Capítulo 27

Córdoba, año 966

La intensa lluvia repiqueteaba en el tejado de la iglesia de San Acisclo. Aunque había pasado el alba, los densos nubarrones que se cernían sobre Córdoba la sumían en un obscuro ambiente de madrugada. En el interior olía a incienso, a cera quemada y a ropas húmedas, pues los gabanes y los capotes de los fieles se habían mojado en el camino desde sus casas. Era domingo y la iglesia estaba llena, a pesar de la lluvia. El canto final de la liturgia ascendía por la bóveda central, mientras la cruz procesional y los ciriales avanzaban hacia el altar portados por los acólitos. Asbag había presidido la celebración que terminaba y se puso en pie para impartir la bendición. El diácono colocó el báculo en su mano y el subdiácono recogió el evangeliario del ambón para sostenerlo sobre su cabeza, aguardando a que llegase el momento de abrir la procesión de salida.

No había muchos fieles; Asbag pensó que sería a causa de la lluvia. Mientras avanzaba por el pasillo central se fue fijando, como solía hacer, en los asistentes a la misa: el cadí Walid con su familia, algunos nobles, gente del pueblo llano, artesanos, comerciantes y, eso sí, al fondo un apretado y nutrido grupo de mendigos que esperaban el reparto del pan bendecido.

Cuando salió al pórtico principal, la lluvia había cesado, y un tímido sol matinal hacía brillar las piedras y los tejados. Los diáconos repartían los panes a los menesterosos y se formó el alboroto de costumbre.

Cuando, después de saludar a los miembros de la comunidad, el obispo se disponía a irse a casa para desayunar, se le acercó un extraño hombre y le pidió con sigilo que le acompañara hasta el otro extremo de la plaza, donde aguardaba otra persona que hacía señas discretamente. Asbag se acercó hasta allí. El otro hombre, de mediana estatura, vestía con bastas y descoloridas ropas, mientras que se cubría la cabeza y gran parte de la cara con un espeso turbante. El obispo se fijó en sus ojos, que eran casi lo único que le asomaba del rostro; le resultaron familiares, sobre todo las cejas anchas y rojizas. Pero el desconocido no dijo nada de momento.

—¿Podemos ir a tu casa? —pidió el primer hombre.

—¿Necesitáis algo de mí? —preguntó Asbag—. El arcediano se hace cargo de las limosnas…

—Oh, no —contestó el misterioso hombre—. Mi señor tan sólo desea hablar contigo.

Por esto supo Asbag que el primero de ellos era un criado y el más tapado su señor, a pesar de su poco distinguido atuendo.

—Bien, seguidme —dijo el obispo, aunque algo desconcertado.

En esto, el arcediano se les aproximó, viendo que Asbag podía necesitar algo. A lo que el criado rogó:

—Por favor, se trata de algo muy confidencial. ¿Podríamos estar solos los tres?

Con un gesto Asbag despidió al arcediano.

Una vez en el zaguán de la casa del obispo, se limpiaron el barro de los zapatos en una tosca estera de esparto, y nuevamente a Asbag le resultó familiar el misterioso hombre de las cejas rojizas.

—Bueno; ya estamos solos —les indicó en el recibidor—. ¿Podéis decirme ahora qué queréis de mí?

Ambos hombres miraron en todas direcciones comprobando que efectivamente no había nadie más en la estancia. Entonces, el señor comenzó a desliarse el extremo del turbante con la ayuda de su criado. Su rostro apareció ante Asbag.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó el obispo inclinándose en una profunda reverencia.

Se trataba del califa Alhaquen en persona. Se trataba de un gesto inaudito; el Príncipe de los Creyentes fuera de Zahra, sin séquito ni escolta, ataviado vulgarmente y en la sola compañía de un criado; algo que a Asbag le costó un largo rato asimilar.

—¡Mi señor! ¡Mi rey y señor! —decía sin salir de su asombro—. ¿Cómo es posible? En mi propia casa…

—Chsss… calla —le ordenó el califa—. Me vas a delatar.

—Pero… señor, tomad alguna cosa. ¿Queréis comer algo?

—No, no, no… No llames a nadie. Ninguna persona, aparte de ti, debe saber que estoy aquí; esto es un atrevimiento que sólo yo he decidido, sin pedir consejo a nadie.

—Y… ¿qué queréis de mí, querido califa?

—¿Recuerdas la conversación que tuvimos en mi palacio hace diez días?

—Sí, claro; cuando llegó Recemundo con aquellos sabios…

—Pues bien; si lo recuerdas, te dije que quería conocer Córdoba de cerca, para saber si la ciudad es tal y como yo la imagino. Si hubiera venido a ella como otras veces, en calidad de califa, mis funcionarios me habrían ocultado la verdadera realidad, preparándolo todo para que yo quedara contento, lo que no me habría servido de nada. Por eso decidí disfrazarme y recorrer Córdoba a pie, barrio por barrio. En numerosas ocasiones me has hablado de la pobreza y la miseria que conviven en las calles con el lujo y la ostentación… Quiero verlo con mis propios ojos y, luego, obrar en consecuencia…

—Está bien —respondió Asbag—. Creo que lo he comprendido. ¿Cuándo queréis comenzar?

—Hoy mismo. ¿Por qué hemos de esperar?

Los tres hombres salieron a la calle. Hacía un día precioso, con el cielo salpicado de nubes; el aire estaba templado y perfumado de aromas de lluvia. Dejaron el barrio cristiano, que descansaba por ser domingo, y se adentraron en los poblados callejones de la grande y laberíntica Córdoba. A Alhaquen le pareció que necesitaría miles de años para descubrir los secretos de su ciudad. Todo fue de pronto barullo, griterío, deambular codo con codo con la masa callejera que se había lanzado a exprimir la mañana después de la lluvia. Allí estaban las caballerías resbalando por los mojados adoquines y entorpeciendo el paso, en la estrechura acentuada por los improvisados mostradores, los vendedores ambulantes con sus mercancías sobre la cabeza, los campesinos empujando torpemente, los compradores apresurados, los paseantes deambulando con calma, los artesanos golpeteando sobre sus hechuras, los ociosos mozalbetes, los mendigos falsos y verdaderos, los ciegos voceando sus miserias, los enfermos afligidos por sus males, los fulleros engañando a la gente, los cuentistas, los pregoneros vociferando, los afectados de llagas y pústulas supurantes vendadas con infectos trapos… Y todo esto impregnado de los olores de la multitud: de los guisos, de las especias, de los perfumes, de las drogas, de los fritos, del pescado, de los orines, de los podridos desperdicios, de los cueros malolientes, de las aguas revueltas… Había alegría y jolgorio junto al llanto y el quejido lastimero; gente afanada en sus tareas, comprando y vendiendo, arreglándose la barba, comiendo, bebiendo, eructando de satisfacción… Y gente descalza y harapienta aguardando las migajas y las sobreras limosnas. Todo eso en el exterior, porque tras las sencillas fachadas el interior quedaba vedado por las puertas y los balcones y ventanas cubiertas con apretadas celosías. A veces se atisbaba algún fresco patio o alguna lujosa alhóndiga; pero las casas ricas estaban protegidas por las tapias altas, por encima de las cuales se alzaban brillantes ramas de palmeras y los árboles de jugosos frutos de los jardines y huertos que encerraban las espléndidas residencias de los ricos, a cuyas puertas se amontonaban los mendigos.

No obstante, fue en los arrabales más alejados, fuera de las murallas, donde se encontraron con la masa de sucios, hambrientos y desgraciados que venían a buscar un sitio en la ciudad, sin poder aspirar siquiera a cruzar las puertas.

—¿Y éstos? —preguntó el califa.

—Son los más miserables entre los miserables —respondió Asbag—. Son las víctimas de las guerras, las sequías y las epidemias. Lo han perdido todo y vienen a la ciudad a intentar pedir limosna; pero mueren ahí, como perros sarnosos y abandonados…, sin poder siquiera entrar.

—¡Oh, Dios mío! ¡Cuánta desgracia! —exclamó Alhaquen.

El califa no se conformó con mirar. Preguntó, indagó; quiso conocer a fondo la raíz del sufrimiento y la extrema desigualdad que le había sido velada durante tanto tiempo. Y los desgraciados le respondían como suelen hacer los que nunca tuvieron nada y saben que jamás lo tendrán: con medias palabras, nacidas de la mezcla de la resignación y la falta de toda esperanza. Así anduvieron, de arrabal en arrabal, por los ponzoñosos barrizales de la miseria, cuyos moradores se arrastraban sin comer, pero comidos de piojos, chinches y lepra; comidos de gusanos aquéllos que, muertos ya, no tenían quien les excavara un hoyo en la tierra y se pudrían a la vista de todos, al lado de los caminos o en los más apartados basureros.

Una vez frente a la puerta que mira a la quibla, Alhaquen se detuvo una vez más, al contemplar a un mendigo ciego que aullaba a cuatro patas como un perro.

—¿Hombre de Alá, por qué aúllas?

El desdichado ciego alzó entonces la cabeza y preguntó a su vez:

—¿Darías tú a un perro lo que se le niega a los hombres?

—No —respondió el califa con rotundidad.

—Pues dame al menos lo que corresponde a un perro —contestó el ciego.

Alhaquen entonces extrajo un puñado de monedas y las puso en la mano de aquel hombre. Luego se apoyó en la muralla y sollozó amargamente durante un buen rato.

Asbag y el criado estuvieron viéndole llorar impasibles, sin atreverse a decirle nada, hasta que el califa, tras enjugarse las lágrimas, les miró desde un abismo de tristeza y les dijo:

—Es suficiente. Regresemos.