Capítulo 32

Córdoba, año 967

—¡Oh, Abuámir, querido! —dijo el visir Ben-Hodair a Abuámir—. Lo posees todo: eres culto, honrado, inteligente y tienes personalidad suficiente para hacer cuanto desees en el mundo.

—¿Sí?, pues díselo al cadí Ben al-Salim, mi jefe superior —se quejó Abuámir—, que cada día me trata con mayor frialdad.

—Oh, Ben al-Salim tiene un espíritu frío y práctico, ya te lo advertí. Es difícil que comprenda a una persona con imaginación e ideas propias como tú. Ten paciencia con él; llegarás a apreciarle.

—No. No puedo —replicó Abuámir contrariado—. Lo he intentado, créeme, pero es como golpearse contra un muro. Todo lo que hago le parece mal; siempre tiene algo que reprocharme. No soporta que los otros funcionarios me estimen; sobre todo los notarios mayores. Y… sospecho que le irrita en extremo que tú me estimes. Es superior a él.

—¡Ah! Ja, ja, ja… —rio Ben-Hodair—. Claro, es lógico, es un hombre de origen obscuro, que ha llegado alto desde abajo por su propio esfuerzo, triste, aburrido y con escaso encanto natural; es lógico que sienta algo de envidia hacia los que, como tú, son capaces de meterse a cualquiera en el bolsillo con una simple sonrisa. Intenta ganártelo; a ti no te será difícil.

—Es imposible. Sobre todo después de la fiesta que diste en tu casa. Seguramente vio cómo me felicitabas y cómo me presentabas al gran visir al-Mosafi y a otros personajes influyentes. Aquello debió de ser la gota que colmó la medida de su aversión hacia mí. Desde aquel día me ignora totalmente. Con alguien así es imposible trabajar a gusto. Incluso se han dado cuenta los demás compañeros y ya me han advertido de que el cadí me tiene inquina.

—Bien, veo que la cosa es peor de lo que yo pensaba —dijo Ben-Hodair meditabundo.

—Amado visir Ben-Hodair —repuso Abuámir en tono suplicante—, has sido muy bueno conmigo, y gracias a ti ocupo un puesto importante; pero siento decirte que tendré que dejarlo y regresar a Torrox. Creo que no tengo otra alternativa posible, puesto que presiento que un día de éstos las cosas pueden llegar a mayores.

—¡Oh, no, no y no! —exclamó Ben-Hodair—. ¡De ninguna manera! Tú vales mucho, querido amigo, y no tienes la culpa de que ese seco y hediondo cadí no haya sabido apreciar tus cualidades. Además —prosiguió enojado—, está en entredicho mi propio honor. Yo te propuse, y lo menos que podía haber hecho es respetar a alguien que yo aprecio de veras…

—Pero, visir —le interrumpió Abuámir—, no debes disgustarte. Lo intentaste y yo estoy muy agradecido. Tengo mi dignidad, compréndeme; si esto no ha salido bien, lo mejor es dejarlo…

—No. No lo consentiré. No te irás de Córdoba. Ya veré qué puedo hacer. Mañana ve a tu trabajo como todos los días. Y espera noticias mías. Te prometo que en menos de una semana me pondré en contacto contigo. Aguanta un poco más; si lo has soportado todos estos meses, podrás soportarlo dos o tres días más.

Abuámir besó las manos de su protector. Ben-Hodair le amaba como si fuera su propio hijo, y Abuámir disfrutaba con ello; el visir era un auténtico señor, dotado de la prestancia y la distinción naturales de un verdadero príncipe, como los personajes que aparecían en su viejo libro de crónicas y que él tanto admiraba. Sabía tratarle sin resultar adulador, sin falsos y artificiosos halagos. La amistad entre ambos, a pesar de la gran diferencia de edad, había nacido de la admiración mutua y de las largas horas de conversación acompañada con el dulce y evocador vino de Málaga.

Abuámir alargó la mano y cogió el cuello de la hermosa botella labrada, hizo un guiño de complicidad al visir y éste le extendió su copa.

—Bien, dejemos este asunto —dijo Ben-Hodair, más relajado ya y sonriendo—. Bebamos y hablemos de nuestras cosas, querido amigo.

Zahra

Esa misma tarde, Ben-Hodair se presentó en Zahra y pidió audiencia al gran visir al-Mosafi. Fue recibido en privado, como correspondía a uno de los visires más importantes de la corte y pariente directo del califa.

—¡Oh, querido Ben-Hodair! —exclamó el gran visir, al tiempo que ambos se abrazaban y se besaban con sincero afecto—. ¡Qué maravillosa fiesta nos diste en tu casa! No es fácil olvidar una experiencia tan interesante. Créeme, Córdoba la recordará durante mucho tiempo; no es frecuente últimamente encontrar tanto buen gusto reunido.

—¡Ah!, me halagas, insigne al-Mosafi, y esos halagos, viniendo de ti, multiplican su valor; porque eres un hombre sensible que detesta la zafiedad y ama lo auténtico. Gracias, muchas gracias…

—Y bien, ¿qué te trae por aquí? ¿Necesitas algo de mí? Sabes que soy tu servidor —le dijo al-Mosafi cordialmente.

—Sé que amas a mi primo Alhaquen como a ti mismo, inestimable y sincero amigo, y que puedo contar contigo en todo lo que esté en tu mano, siempre que te necesite. Pero no vengo a pedir para mí; no me hace falta nada de momento, ¡gracias al Omnipotente! Lo que voy a solicitar es para un joven servidor mío al cual amo de verdad, porque me ha servido incondicionalmente.

—¿Qué deseas para él? —preguntó el gran visir.

—Una ocupación que esté a la altura de sus cualidades; pues es inteligente, imaginativo, hermoso, firme y audaz; flexible o diestro según lo exigen las circunstancias y dotado de gran talento.

—¡Vaya, vaya! —exclamó al-Mosafi—. Y, habiendo encontrado una joya así, ¿por qué no lo mantienes a tu servicio?

—Es de una familia muy noble que pertenece a la provincia de Málaga. Cuando yo fui gobernador me sirvieron lealmente. Pero este joven merece ahora algo más. Mis ocupaciones aquí son limitadas. Ciertamente, es satisfactorio pertenecer directamente a la corte del Príncipe de los Creyentes; pero, a ti no puedo engañarte, mi vida se ha convertido en un honroso retiro…

—Bien, ¿y qué es lo que buscas para ese joven tan valioso? ¿Qué sabe hacer?

—Actualmente ocupa un puesto de subalterno en la notaría del cadí supremo de Córdoba; pero Ben al-Salim no ha sabido sacarle partido a sus cualidades. Puedo asegurarte que sabe hacer de todo; es culto, hábil administrador, ha completado los estudios de leyes y ha gobernado ya un señorío en la costa. Creo que podría desempeñar cualquier puesto de confianza y de cierta relevancia.

Al gran visir al-Mosafi se le iluminó en ese momento la mente. Creyó estar ante una directa inspiración de la Providencia de Dios. Durante días había dado vueltas y vueltas a su cabeza, intentando encontrar a la persona adecuada para administrar los bienes de la favorita. ¿Y si este joven de quien le hablaba Ben-Hodair fuera la persona indicada?

—¿Y dices que sabe administrar y organizar negocios y haciendas? —le preguntó con gran interés.

—¡Oh, naturalmente! Ya te he dicho que ha llevado todo un señorío en la costa, e incluso fue capaz de limpiarlo de piratas; algo que nadie hasta entonces había conseguido.

—¿Y dices también que es refinado y que goza de educación?

—¡Ah, singularmente! —aseguró entusiasmado Ben-Hodair—. ¿Quién crees que me organizó la fiesta que tanto te gustó?

—¡Claro, lo recuerdo perfectamente! —exclamó el gran visir poniéndose en pie súbitamente—. ¡Se trata del joven que me presentaste el día de la fiesta!

—El mismo. Creí que no lo recordarías; había tanta gente…

—¡Cómo podría olvidarle! Desde luego, su presencia y su apostura no pasan inadvertidas.

—Entonces, ¿crees que podrás encontrar algo para él?

—¡Mándamelo! —ordenó el gran visir con rotundidad—. ¡Que se presente ante mí inmediatamente!

—Puedes solicitarle tú mismo —respondió Ben-Hodair—, puesto que mañana por la mañana se encontrará a primera hora en la notaría.

A la mañana siguiente, antes de que llegara Abuámir, un paje de Zahra se personó acompañado de dos guardias reales en la notaría, para citar al joven subalterno en nombre nada menos que del gran visir.

Aquella súbita reclamación causó el efecto que Ben-Hodair deseaba, para vengarse de la actitud de Ben al-Salim; todos los funcionarios se alborotaron ante la solicitud del hombre más importante del califato después de Alhaquen, y el frío cadí se mordió los labios circunspecto, intuyendo que algo importante iba a suceder.

Abuámir se entrevistó con al-Mosafi en una sesión que duró toda la mañana. El gran visir le preguntó por todo, lo divino y lo humano; quiso saber acerca de sus creencias, de sus aspiraciones, de sus conocimientos, de sus amistades, de su vida… Se interesó especialmente por todo aquello que tenía que ver con la justicia, la lealtad y la concepción que el joven tenía del califato, del poder y de la paz.

Abuámir respondió a todas las preguntas sin vacilación, como si fuera su propia alma lo que se estaba desnudando delante del interrogador. Pero, naturalmente, había sido avisado la noche anterior por Ben-Hodair, que le había aleccionado suficientemente acerca del tipo de persona que era al-Mosafi y cuál era su manera de entender el mundo y el reino. Puso en práctica todas sus artes de seducción y representó un papel de sinceridad y firmeza que convenció plenamente a su interlocutor.

Al-Mosafi dio gracias a Dios por haber depositado en sus manos a la persona indicada en aquel momento tan delicado. Abuámir le pareció alguien puro, sin malear, una mente franca y decidida, limpia de absurdas y complicadas visiones; alguien ideal para estar al frente de la casa donde habría de educarse el próximo soberano. Sin embargo, decidió no comunicarle todavía cuál iba a ser su cometido, hasta conocer la opinión de Asbag.

—Bien, ahora sólo falta una cosa —le dijo el gran visir a Abuámir antes de despedirle—; deberás acudir a casa del obispo de los cristianos para que él te haga también algunas preguntas.

—¿Cómo? ¿A casa del mumpti Asbag aben-Nabil? —le preguntó él con una satisfactoria sonrisa.

—Pero… ¿le conoces? ¿Conoces al obispo? —dijo extrañado al-Mosafi.

—¡Ah, naturalmente! Somos viejos amigos.

«¡Oh, Dios, es ésta tu voluntad! —pensó entonces al-Mosafi—; son demasiadas coincidencias». Se sentó delante del escritorio y se puso a escribir una carta que, una vez finalizada, firmó y enrolló cuidadosamente, atándola y lacrándola luego con su sello para que resultara estrictamente confidencial.

—Toma —dijo luego—, preséntate ante el mumpti Asbag y entrégale esta misiva de mi parte.