Jube: Tres


«Las vacaciones son la época más cruel», le había dicho Croyd una Nochevieja, hacía años. Times Square estaba lleno de borrachos esperando a que descendiera la bola que indicaría el cambio de año. Jube había ido a observar y Croyd le saludó desde un portal; no reconoció al Durmiente, en esa época raramente lo hacía. En aquella ocasión, Jube le sacaba una cabeza en altura y tenía la piel fofa, blanda y recubierta de un bonito plumón rosado. Tenía los pies palmeados y una petaca de ron añejo y quería hablar de su familia, de los amigos perdidos, de álgebra.

«Las vacaciones son la época más cruel», repitió una y otra vez, hasta que la bola descendió y Croyd se hinchó como el globo de Macys en el Desfile de Acción de Gracia y se elevó en el cielo, a la deriva. «¡La época más cruel!», gritó una vez más, justo antes de desaparecer.

Hasta ahora Jube no había entendido lo que quería decir. Siempre había disfrutado de las vacaciones humanas, que permitían tan coloridos desfiles, tan fastuosas exhibiciones de avaricia y generosidad, tan fascinantes costumbres que estudiar y analizar. Este año, mientras permanecía en su quiosco en la mañana del último día de diciembre, se encontró con que el día había perdido su gracia.

La ironía era demasiado cruel. Por toda la ciudad, la gente se estaba preparando para celebrar el inicio de lo que podría ser el último año de sus vidas, de su civilización y de su especie. Los periódicos estaban llenos de retrospectivas del año que se estaba acabando y todos y cada uno de ellos consideraban que la Guerra del Enjambre era el suceso del año; todos habían escrito sobre el tema como si ya hubiera acabado, excepto por algunos restos en el Tercer Mundo. Jhubben sabía que no era así.

Reorganizó algunos periódicos, vendió una Playboy y alzó los ojos con tristeza al cielo de aquella fría mañana. No había nada que ver salvo unos pocos cirros moviéndose en lo alto con rapidez. Pero sabía que ella aún estaba allí, lejos de la Tierra, desplazándose a través de la oscuridad del espacio, tan negra y colosal como un asteroide. Borraría las estrellas al vagar entre ellas silenciosa y gélida, fría y muerta en apariencia. ¿Cuántos mundos y razas habían perecido creyendo en aquella falsa muerte? En su interior había vida, evolucionaba, su inteligencia y su sofisticación crecían día a día y sus tácticas se afinaban con cada revés.

Entre las razas de la Red, ella era un enemigo con cientos de nombres: semilla del diablo, el gran cáncer, madre del infierno, devoradora de mundos, madre de las pesadillas. En las vastas mentes de las reinas diosas de Kondikki, se la llamaba por un símbolo que significaba ni más ni menos que «terror». Las inteligencias artificiales de Kreg se referían a ella como una cadena de impulsos binarios que significaban «disfunción»; los lyn-ko-nee cantaban sobre ella con notas agudas, chillonas y atormentadas. Y los ly’bahr la recordaban mejor que nadie. Para aquellos cíborgs tremendamente longevos, ella era «Thyat M’hruh», «oscuridad para la raza». Diez mil años atrás, un Enjambre había descendido en el mundo natal de los ly’bahr. Encerrados en cápsulas de supervivencia, los cíborgizados ly’bahr habían seguido adelante. Pero los que se habían quedado atrás y tenían carne en vez de metal habían muerto y, con ellos, las generaciones venideras. Los ly’bahr fueron una raza muerta durante mil años.

«¡La Madre!», había gritado Ekkedme, y Jube no le había entendido; no hasta que cortó la cuerda que sujetaba el fajo de periódicos el día que los retoños aterrizaron en Nueva Jersey. Debía de ser algún error, pensó como un necio cuando vio los titulares. El Enjambre era un horror perteneciente a la historia, a las leyendas, una pesadilla que se había hecho realidad en planetas muy lejanos, nunca en el tuyo propio. Estaba más allá de su experiencia y sus conocimientos; no era de extrañar que sospechara de los taquisianos cuando la nave monoplaza se perdió. Se sentía como un tonto. Peor: era un maldito tonto inútil.

Ella seguía allí, era una oscuridad viviente y palpable que Jube casi podía sentir. En el interior supuraba nuevas generaciones de retoños: la vida que es muerte. Pronto, sus hijos volverían y devorarían a aquella raza obstinada y espléndida a la que tanto afecto había llegado a tener para al final… devorarlo a él también, de hecho; ¿y qué podía hacer él para detenerlos?

—Tienes un aspecto de mierda esta mañana, Morsa —gruñó una voz como el papel de lija.

Jube alzó la mirada, la alzó… y la alzó. Troll medía casi tres metros. Llevaba un uniforme gris sobre una verrugosa piel verde y, cuando sonreía, unos dientes torcidos y amarillos sobresalían en todas direcciones. Una mano verde tan ancha como la tapa de una alcantarilla levantó una copia del Times delicadamente entre dos dedos (con uñas negras y afiladas como garras). Bajo sus espejuelos hechos a medida, unos ojos rojos que se hundían bajo una prominente frente se movían con rapidez por encima de las columnas del periódico.

—Me siento como una mierda —dijo Jube—. Las vacaciones son la época más cruel, Troll. ¿Cómo van las cosas por la clínica?

—Mucho ajetreo —dijo Troll—, Tachyon sigue yendo y viniendo de Washington, por las reuniones. —Agitó el Times—. Los alienígenas han arruinado la Navidad a todo el mundo. Siempre supe que Jersey no era más que una enorme infección de hongos. —Rebuscó en un bolsillo, entregó a Jube un billete arrugado de un dólar—. El Pentágono quiere lanzar unas cuantas bombas H a la Madre esa pero no logran encontrarla.

Jube asintió mientras le daba el cambio. Él mismo lo había intentado usando los satélites de detección que la Red había dejado en órbita, sin éxito. Podría estar escondida detrás de la luna, o al otro lado del sol, o en cualquier lugar de la inmensidad del espacio. Y si él no podía localizarla con la tecnología que tenía a su disposición, los humanos no tenían la menor oportunidad.

—Doc no podrá ayudarles —le dijo a Troll con aire sombrío.

—Probablemente no —respondió el otro. Lanzó una moneda de medio dólar al aire, la atrapó al vuelo y se la guardó en el bolsillo—. Aun así, habrá que intentarlo, ¿no? ¿Qué otra cosa podemos hacer sino intentarlo? Feliz Año Nuevo, Morsa.

Echó a andar con unas piernas tan gruesas como el tronco de un pequeño árbol y tan largas como alto era Jube.

Jube observó cómo se iba. Tenía razón, pensó cuando Troll desapareció tras la esquina. Había que intentarlo.

Aquel día cerró el quiosco pronto y se fue a casa. Flotando en las frías aguas de la bañera y envuelto por una tenue luz roja, consideró sus opciones. En realidad, sólo había una.

La Red podía salvar a la humanidad de la Madre del Enjambre. Sin embargo, tendría un precio, por supuesto. La Red no daba nada gratuitamente, pero Jube estaba seguro de que la Tierra estaría encantada de pagar. Aunque el Señor del Comercio exigiera los derechos de Marte o la Luna o de los gigantes gaseosos, ¿qué valor tendría aquello en comparación con la vida de su especie?

Pero la Oportunidad estaba a años luz y no regresaría a ese sistema solar hasta dentro de cinco o seis décadas humanas. Tenían que convocarla, informar al Señor del Comercio de que una raza sentiente con un enorme potencial de ganancias estaba en peligro de extinción. Pero el transmisor taquiónico se había perdido con el embe y la nave monoplaza.

Jube tenía que construir un recambio.

Se sentía totalmente inadecuado para la tarea: era xenólogo, no un técnico. Usaba centenares de dispositivos de la Red que no podía construir, reparar o comprender ni por asomo. El conocimiento era el bien más preciado de la galaxia, la única moneda válida para la Red, y cada especie miembro guardaba recelosa sus secretos tecnológicos. Pero todo puesto avanzado de la Red tenía un transmisor taquiónico, incluso mundos primitivos como Glabber, que no podía permitirse comprar y tener naves propias. Si las especies menores no tuvieran medios para convocar a las grandes naves espaciales a sus mundos aislados y atrasados, ¿cómo podría haber comercio, cómo se podrían comprar y vender planetas, cómo podrían acumularse ganancias para los Señores del Comercio de Starholme?

La biblioteca de Jube consistía en nueve pequeñas barras cristalinas. Una contenía las canciones, la literatura y los materiales eróticos de su mundo natal; una segunda, su trabajo, incluyendo sus investigaciones en la Tierra. Las otras contenían saber. Cualquier conocimiento al que accediera sería anotado, por supuesto, y su valor deducido del valor de las investigaciones en la Tierra, pero seguramente valía la pena salvar a una raza sentiente.

Habría gastos, lo sabía. Incluso si encontraba los planos, era improbable que tuviera los componentes necesarios. Tendría que arreglárselas con la primitiva electrónica humana, con lo mejor que pudiera obtener, y probablemente se vería forzado a canibalizar parte de su propio equipo. Que así fuera; tenía equipos que nunca había usado: los sistemas de seguridad que protegían el piso (se las apañaría con unos candados extra), el traje espacial de metal líquido en el que ya no podía embutirse, el ataúd de hibernación del armario trasero (comprado para la contingencia de una guerra termonuclear durante su estancia en la Tierra), la máquina de juegos…

Había un problema más serio. Podía construir un transmisor taquiónico, de eso estaba seguro, pero ¿cómo lo cargaría? Las células de fusión quizá eran suficientes para lanzar un haz hasta Hoboken, pero entre Hoboken y las estrellas había un montón de años luz.

Jhubben salió de la bañera y se secó con una toalla. Sabía lo que había sucedido cuando el Durmiente fue a buscar el cuerpo de Ekkedme. Croyd se lo había explicado una semana después de aquella aciaga tarde que Jhubben había dedicado a tirar los restos de su hermano embe de vuelta al mar, de donde había surgido, al menos metafóricamente. Pero nada de aquello pareció importar cuando los retoños aterrizaron.

Ahora sí.

Entró en silencio en la sala de estar y abrió el último cajón del bufé que había comprado a la beneficencia en 1952. Estaba lleno de piedras: verdes, rojas, azules y blancas. Con cuatro piedras blancas había comprado aquel edificio, en 1955, aunque el viejo de la visera verde sólo le había pagado la mitad de su valor. Jube había usado este recurso de vez en cuando, pues no podía sintetizar más piedras hasta que regresara la Oportunidad. Pero la crisis estaba ahí.

No era ningún as, no tenía poderes especiales. Ellas tendrían que ser su poder. Alargó la mano con sus cuatro gruesos dedos y cogió un puñado de zafiros sin tallar, con lo que podría localizar el modulador de singularidad del embe y así hacer llegar su transmisión a las estrellas.

O, al menos, lo intentaría.

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