Córdoba, año 962
Pasó el otoño, vino el invierno y trajo las fiestas de la Natividad del Señor. San Acisclo rebosaba de fieles, y los hermosos cantos litúrgicos ascendían hasta las bóvedas junto con los aromáticos sahumerios. Las celebraciones tuvieron una suntuosidad y una concurrencia como no se recordaba. A todos los actos acudió el rey Ordoño acompañado por su séquito de nobles con sus mujeres, hijos y pajes, que se habían acostumbrado pronto a ataviarse con los ricos ropajes que usaba la nobleza de Alándalus. Acudieron también los embajadores de los reinos del norte; condes, prelados y abades que participaron activamente en las celebraciones. Todos presentaban sus respetos al obispo de Córdoba y reconocían sin pudor el mérito de que una floreciente comunidad de cristianos existiera en medio del reino musulmán más poderoso de la tierra. Era para sentirse orgulloso. Asbag exultaba de satisfacción y felicidad.
No obstante, la tranquilidad de aquellos días duró poco. El rey Ordoño empezó a impacientarse y le pidió a Asbag que solicitara del califa el cumplimiento de cuanto le había prometido. Y el obispo de Córdoba no pudo hacer otra cosa que aconsejarle que tuviera paciencia.
Sin embargo, una mañana las cosas se complicaron. Había terminado el oficio religioso en San Acisclo, al que habían asistido como de costumbre las embajadas del norte, así como Ordoño con toda su familia y los condes que le acompañaban a todas partes. Generalmente, los dignatarios cristianos se sentaban en primera fila, ocupando por su orden los sitiales que estaban dispuestos para los embajadores, según la categoría del reino y del embajador. Pero Ordoño se sentaba en el presbiterio con su mujer y sus hijos, pues se le confería la categoría de rey. Ya antes de comenzar la misa, un conde y un abad leoneses, enviados por Sancho I, habían manifestado su disconformidad con este tratamiento, pues consideraban que constituía una ofensa para quien según ellos era el único monarca legítimo de León, que era el que actualmente ocupaba el trono. Pero Asbag consiguió disuadirles de su protesta con hábiles razonamientos.
Finalizada la misa, Asbag se estaba despojando de las vestiduras litúrgicas en la sacristía cuando desde fuera llegaron voces. El obispo se precipitó hacia la puerta y vio a una veintena de caballeros discutiendo acaloradamente. Los condes del séquito de Ordoño y el embajador de Sancho I se lanzaban improperios y amenazas, mientras un nutrido grupo de hidalgos y peones iban formando un peligroso cerco, donde unos y otros tomaban partido en la disputa.
De repente, alguien echó mano a la espada y, en un momento, brillaron los aceros en el aire.
Asbag saltó al medio de la contienda con los brazos extendidos.
—¡No! —gritó—. ¡Aquí no, señores! ¡Son los umbrales de la casa de Dios! ¡Guardad las armas!
El abad, que se había sentido molesto antes de la misa, avanzó también hacia el centro de la aglomeración.
—¡Solucionemos definitivamente este asunto! —pidió—. No tenemos inconveniente en acudir al templo junto a Ordoño; pero que ocupe el lugar que le corresponde. ¿Por qué ha de sentarse en el presbiterio frente a los embajadores de los otros reyes? ¿Es acaso él nuestro soberano?
—¡No! ¡No es rey! —secundaron algunas voces—. ¡Que se siente como todo el mundo al pie de las gradas!
—¡Calma, señores! —rogó Asbag—. ¿Es eso tan importante?
—Sí —respondió el abad—. Sí lo es. Hemos venido aquí enviados por los reyes cristianos, entre los que reina la armonía y la hermandad. Ése que cada día se sienta en el presbiterio es el único que rompe esa cristiana fraternidad, no aceptando a su primo Sancho I, el único y legítimo heredero del trono de León. No acudiremos más a las celebraciones religiosas de Córdoba mientras no se dé solución a este asunto.
Asbag miró a Ordoño y vio que estaba enrojecido de rabia. Pero el rey no dio respuesta alguna; se fue hacia su caballo y montó. Tras él abandonaron la plaza todos sus familiares y los condes que formaban su séquito.
Desde aquel día el ambiente se enrareció entre los cristianos. Ordoño seguía asistiendo al oficio en el presbiterio, como de costumbre, lo cual provocó que ninguno de los demás embajadores volviera a las celebraciones de San Acisclo. Ellos se reunían por su cuenta en sus residencias y asistían a las misas celebradas por sus propios capellanes y prelados. Y toda esta cuestión trajo consigo peleas y reyertas callejeras entre los partidarios de uno y otro bando. La situación llegó al límite cuando un hidalgo fue asesinado en una taberna.
Asbag decidió intervenir. Sin embargo, no sabía cómo enfrentarse a aquel turbio asunto sin tomar partido y provocar que la tensión aumentara aún más. Pidió consejo al juez Walid.
—Acude a Alhaquen —le aconsejó el juez—. Él sabrá lo que hay que hacer. Él fue quien hizo las promesas a Ordoño; él debe decidir el estatuto que le corresponde, puesto que es su invitado.
—Sí —asintió Asbag—. Tienes razón. No me queda otro remedio que acudir al califa.
Pero cuando Asbag llegó a Zahra, se encontró con que ni Alhaquen ni el primer ministro al-Mosafi se encontraban allí; ambos habían viajado hasta Sevilla para la toma de posesión del nuevo visir y permanecerían fuera más de un mes. Entonces no tuvo otra alternativa que entrevistarse con el eunuco Chawdar, que era quien se ocupaba de todos los asuntos, junto con al-Nizami, en ausencia del califa.
El eunuco le hizo esperar. En el recibidor, Asbag meditó sobre si era conveniente o no confiarse a Chawdar, pues, desde el principio, su relación con los dos eunucos principales había sido distante. Sabía que no les gustaba a los dignatarios palaciegos; como tampoco ellos le gustaban a él.
Pero resolvió encomendarse a la Providencia y al hecho de que, al fin y al cabo, esos hombres participaban de la intimidad de Alhaquen, quien había dicho en repetidas ocasiones que tratar con ellos era como hacerlo con el mismo califa.
Cuando por fin apareció Chawdar, examinó a Asbag con rostro imperturbable, como solía hacer.
Asbag se inclinó ligeramente.
—¡Vaya, obispo Asbag! —dijo el eunuco en un tono que a Asbag le pareció irónico—. ¿Qué te trae por aquí?
—Deseaba hablar con el Comendador de los Creyentes —respondió el obispo—, pero ya he sabido que está ausente…
—¿Qué es lo que necesitas de mi señor? —preguntó con ironía Chawdar—. Si puede saberse, naturalmente.
Asbag explicó en pocas palabras todo lo que había sucedido entre los cristianos del norte que se encontraban en Córdoba. Chawdar lo escuchó atentamente, sin interrumpir. Cuando el obispo terminó sus explicaciones, el eunuco le miró dubitativo.
—¡Vaya, vaya! ¿Y un hombre tan inteligente como vos no ha podido poner orden entre ellos? —preguntó astutamente.
Asbag le miró con seriedad.
—Es un asunto complejo —dijo—. No olvidemos que Ordoño cuenta con la promesa de Alhaquen y confía en recobrar su trono. Y eso… todo el mundo lo sabe.
—¡Ese pendenciero! —exclamó Chawdar, nervioso—. Lo que teníamos que haber hecho es enviarle desde el principio cargado de cadenas a León, para que los suyos le dieran su merecido. No hay nada peor que un fracasado con pretensiones. Desde que llegó no ha hecho nada más que molestar… Es un estorbo; un estúpido e insoportable estorbo.
—Sí —asintió Asbag—. Pero tiene un documento, firmado y sellado por el mismísimo Alhaquen, en el que se le reconoce su legitimidad como rey de León y se le promete un ejército para ser restablecido en su trono.
—¿Quién podía saber que su primo se amedrentaría tan pronto? —se preguntó Chawdar.
—Nadie, desde luego. Pero ahora nos hallamos en un compromiso. Mientras Ordoño esté en Córdoba es un rey…, cosa que los otros no están dispuestos a admitir.
—¡Vaya! Para una vez que estamos a partir un piñón con todos los reyes del norte… —dijo el eunuco cada vez más nervioso—. Hay que hacer algo inmediatamente. No podemos consentir que esos estúpidos lo echen todo a perder.
—Sí. ¿Pero… qué hacer?
—Déjalo de mi cuenta —respondió Chawdar—. Daré una fiesta. Sí, eso, daremos una fiesta; invitaremos a Ordoño y a los suyos y les serviremos vino… mucho vino. El vino obra maravillas entre la gente del norte.
—Con todos los respetos… —replicó Asbag—. No creo que ésa sea la solución adecuada. Aunque Ordoño se divierta y esté contento durante la fiesta, los efectos del vino pasan.
—¡Bah! —protestó Chawdar—. ¿Qué sabes tú de estas cosas? Le daremos mujeres…, bailarinas, hermosas bailarinas del vientre; y buenos manjares, carnes especiadas… ¡Que beba! ¡Que beba y se divierta como un verdadero rey oriental! Déjalo todo de mi cuenta…
Asbag salió del palacio sumido en la confusión. Tenía que comunicar a Ordoño y a los suyos que el próximo sábado deberían acudir a la fiesta dada en palacio por los dos grandes chambelanes del califa; y no terminaba de ver con claridad que aquélla fuera la solución del conflicto.
Zahra
Ordoño y los veinte condes de su séquito se encaminaron hacia Zahra henchidos de vanidad. La invitación al palacio del califa parecía darles la razón ante los embajadores de sus contendientes; puesto que a las fiestas privadas de la medina real sólo en contadas ocasiones acudían los príncipes aliados y los altísimos dignatarios del imperio. Se engalanaron de un modo fastuoso; rebozados en sedas y brocados; cubiertos con mantos de armiño, como los reyes representados en los retablos; se pusieron joyas, diademas, coronas, toisones… El carácter histriónico, teatral y estudiado de su atavío llegó al extremo en la entrada del palacio, cuyas puertas Ordoño atravesó bajo un palio que sostenían cuatro jóvenes hidalgos.
Asbag y Walid no daban crédito a lo que sus ojos contemplaban aquella tarde.
—¡Pronto han aprendido estos rudos montañeses las maneras orientales! —exclamó el juez.
—No me gusta nada todo este asunto —observó Asbag.
Eran los últimos días de diciembre y fuera hacía frío. Entraron en un amplio salón inundado por una luz tenue, con las paredes estucadas y el techo muy alto. Lo primero que les impresionó fue el ambiente cálido, agradable, y la suave música. Al final había una pequeña galería adornada con columnas, bajo la cual se encontraban los divanes y los cojines que aguardaban a los anfitriones. Salvo los criados, en el salón no había nadie más.
Un ceremonioso mayordomo fue acomodando a los invitados. Cada cual tomó asiento ante la mesa que se le había asignado; y a Ordoño le correspondió un sitial más elevado, forrado con un cojín grueso y provisto de un escabel; detrás de él se habían situado dos negros y altos sirvientes mauritanos dispuestos a servirle con solicitud. Le ayudaron a quitarse la pesada capa y le acomodaron. Asbag y Walid estaban sentados al otro lado de la sala, justo enfrente del rey. Los demás condes contemplaban todo sin salir de su asombro.
La entrada de Chawdar y al-Nizami en la sala del festín fue parte del espectáculo, como correspondía a la intención de aquel banquete, ideado para impresionar a los nobles norteños. Primero hizo su aparición un surtido grupo de invitados, que se fueron acomodando delante de sus mesas. Luego se intensificó la música y entraron unos jovencísimos pajes, completamente vestidos de blanco, que corretearon, saltaron y realizaron hábiles ejercicios acrobáticos sobre las alfombras al ritmo de los tambores y después se situaron en las esquinas del salón, quietos como pétreas estatuas. Entonces se hizo el silencio, y desde el techo se desprendió una suave lluvia de pétalos de rosas que cayó sobre todos arrancando un murmullo de admiración. En ese momento se abrió la puerta del fondo, bajo la galería, y de súbito irrumpió un hermoso caballo blanco portando sobre su silla un blanco y sedoso macho cabrío con un solo cuerno en mitad de la frente. Ambos, corcel y cabrío, dieron varias vueltas en alegre trote y desaparecieron entre los aplausos de todos los presentes.
Walid se volvió entonces hacia Asbag y le dijo:
—No olvidemos que los eunucos son eslavos; y a los eslavos les encanta este tipo de espectáculos. Asbag asintió con la cabeza.
Pero aún faltaba lo mejor. Un ejército de sirvientes entró portando las bandejas, los cuencos y las fuentes que contenían los manjares que se iban a degustar: cuartos de cordero y de buey asados o hervidos; pajarillos, perdices, liebres estofadas, legumbres, frituras, tortas, frutas, pastelillos… Y, finalmente, en unas andas sostenidas por varios criados, aparecieron dos grandes tinajas de barro que fueron depositadas en el centro.
—¡Qué extraño! —dijo Walid—. Se ha servido el banquete sin que los anfitriones estén presentes. ¿Qué pretenderán estos dos eunucos locos?
De nuevo sonó la música, insinuante y acentuando la expectación. Todo el mundo miró entonces a la galería, esperando, esta vez definitivamente, ver aparecer a los misteriosos anfitriones. Pero en la sala entraron dos fornidos y musculosos jóvenes empuñando cada uno un mazo. Avanzaron hacia el centro y golpearon a la par las tinajas, provocando vehementes exclamaciones entre los comensales, pues se suponía que los recipientes estaban llenos de vino. Pero al desmoronarse las tinajas en pedazos, aparecieron los dos eunucos en cueros, con toda la piel teñida de dorado color azafrán, excepto sus rostros; y todo el mundo contempló sus genitales, provistos de pene pero carentes de testículos, lo que constituía el orgullo de aquella casta palaciega tan próxima al califa.
Allí mismo, delante de todos, los eunucos fueron vestidos ceremoniosamente, calzados con ricas babuchas, cubiertos con delicadas túnicas de seda, enjoyados y tocados con exquisitos turbantes rematados con fina pedrería, nácar y plumas de pavo real.
Los cristianos contemplaron atónitos aquel inusitado ceremonial impregnado de lujo y sensualidad.
Los chambelanes dieron a los pajes la orden de llenar los vasos. Los músicos ubicados al fondo del salón tocaron al unísono sus instrumentos; flautas, arpa, címbalos, tamboriles y laúdes, anunciando la entrada de las bailarinas. Se sirvieron los manjares sobre las mesas bajas de maderas preciosas, junto a las cuales los comensales estaban sentados en cojines, y todo el mundo se aplicó a degustar los manjares y el vino.
Después de comer algo, Asbag juzgó que no era prudente que el juez y él permanecieran allí mucho tiempo más, sobre todo porque la embriaguez comenzaba a enturbiar las cabezas de los invitados. Se acercó a Walid y le dijo:
—Me parece que ha llegado el momento de que nos marchemos. El vino empieza ya a provocar un efecto indeseable y esta gente va a pasar a la lujuria.
—Tienes razón —dijo el juez—. Levantémonos con discreción y dirijámonos hacia la puerta.
Ambos mozárabes se pusieron en pie y se acercaron a la mesa de los anfitriones para disculparse. Se inclinaron respetuosamente y Asbag dijo:
—Excusadnos, señores, pero no es prudente que un obispo permanezca demasiado tiempo en un banquete… Nuestras costumbres así lo determinan.
—Está bien —dijo Chawdar—, pero antes hemos de hacer un brindis.
El eunuco ordenó a los escanciadores que llenaran los vasos y todo el mundo se puso en pie. Chawdar entonces se colocó en medio del salón, y tras pedir silencio, dijo:
—Brindemos por nuestro señor el Príncipe de los Creyentes; y hagámoslo con un vino especial mandado traer desde Málaga por el anterior califa al-Nasir para las grandes ocasiones… Es un vino reservado para reyes.
En ese momento, un criado se acercó hasta Ordoño con una bandeja en la que había una hermosa copa de oro. El rey la cogió y la apuró de un trago. Todos bebieron.
—¡Excelente! —exclamó Ordoño.
El otro eunuco, al-Nizami, se aproximó entonces al rey cristiano con una preciosa botella en las manos.
—Este vino es el mismo que acabamos todos de apurar. Te lo llevarás a tu residencia y lo tomarás durante siete días en honor de nuestro califa… Es una vieja costumbre que se reserva solamente para los que han sido agraciados a los ojos del Príncipe de los Creyentes. Así será como si esta fiesta durase siete días.
Ordoño recogió la botella y se inclinó profundamente, lleno de agradecimiento por aquella deferencia tan especial.
—¡Y ahora, que siga la fiesta! —ordenó el eunuco.
La música volvió a sonar y las bailarinas saltaron de nuevo al centro del salón arrojando brazadas de perfumados pétalos de rosas. Las muchachas acentuaron entonces sus sensuales movimientos y los leoneses aullaron de emoción.
Asbag y Walid aprovecharon aquel momento de entusiasmo para abandonar la sala del banquete y, cuando aún no había anochecido, pusieron rumbo a Córdoba.
Córdoba
Al día siguiente, Asbag intentó entrevistarse con Ordoño para saber cuál sería su actitud en el conflicto con los embajadores. Pero, cuando llegó a su residencia, uno de los condes del séquito le dijo que el rey se encontraba algo enfermo a causa de los excesos gastronómicos y alcohólicos de la noche anterior.
El obispo volvió a intentarlo a la mañana siguiente; pero una vez más tuvo que regresar sin ver al rey, pues éste no se había recuperado. Y así acudió cada día durante una semana, sin que el estado del rey mejorase, por lo que decidió pedir que le llamaran una vez que Ordoño estuviera repuesto.
La noche del sábado, Asbag tardó en conciliar el sueño y luego tuvo pesadillas. No podía apartar de su mente aquella extraña fiesta con todos aquellos excesos, de la que no veía que nadie hubiera extraído beneficio alguno.
De repente, se despertó en plena noche con una imagen fija en la mente: la copa de oro que dieron a Ordoño y la misteriosa botella de vino. «¡Veneno!», pensó.
Por la mañana muy temprano se encaminó hacia la residencia de Ordoño, con la decidida intención de indagar acerca de aquel vino. No obstante, cuando llegó a la puerta se encontró con el griterío y el alboroto. El rey había muerto.
Los funerales se celebraron tres días después en San Acisclo, con la asistencia de todos los embajadores cristianos y un importante número de representantes de la corte del califa. Cuando terminó el oficio religioso, el cuerpo de Ordoño IV, cargado en una carreta, emprendió camino hacia León para reposar con sus antepasados.
Asbag y el juez Walid, junto con el consejo mozárabe, fueron hasta la puerta de Alcántara para despedir el cortejo fúnebre. Mientras el enlutado carromato y el séquito de caballeros dolientes se perdían por la carretera en el horizonte, el obispo se acercó al juez y le dijo en voz baja:
—¿No te ha parecido extraña esta muerte?
—¿Extraña? —respondió el juez—. ¿A qué te refieres?
—Es algo que no he dicho a nadie; pero no puedo evitar la sospecha… Es todo tan extraño. Una vez escuché que los grandes eunucos de Zahra son unos maestros en el uso de los venenos.
—¿Quieres decir que sospechas que Chawdar y al-Nizami han envenenado al rey Ordoño?
—Es algo que necesitaba comunicar; por eso te lo he dicho.
—¡Oh! —dijo Walid con disgusto—. No seamos suspicaces. Si a alguien le interesaba que Ordoño viviera era precisamente a los musulmanes, para mantener en jaque a Sancho y García. No olvidemos que mientras Alhaquen pudiera esgrimir a un pretendiente al trono tendría en un puño a los dos primos. Pero ahora veremos qué pasa…
—¿No has pensado alguna vez que quizás a algún sector de los musulmanes le interesa la guerra? ¿No benefician las batallas a los generales y a los eslavos de confianza del califa? ¿No han amasado su fortuna los más de ellos gracias al reinado belicista y guerrero de al-Nasir?
Walid miró al obispo con gesto aterrorizado.
—¡Oh, Dios! —exclamó—. ¡La guerra, siempre la guerra!
Y, tal como ambos temieron, hubo guerra. Cuando el cuerpo de Ordoño fue sepultado en León, su prematura desaparición disipó el temor de su primo Sancho, que, libre de su competidor, pudo eludir el cumplimiento de las promesas que acababa de renovar ante el soberano musulmán. Sin tardanza, ajustó alianzas con el conde de Castilla, el rey de Navarra y los condes de Barcelona, Borrell y Mirón, y se dedicó a esperar los acontecimientos.
Alhaquen no tuvo más solución que la guerra. Decidido a atacarlos y reducirlos uno tras otro, se puso en persona al frente de la expedición que, en el verano de 963 (352 de la hégira), tuvo como primer objetivo Castilla. Los ejércitos musulmanes se apoderaron de la plaza de San Esteban de Gormaz, sobre el Duero. La guerra fue cruel y sangrienta, con pueblos destruidos y multitud de cautivos.
El conde Fernán González se vio obligado a pedir una paz, cuyas cláusulas violó enseguida. Una nueva aceifa musulmana le arrebató Atienza.
Por un lado, García Sánchez I fue atacado en sus propios dominios por el gobernador de Zaragoza, Yahya ben Mohammed al-Tuchibí, y derrotado en varias batallas; además, el general Galib le ganó la ciudadela de Calahorra.
Fueron años de guerras, en los que Alhaquen aseguró las fronteras del califato, no con la paz como pretendió, sino con los ejércitos, como hiciera al-Nasir, lo que consolidó su prestigio en el trono. De esta suerte, la superioridad de las armas califales se tradujo en la imposición de una tregua a los reinos cristianos. Durante varios años hubo paz.
El obispo de Córdoba, Asbag aben-Nabil, estuvo más ocupado que nunca; sirviendo de intérprete y de mediador con las numerosas embajadas de la Hispania cristiana que desfilaron por Córdoba hasta el año 964 (363 de la hégira). Llegaron las del conde Borrell de Barcelona; la del rey Sancho Garcés I de Navarra; la de Elvira, tutora del joven rey asturleonés; la de Fernán Laínez, conde de Salamanca; la de Garcí Fernández de Castilla; la de Fernando Ansúrez, conde de Monzón; y la de Gonzalo, conde de Galicia.
El año 965 (364 de la hégira) la hermosa favorita Subh, la vascona, alumbró a otro hijo de Alhaquen, al que se llamó Hixem. El califa, lleno de satisfacción, colmó a la madre de los dos príncipes de generosos dones y la nombró sayida[1].