Córdoba, año 966
Siguiendo el modelo que los filósofos de Oriente habían ideado, Alhaquen se consagró a ser un príncipe generoso, protector del pueblo y conocedor de las necesidades de los más débiles. Todas las ramas de la enseñanza debían florecer bajo un califa tan ilustrado. Las escuelas primarias eran ya buenas y numerosas, pero habían estado reservadas para una élite poderosa. Sin embargo, Alhaquen opinó que la instrucción no estaba aún bastante extendida, y en su benévola solicitud hacia los pobres fundó en la capital veintisiete escuelas, donde los niños sin bienes recibían educación gratuita y un plato de comida diario. Él pagaba a los maestros y los alimentos de su propio tesoro. Y no sólo se beneficiaron los musulmanes de tan piadosas obras, sino que cristianos, judíos, eslavos y extranjeros, vinieran de donde vinieran, fueron considerados por igual súbditos si andaban en la miseria.
No era un califa religiosamente ortodoxo, en el sentido de que nunca persiguió con las armas a los infieles y evitó ejercer la violencia contra quienes se obstinaban en sus errores. Él mismo adoptó siempre una postura ecléctica, procurando conciliar las doctrinas que le parecían mejores o más verosímiles, aunque procedentes de diversos sistemas. Incluso se rodeó de maestros de otras religiones y se dejó aconsejar por ellos, por lo que no faltaron las críticas de algunos exigentes ulemas[*]. Pero se ganó la admiración y el respeto de los más, porque había dado siempre muestras de una devoción ejemplar, apartándose sensiblemente en este aspecto de la conducta de su padre. No sólo buscaba la compañía de los juristas y los teólogos, al mismo tiempo que la de literatos y especialistas en ciencias exactas, obispos y rabinos, sino que se esforzaba en dar a la religión el mayor lustre posible dentro de su reino.
Era un hombre en búsqueda; un peregrino de la vida. Por eso descuidó la suya propia y la de los que formaban el núcleo más íntimo de su entorno.
Sería por ello que la favorita, Subh, comenzó a sufrir de melancolía en el olvido de los suntuosos y escondidos harenes de Zahra. La hermosa madre de los príncipes adelgazó entonces hasta extremos preocupantes y se pasaba la vida llorando. Los médicos la observaron y los eunucos reales emplearon todas sus habilidades y esmeros en el cuidado de su señora, pero todo fue inútil.
Alhaquen llamó entonces a Asbag a palacio y le comunicó confidencialmente el mal que aquejaba a la vascona, con la esperanza de que el prelado, que un día supo entenderla, fuese capaz de dar ahora con la raíz de aquella dolencia, que, según los entendidos, tenía su causa en alguna aflicción del espíritu.
Asbag se personó en Zahra una hermosa mañana de primavera y fue conducido por los laberínticos pasadizos del harén hasta el perfumado jardín que ocupaba el centro del núcleo reservado a la madre de los príncipes. Una vez allí, como siempre, fue lacerado a preguntas por los dos grandes fatas, al-Nizami y Chawdar, hasta que, colmada su paciencia, dejó traslucir su enojo y le dejaron en paz.
Después trajeron a la favorita, rebozada en sedas que sin embargo no bastaban para ocultar su patética delgadez. Y Asbag tuvo que rogar, como siempre, que les dejasen solos, recordando la absoluta confianza que el califa depositaba en él desde el día en que le encomendó por primera vez a la joven.
Cuando estuvieron por fin solos, en un cálido e íntimo saloncito, Subh dejó caer los velos de su rostro y descubrió su semblante pálido, donde se acentuaban sus enormes y verdes ojos sobre unas azuladas ojeras y unos marcados pómulos pegados a la piel.
—¡Oh, hija mía, pero qué te ha sucedido! —exclamó conmovido el obispo.
—¡Ay, venerable padre! —Sollozó ella, echándose en sus brazos.
—Bien, bien…, desahógate. Vamos, vamos…
Asbag la abrazó tiernamente. Notó los huesos de aquel cuerpo frágil, sin peso ni consistencia, y sintió una dulce compasión y un paternal cariño hacia aquella criatura. Apoyó su mejilla en los cabellos sin brillo, como de estopa, y los recordó como eran, dorados y llenos de luz, sobre el rostro rosado de la cautiva, casi una niña, que conoció un día en aquel mismo palacio.
—Ya, ya está, hija mía —le dijo dulcemente al oído—. ¿Ahora vas a contarme lo que te sucede?
Subh alzó hacia él los irritados ojos arrasados en lágrimas. Miró a un lado y a otro; sin duda estaba asustada. Asbag se sentó sobre el tapiz que ocupaba el centro del reducido salón y dio unas palmaditas en el suelo, llamando a Subh para que se sentase a su lado.
—Bueno, tengamos calma —le dijo—. Tómate el tiempo que desees. Sabes que puedes contar conmigo… sea lo que sea. ¿Qué te sucede? ¿No eres feliz aquí?
—No, no lo soy —respondió ella—; soy la mujer más infeliz de la tierra.
—Pero… tienes todo cuanto una joven puede desear. Vives en un palacio, rodeada de criados a tu servicio; tienes un esposo bondadoso, culto y querido por todos; y dos buenos hijos, el mayor de los cuales un día será rey.
—Tenéis razón, venerable padre; tengo todo eso y mucho más de lo que habría deseado nunca. ¿Pero de qué me sirve? ¿De qué le sirve a alguien tener el cielo y la tierra si está solo?
—¿Sola? ¿Te sientes sola? ¿Aquí en Zahra?
—Sí, padre, muy sola. Alhaquen está enfrascado en sus asuntos. Antes me visitaba con frecuencia; pero él no es un hombre hogareño. Se educó solo, entre eunucos, y se hizo pronto a los libros y a la ciencia. Lo intenta pero no es capaz; no sabe vivir con mujeres y niños… Quiere complacer, pero con frecuencia se olvida y pasa los días y las semanas sin aparecer por aquí.
—Pero… están las otras mujeres…
—¡Ah, las otras! ¡Qué poco conocéis lo que es un harén! Mirad, antes de llegar yo había esposas y concubinas que llevaban años esperando a ser la favorita. Se hicieron viejas, ¿sabéis?, y Alhaquen ni siquiera entró una sola vez a complacerlas. Podéis imaginar lo que yo represento para ellas siendo la madre de los príncipes. Son cordiales y respetuosas, no voy a decir lo contrario, pero se les nota… Los años de encierro y desengaño las han hecho suspicaces, complejas y expertas en decirlo todo sin decir nada.
—Comprendo —respondió Asbag con gesto apesadumbrado—. Pero aún te quedan los niños. Son algo tuyo. ¿No suponen un consuelo?
—Sí, lo han sido. Y eso forma parte de mi sufrimiento. Cuando eran pequeños estuvieron a mis pechos; pero desde que empezaron a caminar y a decir las primeras palabras todo cambió. —Subh bajó el tono de voz y miró a un lado y a otro, como temiendo que alguien pudiese escucharles—. Esos dos eunucos, al-Nizami y Chawdar, ya sabéis —prosiguió con tono de disgusto—, se ocupan de todos los asuntos privados del califa. Ellos criaron a Alhaquen y se creen sus madres. No voy a decir que no hayan sido buenos con él. Alhaquen los ama de verdad y es imposible hacerle prescindir de quienes tanto cariño le brindaron en la confusa y obscura vida familiar de la corte de su padre al-Nasir. Pero para mí se han convertido en una pesadilla. Todo lo escudriñan y todo lo quieren manejar a su manera. Al principio pude soportarlo; pero ahora, que los niños se van haciendo mayores, pretenden a toda costa que sean sólo sus manos las que se ocupen de ellos. Y eso… es algo muy doloroso para una madre. ¿Lo comprendéis?
—Sí, claro —asintió compasivo el obispo—. Pobre, pobre niña.
La princesa se abrazó entonces a él y ambos compartieron de nuevo las lágrimas. Asbag se sintió profundamente conmovido. En cierto modo, se veía a sí mismo como el culpable de todo aquello. Subh era cristiana, alguien sometida a su autoridad, y él la puso en aquella situación difícil y nada clara. Comprendió entonces que era él quien tenía que intentar arreglar aquel asunto. Enjugó con su pañuelo el rostro de Subh y, sujetándole firmemente los hombros, la miró a los ojos y le dijo:
—Confía en mí. Veré qué puedo hacer.
La joven le besó entonces las manos, llena de agradecimiento, y le pidió la bendición. Asbag la bendijo y se despidió, dispuesto a hablar con el califa en cuanto le fuera permitido.
Transcurrió poco tiempo antes de que el obispo de Córdoba fuera llamado de nuevo a Zahra. Y esta vez Alhaquen le recibió en la espléndida biblioteca del palacio de verano, en la galería destinada a los tratados filosóficos llegados de Oriente, donde últimamente el califa pasaba la mayor parte de su tiempo. Asbag fue conducido hasta él y, al ver que el monarca estaba absorto en la lectura de un manuscrito, de espaldas a él y frente a los estantes, se detuvo a una distancia prudencial y aguardó pacientemente. Mientras, daba vueltas en su cabeza a la manera en que abordaría el peliagudo asunto de Subh. Sabía bien cuál era la única solución posible: sacar a la joven y a los niños del harén real y conducirlos a una vivienda propia, donde ella fuera la señora de su casa. Ésa era la única manera de librarla del ambiente enrarecido y asfixiante de los eunucos; pero la cuestión era cómo hacer comprender al califa la necesidad de un cambio tan drástico y sin precedentes en las anquilosadas costumbres de los ommiadas.
El obispo se encomendó a la Providencia y confió en la benevolencia de Alhaquen.
Permaneció un largo rato aguardando, pero el califa seguía concentrado en su libro sin apenas moverse, por lo que decidió carraspear para llamar su atención.
Alhaquen se volvió y le miró con ojos todavía perdidos, hasta que descendió de sus cavilaciones y sonrió ampliamente.
—¡Oh, querido Asbag! —exclamó—. Estaba leyendo algo verdaderamente hermoso. Pero… escucha; te lo leeré para que disfrutes tú también de palabras tan sabias y confortadoras. Se trata de la epístola cuarta de Hermanos de la pureza, un libro de sabiduría que he recibido recientemente desde Basora. Dice así: «Los hermanos no deben oponerse a ciencia alguna, ni rechazar libro alguno, ni ninguna doctrina; pues nuestra opinión y nuestra doctrina integran todas las doctrinas y resumen todas las ciencias…».
—¿Quiere ello decir que todas las doctrinas son válidas? —le preguntó Asbag.
—No exactamente. Lo que quiere decir es que el único método para llegar a la verdad suprema consiste en conocer cuanto más mejor, sin rechazar nada.
—Y… ¿creéis que es posible alcanzar esa verdad aquí; en el mundo?
Alhaquen sonrió de nuevo, con dulzura, y encogió los hombros en un gesto mezcla de conformidad y de duda.
—Bueno, pienso que la verdad es como un camino; quien está en él ya está en vías de alcanzar su destino.
—Pero… no todo lo que se encuentra en ese camino es igualmente válido —repuso Asbag—. Habrá que dejar de lado las veredas…
—¡Oh, naturalmente! Pero si no conoces las veredas no podrás escoger el itinerario más corto.
—Aun así, el camino principal es siempre el más seguro —observó Asbag.
—Sí. Ése es precisamente el problema; ¿cuál es el camino principal?
—Hay luces que muestran el sendero; hitos seguros que no hay que dejar: el bien, el amor, la justicia…
—¡Ah, ciertamente! —asintió Alhaquen—. Dios es la suprema verdad; la verdad única y universal. Y el Dios único posee muchos nombres.
—Sí —dijo el obispo—. Y el creyente tiene la obligación de contribuir al triunfo de la verdad y a la erradicación de la falsedad.
—Naturalmente. Porque el mal existe sólo en la esfera humana, como resultado de la voluntad libre; en el plano cósmico Dios sólo puede querer el bien.
—Como un buen rey, que sólo debe querer el bien de sus súbditos, a toda costa. Porque el universo está gobernado por Dios y el Estado está gobernado por un rey…
—Sí, querido Asbag. Pienso en ello con frecuencia. Sobre todo desde que leo los tratados de al-Farabi, según los cuales el Estado debería estar gobernado por un filósofo como hombre perfecto y encarnación de la razón pura: como rey y guía espiritual, como imán, legislador y profeta en nombre de Dios. Pero este mundo lo gobiernan hombres de armas, y así es difícil la paz…
Asbag creyó entonces llegado el momento de abordar el asunto que le había llevado hasta allí y pensó que la Providencia no podía haberle puesto mejor las cosas.
—Señor —dijo—, ¿qué es lo más sagrado en este mundo?
Alhaquen se quedó mirándole con evidente confusión.
—Hummm… no sé —respondió—. Déjame pensar… La justicia…
—¿Es justo que alguien sufra en silencio, un día y otro, sin poder expresar la causa de su mal? —se apresuró a preguntarle el obispo.
—No. Creo que lo justo sería que expusiese la razón de tal desdicha: así se vería la manera de poder ayudarle.
—¿Y si al exponer tal razón hiriese sentimientos y transgrediera antiguas e inamovibles normas de cortesía?
—Bien, habría que saber quién sufre de esa manera y por qué.
—Una madre —respondió Asbag—. Una madre que ve cómo le roban a sus hijos a causa de las circunstancias y de las absurdas tradiciones que otros consideran buenas.
—¡Oh, eso no puede ser! —exclamó Alhaquen—. ¡El amor de una madre es siempre sagrado! ¿Quién es esa madre?
—La madre de vuestros hijos —respondió Asbag con rotundidad.
—¿Qué?
—Sí, amado califa. La sayida Subh Walad sufre y languidece como una planta sin luz y sin aire en vuestro harén, viendo cómo los fatas al-Nizami y Chawdar, aunque con buena voluntad, le quitan a sus hijos. Está sola, se aburre; es de otra cultura, de otro mundo, y no comprende aún las costumbres anquilosadas del palacio.
A Alhaquen se le demudó el rostro. En su mirada se transparentó una sucesión de confusiones y dudas. Durante un momento permanecieron en silencio. Luego Asbag prosiguió:
—Creedme, señor, es muy difícil para mí deciros esto; pero es la verdad. Vos mismo decíais hace unos momentos que la verdad es lo que debe alcanzarse a toda costa y que un buen rey debe querer sólo el bien de sus súbditos; cuanto más… el bien de los suyos.
—Pero… —replicó el califa— al-Nizami y Chawdar han sido siempre muy buenos conmigo; son mi única familia…
—No —repuso Asbag—. Permitidme, señor, que os recuerde que ya no son vuestra única familia. La princesa Subh y los niños no se encuentran en la misma situación que vos, entre múltiples mujeres, concubinas y multitud de hermanos. Ése no es el caso de vuestros hijos; ellos tienen a su madre y merecen otra forma de vida.
—Oh, todo esto es tan confuso para mí… ¿Qué se puede hacer?
—Dadles una casa, fuera de Zahra si es preciso; en el alcázar de Córdoba. Con sus criadas, sus administradores y todas las comodidades. Sacadles de este palacio, que es bello, pero oculta sombras del pasado…
—¿Y… si todo sigue igual? —preguntó Alhaquen con lágrimas en los ojos.
Asbag apretó los labios y bajó la mirada.
—Subh morirá con toda seguridad —dijo—. Y vuestros hijos estarán solos, en medio de las intrigas de los eunucos y de las insatisfechas y envejecidas mujeres del harén. ¿Se merecen acaso eso…?
—¡Dios mío! Déjame pensar; déjame ahora y ya te comunicaré mi decisión.