Capítulo 19

Pamplona, año 962

El conde Jerónimo y sus hombres se dirigían directamente a Navarra, para unirse a los caballeros que llegaban desde los reinos cristianos acudiendo a la llamada de los reyes de León y Navarra, que preparaban la campaña. El propio conde aconsejó a Asbag que hicieran el camino juntos, pues el destino de ambos grupos era el mismo. Cabalgaron por estrechos senderos, por profundos valles, hacia el este, a través de un terreno montañoso.

La llegada a las inmediaciones de Pamplona desveló por fin la intención de los reinos cristianos. Los alrededores de la capital navarra eran un inmenso campamento formado por la concentración de huestes procedentes de Galicia, Asturias, León, Castilla, Vasconia, Aragón, Gascuña, Cerdeña, Rosellón… Cientos de caballeros habían acudido a tomar parte en la aventura de la campaña contra el moro.

Desde un altozano, los mozárabes y los caballeros burgaleses contemplaron el panorama: tiendas de campaña de todos los colores y formas, barracones, cuadras, estandartes, talleres, rebaños y miles de rudos guerreros norteños ávidos de lucha y de botín.

—No han perdido el tiempo —dijo el juez Walid—. Esta concentración debió de iniciarse nada más conocerse la muerte del califa Abderrahmen.

—Sí —comentó Asbag—. Y me temo que será imparable si Dios no lo remedia.

—No lo creáis —dijo el conde—. La mayoría de los señores convocados están aún indecisos. Ni Ripoll, ni Barcelona, ni Urgel, ni Pallars se han presentado. No hay unanimidad acerca de la conveniencia de esta guerra.

—¿Por qué acudes tú entonces? —le preguntó Asbag a Jerónimo.

—Tengo veinte años… Es la edad en la que un hombre desea conocer el mundo —respondió el joven.

—¿Aun a costa de la sangre y el dolor de otros? —preguntó Asbag.

—La guerra es inherente al mundo —respondió Jerónimo—. ¿Creéis que nosotros la hemos inventado? Si nos dedicáramos sólo a criar rebaños y a labrar la tierra, vuestro califa vendría y nos quitaría el fruto de nuestro trabajo sin mediar palabra. Así es el mundo…

—Tristemente tienes razón —le dijo Asbag—. Por eso estamos aquí. También alguien tiene que intentar hacer la paz. Sería terrible dejar hablar solamente a las espadas.

—Sí —asintió con sinceridad el joven conde—. Eso lo respeto. Tenéis todo el derecho a intentarlo.

Descendieron de los cerros y atravesaron el gran campamento, pasando ante los pabellones donde lucían las armas de los señores más extraños, cuya vida de hombres de guerra se desenvolvía con naturalidad en aquellas horas de la tarde: bebían vino junto a sus tiendas, jugaban a los dados o conversaban plácidamente, mientras sus escuderos y asistentes les pulían las armaduras, barrían la puerta o les cocinaban la cena.

Las murallas de Pamplona permanecían cerradas a cal y canto, pues aunque aquella multitud guerrera era aliada, no dejaba de suponer una amenaza para la pacífica vida que se desenvolvía dentro de los muros.

Jerónimo y sus hombres se despidieron allí mismo, junto a la barbacana de la puerta principal.

—Rezad por mí, venerable padre —pidió el conde—. Y que Dios lleve a buen término vuestra misión.

—Cuídate, noble caballero —le dijo Asbag—. La vida tiene mucho que ofrecerte; no merece la pena que la pierdas persiguiendo contiendas que no conducen a nada. Siempre es mejor la paz.

—Sí, pero si hay guerra es nuestro deber acudir.

—¡Que Dios te proteja!

Después de identificarse, la comitiva mozárabe tuvo que aguardar un buen rato delante de la barbacana. Después apareció un sacerdote, llamado Silvio, un hombre locuaz y sonriente, bajo, calvo y de rizada barbita de chivo.

—¡Conque el señor obispo de Córdoba! —exclamó desde las almenas—. Ya bajo, un momento…

Se descorrieron los cerrojos y se levantaron ruidosamente las aldabas; la puerta crujió y chirriaron las bisagras.

—¡Vaya, vaya, qué sorpresa! —dijo don Silvio—. ¡Noticias de moros! ¡Frescas noticias de Córdoba! Pasad, pasad, nobles señores.

El sacerdote los acompañó hasta los palacios principales, que se encontraban en el centro de la ciudadela. Se alojaron en un enorme caserón de piedra que pertenecía al obispo, edificado en torno a un claustro de columnas en cuyo centro había un pozo. Todo era frío y austero. Don Silvio los invitó a que se pusieran cómodos y les proporcionó mantas y comida. Durmieron allí aquella noche sin que nadie volviera a decirles nada.

Por la mañana, el sacerdote apareció silencioso como una sombra mientras estaban desayunando y anunció que el obispo de Pamplona les recibiría inmediatamente.

Acudieron a la casa del obispo, que estaba junto a la catedral. El prelado era un anciano de largas barbas blancas al que Asbag recordaba perfectamente, pues había acompañado a la reina Tota cuando ésta viajó a Córdoba. Ambos obispos se abrazaron cordialmente. Se hicieron las presentaciones del resto de la comitiva y después se quedaron solos los dos en la sala capitular.

—Supongo que recibirías mi carta —le dijo Asbag—. En ella te expuse el motivo de nuestra visita. ¿Vas a ayudarme?

—Sí —respondió el obispo de Pamplona—. Ya he puesto al rey al corriente de tu llegada. Esta misma tarde nos recibirá en su palacio. Pero, dime, ¿vienes por cuenta propia o te envía el rey moro?

—Un poco de ambas cosas —respondió Asbag—. He salido con la anuencia y las buenas intenciones del califa, pero no traigo un cometido concreto, ninguna carta, ningún mensaje… Mi misión consiste en convenceros de que tendréis mucho que perder en caso de guerra.

Asbag le contó entonces al obispo de Pamplona lo que le había sucedido con el obispo de Burgos. El anciano prelado escuchó atentamente con el rostro lleno de preocupación.

—Don Nuño es un hombre fiero y vehemente —dijo cuando Asbag terminó de narrarle lo sucedido—. Hace tiempo que estamos acostumbrados a sus bravuconerías. Si por él fuera estaríamos constantemente en guerra. Su padre era un conde montaraz y belicoso de los Montes de Oca y él se educó como un guerrero antes de ser sacerdote. Y no es el único; muchos obispos y abades del norte son tan aficionados como él a las armas. Pero… así están los tiempos; son nuevas costumbres que llegan desde Europa.

Por la tarde, los dos obispos fueron recibidos por el rey de Navarra. Asbag decidió esta vez cambiar la táctica. Enseguida se dio cuenta de que don García era un monarca sin carisma; tartamudo y tembloroso, por lo que le llamaban «el Trémulo», de rostro redondo y enrojecido y de pequeños ojillos temerosos. Adivinó que era un hombre indeciso, tal vez manejado por el impetuoso conde Fernán González, al que había retenido preso durante varios años en Pamplona según las cláusulas del pacto que le obligaba con Abderrahmen.

Después de las salutaciones, Asbag se puso directamente frente a él y le habló con seriedad y franqueza.

—Majestad, sin duda os han asesorado mal. Pensáis que el actual califa, Alhaquen II, es un rey apocado y de escaso temperamento. Habéis de saber que no es así. Nada está más lejos de la realidad. Y si os han dicho eso os están haciendo un flaco favor. Ciertamente Alhaquen no es como su padre; no es cruel y despiadado; no ama la guerra a toda costa… Es un sabio; un verdadero hombre de libros y de ciencias, lo cual le ha hecho inteligente y astuto. En fin, es un rey capaz de anticiparse a las reacciones más nimias de sus competidores. Por ello acuden a Córdoba embajadores de todo el mundo: del emperador de Bizancio, Constantino el Porfirogéneta; del propio Otón de Germania; de los califas de Bagdad… Y, últimamente, se encamina hacia allí vuestro propio primo, el rey Ordoño IV de León, con un buen número de condes…

—¿Mi… mi primo Ordoño? —interrumpió el rey—. Pero él ya no es el rey de León, lo es mi primo Sancho…

—¡Ah, sí! —exclamó Asbag—. Lo es vuestro primo Sancho con la ayuda del ejército de Córdoba que le aupó a recuperar su trono… Pero lo será por poco tiempo… Pues si seguís obstinados en no cumplir lo que prometisteis al reino de Córdoba, Ordoño regresará con un gran ejército y será él quien ocupe ahora el trono… Veréis…, al califa le es indiferente uno que otro: antes Sancho, ahora Ordoño… ¿Comprendéis? Lo importante es que respeten los tratados…

El rey García pareció hundirse en su sillón. Miró a un lado y a otro, como buscando apoyo en sus asesores. Pero era evidente que entre ellos cundía el desconcierto. Asbag aprovechó para proseguir:

—Yo soy un obispo cristiano; no puedo mentir. El ejército del califa es enorme, creedme. No como esos caballeros que acampan en las afueras de Pamplona, junto al río Aga, que son libres; si quieren se quedan, si no, vuelven a sus condados y señoríos. No, el ejército cordobés es permanente; una máquina monstruosa y brutal. Son entre 30.000 y 40.000 hombres en total, organizados en milicias de terribles mercenarios: los hashant, agrupados en tropas regulares; los fanáticos musulmanes de las tribus, los chund, que acuden a la llamada de la guerra santa y no temen a nadie más que a Alá; los siervos personales del califa, los daira; los sirios feroces y decenas de miles de africanos que hambrean y desean la guerra a toda costa para enriquecerse. En fin, una masa sedienta de sangre a la cual el califa tiene sujeta fuertemente como a un perro rabioso con una correa… Pero a la que puede soltar cuando no le quede otra solución… El rey se mordisqueó los dedos, nervioso. Por un momento, a Asbag le pareció estar ante un niño asustado; esperó a ver su reacción.

—¿Y… decís que mi primo Ordoño va camino de Córdoba? —preguntó al fin García.

—Hummm…, me temo que sí —respondió Asbag—. Deberíais avisar a vuestro otro primo, don Sancho, de que pronto pueden llegarle complicaciones. El califa está verdaderamente enojado por la manera en que ha incumplido los compromisos que un día adquiriera con su padre al-Nasir.

—Bien —dijo el rey—. Tenemos que meditar con detenimiento sobre todo esto… Mañana volveremos a vernos… Sí, mañana, cuanto antes mejor.

Por la noche, Asbag le contó a Walid todo lo sucedido.

—Estoy convencido de que he conseguido disuadirle —concluyó—. Seguramente mañana se presentará con intenciones de congraciarse con el califa de cualquier manera.

—¡Dios lo quiera así! —comentó el juez—. Sería maravilloso regresar con una solución a todo esto. Pero, dime, ¿estás seguro de que hacemos lo correcto?

—¿Lo correcto? No te comprendo.

—Sí —dijo el juez, preocupado—. A veces me pregunto si no estaremos poniendo zancadillas a la cristiandad… He meditado sobre ello últimamente…

—¡Oh, juez Walid! Ponemos zancadillas a la guerra. Un ejército en campaña, sea musulmán o cristiano, es siempre un enemigo de la causa de Cristo. ¡Luchemos por vivir en paz! ¿Crees que esos miles de guerreros que acampan en las afueras de Pamplona buscan solamente la causa cristiana? No, querido amigo, buscan la causa de sus alforjas. Las guerras son destrucción y saqueo. Siempre pierden los mismos…, los más pobres.

—Eso que dices me llena de tranquilidad —dijo el juez convencido.

A la madrugada, Asbag celebró misa de alba siguiendo el rito latino, en presencia del rey de Navarra, de la reina y de numerosos nobles de la corte. Luego rezó un responso ante el sepulcro de la reina Tota, en cuya piedra blanca estaba representada la difunta dormida en actitud devota y con los pies descansando sobre un mastín vigilante, esculpido para guardar su sueño. Los monjes entonaron piadosas letanías con voces profundas, como salidas de las entrañas de la tierra. El aroma de las maderas del norte, el incienso y la humedad daban al templo una atmósfera inquietante.

En la misma puerta de la catedral, el rey invitó a Asbag a acompañarle al palacio. Desayunaron juntos; panes calientes y puches de harina tostada, manteca y tasajos de ciervo.

—Decid al califa de Córdoba que el rey de Navarra le ama tanto como un día amara a su padre Abderrahmen —dijo el rey García, como repitiendo una fórmula cuidadosamente estudiada—. Que ambos compartimos la misma sangre, pues su bisabuela era navarra, hermana de mi abuela, la gran reina Tota. Decidle también que me gustaría conocerle en persona, como un día conocí a al-Nasir, cuando le visité en su palacio de Zahra. Habladle de mi buena disposición para la paz entre su pueblo y el mío…, paz que defenderé a toda costa… No puedo responder por mi primo el rey de León, don Sancho I, pero haré lo posible por hacerle llegar las buenas intenciones del rey Alhaquen, y procuraré convencerle de que cumpla los tratados que nuestra abuela Tota concertó un día con el reino de Córdoba. Y así lo ratifico en una extensa carta que el señor obispo prepara en estos momentos con mis secretarios, la cual firmaré gustoso y sellaré delante de vos y del Dios Altísimo.

—¡Que el mismo Dios premie vuestra buena disposición! —dijo Asbag lleno de satisfacción.