Capítulo 2

Córdoba, año 959

El joven Mohámed Abuámir se alojaba en una casa modesta del barrio viejo, perteneciente a su tío Aben-Bartal al-Balji, el magistrado miembro de la tribu de Temim, hermano de su madre, que se encontraba en paradero desconocido desde que emprendió su peregrinación a La Meca seis meses atrás. El barrio estaba honrando el aniversario del nacimiento del santo Sidi al-Muin, fundador de una minúscula mezquita que hacía esquina a la vecina calle de los palacios, donde residían los príncipes más notables. Las procesiones estuvieron desfilando desde la madrugada, y los tambores y las flautas no habían parado de sonar ni un momento.

Abuámir estaba sentado en una alfombrilla junto al pozo, leyendo el libro de crónicas antiguas, que tan sobado tenía, pues le apasionaban especialmente las aventuras de los ejércitos berberiscos que desembarcaron en Hispania con Taric al frente. Entre los pocos árabes que figuraban en tal empresa estaba su séptimo abuelo, Abdalmelic, que se había distinguido mandando la división que tomó Carteya, la primera ciudad hispanense que cayó en poder de los musulmanes.

El patio de la casa estaba escrupulosamente limpio y encalado con meticulosidad, como le gustaba a su tío. Fadil, el criado, ayudado con una caña a cuyo extremo se amarraba una pequeña regadera, regaba cuidadosamente cada una de las macetas sujetas a las paredes, de las que se derramaban unos tallos largos y sarmentosos, repletos de campanillas róseas o azuladas. Los geranios, en cambio, ocupaban la parte baja de las columnas, ya que exigían la permanente retirada de las hojas muertas y las flores secas. A cada momento, Fadil tenía que interrumpir su tarea, pues los miembros de la cofradía del santo y los mendigos aporreaban la puerta para solicitar limosnas. Abuámir, por su parte, empezó a estar de mal humor, incapaz de concentrarse en la lectura con tanto alboroto. Rechazó la idea de irse al interior de la casa, donde a buen seguro haría calor y, sintiendo que su ánimo se había alterado por la contrariedad que le producía el no poder disfrutar del apacible placer de aquellas lecturas, decidió irse a vagar por ahí, lejos de aquella algarabía.

En la calle se topó de lleno con la fiesta: las banderas ondeaban y los pregoneros se desgañitaban ensalzando los hechos del santo. Se sintió aún más encolerizado al ver a los hipócritas amontonados a la puerta de la mezquita: conocidos potentados ataviados con falsa humildad y solicitando los panecillos, junto a los míseros desgraciados que buscaban alimentarse más que la bendición del pan del santo. En el estrechamiento de la calle, se abrió paso impetuosamente por entre los fieles.

—¡Eh, tú! ¿Adónde vas con tanta prisa? —le recriminó uno de ellos.

Abuámir se volvió y bastó una mirada de sus ojos enfurecidos bajo el negro ceño fruncido para que el fiel ofendido fingiera que la cosa no iba con él y siguiera a lo suyo en la cola de la puerta de la mezquita.

Abuámir estuvo dando vueltas sin parar; por los barrios de los comerciantes y artesanos; en las plazas donde se amontonaban los tenderetes repletos de hortalizas, pescados secos, hierbas y especias; por retorcidos callejones sin salida; en los adarves que marcaban los confines de la ciudad; pasando por los barrios de los perfumistas, en los que aspiró los penetrantes aromas de los drogueros, de las narcóticas esencias; en los encharcados y coloridos establecimientos de los tintoreros; entre los humos de las apetitosas comidas; por los húmedos túneles de las curtidurías malolientes. En su deambular sin rumbo fijo volvió a experimentar la sensación de que se le escapaba el tiempo entre las manos. Llevaba ya cuatro años en Córdoba y estaba a punto de culminar sus estudios, sin haber perdido ningún año; pero una voraz impaciencia se apoderaba de él: era el deseo insaciable de ser algo, o mejor «alguien», en la inaccesible y piramidal corte del califato. Su familia, los Beni-Abiámir, pertenecía a la nobleza, pero no al reducido círculo de los ilustres. Su padre gobernaba un minúsculo señorío en Torrox, un lugar apartado al que de ninguna manera Abuámir desearía ligarse de por vida. Por otra parte, de la familia de su madre, formada por una conformista saga de magistrados y religiosos, tan sólo podría esperar la herencia de su abuelo, ahora en manos de su tío, el jurisconsulto Aben-Bartal, sin hijos y poco preocupado en procurarse descendencia. Dicha herencia no iba más allá de la modesta casa del barrio viejo, donde a la sazón se albergaba Abuámir, y una buena cantidad de antiguos libros de leyes y de teología. Desde que llegara a aquella casa, regida por la austeridad y el ahorro, Abuámir tuvo que someterse a las costumbres de su tío, extremadamente piadoso, cuya vida se regía minuto a minuto por la observancia religiosa. Sin poder evitarlo, empezó a sentir un cierto agobio, que intensificaba su impaciencia por terminar los estudios para forjarse una vida propia. Últimamente, en el fondo de su alma se agazapaba el presentimiento de que su tío no regresaría de la peregrinación, aunque luchaba para deshacerse de tal idea, pues Aben-Bartal siempre le trató como a un hijo.

En todo caso, Abuámir se sentía lejos de aspirar a un periférico castillo poblado de telarañas o a una lúgubre casa repleta de añejos libros llenos de mojigaterías. Se ahogaba pensando en esa vida mediocre de segunda fila. Aunque también detestaba a la inmensa mayoría de los nobles cordobeses; especialmente a los que se habían reblandecido en brazos de la buena vida. Le repugnaban aquellos gordos macilentos, envueltos en ostentosos ropajes y cargados de joyas, que habían sustituido el corcel por la litera, y que se pasaban la vida riéndoles las gracias a los eunucos o a los afeminados cómicos portadores de cotilleos. No, lo suyo no era un deseo de dinero, ni una envidia malsana del placer de los potentados; era más bien una rabia profunda que nacía del ansia de poder, un poder que le permitiría poner a cada uno en su sitio. Ardía de energía y vitalidad, pero se consumía viendo que su momento no llegaba y que estaba rodeado de un tedioso engranaje que no podía manejar pese a su aventajada inteligencia.

En su vagar se encontró con Qut al-Zaini, estudiante también y amigo de juergas, bajo y gordito, con ojos chispeantes que delataban una avidez insaciable. El sujeto ideal para no sentirse solo en la calle de las tabernas. Abuámir vio el cielo abierto; en días como ése lo mejor era abandonarse dulcemente a los efectos del vino. «Es la persona adecuada en el momento adecuado», se dijo. Pero Qut tenía que cumplir sus obligaciones y se negó al principio; cosa rara, pues siempre estaba dispuesto para la fiesta.

—¡Venga, Qut, sólo unas copas! —insistió Abuámir.

—¡No, no y no! —negó Qut categóricamente—. Me han encomendado que redacte un escrito y puedo ganar algunas monedas. Ahora vengo de comprar el papel. Tengo que presentarlo mañana a primera hora; si me lío contigo sé que perderé la oportunidad.

Abuámir se sintió contrariado por la traición de su amigo, pero decidió no enfadarse y en cambio utilizar alguna técnica sutil para convencerle. Sonrió ampliamente. Su mirada soñadora se grababa profundamente en los corazones. Qut sonrió también, y su resolución flaqueó a ojos vistas.

—¡Vamos! Pero sólo unas copas —consintió al fin.

Abuámir echó el brazo por encima de los hombros de su amigo y ambos se encaminaron hacia la calle de las tabernas. Abuámir sentía aprecio por el muchacho, como si fuera un juguete, porque era capaz de hacerle reír como nadie; no obstante no le gustaba encontrárselo cuando no tenía ánimo para la diversión.

En la taberna del judío Ceno, bebieron y bebieron, sentados el uno frente al otro en una vieja y polvorienta alfombra, compartiendo una descascarillada jarra de barro que descansaba, a ratos, en la pegajosa mesita de tablas. Abuámir no se encontraba del todo a gusto y miraba a cada momento en dirección a la puerta. Qut, que hablaba sin parar como siempre, se dio cuenta de ello.

—Hoy te pasa algo. ¿No querías divertirte? ¿Qué te falta, pues? —preguntó.

—No lo sé exactamente —respondió Abuámir—. El caso es que hoy no quiero pobretear. Mira esta mesa sucia y el suelo cubierto de escupitajos…

—Bien, tú has querido recorrer las tabernas. Siempre te gustó el establecimiento de Ceno.

—Sí. Para cualquier día no está mal; pero hoy he tenido una jornada de ésas que sólo se entierran con un auténtico placer del ánimo.

—Si quieres podemos ir al lado, a la casa de comidas de Yusuf —propuso Qut, queriendo complacerle.

—No —replicó Abuámir—. Hoy necesito algo muy especial; como…

—¿Como qué?

—Como el jardín del Loco.

—Ah, claro. ¿Cómo no? —repuso Qut—. Sería maravilloso. Pero ¿con qué dinero?

—¡Vámonos! —exclamó Abuámir, poniéndose en pie y soltando una moneda sobre la mesa.

Recorrieron de nuevo los laberínticos callejones y las plazas. Estaba atardeciendo. Acaso por efecto del vino, todo parecía dulce y espeso: la llamada a la oración de la tarde, el suave calor que desprendían los edificios de piedra, el aroma de los arrayanes. Pasaron de nuevo junto a la minúscula mezquita de la esquina, donde todavía dialogaban las flautas y los tambores, y vieron el estandarte verde y dorado del santo transportado en volandas por los fanáticos devotos.

Abuámir aporreó la puerta de la casa de su tío y al momento apareció Fadil, enfurecido y harto ya de los pedigüeños que no le habían dejado en paz en todo el día. Mientras Qut aguardaba en el patio, Abuámir subió corriendo las escaleras que conducían al alto, a la habitación de su tío Aben-Bartal; una vez en ella buscó entre la tierra de una maceta la llave del arcón y la introdujo en la cerradura del mueble. Después de palpar un saquito de cuero en el que el ausente peregrino había depositado unas monedas destinadas a que su sobrino pudiese solucionar cualquier emergencia, Abuámir dedujo que la bolsa contenía quince o veinte piezas. De regreso al patio, agitó la bolsa en la oreja de Qut, el cual escuchó con sorpresa el tintineo delicioso del oro.

Todavía faltaba algo: vestirse para la ocasión. Eso fue cosa de un momento; rebuscaron y encontraron vestidos de fiesta y turbantes de seda. Pero Qut se vio en un apuro, pues tuvo que recogerse la túnica con un cincho, ya que le arrastraba más de una cuarta. Sin embargo, cuando se vieron con la compostura y el adorno adecuados, volvieron a poner los pies en la calle, enamorados de la felicidad.

El jardín del Loco estaba en el extremo sur de la ciudad, al otro lado del puente, a la sombra de las murallas del campamento militar; era un lugar al que acudían caballeros de paso y grandes negociantes que se alojaban en la otra orilla del Guadalquivir, en las múltiples fondas o en sus propias tiendas de campaña. Abuámir decidió que se trasladarían hasta allí a lo grande, de modo que viajaron cómodamente sentados en un carro de dos ruedas, tirado por un hermoso caballo. Al internarse en aquel recinto, completamente rodeado de altos setos, se encontraron en un amplio espacio, iluminado por lámparas que ardían en los rincones, y les llegó una ráfaga de fragantes olores. Había fuentes, rosales, jazmines y palmeras, entre los que se distribuían suntuosos divanes arrimados a unas mesas cubiertas de viandas y bebida, donde se solazaban distinguidos comensales.

—¡Los sueños se hacen realidad! —exclamó Qut.

Inmediatamente fueron acomodados por los encargados del servicio y se dedicaron a saborear la comida y la bebida. Mientras, un músico animaba el ambiente con un laúd. Luego aparecieron otros más, con tambores y panderos, y las danzarinas se fueron turnando, convulsionando sus cuerpos compactos y bellos.

Por fin, le llegó el turno de actuar al Loco, el dueño de aquel lugar; un gigantón de barba rojiza e inmensa barriga que recitaba los poemas como nadie. Subido en la tarima y acompañado por el laúd, hizo oír su voz cálida y armoniosa:

¡Dame tu cuello de gacela, mujer hermosa, alárgalo hacia mí!

¡Que la vida se va!

¡Extiéndeme tus labios de miel y tus dientes brillantes!

¡Que la vida se va!

Aquellos poemas acariciaron sus corazones como la bebida sus mentes. Abuámir se quedó ensimismado, como le sucedía en algunas ocasiones, y empezó a elucubrar acerca del futuro y los obscuros misterios del destino de los hombres.

—Me siento extranjero en este mundo —le dijo a Qut.

—Claro, eres de Torrox —respondió éste con sorna.

—Bah, no me entiendes; no se trata de eso —replicó Abuámir—. Quiero decir que me veo de paso en el mundo. Creo que es absurdo vivir sin esperar nada de la existencia. Esta mañana, cuando desperté, me embargó el frenético deseo de hacerme valer en el mundo, frente a todo y frente a todos. Es como una experiencia ardiente en la que se menosprecia lo desconocido.

—¿Quieres decir que deseas tener poder? —le preguntó Qut.

—Todo, todo el poder —respondió Abuámir.

Dicho esto, se quedó mirando fijamente la taza de plata llena de vino que sostenía en la mano. La luna llena acababa de asomar por el borde almenado de la muralla.

—¿Qué ves ahí? —preguntó Abuámir extendiendo la taza a su amigo.

—Vino —respondió Qut encogiéndose de hombros.

—Fíjate más. ¿Qué ves?

—Vino, vino espeso y brillante…

—Más aún. ¿Qué ves? —insistió Abuámir.

—¡Ah, ya comprendo! ¡La luna!

Abuámir se llevó entonces el borde de plata a los labios y apuró el contenido de un trago.

—Todo, todo el poder —repitió.

—Me asustas Abuámir —dijo Qut—; eres demasiado ambicioso para tener veinte años.

—¡Bien, dejemos eso! —exclamó Abuámir—. ¡Vayamos a casa de la Bayumiya!

—¡Ah, no! ¡Nada de eso! —negó Qut—. No pienso terminar de emborracharme en el madjlis[*] de la Bayumiya mientras ella y tú os solazáis. He aguantado eso otras veces y me juré siempre que sería la última.

—Bien, si tú no vienes, iré solo.

—¡Pero será posible! De manera que me has arrancado de mis obligaciones para arrastrarme al vino y me has hecho perder todo el día… y… y ahora me dejas plantado aquí en el jardín del Loco…

—¡Me marcho! —confirmó Abuámir. Se puso en pie y, después de pagar al encargado, se fue hacia la puerta dejando a Qut paralizado por la rabia.

Mientras abandonaba aquel lugar en el carro que los había traído, escuchó la voz de Qut gritándole a la espalda:

—¡Maldito! ¡Maldito egoísta! ¡Que los iblis[*] te perjudiquen!

Abuámir llegó frente al palacio de Bayum, del cual tomaba su nombre la Bayumiya. Era un caserón espléndido, cuya portada estaba cuidadosamente adornada para impresionar: un friso soberbiamente estucado sobre un fondo de azulejos de verdosa cerámica toledana. La calle estaba desierta, aunque faltaba todavía un buen rato para la medianoche. Llamó a la puerta varias veces y escuchó el movimiento de las persianas en alguno de los ventanucos superiores. «Me hará esperar», pensó. Al cabo salió la joven criada.

—Mi señora dice que aguardes —dijo, antes de volver a cerrar la puerta.

«Me hace esperar para matar de envidia a la vecindad», supuso Abuámir. Miró en derredor; habría deseado que los candiles de la calle se hubieran quedado sin aceite. Por un momento pensó en marcharse. Pero volvió a salir la criada.

—Mi señora dice que aguardes en el patio —dijo.

El zaguán era toda una exhibición de lujo oriental. Aquella casa había pertenecido a un príncipe mauritano, antes de que el nuevo rico Bayum la comprara para instalarse en el corazón de Córdoba, ensoberbecido por el oro que había ganado avituallando a las tropas de Abderrahmen. Bayum engordó en aquella casa, dedicando los últimos días de su vida a dar banquetes inigualables a lo más granado de la nobleza; se puso como un saco de sebo y reventó un día en su litera, cuando era transportado a escuchar el sermón del viernes, pues apenas podía ya moverse. Dejó aquella espléndida casa y dentro de ella a un hijo pequeño, dos concubinas y una hermosa viuda, la Bayumiya. Ésta se desligó pronto de las otras dos mujeres y, como el heredero era suyo, se encontró con una suculenta fortuna que derrochaba tan caprichosamente como antes lo hiciera su difunto marido.

El patio comunicaba con el diván, al fondo, cerrado por una cortina que dejaba escapar la luz por las rendijas. «Estará perfumándose y rebozándose en sedas», imaginó Abuámir. No andaba descaminado: cuando se descorrió la cortina, apareció la Bayumiya recostada en los cojines, arreglándose las uñas, rodeada de sus enormes y suntuosos gatos. Era una mujer grande, de cuerpo prieto y bellos rasgos, nueve o diez años mayor que él, tal vez más. Abuámir se acordó de la primera vez que la vio en aquel mismo sitio, hacía un año, cuando ella le solicitó por medio de su criada, con el pretexto de que le redactara unas cartas y ordenara los papeles de su marido. ¿Acaso pensó que el joven estudiante era tonto? Abuámir se dio cuenta enseguida de que ella se había prendado de él, en algún mercado, junto a la fuente o por la calle, y que había intentado invertir los papeles de la seducción —así era más sencillo—, haciéndose la viuda sola encerrada en casa, en cuya vida había irrumpido un impetuoso joven conquistador. Pero Abuámir tomó las riendas del asunto; no era él un hombre fácil de manejar. Venía a verla cuando le daba la gana, después de unas copas, cuando se sentía solo… Por lo demás, no se veía en absoluto obligado por aquella relación. Eso a ella la sacaba de sus casillas. Había dominado a sus anchas al gordo y fofo de su marido y tal vez creyó que todos los hombres estaban hechos de la misma materia.

Ahora estaba enfurruñada, como otras veces, fruncidos los labios pintados de color cereza y la mirada puesta en la lima de uñas, para no cruzarse con los hipnóticos ojos de su amado. Abuámir se dejó caer sobre los cojines.

—¿Te estás afilando las uñas para arañarme, gatita? —le dijo con sorna.

—¡Tres meses, tres, sin verte por aquí! —refunfuñó ella, sin levantar la cabeza.

Abuámir se aproximó más. Se sabía de memoria aquel juego. Extendió cuidadosamente la mano y cogió con los dedos la barbilla redondita y firme de la Bayumiya.

—Ga-ti-ta —repitió endulzando la voz cuanto pudo.

Ella le apartó de un manotazo. Abuámir entonces se puso en pie.

—¡Bien, me voy! —exclamó.

Pero ella levantó los ojos e hizo un mohín malicioso.

—¡Harisa! ¡Harisa, trae el vino! —ordenó a su criada.

Se arrojó a la cintura de Abuámir y lo atrajo hacia sí sobre el diván. Él se desmadejó y dejó que llovieran las caricias y los besos, mientras sus manos se perdían entre las perfumadas y vaporosas sedas.

Cuando las primeras luces entraron por las ventanas, Abuámir despertó con la boca pastosa y se descubrió amarrado por los brazos de la Bayumiya. Quiso escabullirse con cuidado, como había hecho en otras ocasiones, pero la presa se cerró aún más. Permaneció así un rato, resignado, esperando la ocasión para iniciar de nuevo la maniobra de escape. Lo intentó una vez más. Imposible.

—Hummm —dijo ella en tono casi inaudible—. Quédate para siempre. Aquí nunca va a faltarte de nada.

Abuámir se removió, incomodado por aquella proposición.

—Podrías administrar mi fortuna —insistió ella—. Últimamente me he dado cuenta de que soy una inútil para los negocios.

—¡Ja! —exclamó él incorporándose—. ¡Yo no he nacido para eso!

Ella tiró hacia sí de él, pero al no conseguir rodearle de nuevo con los brazos, apoyó suavemente la cabeza en la espalda del joven.

—El Profeta administraba los bienes de una viuda rica —sugirió—. ¿Eres tú acaso más que el Profeta?

—¡Vamos, no digas tonterías! —replicó él—. Nadie ha dicho que Mahoma fornicara con aquella mujer.

Al oír esto, la Bayumiya le clavó los dientes y las uñas en la espalda. Abuámir se volvió y la abofeteó una, dos y hasta tres veces, antes de levantarse para ponerse la ropa. Ella saltó desde el diván y se acurrucó a sus pies; le abrazó los tobillos y sollozó.

—¡No, por favor, no te vayas así! —suplicó.

Abuámir se desprendió de aquellos brazos que le aferraban como un nudo y corrió hacia el patio.

—¡Maldito, cerdo! —gritó ella—. ¡No vuelvas, no vuelvas jamás!

El muchacho se topó de frente con el fresco de la madrugada. Avanzó con paso firme por la calle en dirección a su casa. Deseaba que aquello no hubiera sucedido; pero se justificó pensando que no había sido culpa suya. Al llegar a la esquina de su calle, pasó junto a la puerta de la pequeña mezquita de al-Muin. La fiesta del santo había concluido. Algunos fieles yacían desparramados sobre las gradas de la entrada, vencidos por la fatiga del delirio místico o por la borrachera. Abuámir se detuvo y sintió el calor húmedo y blando que salía del interior de la mezquita, almacenado allí por la concentración humana de todo el día anterior y por la multitud de velas encendidas. Vio el túmulo que albergaba las reliquias del santo, cubierto por un paño de lino verde bordado en oro, y que en su soledad parecía descansar de la pasada barahúnda.

—Lo que Dios quiere sucede; lo que Él no quiere no sucede —le dijo a la tumba.

Después tuvo que aporrear varias veces la puerta de su casa, pues el criado Fadil era duro de oído. Una vez en su dormitorio, se desplomó en el colchón y se sumió en un plácido y profundo sueño.

En torno al mediodía le despertaron unos fuertes golpes que venían de la puerta de la calle. Estaba empapado en sudor y se enfureció por no haber podido continuar durmiendo hasta la tarde. En la puerta volvieron a sonar unas llamadas impacientes.

—¡Fadil, idiota, la puerta! ¿No oyes? —gritó.

—¡Voy, voy! —respondió Fadil—. ¡Malditos mendigos!

El criado tiró del grueso portalón. Frente a él apareció un hombrecillo andrajoso, con las barbas y el cabello crecidos, grises y grasientos.

—¡No, no y no! —le gritó Fadil—. ¡Mi amo no está! ¡No tengo monedas!

—Pero, Fadil, ¿no me reconoces? —le dijo aquel hombre harapiento.

—¡Señor! —exclamó Fadil. Se arrojó de rodillas y besó los pies de su amo. Luego le besó las manos una y otra vez, sollozando.

Abuámir, por su parte, intentaba volver a conciliar el sueño, ajeno a lo que estaba sucediendo en el zaguán de la casa.

Hasta que le sobresaltaron los gritos de Fadil:

—¡Amo Abuámir! ¡El señor ha regresado de su peregrinación! ¡Mi señor Aben-Bartal ha vuelto! ¡Dios sea loado!

El joven saltó de la cama y, desnudo como estaba, se llegó hasta el patio en tres saltos. Allí, frente a él, estaba su tío Aben-Bartal, como un muerto resucitado. Jamás imaginó Abuámir que llegaría aquel momento, pues sabía que muchos venerables ancianos morían en aquel viaje extenuante. Miró al peregrino de arriba abajo; estaba decrépito y consumido, pero con los ojos fervientes y vivos. Abuámir le tendió los brazos y su tío le abrazó tembloroso y con el corazón palpitante.

—¡Estoy en casa, Abuámir, querido! —le dijo—. ¡Dios sea loado!

—¡Dios sea loado! —repitió Abuámir.