en aquellos dos meses, porque sus hijos eran trasladados a Zahra cada vez que quería verlos. Y al-Mosafi le informó de que solamente en dos o tres ocasiones al año el soberano residiría en el palacio cordobés, puesto que estaba aferrado ya a su rutinaria y disciplinada vida de sabio en Zahra. Además, el gran visir le advirtió que a nadie le estaba permitido atravesar el pórtico de los alcázares, por importante que fuera, salvo él y quien el propio Abuámir autorizara. Ello suponía un dominio absoluto sobre todas las llaves, los oficiales, los guardias y el personal, los cuales podían ser castigados, sustituidos o relegados por él en cualquier momento que estimase oportuno.

Solamente había un sector del palacio sobre el que no tenía plenos poderes y en el que no podía entrar: aquél al cual se accedía por la llamada puerta Dorada y que constituía el núcleo interior donde se desenvolvía la vida privada de los príncipes y la sayida.

Casi desde el primer momento, ese vedado reducto se convirtió para Abuámir en un misterio, en el foco de su perplejidad y en el límite de sus facultades reales sobre los inmensos alcázares.

Constituían el enlace con el exterior del prohibido habitáculo principesco el viejo y desdentado eunuco Tahír y sus ayudantes Sisnán y al-Fasí, eunucos también. Dentro había criados y esclavas que apenas tenían contacto con el resto de los sirvientes del palacio. Siempre que se necesitaba algo más allá de la puerta Dorada, salía alguno de los eunucos y lo solicitaba, pero jamás entraba nadie, que no perteneciera al servicio personal de la sayida.

El viejo eunuco Tahír, con su delgado y seco pescuezo que sobresalía de entre los ampulosos ropajes, su nariz y su barbilla aguzadas, y sus ojillos perspicaces, se le antojaba a Abuámir como una especie de aguilucho. Era un chambelán al viejo estilo, formado en la misma escuela que al-Nizami y Chawdar, pero posiblemente con menor temperamento, por lo que nunca había pasado de ser un segundón en Zahra. Pospuesto siempre y bajo la autoridad de los dos absorbentes fatas reales, se había vuelto suspicaz y discreto como una sombra, pero solícito y cuidadoso en el cumplimiento de sus funciones. Tal vez por eso, puesta a elegir, la princesa Subh le había escogido entre los demás eunucos de Zahra para ponerlo al frente de su cámara personal. Y Tahír, aunque era un anciano, había visto llegado su momento de ejercer de jefe de sirvientes, con sus dos ayudantes y la responsabilidad de cuidar directamente a los príncipes. Sin embargo, su cabeza no estaba ya para esos menesteres.

Abuámir se percató enseguida de que el viejo eunuco chocheaba. Algunos días le pedía la misma cosa dos y hasta tres veces, después de que él se la hubiera conseguido a la primera. Con frecuencia le oía cantar canciones infantiles y a veces vagaba de aquí para allá con la mirada perdida y con un hilo de baba descolgándose desde el labio inferior. Aun así, no era un hombre de fácil manejo, pues era receloso y desconfiado, y jamás abandonaba la proximidad de la puerta Dorada.

Los ayudantes Sisnán y al-Fasí, por el contrario, eran jóvenes e ingenuos; tal vez escogidos por su presencia física más que por su inteligencia o sus conocimientos, que no iban más allá de los de dos adiestrados pueblerinos. A Abuámir le costó poco ganárselos, pues eran dóciles y los dominaba una curiosidad insaciable; lo cual era lógico, puesto que no habían visto nada aparte de las aldeas de donde los habían sacado cuando niños y de los muros de los harenes donde los recluyeron nada más sufrir la castración que les confería la condición de sirvientes palaciegos. Sabían aprovechar cualquier oportunidad para atravesar los límites de la puerta Dorada: hacer algún recado o llevar un aviso; ocasiones que aprovechaban para remolonear y demorarse, dedicándose a husmear por los patios o acercarse hasta las cocinas para chismorrear con el personal de servicio.

Abuámir consideró que los dos inexpertos eunucos serían su única posibilidad de indagar en el acotado corazón del palacio y buscó la manera de atraérselos a su terreno. Primeramente los observó, como antes había hecho con su anciano jefe Tahír, y comprobó que le serían más asequibles que el viejo. Para sus pesquisas había elegido una elevada torre, desde la cual se veía el patio cubierto de enredaderas al que daba la impenetrable puerta Dorada. Los eunucos salían a cuidar las plantas, a sentarse a bordar o a iniciar desde allí sus exploraciones del resto de los alcázares. Se llevaban bien, como hermanos, y como tales reñían y se pegaban con frecuencia, lo cual enervaba al viejo, que salía a golpearles con una caña y a recluirlos de nuevo en su jaula de dorada puerta. Abuámir concluyó que se aburrían. A pesar de sus dieciocho o veinte años (la edad de los eunucos era difícil de determinar), no habían dejado de ser como niños; característica ésta que solía acompañar a los castrados durante gran parte de su vida, más por la educación que recibían que por la pérdida de sus atributos de madurez.

Un día que Abuámir se encontraba en Zahra para rendir cuentas de su gestión, en la misma entrada del palacio del gran visir, le vino a la mente de pronto la genial manera de conseguir que los jóvenes eunucos acudieran a comer en su mano. Había en los jardines de la Medina una especie de apartado destinado a albergar animales exóticos que solían llegar como regalo desde los países tributarios o aliados del califato. Las jaulas contenían panteras, hienas, leones, un elefante, dos jirafas, extraños carneros, toros con joroba y demás. Pero llamaba especialmente la atención un enorme jaulón que encerraba multitud de aves, entre ellas, un buen número de loros y cotorras que causaban la admiración de todo el mundo, pues imitaban la voz humana, incluso llevando a la confusión a los guardianes de las almenas con su perfecta simulación de las rutinarias llamadas de alerta. De manera que, de vez en cuando, uno de aquellos pájaros gritaba: «¡Centinela!», y si el guardia próximo era novato y no sabía distinguir aún la auténtica orden respondía: «¡Alerta estoy!», lo cual producía un general regocijo entre los jardineros, cuidadores y los demás guardias de las almenas.

Antes de entrar en el palacio de al-Mosafi, Abuámir estuvo contemplando durante un rato aquellos curiosos pájaros. Una vez en el despacho del gran visir, expuso detalladamente la situación de la cuantiosa fortuna de los príncipes y la sayida, las gestiones que había realizado y las posibilidades que ofrecía aquella masa de bienes. Al-Mosafi le escuchó con atención, y Abuámir se dio cuenta de que el visir quedaba satisfecho y gratamente impresionado por cómo se había desenvuelto el joven administrador en sus primeros meses.

—Bien, veo que no has perdido el tiempo —le dijo con gesto complacido—. Le transmitiré personalmente al califa mi plena conformidad con este brillante comienzo. Él estará contento y sabrá recompensarte. Y ahora, si no necesitas nada más, puedes retirarte para volver a tus ocupaciones.

Abuámir se puso de pie y se inclinó respetuosamente, besó la manos del visir y se retiró hacia la puerta sin volver la espalda. No obstante, antes de salir, alzó la cabeza y dijo:

—Ah, señor, ¿podría pedirte algo?

—Claro. ¿De qué se trata? —respondió al-Mosafi.

—De esos pájaros que hay a la entrada del palacio, en el jardín de los animales. ¿Podría trasladar algunos de ellos a los patios de los alcázares? Aquello está demasiado triste y silencioso para ser la residencia de unos niños y una joven madre…

—¡Oh, naturalmente! Puedes hacer allí cuantos cambios estimes oportunos; siempre que el eunuco del palacio interior esté conforme.

—Gracias, señor —respondió Abuámir inclinándose de nuevo—. Confía en mí, no te defraudaré.

Cuando el joven administrador salió del despacho, al-Mosafi meditó complacido sobre la acertada decisión de poner a Abuámir al frente de la casa de la sayida. Se acercó a la ventana y vio desde arriba cómo los cuidadores del jardín extraían de las jaulas a una pareja de llamativos loros y los introducían en una cesta que pusieron en las alforjas en las que uno de los criados de Abuámir había traído los rollos de las cuentas y los documentos. «Sí, desde luego es una buena idea; los pájaros animan mucho», pensó el visir.

Abuámir regresó a los alcázares arropado por la tranquilidad de saber que hasta pasados dos meses no tendría que regresar a rendir cuentas a Zahra. Por el momento podía dedicarse un poco a sí mismo. Y dentro de sí mismo era donde se había encendido un deseo que podía más que cualquier otra cosa: volver a atravesar la puerta Dorada y volver a mirar directamente, aunque sólo fuera una vez más, los ojos verdes de Subh, que no había visto desde el día que llegó al palacio. Sabía que aquella aspiración era una loca aventura, un atrevimiento peligroso que podría conducir al desastre su afortunado encumbramiento y todas sus ilusiones; pero, como otras veces en su vida, se sentía movido por una fuerza interior superior a cualquier razonamiento, por una pasión irrefrenable que se adueñaba de su imaginación y su inteligencia arrastrándole a no buscar otra cosa que tener la llave de aquel sagrado y prohibido recinto. Y, por ahora, el viejo Tahír y sus ayudantes Sisnán y al-Fasí eran esa llave.

Nada más llegar, atravesó los patios y los corredores intermedios y se encaminó directamente al pequeño jardín de las enredaderas, adonde daba la impenetrable puerta Dorada. En una de las esquinas colocó la cesta con uno de los loros, y llevó al otro pájaro, que había reservado para sí, a sus aposentos, apartados de allí.

Después se subió a la torre que dominaba el patio y desde la que hacía tiempo que observaba los movimientos de los eunucos, aunque sin poder atisbar lo que sucedía más allá de la puerta. Como era de esperar, pasado un rato el loro empezó a gritar desde la cesta:

—¡Centinela! ¡Centinela! ¡Centinela…! Y, como supuso Abuámir, los jóvenes eunucos ayudantes tardaron poco tiempo en asomarse para ver lo que estaba sucediendo. Miraron a uno y otro lado con cara de sorpresa, pero no repararon en la cesta que estaba al pie de las enredaderas. El loro permaneció en silencio, y los curiosos muchachos, viendo que no había nada extraordinario retornaron al interior y cerraron la puerta.

Poco después, el loro volvió a gritar sus llamadas:

—¡Centinela! ¡Rrrr…! ¡Centinela…!

Sisnán y al-Fasí volvieron a abrir un poco y asomaron sus rostros con un marcado gesto de desconcierto.

—¡Centinela! —gritó el loro más fuerte. Y los eunucos se miraron sorprendidos, preguntándose de dónde vendría aquella extraña voz. Salieron al patio y escrutaron los rincones, hasta que Sisnán señaló con el dedo la cesta, que era lo único que rompía el meticuloso orden y limpieza en que los criados solían dejarlo todo. Obedeciendo a las inclinaciones de su curiosidad, los jóvenes avanzaron hacia ella. Pero el loro gritó de nuevo—: ¡Rrrr…! ¡Centinela!

Los eunucos dieron entonces un brinco y se volvieron aterrorizados sobre sus pasos para desaparecer tras la puerta Dorada.

Abuámir, mientras tanto, se doblaba de la risa, arriba en su torre. Sabía que los eunucos tardarían poco en volver a husmear y se aprestó a esperar de nuevo para ver en qué quedaba el asunto.

Efectivamente, al poco volvió a abrirse la puerta. Pero esta vez salió en primer lugar, y con decisión, el viejo Tahír, seguido de sus aterrorizados ayudantes que se guarecían tras su jefe.

—¿Un iblis en un cesto…? —preguntaba el viejo con su voz quebrada—. ¡A ver! ¡A ver dónde está ese iblis!

—¡Sí, señor! —le respondían ellos—. ¡Allí, allí en el rincón!

Tahír se acercó hasta la cesta y retiró con el pie la tapadera. El loro salió entonces de un salto gritando:

—¡Alerta estoy! ¡Rrrr! ¡Centinela!

Los tres eunucos chillaron como mujeres asustadas y retrocedieron espantados. Entonces el viejo, repuesto del susto, se detuvo y rio a carcajadas:

—¡Ah, ja, ja, ja…! ¡Un lorito! ¡Qué iblis ni qué demonios! ¡Es un lorito! ¿Quién lo habrá traído aquí?

Abuámir bajó de dos en dos los peldaños de la escalera de caracol que descendía por el centro de la torre y se hizo presente en el patio donde los tres eunucos observaban admirados al loro.

—Es mío —dijo Abuámir—. Me lo ha regalado el gran visir.

—¡Oh! ¡Es maravilloso! —exclamó Sisnán.

—¡Y habla! ¿Cómo es posible? —secundó su compañero al-Fasí.

—¡Vaya! —replicó el viejo—. Los loritos hablan. ¿Ahora os enteráis? ¿Sois tontos?

—Nadie nos dijo que hay aves que hablan —respondió Sisnán ingenuamente.

—¿Qué come un lorito? —preguntó al-Fasí.

—Nueces, frutas, higos… Cualquier cosa —respondió Abuámir.

Los jóvenes eunucos fueron al interior y trajeron higos secos y otras golosinas que ofrecieron al loro, observando admirados cómo el ave los recogía de sus manos.

—¡Oh, es maravilloso! —exclamaban—. ¡Qué listo es!

Abuámir comprobó con satisfacción que su plan de acercarse a los eunucos iba dando resultado. Estuvieron alimentando al loro y divirtiéndose con las ocurrencias del pájaro durante un buen rato. Pero al cabo el viejo Tahír se impacientó y dio una repentina palmada ordenando:

—¡Bien, se acabó! ¡Ya está bien de loritos! ¡Todo el mundo adentro!

Y como viera que sus ayudantes, ensimismados como estaban en la contemplación del loro, no le hacían caso, la emprendió a cachetes con ellos y los arrastró de las orejas hasta el interior de su encierro.

Sin embargo, Abuámir sabía que los jóvenes subalternos no podrían resistirse a volver a entretenerse con lo que tanto había llamado su atención, y que no tardarían en burlar la vigilancia del viejo Tahír para salir de nuevo al patio. Así que mandó poner un jaulón en una de las esquinas y encerró al loro. Y, como supuso, en los días siguientes Sisnán y al-Fasí no perdieron la ocasión de salir a ver al pájaro, a alimentarlo y a enseñarle palabras, momentos que Abuámir aprovechaba para irse ganando su confianza.