Capítulo 10

Zahra, año 961

Las normas del protocolo califal obligaron a Alhaquen a vestirse con los ricos ropajes que correspondían al trono: la túnica adamascada de color carmesí; la sobreveste de lana negra, finamente tejida y bordada con doradas espigas; las babuchas de piel de gacela tachonadas de lentejuelas; y el enorme y complicado turbante a la manera persa, rematado con guirnaldas de diminutas y brillantes perlas. Visto desde lejos y con la magnificencia del trono, entre coloridos estucos y finos visillos, el monarca resultaba grandioso. Pero, cuando uno se acercaba, saltaba a la vista el poco agraciado físico de Alhaquen: tenía el pelo rubio rojizo, canoso ya, grandes ojos negros, nariz aguileña, piernas cortas y antebrazos demasiado largos, así como un perceptible prognatismo. Además, su frágil salud se delataba en su semblante. Todo lo contrario de lo que, según decían, había sido su padre Abderrahmen: hermoso, robusto y saludable casi hasta su extrema vejez. El anterior califa fue un hombre fogoso, enamoradizo y preso de sus pasiones; lo cual le llevó a prendarse constantemente de las doncellas que le traían desde todos los lugares del orbe, sin desdeñar a los efebos, que ocuparon también una buena parte de sus delirios amorosos. Todo el mundo conocía lo sucedido en la juventud de Abderrahmen, cuando persiguió incansablemente a Pelayo, un adolescente cristiano, y lo mató en un arrebato de celos cuando éste no quiso ceder a sus solicitudes. El cuerpo del muchacho fue trasladado a un monasterio del norte en olor de santidad. Además de ésta, se contaban múltiples historias acerca de las pasiones carnales del padre del actual califa.

Alhaquen, en cambio, dedicado preferentemente al cultivo de la mente, había descuidado los placeres del cuerpo. Por ahí se decía que no le interesaban las doncellas; pero tampoco los muchachos, apartándose en esto sensiblemente de la conducta de su padre. Sólo buscaba la compañía de juristas y de teólogos, al mismo tiempo que la de literatos y especialistas en ciencias. Mantuvo el harén en forma puramente testimonial y todo el mundo sabía que apenas lo visitaba. Por eso, cuando subió al trono, a la edad de cuarenta y seis años, no tenía hijos, lo cual era algo inaudito y enojoso para el porvenir de la dinastía.

Asbag compareció ante el califa obedeciendo la orden que había recibido aquella misma mañana. La sala de recepciones estaba vacía, una vez concluido el último turno de visitantes concedido por Alhaquen. El obispo avanzó siguiendo el camino marcado por una larga alfombra situada en el centro. Cuando llegó al final, el eunuco chambelán le anunció y tuvo que aguardar la respuesta del otro eunuco, situado detrás de los cortinajes. Se descorrió la espesa colgadura verde desplegada en primer término y Asbag pudo avanzar hasta el nivel siguiente. El eunuco volvió a anunciarle. Ahora fue la voz del califa la que sonó desde detrás de los visillos.

—Puedes pasar a mi presencia, obispo Asbag.

El obispo se inclinó cuanto pudo delante del trono.

—Está bien, está bien… Tenemos poco tiempo —le dijo Alhaquen poniéndose en pie—. Pasemos a un lugar más recogido.

Asbag le siguió por una galería contigua y llegaron a un patio, en cuyo centro borbotaba una fuente delicadamente adornada con mosaicos de colores.

—Te he mandado llamar porque necesito que me prestes un servicio muy especial —dijo el califa.

—Sabéis que el taller está a vuestra disposición —respondió Asbag.

—No. No se trata de eso. El servicio que ahora necesito de ti no tiene nada que ver con los libros.

—Vos diréis entonces de qué se trata.

—Tengo cuarenta y siete años y, como sabrás, porque es de todos conocido, no tengo descendencia… Ni varones ni hembras. Es triste para un soberano no poder perpetuar su linaje…

—Dios puede bendeciros en cualquier momento con el don de los hijos —observó Asbag—. No tenéis una edad tan avanzada como para perder las esperanzas. Los cristianos somos hombres de una sola mujer, pero vosotros contáis con la posibilidad de probar con otras esposas…

—Ése es precisamente mi problema —confesó Alhaquen—. Que ni siquiera he probado una sola vez…

—¿Cómo? ¿Entonces vos no…? —preguntó Asbag sorprendido.

—No. Nunca. Muy poca gente sabe esto.

—Pero… tenéis mujeres y concubinas. Poseéis un serrallo, como todo príncipe.

—Sí. Un harén que formé para no desilusionar a mi padre y por pura obligación de mi rango. Pero soy incapaz de frecuentar a aquellas mujeres. Es tan sólo algo…, ¿cómo decirlo…?, decorativo; puramente ornamental.

—¡Ah, comprendo! Si sufrís una inversión en vuestras inclinaciones, podríais al menos intentarlo con la mujer… En la obscuridad de la alcoba un cuerpo es igual a otro…

—¡Oh, no! Tampoco se trata de eso. No siento ninguna preferencia especial por los efebos.

—Entonces perdonadme, príncipe, pero no lo comprendo. Sois un hombre aparentemente normal y… y supongo que dotado de…

—Sí, sí; eso lo tengo perfectamente en orden.

—Pues entonces no comprendo… Yo he sido consagrado por la Iglesia católica y romana; un hombre célibe como sabéis. Y, ya que habéis tenido la valentía de confesarme vuestro problema, he de confesaros a mi vez que la abstinencia es un gran sacrificio para mí… Y… y resulta que me decís que, siendo un príncipe musulmán, con todo un harén a vuestra disposición, y con multitud de siervas dispuestas a sentirse honradas por satisfacer el menor de vuestros caprichos, jamás habéis dado rienda suelta a vuestra naturaleza y habéis vivido siempre en perfecta continencia. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué extraño es este mundo! Cuántos sacerdotes y obispos tienen concubinas o visitan mancebías y padecen terribles sufrimientos a causa de las pasiones de la carne… Los misteriosos caminos del Señor son inescrutables… Vos, el Príncipe de los Creyentes, el dueño de medio mundo, casto y puro como un novicio del más recóndito y apartado cenobio. Pero, decidme, ¿no sentís la mordedura de la carne; el aguijón del deseo?

—En cierto modo sí, pero hay algo dentro de mí que rechaza el acto carnal —respondió Alhaquen.

—¿Lo deseáis pero sois incapaz de consumarlo?

—No lo sé; pues no lo he intentado.

—Pero tiene que haber alguna explicación —dijo el obispo con ansiedad.

—Sí. Es algo que viene de mi más tierna infancia. Ya sabes cómo era mi padre, el anterior califa, a ti no puedo ocultártelo, pues conoces bien los relatos que circulan acerca de sus muchos desvaríos lujuriosos. Lo de aquel niño cristiano, ¿cómo se llamaba?…

—Pelayo, pobrecillo; el mártir Pelayo… —respondió Asbag bajando la vista.

—Bien, pues aquello es sólo una anécdota al lado de lo que contemplábamos en palacio cuando éramos niños. Mi padre perseguía constantemente a los efebos y doncellas, algunos… algunos de ellos tiernos infantes todavía…

—¡Qué espanto! —exclamó Asbag—. ¡Que Dios se apiade de su alma!

—Sí, era espantoso. Supongo que aquello me marcó. Es triste ver a un rey tan poderoso como él, en su ancianidad venerable, babeando detrás de cualquier criatura para satisfacer su lujuria. Algo asqueroso… ¡horrible! —El califa se apoyó en una de las columnas y sollozó durante un rato, ante el silencio comprensivo de Asbag—. Supongo que por eso mi alma se rebeló contra la naturaleza…

—Sí, es algo comprensible. Pero lo que no entiendo es por qué me contáis a mí todo esto. Soy un sacerdote cristiano y no un maestro de vuestra religión.

—Precisamente por eso. Tú mismo has dicho que eres un hombre célibe. Conozco perfectamente el porqué de vuestras exigencias religiosas, pues lo he leído en libros cristianos. Eres alguien adecuado para comprenderme. Las personas que me rodean andan constantemente preocupadas por que yo consiga cuanto antes esa anhelada descendencia y no me proporcionan el sosiego adecuado. Y además hay otra cosa en la que puedes ayudarme…

—Contad conmigo. ¿De qué se trata?

—Bien. Hay una mujer que me interesa —dijo Alhaquen con sigilo.

—¡Oh, eso es maravilloso! —exclamó Asbag—. Ése puede ser el comienzo de la solución de vuestro problema.

—Se trata de una mujer cristiana; una concubina navarra que me regaló el rey Ordoño para congratularse conmigo. ¿Comprendes?

—Comprendo. Os habéis enamorado de una cautiva a quien no queréis forzar a yacer con vos.

—Eso mismo. Desde siempre me comprometí a respetar las creencias y la moral particular de mis súbditos. Es algo de lo que me enorgullezco y que me llena profundamente de paz. Si irrumpiera violentamente en la vida de esa pobre joven, alejada de su hogar y de los suyos, jamás me lo perdonaría.

—Pero quizás esa joven consienta libre y voluntariamente…

—Pues precisamente por eso te he mandado llamar. Quiero que tú, obispo de cristianos, hables con ella y le expongas mis sinceras intenciones; pues cada vez que he intentado acercarme a ella la he visto aterrorizada. Es virgen y además no conoce nuestra lengua, pues se crio con los vascones; no comprende que mi intención es intimar con ella y luego… lo que Dios quiera…

—Estoy dispuesto a ayudaros en cuanto necesitéis —dijo el obispo con rotundidad—. Sé que sois un hombre bondadoso y piadoso en vuestra fe. Estoy seguro de que Dios no va a oponerse a este deseo sincero de vuestro corazón.

—Sabía que me comprenderías, querido amigo —dijo el califa con lágrimas en los ojos—. Daré orden inmediatamente a los eunucos de que te conduzcan al harén. Y, por favor, no fuerces las cosas; que sea la naturalidad lo que presida todo este asunto.