Córdoba, año 966
El fastuoso salón principal del visir Ben-Hodair resplandecía con la luz emitida por la infinidad de lámparas que pendían del artesonado, y una verdadera fortuna se exhibía en tapices orientales y lujosísimos muebles de finas y pulidas maderas, nacarados y sobredorados, repletos de relucientes piezas de ajuar. Un centenar de invitados se aplicaba a la comida y la bebida en el denso y hospitalario ambiente propiciado por los deliciosos vapores que emanaban de los platos y los perfumados humos de las aromáticas resinas que se quemaban en los braseros de las esquinas. Repartidos por las mesas, dispuestas según un estricto protocolo, disfrutaban de la fiesta los principales cargos de la corte, la parentela real, los dignatarios representantes de los reinos aliados y, cómo no, el cadí supremo de la capital, acompañado del más elevado de los notarios y de los funcionarios de la casa de monedas. Cada uno se encontraba en el lugar que le correspondía, según su categoría, más alejado o más próximo a la galería del final del salón, donde se sentaba el anfitrión, acompañado por el gran visir al-Mosafi y uno de los hermanos del califa que representaba al soberano.
Desde que Ben-Hodair había sido llamado a la corte, había pensado día y noche en esta fiesta de presentación, pues del impacto que causara en sus invitados dependía su prestigio en el restringido y exigente mundo de la sociedad cordobesa. Era un hombre habituado al lujo y al placer, sin duda, pero cuando era gobernador de Málaga él era el único que imponía las normas, les gustasen a los demás o no. En cambio, en la capital las cosas discurrían por los cauces impuestos por las fluctuantes modas que asaltaban a la metrópoli en un constante ir y venir de embajadores, dignatarios viajeros, reyes y todo tipo de hombres de mundo acostumbrados a visitar las principales cortes del orbe.
Se trataba de impresionar, sobre todo, para no delatar un apocado provincianismo que relegaría de por vida al visir a una no deseada jubilación del mundo elegante y refinado de las fiestas cordobesas. No, él no podía consentir tal cosa. Era ya maduro y consciente de que le quedaba poco tiempo; pero habían sido veinte los años de alejamiento en el digno, aunque apartado, gobierno de Málaga. Demasiado tiempo; el suficiente para que no supiera ya por dónde soplaban los vientos en la añorada Córdoba que se vio obligado a abandonar un día por los celos de su primo al-Nasir, y el necesario para que lo tomasen por un aburrido y desfasado noble de provincias.
Así pues, a fin de evitar cualquier nota de vulgaridad, había decidido buscar a alguien dotado de singular imaginación para encomendarle la preparación de la fiesta. Y no habría podido encontrar a nadie mejor que a su adorado y protegido Abuámir. Había compartido suficientes sesiones de diversión con el joven en Málaga para apreciar que se encontraba provisto de una sensibilidad especial y del tacto y la exquisitez propios del más instruido de los chambelanes palaciegos. Por eso le había llamado semanas antes, una vez finalizado el acondicionamiento de su palacio, y le había espetado el encargo sin darle posibilidad alguna de negociar.
—¿Cómo? —se quejó Abuámir—. Pero… si yo no he participado nunca en ninguna fiesta de los grandes de Córdoba. Si se tratara de una fiesta restringida, algo simple, entre amigos…, bueno. Pero… asistirá toda la gente importante del reino. No, no me atrevo…
—Nada, nada —replicó Ben-Hodair—. Confío plenamente en ti. Y yo entiendo de esto. Aunque no tengo imaginación suficiente para idear cosas, sé distinguir lo bueno, lo que vale de verdad. Es como un olfato…, un olfato que me dice que tú serás capaz de idear algo distinto, original, pero sin dejar de ser exquisito. Sí, lo sé, lo presiento…
—Pero… hay en Córdoba maestros expertos en este tipo de cosas —insistió Abuámir—. ¿Por qué yo? ¿Y si me equivoco?
—No se hable más. Lo harás, lo harás y lo harás; porque yo quiero. Te recompensaré. Te saldrá todo perfecto y yo te recompensaré.
Abuámir no pudo negarse, porque el visir estaba totalmente decidido. Por otra parte, le halagaba esa confianza absoluta que Ben-Hodair depositaba en él. De manera que se puso manos a la obra.
Lo primero sería decidir qué hacer. Debía ser algo diferente, sin dejar de ser refinado, según las indicaciones del propio Ben-Hodair. Puso a trabajar su imaginación, en combinación con su sexto sentido especial para intuir lo que de verdad seduce a las personas, y dio con los ingredientes ideales para cautivar cualquier corazón: vino y sensualidad. Ya lo tenía. Ben-Hodair venía de Málaga, y todo Alándalus identificaba a la meridional y marítima región con su vino exquisito de tonos dorados. El primer ingrediente ya estaba decidido: tendría que ver con el vino de Málaga. En cuanto al siguiente ingrediente, no le sería difícil encontrarlo: las sensuales bailarinas del Loco, acompañadas por el penetrante son de los laúdes de los músicos del jardín.
Sería algo distinto que a buen seguro calaría en las almas de los exigentes invitados a la fiesta de Ben-Hodair; porque los poetas cortesanos eran excesivamente dulces, afeminados las más de las veces, y sus poesías se habían vuelto tan enrevesadas que eran tan sólo juegos de palabras que sonaban bien al oído pero que no llegaban al corazón. El Loco era otra cosa. Los únicos visitantes de su jardín eran militares, hombres rudos acostumbrados al dolor de la guerra, y comerciantes del otro extremo de los desiertos, hechos a la sequedad de la vida y al polvo de los caminos. Aun así, el Loco los movía a lágrimas cada noche en su establecimiento. ¿Cómo no iba a poder arrancarlas a los blandos ojos ahítos sólo de ver el lujo?
Le hizo una visita al poeta y le propuso que recitara en la fiesta; a lo que el Loco no se negó, puesto que el visir no escatimaba gastos y se le ofreció un buen salario. Él y Abuámir escogieron el repertorio: poesías de vino y rosas, de días felices, de amantes en el éxtasis; luego poemas de fugacidad, de tiempo que corre y no vuelve. Abuámir los había escuchado casi todos una noche tras otra en el jardín, y nunca le habían dejado impasible.
Durante días lo prepararon todo a conciencia. Comenzarían las bailarinas, con un complejo número en torno al vino, para el cual hubo que construir un singular decorado a base de viñas, racimos y lagares. No hubo problema en conseguir las uvas, puesto que era otoño. También se hizo un dorado sol con un complicado sistema de espejos que reproducirían las horas del día, desde el amanecer al ocaso, en una ágil sucesión que daría sensación de tiempo fugaz. Caería también lluvia desde un sofisticado entramado de regaderas y, finalmente, el Loco descendería desde el techo, sentado en una plateada media luna, simbolizando la poesía, don inestimable caído del cielo. Y todo estaría envuelto en las melodías evocadoras de los músicos del jardín.
Había llegado el día esperado. Todo estaba rigurosamente dispuesto, revisado y ensayado para que no hubiera ningún fallo. Y Abuámir, consecuentemente, había sido invitado a la fiesta. Su mesa se encontraba en un extremo de la sala, cerca de la puerta de entrada, pero en un ángulo desde el que se podía divisar todo perfectamente.
Se sirvió el banquete sin vino, a propósito, para no restarle protagonismo al número de las bailarinas. En las mesas se escanciaban deliciosos jaropes de frutas y agua fresca de rosas. Sin embargo nadie se sorprendió, porque lo de poner vino en las mesas dependía de la concepción de la piedad que tuviera el anfitrión. De manera que por aquella época se celebraban banquetes con vino y sin él. Generalmente, los nobles peninsulares eran aficionados al caldo de uvas y lo consumían con naturalidad, pero los orientales, y especialmente los africanos, eran reticentes a esta costumbre. No obstante, la mayor parte de las veces que se prescindía del vino era sólo para quedar bien ante los ulemas más ortodoxos. Lo que de verdad esperaba cualquiera que fuera invitado a un banquete era encontrarse con el vino en las copas, para sentirse obligado a no declinar la invitación.
Abuámir apuraba con nerviosismo un vaso tras otro de jarabe de moras, pues tenía la boca seca a causa de la tensión, esperando a que se sirvieran los postres para dar la orden de que comenzara el espectáculo. Nunca una cena se le había hecho tan larga.
Finalmente, aparecieron las bandejas con los dulces y supo que el momento había llegado. Vio a Ben-Hodair ponerse de pie y buscarle con la mirada por entre los comensales y, discretamente, le hizo un gesto de complicidad con la mano. El visir avanzó entonces al centro del salón y batió las palmas para llamar la atención. Mientras, los criados se apresuraron a apagar parte de las lámparas para crear una penumbra adecuada, según lo habían acordado.
Se hizo el silencio y Ben-Hodair inició su discurso. Ensalzó al califa, que se había disculpado por no poder asistir, puesto que se encontraba en Sevilla, y agradeció la asistencia de un pariente presente en su nombre. Aludió al don generoso del Príncipe de los Creyentes, que le había llamado a la corte, y se ofreció a cuantas personalidades y dignidades habían acudido a su casa para darle la bienvenida, agradeciendo asimismo la hospitalidad que le habían manifestado. Y así, prosiguió con toda una retahíla de fórmulas de cortesía que a Abuámir le parecieron interminables. Por último, el visir anunció el plato fuerte del banquete.
—Para esta fiesta —dijo—, amigos, me he permitido prepararos una «bagatela», como regalo de agradecimiento a vuestra solicitud y asistencia a esta humilde casa. Es… poca cosa; digamos… un poema traído desde Málaga… Espero que lo disfrutéis.
El visir se sentó y los criados dejaron en penumbra la sala. Abuámir paseó entonces su mirada por los invitados. Era el grupo de espectadores más selecto que pudiera elegirse, y parecían estar diciendo: «¿Qué puedes enseñarnos?», arrellanados en los cojines y sonriendo con falsa complacencia. Entonces se le hizo un nudo en el estómago, y se arrepintió de haber accedido a organizar todo aquello.
Comenzó a sonar el suave golpeteo de los tambores, que fue acrecentándose, como si de los propios latidos de su corazón se tratara. Se descorrieron los cortinajes y apareció al fondo el dorado sol, que entre sombras fue avanzando hacia el centro de la sala, mientras su luz aumentaba y bañaba las formas circundantes de tenues reflejos dorados. Las bailarinas entraron entonces en escena, cubiertas con hojas de vid, contoneándose suavemente alrededor del astro, como en un sensual acto de adoración, haciendo que los racimos que de ellas pendían bailasen también. La danza no pudo salir mejor, ajustándose al sonido de las dulces fístulas, hasta que desde el fondo penetró un ondulante visillo azul y nacarado que, portado por otras bailarinas, semejaba el mar.
En ese momento, Abuámir advirtió que los invitados estaban extasiados. Pero quedaba aún lo mejor. Entraron las vendimiadoras y robaron los racimos a las vides. Los laúdes irrumpieron entonces con emoción desbordada. El decorado que representaba el lagar apareció también, con un conjuntado trío de pisadores que estrujaban los racimos en una elevada cubeta. Abuámir sabía que éste era el momento principal y que el mosto debía caer en las tinajas que había al pie del entarimado, merced a un mecanismo que liberaba un depósito lleno al efecto de delicioso y dulce vino de Málaga.
El chorro saltó de repente y corrió exhalando su exquisito aroma por toda la sala. Los invitados prorrumpieron en un vehemente y unísono grito de admiración; algunos incluso se pusieron de pie. Las bailarinas corrieron entonces entre las mesas portando jarras llenas del caldo y escanciándolo en las copas que los criados habían depositado momentos antes. El efecto deseado se produjo al momento. Aquél fue para los comensales el mejor vino que habían bebido en su vida.
Abuámir respiró satisfecho y, viendo que la concurrencia estaba verdaderamente impresionada, se hundió relajado en los cojines y se aprestó a disfrutar el poético colofón del espectáculo.
La luz del salón volvió a ser tenue y la música se dulcificó. La expresiva reacción de los presentes cedió el paso a una calma expectante. En ese momento, comenzó a descender la luna plateada, mientras retiraban delicadamente el dorado sol y el lagar, y las bailarinas desaparecían por entre los cortinajes.
El estudiado mecanismo de poleas depositó suavemente la luna en el tapiz central, y, desde el interior, el Loco abrió la puerta por la que debía salir. El laúd desgranó entonces delicados sones de acompañamiento y la voz del recitador se convirtió en la única dueña de la sala:
¿Por qué hizo la luna,
el canto de la tórtola y el vino?
Los tres se han aliado esta noche
para agravar mis nostalgias.
Se encendieron los jardines de su belleza,
y se alejó mi razón.
¿Quién soy ahora? No lo sé.
Cuando miro en el interior para buscar mi alma,
sólo me encuentro con su hermosura y sus ojos de mar.
Se debilitaron mis fuerzas,
y me convertí en esclavo sin ataduras.
Se encendieron los jardines de su belleza,
y es dulce la bebida.
Nada como la voz del Loco para avivar las ascuas de la pasión. Abuámir volvió a mirar en torno a sí y comprobó que las lágrimas empezaban a asomar a los ojos. Llevó entonces la copa a sus labios y apuró el reconfortante vino malagueño, se relajó aún más en los cojines y sintió la plenitud de su propia satisfacción.