La Marca, año 962
Los emisarios corrieron en un sentido y otro, cruzando la Marca y portando misivas llenas de hábiles y diplomáticas sutilezas. Por fin, el obispo Asbag y sus compañeros recibieron la comunicación que les citaba a un encuentro con las autoridades cristianas al otro lado de la Marca, en Nájera.
Cabalgaron durante tres días. A mitad de camino les salió al paso un joven conde llamado Jerónimo, casi un adolescente todavía, de rostro lampiño y cabellos rubios, pero firme y decidido a la hora de comandar a sus hombres. Durante las tres jornadas siguientes cabalgó junto a Asbag, por lo que éste pensó que sería oportuno sonsacarle precisamente lo que se encontraría en Nájera.
—¿Hay muchos nobles caballeros concentrados en Nájera? —le preguntó el obispo.
—¿Es tan grande el ejército del califa como dicen? —respondió el joven.
—¡Ah! Veo que estás adoctrinado para mantener cierta prevención hacia nosotros —le dijo Asbag sonriendo—. Bien, si quieres podemos hablar de otras cosas; no tengo por qué comprometerte.
Durante un rato siguieron montando en silencio. Asbag se dio cuenta de que no conseguiría sacarle nada al joven conde y desistió de su intento. Luego hablaron de cosas intrascendentes, aunque el caballero era reservado y distante.
Al final de la jornada se detuvieron en un claro para pasar la noche. Se encendió una fogata y todos se concentraron alrededor para calentarse, pues la noche empezaba a ponerse fría. Asbag extrajo su breviario y comenzó la oración de vísperas, siendo acompañado de inmediato por su secretario y los demás presbíteros.
Los caballeros se arrodillaron y se santiguaron, asistiendo en silencio al rezo en latín de la salmodia. Los mozárabes se impresionaron al comprobar la actitud devota y reverente de aquellos jóvenes. Y el obispo advirtió que ambos grupos de hombres pertenecían a mundos diferentes, pero que había algo que les unía.
La oración suavizó la situación y favoreció que se acortaran las distancias. Más tarde, mientras compartían la cena, Jerónimo, sin rodeos previos, le preguntó directamente al obispo:
—¿Cómo puede un prelado estar al servicio del rey sarraceno?
El obispo se le quedó mirando un rato y vio que los ojos del joven transparentaban una duda sincera y no una provocación.
—Verás —le respondió Asbag—, es difícil contestar a tu pregunta. Ciertamente, nuestro soberano es un seguidor del profeta Mahoma; un fiel seguidor de la doctrina musulmana… Pero entre sus súbditos no sólo se cuentan mahometanos; también hay judíos, como en cualquier otra parte del mundo, y cristianos… muchos cristianos que ya vivían en Alándalus hace siglos, cuando reinaban reyes cristianos. Nosotros somos sus descendientes. No hemos escogido el lugar donde vivimos; como nadie puede escoger a sus padres ni el lugar o el día de su nacimiento. Tampoco pudimos elegir a nuestros gobernantes… Ellos ya estaban allí cuando vinimos a este mundo. Nos guste o no, Alándalus es la tierra de nuestros antepasados; es nuestro país, lo amamos, como cualquier otro hombre ama a su tierra, y queremos vivir y morir allí.
—Eso que decís es comprensible —dijo Jerónimo—; pero no responde a mi pregunta. Vos sois obispo y como tal debéis servir sólo a la causa de la cristiandad. Sin embargo, venís aquí como emisario del rey de los moros. ¿No es eso una contradicción? El Papa de Roma apela a todos los señores cristianos, ya sean reyes, condes, obispos, abades o simples caballeros, para que luchen unidos por la causa de Nuestro Señor.
—Eso es fácil para vosotros, que vivís en reinos cristianos —replicó Asbag—; pero yo soy el pastor de una amplia comunidad que vive rodeada de musulmanes… Si no aceptamos a nuestras autoridades correremos un serio peligro. Créeme, en todos los sitios hay hombres buenos y malos… Ningún rey es mejor que otro por ser cristiano o musulmán. Lo importante es que el rey sea un buen rey y el cristiano un buen cristiano.
Burgos
Al día siguiente, a las puertas de Burgos, Asbag comprendió por qué al joven conde le había sido tan difícil entenderle. Quien salió a recibirlos fue un caballero de aspecto imponente, revestido de cota de malla y pulida coraza, cubierto con el yelmo y empuñando la espada, rodeado por otros caballeros armados hasta los dientes. Era el obispo de Oca, don Nuño.
Como en una parada militar, pasaron juntos al interior de las murallas. El trotar de los caballos, el tintineo de los hierros y el crujir de los arneses habían alertado a la gente, que se agolpaba en las calles y plazas que servían de mercado, de talleres, de matadero… Burgos le pareció a Asbag un villorrio sucio y destartalado, donde todo se amontonaba como provisionalmente: asnos cargados de leña, sacos de grano, piedras, hierba recién cortada y basura. Cabras, ovejas, perros y gallinas campaban a sus anchas por los lodazales y los estercoleros pestilentes.
En el centro de la villa se levantaba un imponente armazón de troncos y un complejo andamiaje, donde multitud de obreros se afanaban en la construcción de un templo de piedra. El ruido de innumerables cinceles llenaba la plaza, mientras en su ir y venir unas carretas tiradas por bueyes iban depositando el material en gigantescos montones.
Asbag se maravilló contemplando las columnas y los arcos de una inmensa bóveda de cañón aún sin cubierta.
—Si Dios lo permite ésta será la sede episcopal —asintió el obispo de Oca mientras descabalgaba.
—¡Ah, es una catedral! —exclamó Asbag—. He oído hablar de ellas…
—Sí —dijo don Nuño—. Florecen por toda la cristiandad como brotes de la única sede de Pedro en la cátedra de Roma.
Las conversaciones con el obispo de Oca fueron infructuosas. Intentar convencerle de la necesidad de la paz le pareció a Asbag como darse golpes contra una roca. Don Nuño era por encima de todo un guerrero impetuoso absolutamente obsesionado con la alianza de la cristiandad frente a los musulmanes. Era amigo personal del conde Fernán González y, antes de ser investido obispo, había participado con él en todas las correrías emprendidas contra al-Nasir. Ambos habían desempeñado ya en varias ocasiones el papel de hacedores de reyes y apoyaron en un principio a Ordoño frente a Sancho el Graso. Ahora estaban de parte de Sancho y de García, siempre que siguieran haciendo causa común contra el califa. Pero Fernán González no se encontraba entonces en Burgos, lo cual complació a Asbag, pues supuso que sería aún más obstinado que su camarada el obispo.
Dedicaron los días que permanecieron en Burgos a las cacerías y a las justas, que eran prácticamente las únicas ocupaciones de don Nuño cuando no había guerra. Resultaba inútil intentar negociar la paz con un hombre cuya única ocupación eran las armas. Además, era como conversar en idiomas diferentes. A Asbag le interesaba llegar al fondo del asunto: la necesidad de la paz y la búsqueda de una solución que evitase el encuentro de los ejércitos. Al obispo de Oca, en cambio, tan sólo le preocupaba cuántos eran, con qué armas contaban y cómo se desenvolvían los efectivos de Alhaquen. Al final las discusiones derivaban hacia temas puramente militares de los que Asbag no tenía la menor idea. El obispo de Córdoba terminó por descorazonarse.
Pero lo peor de todo no había llegado aún. La situación rebasó el límite cuando don Nuño le propuso a Asbag la formación de una fuerza de cristianos mozárabes para hostigar desde el interior de Alándalus, animados por los obispos de las diócesis sometidas al califato.
—¡Hasta aquí hemos llegado! —exclamó Asbag enfurecido e incorporándose sobre la mesa en la que almorzaban—. ¿Poner yo a mi gente en pie de guerra? Pero… ¿te has vuelto loco?
—Con la cobardía no se va a ninguna parte —insinuó don Nuño.
—¡Un momento! —gritó Asbag sin poder dominarse—. De manera que vengo aquí a intentar proponerte, como hermano en Cristo y pastor, una solución para evitar que se derrame la sangre de tus ovejas y… y te atreves a pedirme que ponga a las mías frente a los lobos…
—¿Qué lobos? ¿Qué ovejas? —gritó entonces don Nuño, rojo de cólera—. Ya… ya me habían advertido que los cristianos moros erais gente apocada y domesticada por vuestros amos sarracenos…
—Juez Walid, ¡vámonos de aquí! —ordenó Asbag retirándose de la mesa y descolgando su capa del perchero.
El obispo de Córdoba y el juez salieron airados de la sala y se encaminaron hacia sus habitaciones para recoger sus cosas. Avisaron a los otros presbíteros y a los criados que les acompañaban y montaron en sus caballos para irse de allí.
Don Nuño, desde la ventana, les gritaba enfurecido:
—¡Obispo de moros, eso es lo que tú eres! ¿Qué predicas allí? ¿A quién predicas… a Mahoma? ¡Ve y dile a tu dueño y señor, a ese sarraceno del demonio, que aquí reina Cristo!
Los mozárabes espolearon a los caballos y pusieron rumbo a la puerta de la villa. Las voces del obispo resonaban aún.
—¡Debería mataros… si fuerais hombres! ¡Pero no sois hombres; sois monjas con diarrea!
Dejaron Burgos y se adentraron en los bosques, por las laderas de los montes. Asbag iba en silencio, con un nudo en la garganta y sumido en la depresión. En su mente daba vueltas a aquella situación absurda y sin salida. Se aturrullaba ante lo que no podía entender. Más adelante lloró amargamente, de rabia primero y de tristeza después. El juez Walid intentó confortarle.
—¡Bah, no nos vengamos abajo; no merece la pena! —dijo—. Hemos hecho lo que debíamos y basta… Allá ellos.
—Todo esto me asusta —confesó Asbag—; me asusta mucho. No puedo evitarlo.
En un claro, se toparon con un pequeño santuario dedicado a la Virgen. Desmontaron y se dispusieron a orar un rato. Pero uno de los criados que venía rezagado llegó atemorizado y gritando:
—¡Nos persiguen! ¡Los hombres del obispo nos persiguen! ¡Vienen por el camino al galope y armados!
—¡Oh, Dios mío! —gritaron los demás, angustiados—. ¡Virgen Santísima, asístenos!
Asbag sintió entonces que estaban en peligro. Supuso que el obispo don Nuño no había quedado conforme y quería dar rienda suelta a su odio.
—¡A la ermita! ¡Todos a la ermita! —ordenó.
Él se colocó en la puerta, cerrando el paso. Decidió que ofrecería su persona y pediría que dejaran en paz a sus compañeros. Todo fue muy rápido. Los caballeros llegaron al claro con un repiqueteo de cascos y se detuvieron. Los yelmos y la obscuridad de la tarde impedían distinguir los rostros.
El caballero que venía al frente descendió de su montura y caminó hasta Asbag. Se plantó ante él sin decir nada. Fue un momento tenso. El jinete se desató la correa del mentón y se descubrió la cabeza; aparecieron sus cabellos claros y su sonrisa. Era el conde Jerónimo.
Asbag le miró directamente a los azules ojos buscando penetrar en su alma.
—¿Qué quieres de nosotros? —le preguntó.
El caballero se arrodilló entonces, para sorpresa de todos los presentes.
—Venerable padre —dijo—, bendecidme a mí y a los míos. Hemos cabalgado con vosotros durante tres jornadas; las suficientes para ver que sois hombres de Dios… hombres de bien. Disculpad a don Nuño. De él diría Nuestro Señor que no sabe lo que hace. Ha pasado la vida luchando y no ve más allá de su celada. Pero no nos hagáis responsables a nosotros de sus desvaríos. Las palabras que pronunció hace un rato son sólo suyas. Mi corazón quedaría desconsolado si hubierais pensado que hablaba por todos.
Un reguero de lágrimas se deslizó desde los ojos del obispo Asbag. Había leído en los libros historias de nobles caballeros y, hasta ese momento, creyó que eran fantasías y leyendas. Elevó la mano temblando de emoción y pronunció la bendición:
Benedicta vos Omnipotens Deus:
Pater, et Filius et Espíritus Santus…
Una bandada de pájaros removió entonces la espesura, y del bosque llegó una húmeda y dulce ráfaga de aromas que hizo estremecerse a los presentes.