Capítulo 9

Córdoba, año 961

Aben-Moavia el coraixita extendió la cédula de pergamino que servía para certificar la finalización de los estudios en la madraza[*] de Córdoba, lo firmó con su larga rúbrica, la adornó con la fórmula ritual, que daba gracias al Todopoderoso y ensalzaba sus obras providentes, y estampó el sello con el cordón de color verde oliva. Después enrolló cuidadosamente el pergamino y, cuando levantó la vista, se encontró con los ojos emocionados de Abuámir. Puso el documento en su mano y dijo:

—Bien. Esto no significa un final. Recuerda que hay que estudiar durante toda la vida. Un buen alfaquí no deja nunca de prepararse. Y bien…, ¿qué piensas hacer ahora? —preguntó a continuación—. Supongo que no te conformarás con administrar el almacén de un comerciante de paños. Tu familia cuenta con una saga de importantes magistrados…

—¡Oh, no! Lo que he hecho hasta ahora ha sido provisional. Intentaré abrirme camino en la administración.

—Bien, sé que lo lograrás —le aseguró el maestro—. Posees todo lo que un buen hombre de leyes necesita: manejas con habilidad las sutilezas de la retórica, sabes mover la voluntad de la gente y, algo muy importante en estos tiempos, gozas de una magnífica presencia.

—Gracias una vez más —dijo Abuámir.

—Pero… —prosiguió el coraixita—. Permíteme un consejo: no dejes que tu ánimo, de natural exaltado, y tu temperamento fogoso te traicionen. Templa, Abuámir, templa o te verás perdido…

—Lo tendré en cuenta —dijo Abuámir bajando la mirada.

Llevado por la euforia corrió hasta el almacén de tejidos, donde su jefe estaba atendiendo a unos clientes en el amplio zaguán que servía de muestrario y, llevándolo a un lugar aparte, desenrolló el documento y se lo leyó. El mercader de paños se derrumbó.

—Bueno. Ya sabía yo que esto llegaría algún día. Te felicito. Supongo… supongo que ahora te irás…

—Sí. He estado a gusto aquí; pero deseo algo más.

—Te comprendo. No es éste lugar para un alfaquí. En fin, haremos cuentas.

Hassún, el comerciante, extrajo un puñado de monedas de oro y se las entregó a Abuámir.

—¡Es mucho más de lo que merezco! —exclamó Abuámir.

—No, es justo lo que te corresponde —dijo Hassún—. Y, además, no me vendrá nada mal tener contento a un gran magistrado. Tú llegarás lejos. Me lo dice mi olfato de comerciante.

—Muchas gracias, Hassún. Puedes estar seguro de que no te olvidaré.

El mercader se subió a una escalerilla y descolgó algo de un tendedero próximo al techo. Extendió un trozo de tela sobre el mostrador y dijo:

—Es seda de Damasco, de la mejor. Supongo que tendrás a tu alcance alguna mujer hermosa a quien hacer un regalo… La bella viuda que reside en el palacio de Bayum está acostumbrada a la seda de calidad…

—Pero… ¿Cómo…? ¿Qué viuda? —balbució Abuámir con un hilo de voz.

—¡Vamos! No te hagas el tonto. Desde que te contraté se hizo clienta del almacén y no ha pasado ni una semana sin que aparezca por aquí.

—¿Por aquí? ¿Ella?

—Sí. Pero muy rebozada en velos. Aunque a nadie se le escapaba en qué dirección miraban sus ojos: el despacho donde tú hacías las cuentas. —Esperó a ver la reacción de Abuámir. Su mirada astuta lo escrutó—. ¡Eres un hombre afortunado! ¡Disfruta de ello ahora que puedes! —Le arengó palmeándole el hombro.

Para celebrar el final de sus estudios, Abuámir resolvió dedicarse todo aquel día a la diversión. Pero antes quiso ir a casa de su tío Aben-Bartal para comunicarle el feliz acontecimiento, sabiendo que se alegraría sinceramente.

Cuando el criado Fadil abrió la puerta se sorprendió al verle.

—¡Amo Abuámir! ¡Gracias a Dios que has venido! —exclamó—. Tu tío acaba de recibir una triste noticia —le advirtió en el zaguán—. Pero será mejor que él mismo te la comunique.

Cuando Abuámir pasó al interior, su tío se encontraba, como casi siempre, orando sobre su alfombra. Elevó los ojos hacia él y le dijo:

—Querido sobrino, ya he sabido que has terminado tus estudios felizmente y que así te has incorporado a la noble saga de jurisconsultos de la tribu de Temim. Tu maestro Aben-Moavia me lo comunicó ayer a la entrada de la mezquita. Es una noticia afortunada que honra a los nuestros. Pero, hace unos momentos, he recibido una carta que viene a ensombrecer este momento de dicha. Como recordarás, escribí a tu padre comunicándole el final de mi peregrinación y le alenté a que emprendiera él su viaje de fe a La Meca. Pues bien, acabo de saber que se puso en camino, pero también se me comunica que, cumplida la peregrinación y de regreso a casa, tu padre, el piadoso Abdallah ben Abiámir, murió en el camino, en Trípoli de Berbería. ¡Que Dios le acoja benignamente junto a nuestros antepasados! Así es la vida: el Todopoderoso da y toma cuando Él quiere. ¡Dios sea loado!

Ese mismo día, Abuámir recogió lo indispensable y partió hacia Torrox, el señorío familiar, para unirse a los suyos y presentar sus respetos ante el túmulo funerario bajo el cual reposarían los restos de su padre, una vez que llegaran desde Berbería.