Córdoba, año 959
Asbag se levantó de la cama con una idea fija: emprender cuanto antes su peregrinación a Santiago de Compostela. Sintió que aquélla era su oportunidad para librarse definitivamente de la tediosa rutina y de las tentaciones que le acuciaban, y ello le aportaba una deliciosa sensación de liberación. Necesitaba estar solo para disfrutar de esta nueva libertad que no tenía precio. En lugar de dirigirse hacia San Zoilo, pasó por la puerta del Sur y siguió adelante, disfrutando de los aromas de la mañana luminosa de verano. Había sido siempre fiel a sus obligaciones, acudiendo sin faltar a la escuela de San Zoilo por la mañana y al taller de copia por la tarde, a los laudes, a la misa y a las vísperas, desde que fue ordenado sacerdote hacía ahora cinco años. Y se había sentido como un buey que diera vueltas sumisamente amarrado a su noria. Aquél era el día más extraño desde hacía mucho tiempo, porque saboreaba ya la aventura que le aguardaba, y rebosaba de gozo…
Providencialmente, vio a lo lejos al monjecillo del norte a lomos de un asno, entre la gente que iba y venía por el camino exterior a las murallas. Corrió hacia él y consiguió darle alcance, antes de que se perdiera por la carretera que conducía a Sevilla.
—¡Fray Dámaso! —le gritó—. ¡Fray Dámaso!
El monje tiró de las riendas y se detuvo.
—¡Ah, el hermano presbítero de San Zoilo! —exclamó—. Parece que vienes en mi busca… ¿He olvidado algo?
—¡Oh, no! Tan sólo quiero hacerte algunas preguntas.
—Bien. Marcho para Sevilla, con la misma misión que me trajo hasta aquí —dijo mientras desmontaba—. Si lo deseas, puedes acompañarme un rato durante el camino. Luego podrás regresar. Así no perderé el tiempo, pues es tarde ya.
—De acuerdo —asintió Asbag—. Hoy no tengo prisa; me servirá para estirar las piernas.
—Y bien, ¿qué deseas saber de mí? —le preguntó el monje.
—He decidido peregrinar hacia Santiago de Compostela. Quisiera saber qué he de hacer.
—¡Ah, bendito sea Dios! —exclamó el monje—. Mi sermón te ha removido por dentro. Bien. Lo que necesitas es poco, pero mucho al mismo tiempo: a Santiago se peregrina con una firme decisión y un corazón contrito.
—Estoy decidido a ello, pues he estado sumido en la tibieza espiritual, algo de lo que estoy sinceramente arrepentido. Siento que Dios me pide algo más…
—Entonces, tan sólo te falta una cosa: puesto que eres presbítero, necesitas el permiso de tu obispo.
—El obispo —musitó Asbag para sí—; no había contado con él.
—Bueno, es fácil; ve a verle y comunícale tu sana intención de iniciar esa santa empresa, cuyo beneficio necesita tu alma. No podrá negarse.
—Así lo haré. Te doy las gracias, hermano. Y ahora dame tu bendición.
El monje le bendijo y siguió su camino. Asbag se volvió de nuevo hacia Córdoba abismado en sus preocupaciones. El obispo; ¿cómo se tomaría aquel asunto? «Iré a verle hoy mismo —decidió—. Lo entenderá. Tiene que comprenderlo». Mientras caminaba soñaba despierto. Imaginó los caminos hacia el norte; las ciudades de los reinos cristianos sembradas de iglesias, las grandes abadías repletas de monjes, las enhiestas torres lanzando las campanas al vuelo; y cientos de peregrinos fervorosos, entre los cuales caminaba él, renacido, con el alma henchida de gozo, hacia la tumba del apóstol para hincarse de rodillas y solicitar la entrada en la vida eterna…
Perdido en estas cavilaciones, anduvo dejándose llevar por sus pies hacia el barrio cristiano, en cuyo centro se encontraba la casa del obispo. Al llegar al recibidor, se encontró con que no había nadie esperando y entró directamente en el despacho del secretario, donde sólo estaba el escribiente, que se sorprendió al verle allí.
—¡Ah, Asbag! —le dijo—. ¿Cómo por aquí? ¿No sabes que el obispo ha ido a San Zoilo para verte?
—¡Oh, no! —exclamó Asbag—. ¡Para una vez que falto…!
Corrió en dirección a la escuela maldiciendo su mala suerte. Cuando llegó se encontró con que los catecúmenos, como era de esperar, se habían marchado. En el centro del aula estaban únicamente el obispo y el secretario, que se mostraba perplejo. Asbag se arrodilló, besó la mano del obispo y esperó a que éste le pidiera explicaciones.
—Es sábado y no hay nadie en la escuela. ¿Es que nos hemos vuelto judíos? —dijo irónicamente el obispo.
—¡Oh, ilustrísimo señor! Cuánto lamento que hayáis venido precisamente hoy —se disculpó Asbag—. Vino un monje de los benitos del norte para predicar y tuve que atenderle.
—Sí; ya lo sé —dijo el obispo—. Cuando llegó vino a verme para solicitar mi autorización, ya que quería predicar acerca del templo del sepulcro del apóstol Santiago.
—De eso mismo quería yo hablaros, con vuestro permiso, señor obispo… He pensado que, dado que ese templo del apóstol…
—¡Está bien, está bien! —le interrumpió el obispo—. Ya hablaremos de ello en otra ocasión. Ahora me trae aquí un asunto sumamente importante que no admite demoras.
El obispo solía ponerse de mal humor. Era un hombre impaciente y poco dado a escuchar. Aun así, Asbag se atrevió a insistir:
—Pero, Su Ilustrísima, he pensado que, dado que el Papa ha proclamado la remisión de los pecados para los peregrinos que acudan al templo de Santiago, me gustaría hacer la peregrinación. Tengo treinta años; una buena edad para intentarlo.
—¿Cómo? ¡Imposible! —dijo el obispo un tanto molesto—. ¡De ninguna manera! Precisamente ahora, que venía a pedirte un trabajo sumamente importante, me vienes con ésas.
—Pero… Se trata de algo espiritual… una necesidad del alma…
—¡Bah! ¡Tonterías de monjes alucinados! ¿Qué pretenden? ¿Quieren acaso que abandonemos Alándalus? ¿Es que no somos necesarios aquí los cristianos? Nada, nada de eso. Aquí permaneceremos como testimonio vivo de Jesucristo. ¡Es aquí donde debemos estar; entre los infieles mahometanos! Peregrinar al norte, peregrinar al norte… ¡Qué cosa tan absurda!
Asbag vio cómo se desvanecían en un momento todas sus ilusiones. Comprendió que no tenía sentido insistir más y se resignó a olvidarse de momento del asunto de la peregrinación.
—Pero dejemos ya esto —concluyó el obispo zanjando la cuestión—. Pasemos a tratar el tema que me ha traído aquí. ¿Sabes quién estuvo ayer en mi casa? Pues un enviado del mismísimo príncipe Alhaquen, del heredero en persona. Quería pedirme un encargo: un libro. De todos es conocida la afición a los libros del príncipe; se sabe que su biblioteca es única en el mundo y se ve constantemente enriquecida por nuevos volúmenes, raros y preciosos, traídos desde todos los países. Pues bien, recientemente recibió un libro procedente de Alejandría; un libro escrito probablemente por antiguos cristianos, que contiene homilías y leyendas. Desea que traduzcamos dicho manuscrito y que lo copiemos ilustrándolo para su biblioteca. He pensado que es una gran oportunidad para congraciarnos con él. Nos ha ido mal con su padre, el califa Abderrahmen, pero presiento que con Alhaquen viviremos una buena época los cristianos de Córdoba. De manera que el taller tiene que esmerarse al máximo.
—¿Habéis pensado en algo en concreto? —le preguntó Asbag.
—Hummm… sí… Algo parecido al antiguo misal de la sede. Debe ser más que una copia bien hecha: hojas de vitela selecta, coloridas ilustraciones y una hermosa encuadernación; tapas de marfil esculpido o de filigrana de plata con piedras preciosas engarzadas… En fin, algo verdaderamente especial.
—Bien, mañana mismo nos pondremos manos a la obra. ¿Dónde se encuentra el manuscrito?
—¡Ah! Ésa es otra cuestión. Prometí mandar a un experto a recogerlo; por si él deseaba hacer alguna sugerencia. Y pensé en ti como la persona adecuada. De modo que tendrás que acercarte hasta el palacio de Alhaquen para hacerte con el manuscrito original.
—¿Cuándo? —preguntó Asbag sin salir de su asombro.
—Mañana mismo. No veo por qué hemos de hacerle esperar. Y, por favor, no me defraudes. De este trabajo dependen muchas cosas.
Al día siguiente, Asbag se puso la túnica que reservaba para los domingos y se encaminó hacia el palacio de Alhaquen, que se encontraba en Zahra. Mientras caminaba, se dio cuenta de que no estaba en absoluto decepcionado por haber tenido que aplazar su peregrinación, pues aquel asunto del manuscrito introducía una variante llena de emoción en su vida. Poder entrar en Zahra para recibir un encargo del mismísimo heredero no era algo que le sucediera al común de los mortales. La ciudad de los califas era un lugar absolutamente prohibido, y todo lo que se conocía de ella era a través de quienes alguna vez habían entrado para cumplir alguna misión en su interior o prestar un servicio especial a algún familiar del soberano.
Zahra era una ciudad destinada al lujo y al refinamiento. Abderrahmen no había economizado en absoluto para construirla una legua al norte de Córdoba. Se decía que durante veinticinco años, dos mil obreros, que disponían de mil quinientas bestias de carga, se habían ocupado en edificarla, y, sin embargo, aún no estaba terminada. ¿Cómo no alegrarse ante la oportunidad de cruzar las puertas de aquella maravilla?
Los guardias que controlaban el paso registraban e interrogaban con minuciosidad a cuantos aguardaban para entrar en Zahra; por lo que había una gran aglomeración en la explanada, frente a la puerta. Asbag vio que se adelantaban las comitivas de los nobles y embajadores que llegaban de todas partes; les bastaba con dejar algún regalo para el jefe de la policía y se ahorraban las largas horas de espera. Pero el personal de servicio y los que llegaban a pie, confundidos entre el pueblo llano, tenían que aguardar al final de la cola. Asbag se conformó, pues el espectáculo era grandioso. Los magnates llegaban con toda la parafernalia que exigía la ciudad del califa: hermosos corceles, carrozas, lujosos ropajes, escoltas de pulidas armaduras, camellos y hasta un gran elefante que hacía las delicias de la multitud de curiosos que se acercaban hasta allí desde Córdoba.
Por fin, llegó el turno de Asbag. El oficial desenrolló el documento y, para su sorpresa, le introdujo enseguida en el puesto.
—Este salvoconducto es de preferencia, señor —le dijo el guardia—. Deberíais haber pasado a primera hora.
—No lo sabía —repuso Asbag.
—Es un documento directo de Su Alteza el príncipe Alhaquen; un pase que suele hacer para sus inmediatos colaboradores. Aunque… es la primera vez que venís… ¿No es así?
—Sí, la primera.
—Bien, uno de los guardias os conducirá hasta vuestro destino.
Asbag se encontró de golpe en una ciudad que no parecía construida por seres humanos. Era un auténtico paraíso por su belleza, elegancia, limpieza y fragancia. Había inmensos jardines delante de los edificios, plazas y calles amplias, pobladas de toda clase de árboles y flores. El guardia iba delante y él le seguía por un intrincado laberinto de setos y geométricas disposiciones de parterres, fuentes, corredores y glorietas. Asbag pensó que sería incapaz de retornar sobre sus propios pasos para encontrar la salida, si le dejaran solo allí en medio. Cuando llegaron frente al pabellón de verano del príncipe, tuvo que esperar todavía un rato delante de la entrada, mientras el guardia iba al interior para anunciarle. Luego apareció un criado que le condujo hasta una amplia sala, decorada con tonalidades rojas y doradas en las paredes y los techos, cuyas ventanas daban a un colorido y frondoso jardín, desde donde llegaban el gorjeo de los pájaros y los arrullos de las tórtolas. Permaneció en silencio a solas, saboreando cierta sensación de irrealidad, y dejando que su imaginación jugueteara con fantasiosas conjeturas acerca de lo que le aguardaba después de aquella sala.
Detrás de él crujieron unos cerrojos. Se volvió. Una gran puerta se abría empujada por dos criados y apareció ante sus ojos la inmensa biblioteca de Alhaquen: una impresionante nave cubierta por un elevado artesonado dorado y poblado de estrellas azules, como un firmamento de leyenda. Todo era belleza y color; vidrieras, muebles, solerías decoradas con adornos florales armoniosamente combinados. Las luces de las lámparas y los reflejos de los cristales se perseguían matizándose, jugando con los parteluces de mármol y con las talladas hojas de las puertas y ventanas. Y, llenándolo todo, aquella quietud, hecha del reposo pacífico de innumerables libros que, ordenados en los estantes, exhalaban suaves aromas de papiro, vitela, fino papel y pergamino, entre los delicados humos del incienso, sándalo y ámbar que se quemaban en los rincones, acentuando el sacro y misterioso ambiente de aquel templo de sabiduría.
Asbag se maravilló. Había pasado gran parte de su vida entre libros. Su abuelo fue librero y su padre también. Después de ordenarse sacerdote, el obispo le confió inmediatamente el taller de copia, convencido de que no había otro hombre en la comunidad cristiana tan preparado para dirigirlo. En sus ratos libres Asbag se dedicaba con amor a la biblioteca de la sede; ordenaba los volúmenes, saneaba los que estaban deteriorados, disponía la adquisición de los que consideraba imprescindibles. Nunca imaginó que el destino le iba a deparar alguna vez la suerte de acceder a un lugar como aquél que ahora contemplaban sus ojos.
Un chambelán le condujo por el pasillo central, a cuyos lados se alineaban numerosas mesas, en las cuales trabajaban copistas y miniaturistas o leían atentamente los numerosos sabios que trabajaban al servicio del príncipe. Al final había una especie de gabinete, donde se arremolinaba un grupo de aquellos afanosos bibliotecarios. Antes de llegar, el chambelán se detuvo.
—Aquél, vestido de blanco y que lee en el rincón, es el príncipe —le dijo en voz baja—. Espera aquí a que yo te anuncie.
El chambelán se llegó hasta el príncipe y le dijo algo. Alhaquen levantó los ojos del libro y miró a Asbag, luego le hizo una seña con la mano. Era un hombre maduro, de unos cuarenta años o más, con la cabeza descubierta y el pelo y la barba canosos, de aspecto venerable y vestimenta descuidada; alguien con toda la presencia de un sabio más que la de un príncipe.
Cuando Asbag llegó hasta él le hizo una profunda reverencia llevándose la mano al pecho, ya que los cristianos tenían por norma doblar la rodilla sólo ante las dignidades eclesiásticas o en los templos.
—¡Ah, el sacerdote cristiano enviado por mi amigo el obispo! —exclamó el príncipe sonriendo.
—A vuestro servicio —respondió Asbag.
—He tenido conocimiento del trabajo esmerado que realizas en el taller de copia del obispo. Algunos de los volúmenes que habéis preparado han llegado hasta mis manos. Te felicito, pues son trabajos de calidad. Por eso, he querido conocer personalmente a quien dirige el establecimiento y hacerle un encargo. ¿Podrás satisfacerme?
—Soy vuestro humilde esclavo —respondió Asbag inclinándose—. Vos me diréis lo que deseáis en concreto.
Alhaquen hizo una señal a uno de sus secretarios, y éste trajo enseguida un libro que entregó a Asbag. Él lo ojeó con detenimiento y sacó sus conclusiones.
—Se trata de un ejemplar de los Acta Pilati —dijo con plena seguridad—. Es un libro muy antiguo, escrito en griego, donde se refieren leyendas y memorias de Nuestro Señor Jesucristo compuestas en tiempo de Poncio Pilato. Esta copia es de origen copto.
—Como verás está muy deteriorado —dijo Alhaquen—. ¿Podrás traducirlo e ilustrarlo?
—Sí. Hemos realizado trabajos semejantes.
—Que así sea. Pide cuanto necesites para la obra y empieza cuanto antes.
Dicho esto, el príncipe ordenó que dieran a Asbag una bolsa llena de monedas y que le mostraran la biblioteca. Luego lo despidió con un amplio gesto de satisfacción.
Asbag hojeó libros de todo el mundo: del norte, de Bagdad, de Damasco, de Alejandría, de Roma y de Bizancio. Libros antiguos y modernos. Sólo el catálogo de la biblioteca constaba de veinte hojas, y no contenía más que el título de los ejemplares y no su descripción. El chambelán le dijo que Alhaquen los había leído todos, y lo que es más: había anotado la mayor parte de ellos. Escribía al principio de cada libro el nombre, el sobrenombre, el nombre patronímico del autor, su familia, su tribu, el año de su nacimiento y de su muerte y las anécdotas referentes a él. En esto era muy minucioso. Conocía mejor que nadie la historia literaria y constantemente enviaba agentes a Siria, Persia o Damasco, encargados de copiarle o comprarle a cualquier precio las obras de los poetas y cantores árabes. Pero su curiosidad en este tema no tenía límites; buscaba y conseguía libros cristianos y judíos que también leía, así como los antiguos tratados de los filósofos griegos y latinos.
Cuando Asbag salió de Zahra, su cabeza hervía y su corazón palpitaba a causa del fascinante panorama que se había desplegado ante sus ojos. Las palabras del príncipe resonaban en su mente henchida de gozo: «Puedes venir aquí siempre que lo desees». ¿Quién era capaz de acordarse ahora de la peregrinación a Compostela?