por Walton Simons
Escoger la víctima adecuada era siempre un infierno. Tenían que llevar encima una buena cantidad de dinero para que el asesinato valiera la pena, y tenía que hacerse en un sitio apartado. El alquiler había vencido y borrar del mapa a alguien de la calle tenía más sentido que cargarse al portero, pues podría alertar a los demás vecinos de quién era y estaba cansado de cambiar de piso.
El frío le molestaba. Se infiltraba en su delgado cuerpo de metro ochenta y le calaba hasta los huesos. Se levantó el cuello de pelo de su holgado abrigo. Antes de morir, cuando sólo era James Spector, los inviernos de Nueva York le dejaban aterido. Ahora, la simple agonía de su muerte, brotando constantemente en su interior, le causaba un verdadero dolor.
Pasó por delante de la iglesia de San Marcos y se dirigió al este, a la calle 10. El barrio era más hostil en esa zona, por lo que se ajustaría más a sus necesidades. «Mierda», dijo cuando la nieve empezó a caer. La poca gente que había en las calles probablemente se pondría a resguardo. Si no podía encontrar una víctima allí, tendría que intentarlo en Jokertown, y la idea no le complacía. Los copos se le posaban en el pelo negro y el bigote. Se los retiró con una mano enguantada y siguió adelante.
En un portal cercano, alguien encendió una cerilla. Spector subió poco a poco las escaleras, pidiendo entre balbuceos un cigarrillo.
El hombre del portal era alto y fornido. Tenía la piel pálida, picada de viruelas, y ojos azul claro. Aspiró profundamente el cigarrillo y le tiró el humo a la cara.
—¿Tiene fuego? —preguntó Spector, impertérrito.
El hombre frunció el ceño.
—¿Te conozco? —miró a Spector con detenimiento—. No. Aunque puede que te envíe alguien.
—Tal vez.
—Eres un tío listo, ¿eh? —El joven sonrió, revelando unos dientes blancos y uniformes—. Te aconsejo que te metas en tus asuntos, colega, o patearé tu escuálido culo escalera abajo.
Spector decidió seguir una corazonada.
—No he podido conseguir nada en días. Mi fuente se ha quedado seca pero un amigo me dijo que había alguien por ahí que tal vez podría ayudarme. —Proyectó un aire de necesidad con la voz y la postura.
El hombre le dio unos golpecitos en la espalda y rió.
—Éste debe de ser tu día de suerte. Entra en el salón de Mike y en seguida lo arreglaremos.
El apartamento de Mike olía peor que el cajón de arena de un gato después de una semana sin limpiar. El suelo estaba lleno de ropa sucia y revistas pornográficas.
—Qué sitio tan bonito —dijo Spector sin apenas ocultar su desprecio.
Mike le dio un brusco empujón contra la pared y lo forzó a poner las manos sobre la cabeza. Le cacheó rápida pero concienzudamente.
—Bien, dime lo que necesitas y te diré lo que te va a costar. Si causas problemas, te vuelo los sesos. No sería la primera vez. —Mike sacó una 38 cromada con un silenciador a juego y volvió a sonreír.
Spector se giró lentamente y se detuvo cuando sus ojos se encontraron con los de Mike; entonces sus mentes conectaron.
Las terribles sensaciones de la muerte de Spector se precipitaron en el cuerpo de Mike. Podía sentir el aplastante peso en el pecho. Los músculos se contrajeron involuntariamente con tal fuerza que los huesos se quebraron y los tendones se desgarraron. La garganta se cerró cuando el vómito subió a la boca. El corazón palpitó violentamente, bombeando la sangre contaminada por el cuerpo. Un dolor feroz gritó en su mente, fruto de los tejidos que estaban muriendo. Los pulmones explotaron y se colapsaron. El corazón se agitó y se paró. Incluso después de la oscuridad seguía habiendo dolor. Spector siguió mirándole fijamente a los ojos, haciendo que Mike sintiera cada detalle, convenciendo al cuerpo del camello de que estaba muerto. No paró hasta que Mike se estremeció de un modo que había acabado por reconocer. Entonces se acabó.
Mike puso los ojos en blanco y cayó al suelo, sin vida. Una convulsión en el índice muerto disparó el gatillo de la 38. El proyectil alcanzó a Spector en el hombro y le empujó contra la pared. Se mordió el labio pero, por lo demás, ignoró la herida y se inclinó sobre Mike.
—Ahora sabrás lo que es que te toque una reina negra. —Cogió la pistola, pasó el seguro y se metió el arma en el cinturón con cuidado—. Pero mira la parte positiva: tú solo tienes que pasar por esto una vez. Yo me levantó así todas las mañanas. —Spector registró el cuerpo. Cogió todo el dinero, incluso la calderilla: había poco menos de seiscientos dólares.
—Capullo de poca monta… Me alegra haber podido compartir algo contigo… —dijo Spector abriendo la puerta; tan sólo una rendija, para inspeccionar el vestíbulo. No vio a nadie y bajó rápidamente las escaleras. El frío y la nieve habían apagado los sonidos de la ciudad, amortiguado su vida.
Cuando llegó a casa, su hombro estaba curado.
Le seguían. Dos hombres al otro de la calle caminaban a la par con él, manteniéndose lo bastante lejos por detrás de él para evitar entrar en su campo de visión. Spector los había percibido varias manzanas atrás. Giró al sur, alejándose de su piso, hacia Jokertown: sería más fácil despistarlos allí. Caminó con lentitud, guardando energías por si tenía que echar mano de ellas.
Quizá eran amigos de Mike, el camello. No era muy probable; iban demasiado bien vestidos y la gente como Mike no tenía amigos. Lo más seguro era que trabajaran para Tachyon. Por necesidad, Spector había matado a un ordenanza en la clínica el día que escapó. Aquel mierdecilla de color panocho intentaría encontrarlo y enviarlo a prisión; o peor: volvérselo a llevar a la clínica. Los únicos recuerdos que tenía de la clínica de Jokertown eran malos.
«Pequeño hijo de puta», pensó, «¿no has hecho ya bastante?» Odiaba a Tachyon por resucitarle. Le odiaba más que a nadie o a nada en el mundo. Pero el pequeño alienígena le asustaba. Spector empezó a sudar bajo el pesado abrigo. Un joker con cuatro piernas delante de él bloqueaba la acera. Al acercarse, se metió como un cangrejo en un callejón para esquivarle. Se giró y miró al otro lado de la calle.
Los dos hombres estaban allí. Se pararon y cuchichearon. Uno cruzó la calle en su dirección. Spector podía matarles pero así sólo conseguiría que Tachyon le persiguiera con más ahínco.
Era mejor despistarles y esperar que el taquisiano se olvidara de él. Las calles, resbaladizas a causa del hielo, estaban casi desiertas. Hasta los jokers tenían que respetar el intenso frío. Spector se mordió el labio. El Palacio de Cristal estaba sólo a una manzana y era un lugar tan bueno como cualquier otro para quitárselos de encima. Tal vez Sascha pudiera atraparlos y echarlos de una patada.
El portero le miró con mala cara cuando entró. Spector quería mostrarle qué era una mala cara de verdad pero putear a Chrysalis era lo último que necesitaba hacer ahora mismo. Además, había muy pocos lugares con portero en Jokertown.
El interior del Palacio de Cristal siempre le hacía sentir incómodo. Estaba decorado, desde el suelo hasta el techo, con antigüedades del fin de siglo. Si por accidente rompía o dañaba algo, probablemente tendría que matar a una veintena de personas para poder pagarlo.
Sascha no estaba por allí, así que ahí no conseguiría ayuda. Atravesó rápidamente el salón principal del bar y entró en una sala adyacente en la que había reservados. Se deslizó en el más cercano, pasó las pesadas cortinas de color borgoña y las cerró tras de sí.
—¿Puedo hacer algo por ti?
Spector se giró poco a poco. El hombre sentado al otro lado de la mesa llevaba una máscara de calavera y una capa negra con capucha.
—He dicho que si puedo hacer algo por ti.
—Bueno —dijo tratando de ganar tiempo—, ¿tienes algo para beber?
La máscara le había sobresaltado y no le hacía falta ninguna excusa para beber en estos días.
—Me temo que sólo para mí. —El hombre señaló la copa medio vacía ante él—. Parece que estás metido en algún lío.
—¿Y quién no? —A Spector le desagradaba el hecho de ser tan transparente como la piel de Chrysalis.
—Sí, los problemas son universales. Un conocido muy cercano fue devorado…, deglutido por uno de nuestros visitantes extraterrestres el mes pasado. —Bebió un sorbo de su copa—. Vivimos en un mundo incierto.
Spector abrió la cortina, apenas un par de centímetros. Los dos hombres estaban en el bar. El camarero les estaba haciendo un gesto negativo con la cabeza.
—Es evidente que te siguen. Quizá si tuvieras algún disfraz podrías escapar sin que nadie te viera. —Se quitó la capa y la capucha y las dejó en la mesa.
Spector se mordió las uñas. Odiaba confiar en nadie.
—Vale. Ahora dime qué es lo que tengo que hacer por ti, porque se trata de eso, ¿verdad?
—Basta con que me rellenes la copa. Brandy. El camarero sabe cuál. —Se quitó la máscara y la tiró en la mesa. Spector se dio la vuelta. La cara del hombre era idéntica a la máscara. Su piel era amarilla y se pegaba a unos prominentes huesos faciales. No tenía nariz. El joker le miraba fijamente con unos ojos hundidos e inyectados en sangre.
—Bien…
Rápidamente se puso el disfraz y después cogió la copa.
—Vuelvo en un minuto.
Abrió las cortinas y salió. Los dos hombres estaban sentados a unos seis metros. Le observaron con atención mientras caminaba hacia la barra. Volvía a sudar.
—Otra, por favor —dijo tras captar la atención del camarero. El hombre hizo lo que le dijo.
Spector volvió a la cabina poco a poco. Uno de los hombres le estaba mirando pero era imposible reconocerle.
—Aquí está —dijo entregando la bebida— y aquí estoy.
—Puede que te interese conservar el atuendo —dijo el hombre con cara de calavera—, creo que vas a necesitarlo.
Cerró las cortinas. Spector caminó con deliberada lentitud hacia la puerta. Los dos hombres seguían sentados.
Tan pronto como salió al exterior, Spector echó a correr. Una imagen encapuchada de la muerte trotó por las heladas aceras hasta que se quedó sin aliento. Tras deslizarse en un callejón, se despojó de la capa y la máscara, se las metió bajo el abrigo y se dirigió a casa.
Se fue a la cama borracho por tercera vez en tres noches. Le aliviaba lo suficiente el dolor como para permitirle dormir. No estaba seguro de que realmente necesitara dormir más pero ya se había acostumbrado a ello en los años anteriores a su muerte.
Se oyó un chasquido. Spector abrió los ojos y respiró hondo, apenas consciente de que algo estaba sucediendo. La puerta se abrió ligeramente, revelando una rendija de luz del exterior. Spector se frotó los ojos y se incorporó. Mientras buscaba a tientas su ropa, la puerta se detuvo en seco, sujeta por la cadena. Retrocedió hacia las ventanas mientras se subía los pantalones.
Mientras se enfundaba el abrigo, oyó que algo golpeaba el suelo. La puerta se cerró. Spector percibió olor de humo y de limones podridos y los ojos empezaron a llorarle y se tambaleó, apenas sostenido por unas piernas temblorosas. Tenía que largarse de ahí o el gas le dejaría noqueado. Abrió la ventana y dio una patada a la rejilla pero puso un pie en el alféizar y cayó a la salida de incendios. Perdió el equilibrio en la caída y se golpeó la cabeza contra la baranda de acero cubierta de nieve. El dolor y el aire frío le despejaron la mente por unos momentos: un hombre bajaba corriendo la escalera de incendios y oyó un golpazo más abajo, en la misma escalera. Ambos se le echarían encima en pocos segundos. Spector se esforzó por mantenerse en pie. El hombre de debajo se había dado la vuelta para subir el último tramo de escaleras. Spector le saltó encima, cogiéndolo desprevenido, y lo tiró por encima de la baranda: pudo oír el crujido de su columna al impactar contra el suelo. Se recompuso y corrió escaleras abajo, dejando al hombre gritando en el rellano.
Saltó a la calle desde una segunda planta. Los pies le patinaron en la acera helada cuando aterrizó y su cuerpo se desplomó. Luchó por respirar y se las arregló para darse la vuelta. Una mujer con gafas de espejo se inclinaba hacia él: llevaba una aguja hipodérmica. La reconoció justo en el momento en que hundía la jeringa en su carne.
Spector se despertó en un pasillo, con las manos y los pies atados firmemente con una cuerda de nailon. La mujer que lo había drogado supervisaba a dos hombres con pesados abrigos y espejuelos que lo llevaban a una habitación oscura: olía a antiguo, como un ático o una casa deshabitada durante mucho tiempo. Lo tiraron en una butaca de madera.
—Ah, enfermera Gresham, veo que ha vuelto con nuestro revoltoso amigo.
La voz era de un hombre anciano; su tono era firme y frío.
—Ha dado bastante guerra: otro más ha resultado muerto. —El hombre chasqueó la lengua.
—Entonces, es tan peligroso como decía. Echémosle un buen vistazo, pues.
Spector oyó cómo la piedra crujía al abrirse el techo. La luna y las estrellas brillaban en el firmamento con intensidad. Había vivido en el área de Nueva York toda su vida. La contaminación y las luces de la ciudad dificultaban ver estrella alguna, pero aquí los cuerpos celestes brillaban con la suficiente fuerza como para hacerle daño a los ojos. Las personas que le interrogaban permanecían fuera del área iluminada.
—Bien, señor Spector, ¿qué tiene que decir? —Silencio—. Hable. A la gente que me hace perder el tiempo le pasan cosas malas.
Estaba asustado. Sabía que Jane Gresham trabajaba para el Dr. Tachyon en la clínica de Jokertown, pero era evidente que el hombre que le estaba interrogando no era el Dr. Tachyon.
—Lo único que sé es que su gente vino a por mí sin razón alguna. Siento que su chico acabara muerto, pero no fue culpa mía.
—No estamos hablando de eso, señor Spector. Hace tres noches usted mató a uno de los nuestros sin ningún motivo. Él sólo trataba de satisfacer su necesidad de adquirir droga.
—A ver, están muy equivocados.
Spector se imaginó que debía de haber interferido en una operación de narcóticos a gran escala. La enfermera Gresham podía haber estado robando todo tipo de drogas en la clínica de Tachyon.
—Nosotros llegamos a un acuerdo. Tuvo que haberlo hecho otra persona.
Se oyó un murmullo y un anciano avanzó hacia la luz. Estaba sentado en una silla de ruedas eléctrica. Su cabeza era anormalmente grande y estaba cubierta de un escaso pelo blanco. Tenía un escuálido cuerpo retorcido, como si distintas fuerzas estuvieran intentando moverse en distintas direcciones en su interior. La piel era pálida pero saludable, y llevaba unas gafas gruesas.
—¿Se acuerda de esto? —El hombre alzó una moneda. Spector la reconoció al instante. Era un viejo penique que había cogido del cadáver de Mike. Como era del tamaño de medio dólar y estaba fechado en 1794, la había guardado pensando que podría tener algún valor.
—No —dijo tratando de ganar tiempo.
—¿De veras? Mírela bien.
Bajo la luz de la luna, el penique emitía un resplandor de color rojo sangre.
Spector había oído bastante como para saber que estaba en un grave problema. Gresham y el anciano iban a matarle. Si quería pararles los pies, ahora era el momento.
—Que nadie se mueva o le haré a este viejo lo mismo que acabó con vuestro amigo el camello.
Rieron.
—Míreme, señor Spector. —El anciano se inclinó hacia adelante—. Use su poder conmigo.
Spector clavó su mirada en él e intentó compartir su muerte. Notó que no funcionaba, no sabía por qué. Al parecer el anciano le bloqueaba de algún modo. Se dejó caer en la butaca, derrotado.
—Siento decepcionarle. Usted no es el único que tiene poderes extraordinarios. Desátele, enfermera Gresham.
Con reluctancia, la mujer cumplió las órdenes.
—Tenga cuidado con él —advirtió al anciano—. Aún podría ser peligroso.
Spector no se sentía nada peligroso. Fuera lo que fuera en lo que se había metido, desde luego no era una operación de narcóticos normal y corriente.
—¿De qué me conoce? ¿Qué quiere de mí?
—La enfermera Gresham tenía un expediente completo sobre usted en la clínica.
El anciano abrió una libreta y empezó a leer:
—James Spector, funcionario fracasado de Teaneck, Nueva Jersey, infectado por el virus wild card hace nueve meses. Estaba clínicamente muerto cuando llegó a la clínica de Jokertown. Como no tenía parientes vivos que pudieran objetar, el Dr. Tachyon le revivió mediante un proceso experimental ahora abandonado. Pasó seis meses en la UVI gritando sin control. Al fin, con la ayuda de medicación, recuperó la cordura. Desapareció hace tres meses, aproximadamente. Casualidad o no, un ordenanza murió de modo inexplicable ese mismo día. Está todo aquí, muy completo.
—Zorra. —Spector trató de localizar a la enfermera en la oscuridad.
—Bueno, bueno… Si le dejo vivir, señor Spector, tendrá que acostumbrarse a ella —dijo el anciano.
—¿Me dejaría vivir? —Se dio cuenta de que no se había expresado bien—. Quiero decir…
—Lo cierto —le interrumpió el anciano—, es que tiene usted un gran talento. Los ases son raros, y uno no puede tirarlos por el desagüe sin más. Podría ser muy útil para nuestra causa.
—¿Qué causa?
El anciano sonrió.
—Lo descubrirá si le aceptamos en nuestra… sociedad. Pero antes de considerar eso, tendrá que demostrar su valor. Tenemos un trabajito para usted; con sus habilidades y la información que le daremos, no debería resultarle muy complicado.
—¿Y si no quiero seguirles el juego? —Spector estaba asustado pero quería conocer las consecuencias exactas.
El hombre arrancó una hoja de papel de la libreta y se la dio, junto con un bolígrafo.
—Escriba su dirección en ese trozo de papel y métaselo en el bolsillo. —Spector estaba confundido pero hizo lo que le dijo. El anciano cerró los ojos bien fuerte y juntó las yemas de los dedos.
Spector se estremeció. Sintió como si le vertieran agua fría justo sobre el cerebro.
—Siento…
Se detuvo, presa de la sensación.
—Sí, lo sé. No se parece a nada, ¿no? Ahora dígame su dirección.
Spector abrió la boca para responder y se dio cuenta de que no podía recordarlo. La información simplemente había desaparecido.
—Amnesia selectiva. Cuando una persona está físicamente presente junto a mí, puedo sacarle todo lo que quiero. —Arqueó una espesa ceja—. O puedo eliminarlo todo.
Spector estaba conmocionado pero sabía que el viejo también podría borrarle la memoria: la pérdida de su poder sería un pequeño precio a pagar para volver a dormir por las noches.
—Ya veo lo que quiere decir. Haré lo que me diga.
—Ya lo ve, enfermera Gresham, él no supone ningún problema en absoluto. Sería estúpido matar a alguien que puede sernos tan útil. Vuelva a inyectarle y llévenlo de vuelta a su apartamento antes de que despierte.
—Espere un segundo. ¿Quién es usted? Si no le importa decírmelo.
—Mi verdadero nombre significaría para usted incluso menos de lo que significa para mí. Puede llamarme el Astrónomo.
Spector pensó que alguien que se hacía llamar el Astrónomo era un demente, pero ése no era el lugar ni el momento para hablar del tema.
—Bien. Bueno, Astrónomo, ¿qué quiere que haga? En lo único en lo que soy bueno es matando a la gente.
El Astrónomo asintió.
—Exacto.
Spector estaba nervioso por el hecho de matar a un policía, en especial tratándose del capitán McPherson. Nadie había sido tan estúpido o tan valiente como para meterse con el jefe de la Unidad de Fuerzas Especiales de Jokertown. El Astrónomo no le había dado otra opción. La muerte de McPherson tenía que parecer un accidente, pues uno de los hombres del Astrónomo estaba en posición de sucederle. Si Spector fracasaba o intentaba huir, el Astrónomo le borraría toda la memoria excepto el recuerdo de su muerte.
Se ató bien fuertes las espinilleras y las tapó con los vaqueros. También llevaba protección adicional bajo la camiseta y en los antebrazos.
El Astrónomo debía de haber estado planeando la muerte de McPherson desde hacía algún tiempo. Spector estaba sentado en un sofá, en el piso que estaba justo debajo de su objetivo. La mujer que vivía allí era una de las subordinadas del Astrónomo. Según le habían dicho, la asistenta de McPherson también estaba implicada en la operación.
—Si quieres sustituir a alguien, primero hay que sustituir a la gente que le rodea —había dicho el Astrónomo.
Spector miró el reloj de pared. Eran entre la una y las dos de la madrugada. Se aseguró de que la hipodérmica estaba en su bolsillo, apagó las luces y abrió la puerta del balcón.
Cogió la cuerda y levantó el garfio acolchado que había en un extremo. La distancia hasta el balcón superior era de unos tres metros y medio. Se asomó y lanzó el garfio. Cayó perfectamente y una de las púas se agarró a la cornisa superior. Un puñado de nieve le cayó en la cara. Tiró de la cuerda para tensarla y el gancho se mantuvo firme.
Spector trepó con rapidez y pasó por encima de la cornisa del balcón de McPherson. La nieve acumulada amortiguó el sonido de sus pies en el cemento. Esperó un momento: no se oía nada en el interior.
La asistenta había cumplido su parte y la puerta del balcón no estaba cerrada. Spector la abrió y una ráfaga de aire frío entró en el apartamento. Se deslizó al interior en silencio y cerró la puerta tras de sí.
El perro le estaba esperando. Podía ver un resplandor rojo reflejándose en las retinas del animal. El cánido le gruñó una amenaza y cargó contra él. Spector no podía ver al animal con claridad y alzó un brazo para protegerse las partes más vulnerables: cabeza y garganta. Con la mano que tenía libre cogió la hipodérmica que le había dado la enfermera Gresham.
El dóberman se estampó contra él, agarrándole el brazo con las mandíbulas. Podía sentir cómo intentaba traspasar la protección del brazo para seccionarle los tendones.
Pinchó la hipodérmica en el estómago del animal, que siguió gruñendo y destrozándole el brazo. Una luz se encendió en la habitación contigua. Ahora que podía ver, Spector apartó al perro y el dóberman cayó pesadamente y trató de levantarse de inmediato.
—A por él, Oscar. Hazlo pedazos. —La voz venía de la habitación iluminada.
Oscar trató de reaccionar: enseñó los dientes, dio un paso y luego se le cerraron los ojos y se desplomó.
«Hasta ahora, todo va bien», pensó Spector. Fingió una cojera mientras se dirigía a la habitación en cuestión.
—Me rindo, tu perro me ha dejado muy malherido. Necesito un médico. Ayúdame, por favor. —Intentó que sonara como si estuviera herido.
—¿Oscar? —La voz de McPherson mostraba duda—. ¿Estás bien, chico?
El perro respiraba con pesadez y sin moverse. La luz de la habitación contigua se apagó.
Spector reprimió el pánico. No había previsto que McPherson volvería a apagar las luces. En la oscuridad su poder era inútil. Se quedó parado durante unos segundos. No se oía nada en la otra habitación.
Dio un paso adelante. Conocía la distribución del piso: el interruptor estaba junto a la puerta, a mano derecha. Para llegar a él tendría que exponerse del todo en el umbral y sabía que McPherson tenía una pistola y que estaría dispuesto a usarla. Empezó a sudar. Sintió un retortijón de dolor en su interior, preparándose para el ataque. Dio otro paso; otro más y estaría en el umbral de la puerta.
Spector oyó que alguien descolgaba el teléfono. Avanzó y alargó la mano hacia el interruptor. Lo tocó con el dedo desde abajo y encendió la luz. El capitán estaba agazapado detrás de una enorme cama de latón. Tenía el teléfono en una mano y la automática en la otra. El arma apuntaba al corazón del intruso. Sus ojos se encontraron y se quedaron mirándose fijamente. Spector recordó el dedo muerto de Mike y se estremeció mientras la experiencia de su muerte fluía hacia McPherson.
El policía tembló y jadeó y entonces se desplomó lentamente detrás de la cama. Spector apretó los puños y suspiró. Se acercó al hombre muerto y le quitó la pistola de las manos, abrió el cajón de su mesita con una mano enguantada y la depositó con cuidado en el interior. Sintió una oleada de alivio. Había imaginado vivamente la bala desgarrando su cavidad torácica y haciéndole sangrar hasta la muerte antes de poder regenerarse.
Cogió una almohada y la tiró al suelo, como un enorme receptor clavando una pelota de fútbol después de un touchdown. Ahora quizá el Astrónomo y la enfermera Gresham le dejarían en paz. Volvió a colocar la almohada en su sitio.
De pronto se oyó el tono de desconexión del teléfono.
Spector puso el receptor en la consola y colocó el aparato en la mesita de noche. Se sentó en el cobertor arrugado y examinó a la víctima. La expresión de la cara de McPherson era la misma que había imaginado en su propia cara cuando murió.
—¿Estás muerto o hacemos la prueba del algodón? —le preguntó al cadáver—. ¿A qué pone los pelos de punta, eh, poli? —Rió.
Spector bebió un tragó de Jack Daniels de etiqueta negra y saboreó su calidez mientras se extendía en su interior. Estaba tumbado en su burdo catre, viendo una pequeña televisión en blanco y negro. Un programa de noticias de madrugada estaba emitiendo un refrito de imágenes de la invasión alienígena; la noticia de los monstruos era tan importante que la muerte de McPherson ni siquiera salió en la portada del Times.
Mostraban por enésima vez la cinta de vídeo del ataque en Grovers Mill. Una unidad de la Guardia Nacional estaba usando un lanzallamas contra una de aquellas cosas, la cual lanzaba un grito agudo al prenderse y quemarse. Spector sacudió la cabeza. Ser capaz de matar a la gente con sólo mirarla debería ser suficiente para tener cierta seguridad, pero no era el caso. Los monstruos espaciales le provocaban la misma sensación escalofriante que el Astrónomo. Spector esperaba no volver a saber nada del anciano nunca más, ahora que había cumplido con su parte del trato.
La cinta acabó. «Y ahora —dijo el presentador—, para aportar unas últimas reflexiones sobre la tragedia, nos complace tener como invitado al Dr. Tachyon».
Spector cogió la botella casi vacía y se preparó para estamparla contra el aparato. El aire titiló junto a la cama y sintió que crecía el frío en la habitación. La silueta traslúcida formaba una enorme cabeza de chacal incorpórea. De la boca y las fosas nasales brotaba un fuego de colores.
Spector se cayó de la cama arrastrando consigo las sábanas, que le cayeron encima.
—Otra vez bebiendo —dijo el chacal—. Si no te conociera, diría que te sientes culpable.
La cabeza se vaporizó y al instante siguiente formó la imagen del Astrónomo.
—¡Joder! ¿Hay algo que usted no pueda hacer? —Echó las sábanas a un lado y volvió a subirse a la cama.
—Todos tenemos nuestras limitaciones. Por cierto, la próxima vez que veas la cabeza de chacal, dirígete a ella como «lord Amón». Sólo aparezco así cuando uso una forma avanzada de proyección astral, es una de mis habilidades menos impresionantes pero tiene su utilidad. —El Astrónomo miró la televisión y la pantalla se puso negra con un chasquido—. No quiero distracciones.
—Mire, hice lo que quería. El tío está muerto y todo el mundo cree que fue un infarto. Digamos que queda zanjado, así que ahora déjeme en paz. —Tiró la botella a la imagen. Pasó a través de ella sin producir ruido alguno y se estrelló contra la pared opuesta—. Váyase a tomar por culo.
El Astrónomo se frotó la frente.
—No seas idiota. Eso no nos convendría a ninguno de los dos. Podríamos usarte; un hombre con tu poder puede ser de gran ayuda. Pero no estoy siendo enteramente egoísta al pretender que te unas a nosotros. Sería un crimen quedarse de brazos cruzados y ver cómo desperdicias tu talento. Lo único que necesitas es un guía para darte cuenta de tu potencial.
—Ajá —dijo Spector tratando de no farfullarse—, ¿mi potencial para qué?
—Para ser parte de la élite dirigente de una nueva sociedad, para que los demás palidezcan al pensar en ti. —El Astrónomo extendió sus manos fantasmales—. Lo que te ofrezco no es una promesa vacía. El futuro está a nuestro alcance en este mismo momento; lo que estamos haciendo tiene una importancia cósmica.
—Suena bien —dijo Spector sin convicción—. Supongo que si tuviera intención de matarme, ya lo habría hecho. Pero lo cierto es que ahora mismo no estoy nada en forma para manejar asuntos cósmicos.
—Por supuesto. Duerme bien esta noche, si puedes. Mi coche te recogerá delante de tu casa mañana a las diez de la noche. Aprenderás muchísimo y darás tu primer paso en el camino hacia la grandeza. —La imagen del Astrónomo parpadeó y desapareció.
Spector estaba borracho y confuso. Aún no confiaba en el Astrónomo, pero el anciano tenía razón en una cosa: estaba desperdiciando su nuevo poder y su nueva vida. Era el momento de hacer algo al respecto. De un modo u otro.
La limusina negra del Astrónomo apareció puntual a la hora indicada. Spector se metió la 38 en el abrigo y se dirigió lentamente a la puerta principal. Mataría al anciano en cuanto tuviera una oportunidad. El Astrónomo era peligroso y sabía demasiado como para confiar en él. Una ventanilla con cristal polarizado bajó y una mano pálida le hizo señas para que entrara en el coche. La cabeza del Astrónomo estaba surcada por grandes arrugas que no habían estado allí la noche anterior; vestía una túnica negra de terciopelo y llevaba un collar hecho con los peniques de 1794.
—¿Adónde vamos? —Spector trató de sonar indiferente. Sabía que la pistola era la única arma posible contra el Astrónomo.
—Curiosidad. Eso es bueno, significa que estás interesado. —El Astrónomo se ajustó el cinturón de seguridad—. Has tenido una buena dosis de dolor y muerte. Esta noche habrá más, pero no serás tú quien muera o sufra.
Spector se removió, incómodo.
—A ver, ¿qué es lo que quiere de mí en realidad? Se está tomando demasiadas molestias por un marginado, así que debe de tener algo especial en mente.
—Yo siempre tengo algo especial en mente, pero confía en mí si te digo que no te va a pasar nada. Me llevó años de experimentación poder controlar mis poderes. Algunos ya los conocen, otros —se frotó la frente hinchada— seréis testigos de ello esta noche. He atisbado el futuro y jugaréis un papel importante en nuestra victoria. Pero vuestros poderes deben fortalecerse y perfeccionarse y eso sólo será posible si se os facilita la instrucción adecuada.
—Bien. Quiere que mate a más gente para usted; pues dígamelo y punto. Evidentemente, espero que me pague. Pero la verdad es que no creo que pertenezca a su grupito. —Spector negó con la cabeza—. Aún no sé ni quién demonios son.
—Somos los que entendemos la verdadera naturaleza de TIAMAT. Gracias a ella recibiremos un poder inimaginable. —El Astrónomo le miraba directamente a los ojos sin ningún temor—. La tarea será ardua y requerirá grandes sacrificios. Cuando el trabajo esté hecho, hablaremos de tu precio.
—TIAMAT —murmuró Spector. El fervor del Astrónomo parecía genuino pero le sonaba a demencia—. Mire, esto es demasiado para mí ahora mismo. Sólo dígame adonde vamos.
—Tras una breve parada, a los Cloisters.
—¿No es un poco peligroso? De vez en cuando hay problemas serios con las pandillas de adolescentes. Matan a mucha gente allí.
El Astrónomo emitió una suave risa.
—Las pandillas trabajan para nosotros. Ellos mantienen a la gente apartada, y a la policía, y nosotros les ayudamos a consolidar su base de poder territorial. Los Cloisters son perfectos: un edificio viejo y una tierra antigua. Es perfecto.
Spector quiso preguntar «¿perfecto para qué?», pero se lo pensó dos veces.
—No le interesaría controlar el Metropolitan Museum, ¿no? —Su intento de recurrir al humor pasó desapercibido.
—No. Teníamos otro templo en el centro pero fue destruido en una desafortunada explosión. Uno de mis hermanos más queridos murió. —Se apreciaba un sarcasmo satisfecho en el tono del Astrónomo—. Seleccione a una mujer para nosotros, señor Spector.
La limusina recorrió metódicamente la zona de Times Square.
—¿Y por qué no llama y que le traigan a una prostituta a los Cloisters? —Spector siempre había querido hacer daño a una mujer hermosa—. Esas putas son la escoria de la tierra.
—A una prostituta la echarían en falta —le advirtió el Astrónomo—. Y no necesitamos una belleza deslumbrante. En el pasado tuvimos algunas complicaciones usando mujeres caras. Desde entonces, hemos tenido que ser más cuidadosos.
Spector aceptó hoscamente el consejo y echó un vistazo a su alrededor.
—Esa rubia de ahí no está mal.
—Buena elección. Aparca a su lado. —El Astrónomo se frotó las manos.
El conductor acercó con cuidado la limusina hasta allí y el anciano bajó la ventanilla.
—Disculpe, señorita, ¿le interesaría asistir a una pequeña fiesta? Privada, por supuesto.
La mujer se inclinó para mirar al interior. Era joven, con el pelo teñido de rubio platino y una actitud sensata. Su desgastado abrigo de pelo sintético se abrió para revelar un cuerpo bien proporcionado, apenas cubierto por un estrecho minivestido negro.
—¿Dando una vuelta por los bajos fondos, chicos? —Hizo una pausa, esperando algún comentario, y luego continuó—. Como sois dos, os costará el doble. Hay extras por cualquier guarrería u otras cosas espaciales que podáis tener en mente. Si sois policías, os arrancaré el puto corazón.
El Astrónomo asintió.
—Me parece bien, ahora depende de mi amigo.
—¿Soy lo que tenías en mente, cariño? —La mujer le lanzó un húmedo beso a Spector.
—Claro —dijo sin mirarla.
La autopista de West Side estaba casi vacía y el trayecto no duró mucho. El Astrónomo había inyectado a la mujer una droga que la mantenía despierta pero inconsciente respecto a lo que la rodeaba. Cuando el coche entró en el camino de acceso, Spector vio varias sombras pegadas a los árboles desnudos. Bajo la tenue luz, captó un destello de frío acero. Se tocó la 38 que llevaba en el bolsillo del abrigo para asegurarse de que seguía en su sitio.
Spector se bajó del coche y se dirigió rápidamente hacia el otro lado. Sacó a la mujer y la condujo hacia el edificio. El Astrónomo caminaba con sosiego hacia las puertas.
—Pensaba que estaba impedido.
—A veces soy más fuerte que los demás. Esta noche tengo que ser lo más fuerte posible. —Una ráfaga de viento helado azotó su túnica, haciéndola ondear a su alrededor, y no mostró ningún signo de incomodidad. Habló unos segundos con un hombre que estaba en la puerta y le estrechó la mano de un modo ritual. El guardia abrió la puerta e hizo un gesto a Spector para que le siguiera.
Había estado en los Cloisters en varias ocasiones, de muy pequeño. La era evocada por la arquitectura, las pinturas y los tapices le parecía más agradable que la que a él le había tocado vivir.
En el vestíbulo, una bestia tallada en mármol se cernía sobre ellos. Tenía un físico anguloso y unas pequeñas alas plegadas en la amplia espalda. Su cabeza y su boca eran enormes, y unas delgadas manos con garras llevaban un globo hacia la descomunal boca llena de colmillos. Spector reconoció el globo como la Tierra.
Una figura salió de detrás de la estatua, alejándose de ellos: llevaba una bata de laboratorio sobre una forma vagamente humana y ocultaba un rostro marrón, como de insecto; desapareció en las sombras. Spector se estremeció.
La mujer soltó una risita y se apretó contra él.
—Seguidme —dijo el Astrónomo con impaciencia. Spector obedeció. Reparó en que el interior del edificio había sido adornado con otras estatuas y pinturas espantosas.
—Hacéis magia, ¿no?
El Astrónomo se puso tenso al oír esa palabra.
—Magia. «Magia» es sólo una palabra que usan los ignorantes para referirse al poder. Las habilidades que tú y yo poseemos no son magia: son producto de la tecnología taquisiana. De hecho, ciertos rituales que hasta ahora han sido calificados de magia negra simplemente son puertas de canales sensitivos a esos poderes.
El pasillo desembocaba en un patio; la luna y las estrellas bañaban el suelo cubierto de nieve con un suave resplandor. Spector supuso que era aquí donde debían de haberle interrogado. Había dos altares de piedra en el centro y vio que un hombre joven yacía atado y desnudo en uno de ellos. El Astrónomo se situó al lado de su cautiva.
—Quítale la ropa a la mujer y átala —le ordenó el Astrónomo.
Spector la desvistió y la ató de pies y manos. La mujer aún reía tontamente.
—Extra por las guarrerías. Extra por las guarrerías —repetía. El Astrónomo le tiró una mordaza y se la metió en la boca.
—¿Quién es este tío? —preguntó Spector señalando al hombre desnudo.
—El líder de una banda rival. Es joven, su corazón es fuerte y su sangre caliente. Ahora, silencio.
El anciano alzó las manos al cielo y empezó a hablar en un idioma que Spector no entendía. Otros hombres y mujeres con túnicas entraron silenciosamente en el patio. Muchos tenían los ojos cerrados, otros contemplaban el cielo nocturno. El Astrónomo puso la mano en el pecho del joven y éste gritó.
El hombre hizo un gesto a un grupo de personas que estaban en el fondo del patio con la mano que tenía libre: entre más o menos una docena portaron una gran jaula hacia el altar.
La criatura que había encerrada era enorme; tenía el cuerpo peludo, como una salchicha, y estaba pegado al suelo, sostenido por varias patas cortas. La bestia era, en su mayor parte, fauces y dientes brillantes, como la estatua del vestíbulo; tenía dos grandes y oscuros ojos y pequeñas orejas plegadas junto a la cabeza. Spector reconoció que era una de las monstruosidades alienígenas. El chico seguía gritando y suplicando, a un sólo brazo de distancia de la boca abierta de aquella cosa. Empujaron la jaula hasta que la cabeza del hombre estuvo entre las barras. Las mandíbulas de la criatura se cerraron con brusquedad y cortaron en seco el último grito.
Al Astrónomo alzó el cadáver decapitado en posición vertical, cortando las cuerdas que lo retenían. La sangre del hombre se le derramó sobre la piel y la túnica. Mientras seguía con los cánticos, enderezó el cuerpo y su piel brillaba con una vitalidad sobrenatural. Quitó la mano del pecho del hombre y la elevó por encima de su cabeza; luego tiró un objeto a los pies de Spector. Le había extirpado el corazón con una precisión quirúrgica. Spector había visto películas de cirujanos psíquicos, pero nada tan espectacular como eso.
El anciano anduvo hacia la jaula y miró fijamente aquello de dentro.
—TIAMAT, a través de la sangre de los vivos, me convertiré en tu amo. No puedes esconderme nada.
La criatura emitió un suave maullido y se alejó de él todo lo que la jaula le permitía. El cuerpo del Astrónomo se puso rígido y la respiración se hizo más lenta. Durante unos momentos, nada se movió. Después, el anciano apretó los puños y gritó; era un alarido que no se parecía a nada que Spector hubiera oído antes.
El Astrónomo se dirigió tambaleándose hacia el cadáver y empezó a desgarrarlo, lanzando pedazos de carne y vísceras en todas direcciones, como un torbellino. Corrió de vuelta a la jaula y hundió los dedos en la cabeza de la criatura, que trató de liberarse, pero no podía llegar a atrapar ninguno de los brazos del Astrónomo entre sus fauces. El Astrónomo aulló y retorció con saña la cabeza de aquella cosa. Se oyó un sonoro crujido del cuello al partirse. El anciano se desplomó.
Spector se contuvo mientras los demás corrían al lado del Astrónomo. La sangrienta escena le había llenado con un resplandor embriagador. Podía sentir la necesidad de matar creciendo en su interior rápida e intensamente, dominando cualquier otro pensamiento. Se giró hacia la chica que estaba en el altar.
—¡No! —El Astrónomo se incorporó y se precipitó hacia adelante—. Aún no.
Spector sintió una calma que le era impuesta, que sabía que el Astrónomo provocaba.
—Usted me ha hecho esto. Tengo que matar pronto, lo necesito.
—Sí. Sí, lo sé. Pero espera, espera y será mejor de lo que puedas imaginar. —Se tambaleó y respiró hondo varias veces—. TIAMAT no se revela tan fácilmente. Con todo, tenía que intentarlo.
El Astrónomo hizo un gesto a los otros que estaban en el patio para que se esfumaran.
—¿Qué pretendía hacer con esa cosa? ¿Por qué la ha matado? —preguntó Spector tratando de controlar sus ansias.
—Intentando contactar con TIAMAT a través de una de sus criaturas menores. Fracasé, por lo que nos resultaba inútil.
Se quitó la túnica y se volvió hacia la mujer. Pasó sus dedos ensangrentados por su oscuro vello púbico y después colocó ambas manos en su abdomen. Mientras la montaba, deslizó las manos por su piel hacia abajo y empezó a manipular sus órganos internos. La mujer gimió pero no gritó. Por lo visto aún estaba demasiado desorientada como para aceptar lo que le estaba sucediendo.
Spector observó la escena con escasa preocupación. Hasta donde podía decir, el anciano se estaba refrotando en el interior del cuerpo de la rubia. Spector sólo tuvo un moderado interés por el sexo antes de morir. Ahora, incluso eso había desaparecido.
Si quería disparar al anciano, probablemente no tendría mejor ocasión. Alargó la mano hacia la pistola y, al hacerlo, la necesidad de matar le dominó. El Astrónomo lo había liberado de aquella influencia tranquilizadora. Spector sacó la mano del bolsillo del abrigo. Sabía lo que necesitaba y el cañón de un arma no le iba a proporcionar satisfacción alguna.
El anciano estaba cada vez más excitado, las arrugas de su frente empezaron a latir visiblemente. Le estaba arrancando pequeños trozos a la mujer; ella gritaba.
Spector sintió que su necesidad iba forjándose en armonía con la del anciano.
—Ahora —dijo el Astrónomo, embistiendo salvajemente—, mátala ahora.
Spector avanzó y puso su cara a pocos centímetros de la suya. Podía ver el miedo en sus ojos y estaba seguro de que ella podía ver la muerte en los suyos. Le entregó su muerte, poco a poco, pues no quería ahogarla en ella, eso sería demasiado rápido. Llenó su mente y su cuerpo, como si ella fuera un recipiente para el negro líquido de su muerte, un recipiente que se retorcía y gritaba.
El anciano gruñó y cayó encima de ella, sacando con brusquedad a Spector de su estado de trance. Le estaba arrancando trozos de carne con uñas y dientes. La mujer estaba muerta.
Spector retrocedió y cerró los ojos. Nunca había disfrutado del acto de matar hasta ahora y la satisfacción y el alivio que sentía estaban más allá de lo que había creído posible. Había controlado su poder, lo había puesto a su servicio por primera vez, y sabía que necesitaba que el Astrónomo fuera capaz de repetirlo.
—¿Aún quieres matarme? —El hombre se apartó del cadáver, consumido—. Imagino que aún tienes la pistola en el bolsillo. Es una cosa u otra.
Alzó uno de los peniques. No había alternativa real. Cualquier duda se había desvanecido tras lo que acababa de experimentar, así que cogió la moneda sin vacilar.
—Oye, todo el mundo lleva una pistola en Nueva York. La ciudad está llena de gente muy peligrosa.
El Astrónomo rió bien alto y el sonido reverberó en los muros de piedra.
—Éste es sólo el primer paso. Con mi ayuda, serás capaz de hacer cosas que ni siquiera habías soñado. A partir de ahora ya no existe James Spector. Nosotros, los del círculo interior, te llamaremos Deceso. Para quienes se opongan a nosotros, serás la muerte, veloz y despiadada.
—Deceso, me gusta cómo suena. —Asintió y se metió la moneda en el bolsillo.
—Confía sólo en quienes se identifiquen con el penique. Ahora tus amigos y tus enemigos ya están elegidos. Quédate esta noche, si quieres. Mañana continuaremos con tu instrucción. —El Astrónomo recogió su túnica y volvió al interior.
Spector se frotó las sienes y vagó de vuelta al edificio. El dolor empezaba a crecer de nuevo. Lo aceptó, casi lo amó. Sería la fuente de su poder y de su satisfacción. Le había tocado una reina negra y había sufrido una muerte terrible, pero había ocurrido un milagro. Su don para el mundo sería el horror que albergaba en su interior. Quizá no sería suficiente para el mundo, pero era suficiente para él.
Se acurrucó bajo la estatua del vestíbulo y durmió como un muerto.