Capítulo 15

Zahra, año 962

Hacia finales del invierno se recibieron malas noticias del norte. El rey leonés, Sancho I, y el rey de Pamplona, García Sánchez I, rompieron definitivamente el antiguo tratado firmado con Abderrahmen al-Nasir y pusieron en libertad al conde Fernán González, enemigo acérrimo del califato, que permanecía preso desde los tiempos de la reina Tota, en virtud de las cláusulas de la alianza. El conde regresó inmediatamente a Burgos y expulsó de allí a su yerno, Ordoño IV, al cual hizo pasar a territorio musulmán bien escoltado. La vieja amenaza de los reinos del norte volvía a despertarse.

Asbag fue llamado a Zahra, pero no por Alhaquen, sino por el excelso visir Uthman al-Mosafi, que ocupaba la secretaría de Estado.

La casa del visir al-Mosafi estaba en Zahra, junto al palacio del califa; era sólida pero comparativamente modesta. Él siempre había disfrutado de la mayor confianza de Alhaquen, que apreciaba sobre todo su integridad y su celo por no gravar el presupuesto califal con gastos inútiles. Escrupulosamente correcto, siempre evitó la fastuosidad que convenía sólo al rey. De origen modesto y de una familia beréber establecida en Valencia, sabía que los rápidos éxitos de su carrera se debieron a los lazos de personal amistad que le unían al príncipe, ya desde que su padre, Uthman ben Nasr, fuera su preceptor. Alhaquen, mucho antes de llegar al poder, había tomado bajo su protección a su condiscípulo, al que nombró su secretario particular, antes de influir para que se le diera el gobierno de la isla de Mallorca. Al subir al trono, el nuevo califa llamó a su amigo, y al-Mosafi fue elevado a visir y promovido a gran magistrado de la shurta. Era sin duda el hombre más poderoso del reino después del califa, pero siempre se mantuvo alejado de todo lo que pudiera hacer sombra a su señor y amigo.

La casa era silenciosa y cerrada. Los únicos ornamentos eran un pórtico estucado y un jardín. Asbag fue conducido por un criado hacia el interior, pues el visir se había retirado de la sala de audiencias a sus aposentos privados. El obispo se lo encontró de frente, al doblar una esquina, y sólo supo quién era cuando el esclavo se inclinó en una larga reverencia. Ataviado con la vestidura beréber y con pantuflas bordadas, al-Mosafi era moreno, delgado, de facciones delicadas, de cabellos y barba rizados y ojos obscuros; usaba la gorra marrón de los hombres de África. De momento miró al obispo sin reconocerlo. Luego ambos se saludaron.

—Perdona mi sorpresa —se disculpó Asbag—; siempre nos hemos visto de lejos…

—No tienes por qué dar explicaciones —dijo sonriendo el visir—. Eres amigo del califa y ello es suficiente motivo para que yo te reciba en privado.

—Te agradezco esa deferencia.

—Supongo que estarás al corriente de lo que sucede al norte con los reinos cristianos —dijo el visir.

—Sí; las noticias corren por Córdoba. Aunque imagino que los detalles del asunto no son del todo acertados… Se habla del conde Fernán González; la gente dice que fue puesto en libertad por el rey navarro y que anda instigando a sus bandas de gentes armadas para hostigar y organizar rapiñas desde las fronteras. También se dice que hay orden de guerra santa…

—Hay parte de verdad en tales rumores. El conde es un hombre obcecado y está decidido a volver a las andadas; aunque todavía no se sabe a ciencia cierta quiénes están dispuestos a seguirle ciegamente. Hasta ahora solamente puede hablarse de escaramuzas y meras incursiones; no podemos considerarlo una guerra. Por eso, lo de la yihad[*] es tan sólo un rumor del pueblo. Pero no voy a negarte que el ejército se está preparando. Fernán González es una bandera viviente para los rumies y… nunca se sabe.

—¡Dios bendito! —exclamó el obispo—. Se estaba tan a gusto en paz…

—Sí, pero la paz debe mantenerse con esfuerzo. Por eso te hemos mandado llamar. Nuestro señor, el califa, ha dispuesto que no se escatimen negociaciones con el norte para evitar la guerra. Durante estos últimos años los embajadores que envió Abderrahmen han envejecido o han roto sus lazos con el reino, y los legados enviados a León y a Burgos han sido desoídos. Nos encontramos en un momento delicado que sólo la habilidad y la firmeza diplomática podrán superar. Hemos creído conveniente que parta una embajada formada por cristianos mozárabes, ya que el asunto tiene claros matices de guerra religiosa, algo que se podrá evitar si quienes dialogan son hermanos de fe.

—¿Quieres decir que hemos de organizar una embajada de cristianos cordobeses? —preguntó Asbag.

—Eso mismo.

Asbag reprimió un brusco suspiro. En un momento se dio cuenta de que se le venía encima una difícil tarea, puesto que lo que en realidad se le pedía era que encabezara él dicha embajada.

—En ese caso —dijo con cautela—, ¿se me podría dar tiempo para consultarlo con otras autoridades de la comunidad?

El visir hizo un gesto de contrariedad.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó.

—El necesario para reunir a los miembros del consejo… una o dos semanas, contando con las deliberaciones y la opinión del metropolitano de Sevilla.

—Tienes diez días —sentenció rotundamente al-Mosafi—. Y, por favor, sé consciente de la trascendencia del asunto que ponemos en tus manos. En el fondo, se trata de la paz…

Mientras regresaba a Córdoba, Asbag meditó preocupado. Precisamente ése era un momento difícil en la comunidad. El dichoso monje del norte, Niceto, traía a todo el mundo revuelto con su extraña y apasionada manera de plantear las cosas. Se había inmiscuido en múltiples asuntos, había recorrido las casas de los principales miembros del consejo y había predicado insistentemente sobre la necesidad de entablar relaciones con los reinos cristianos… ¿Quién podría venir ahora a sugerir que la comunidad se alineara rotundamente con la autoridad musulmana? En el fondo, nadie conocía al actual califa, salvo el propio Asbag; ninguno de los cristianos estaba al tanto de las verdaderas y sanas intenciones de paz de Alhaquen. Para ellos el califa era alguien lejano e inaccesible; y, lo peor de todo, hijo del odiado Abderrahmen. ¿Quién podría convencerles de que el hijo nada tenía que ver con el padre? Sobre todo, estando aún vivos los que asistieron al martirio cruel del niño Pelayo. Además, Asbag no era el más indicado para defender al actual califa, puesto que, para todos, su elección como obispo había venido directamente de Zahra.

Por un momento se sintió completamente solo frente a este complicado problema. Pero pronto pensó en una persona ecuánime que le comprendería: Walid ben Jayzuran, el juez de los cristianos de Córdoba. Era un sincero amigo suyo y había sido amigo del anterior obispo, por lo cual estaba libre de sospechas. Walid era un hombre justo y comprensivo; un cristiano entero, piadoso y reconocido por todos desde hacía más de treinta años. Asbag pensó en acudir a él sin dilación, antes de enfrentarse con el resto de la comunidad.

Córdoba

El cadí Walid se alojaba en una de las casas señoriales más antiguas de Córdoba, construida posiblemente por cristianos hacía más de doscientos años, porque era vecina de la iglesia de Santa Ana y colindante con el huerto del monasterio más viejo. El juez era un sesentón enjuto y de aspecto distante a primera vista, reservado y meditabundo, pero cordial y amable en el trato. Era un hombre acostumbrado a mantener el tipo en los tiempos difíciles. Había tenido que aceptar el cargo en los tensos días de Abderrahmen, cuando el visir y gran parte de la aljama habían empezado a mirar con recelo a los cristianos, a causa de los conflictos con los reinos del norte. En definitiva, un hombre firme y valiente, que vio marcharse a lo más granado de la nobleza mozárabe y decidió permanecer. Asbag lo conocía ya desde hacía más de quince años, y sabía cuánto había sufrido junto al anterior obispo por la indiferencia y la frialdad de la corte de al-Nasir, que ignoraba por sistema a la comunidad de mozárabes. Ahora estaba contento, porque la tolerancia de Alhaquen facilitaba las cosas, y veía con ojos agradecidos y admirados que el obispo de Córdoba entrase y saliese de Zahra con entera libertad.

Cuando Asbag llegó a la casa de Walid recibió, como siempre, una cálida bienvenida. Inmediatamente fue conducido hasta la mesa e invitado a compartir la comida, junto con los hijos y nietos. La mujer del juez, María, era una matrona alegre y decidida, un complemento perfecto para él, puesto que sabía animar y sostener la conversación cuando su esposo se sumía en sus silenciosas cavilaciones. Aquélla era sin duda la casa donde el obispo se encontraba más a gusto. Comieron y se sintió más aliviado, comprobando que era tratado como un miembro de la familia. Incluso uno de los pequeños había trepado encima de él, y le pasaba las manos pegajosas por el manto limpio, después de haber manoseado los dulces.

—¡Bien, bien! —ordenó enérgicamente Walid—. ¡Fuera niños de la sala! Llevaos a los pequeños, que se están poniendo muy revueltos.

María y sus nueras acarrearon obedientemente a los nietos, y los hijos también se despidieron respetuosos, suponiendo que el obispo y su padre querrían hablar de cosas importantes.

Cuando se quedaron solos, Asbag sintió cierto reparo a la hora de tratar el asunto que le había llevado hasta allí, puesto que el cadí Walid no dejaba de inspirarle cierto respeto; pero reparó en que, en todo caso, él era el obispo, y sabía cuán deferente era el juez hacia las autoridades religiosas. Decidió pues abordar el tema con naturalidad.

—Hoy he estado en Zahra —dijo—. Tuve que acudir allí por orden del gran visir al-Mosafi.

—Me alegro —dijo Walid sonriendo—; es bueno que los muslimes no se olviden de nosotros. ¿Has visto al califa?

—No. Desde su matrimonio y el embarazo de su esposa vive dedicado a sus asuntos privados. Es el gran visir quien se ocupa de los negocios del Estado en su nombre. Al-Mosafi es un hombre eficiente y, como todo el mundo sabe, tratar con él es como tratar con el propio califa.

—Y bien, ¿sobre qué habéis despachado? Naturalmente, si es cosa que afecte a la comunidad…

—Afecta y mucho —respondió Asbag en tono grave—. Se trata de algo complicado que me tiene preocupado; por eso he venido a verte. El califa quiere enviar una embajada al norte para negociar con los reinos cristianos sobre el asunto de las plazas fronterizas. Como sabes, el conde Fernán González está libre y anda armando gente para intentar emprender de nuevo la conquista.

—¡Bah! El conde es un fanfarrón; no puede hacer sino molestar como un mosquito.

—Me temo que es mucho más peligroso esta vez. Ha conseguido que le apoyen el rey de León, el de Navarra y un indeterminado número de condes y señores de Portucale y de Francia; las embajadas han sido expulsadas y la guerra parece inevitable.

—¿Es un levantamiento de la cristiandad? —exclamó el juez poniéndose en pie—. ¿Una guerra santa? ¿Está bendecida por el Papa?

—No lo sé. Pero sin duda los obispos del norte y un buen número de abades y monjes andan detrás de todo esto. Algo que… —Asbag hizo una pausa, antes de proseguir cautelosamente—, algo que sospeché desde que Niceto llegó a Córdoba. ¿No habías notado un extraño ánimo belicista en sus predicaciones?

—Ciertamente es un hombre apasionado —respondió el juez con calma—. Supuse que pretendía animarnos a emprender la peregrinación a toda costa… Pero nunca me pasó por la imaginación que fuera un emisario.

—Supongo que habrá más de un predicador de su estilo alborotando por las otras comunidades de Alándalus —dijo Asbag—. Lo cual puede causarnos problemas con las autoridades musulmanas en un momento tan delicado.

El juez Walid volvió a sentarse frente a Asbag y ambos guardaron silencio durante un rato, como reflexionando sobre el tema. Luego el obispo prosiguió:

—Esa embajada que pretende enviar el califa nos afecta especialmente. Porque… porque desea que esté formada por mozárabes. Es más, al-Mosafi me ha pedido que sea yo quien la forme.

—¡Dios, cuánto han cambiado las cosas! —exclamó Walid—. ¡Si tu predecesor levantara la cabeza…!

—He pensado que deberías ayudarme en esta tarea —dijo Asbag con serenidad—. Eres un hombre justo y preparado; no veo a nadie más indicado. —Le dedicó otros elogios, dándole tiempo para pensar. El peligro del momento era grande. Si Walid se negaba, Asbag se vería atrapado en medio del visir y la comunidad—. Bien, esto es algo serio. Puedes meditarlo.

—¿Y la peregrinación? —preguntó el juez con seriedad—. ¿Has pensado en lo que supondrá cambiar la peregrinación, que tanto tiempo llevamos preparando, por un servicio al califa? ¿No lo verán como una claudicación más ante los caprichos de los musulmanes?

—Sí, lo he pensado. Pero si entramos en guerra con los cristianos tendremos que olvidarnos definitivamente de ir a Santiago de Compostela.

—¿Hay alguna otra opción posible? —dijo el juez, huraño.

—Me temo que no. La única manera de poder seguir viviendo en paz es intentar la negociación… y ponernos en manos de Dios.

Viendo que Asbag lo miraba en silencio y esperaba su respuesta, Walid se sintió obligado a contestar.

—Bien, cuenta conmigo. Eres el obispo… Confiemos en el Todopoderoso.

—Le agradezco de corazón la confianza, Walid —dijo Asbag llevándose la mano al pecho—. Hoy mismo mandaré una carta al metropolitano de Sevilla para solicitar su presencia urgente en Córdoba.

Se decía que un despacho llevado por mensajeros reales era aún más veloz que los pájaros. Por eso Asbag le pidió al visir al-Mosafi que se citara al obispo metropolitano de Sevilla desde Zahra. Pero él escribió el pergamino con el siguiente texto:

Graves sucesos amenazan la paz. Te rogamos que acudas a Córdoba a la mayor brevedad. Tu hermano en el Señor Jesucristo:

Juliano Asbag ben Abdallah ben Nabil,

episcopus coturbensis

Por la carretera real de Sevilla viajaba un correo. Su ágil caballo devoraba las distancias. Antes de que el animal necesitara descanso, habría llegado a la próxima posta, donde otro hombre y otra bestia seguirían adelante con el mensaje del obispo.