por Walter Jon Williams
Segunda parte
Una gélida corriente en chorro que provenía directamente de Siberia azotaba la ciudad. Se colaba por los huecos entre edificios, tironeaba de la exigua decoración navideña que la ciudad había instalado y dispersaba minúsculas partículas de lluvia radiactiva rusa en las calles. Era el invierno más frío de los últimos años. El Enjambre de Nueva Jersey y Pennsylvania había sido declarado muerto de forma oficial dos días antes y tanto ases, marines como el ejército habían regresado a casa para celebrarlo con un desfile por la Quinta Avenida. En unos pocos días, las tropas americanas, junto a los ases a quienes pudieran persuadir, volarían al norte y al sur para hacer frente a las invasiones extraterrestres en Africa, Canadá y Sudamérica.
El androide insertó un dedo recién recubierto de carne en la ranura de una cabina telefónica y notó que algo hacía clic. Uno sencillamente tenía que entender estas cosas. Marcó un número.
—Hola, Cyndi, ¿qué tal va la búsqueda de trabajo?
—¡Mod Man! Oye, quería decirte que… ayer fue maravilloso. Nunca pensé que asistiría a un desfile junto a un héroe de guerra.
—Siento haber tardado tanto en llamarte.
—Supongo que combatir el Enjambre era una cuestión de prioridad. No te preocupes, lograste recuperar el tiempo perdido. —Rió—. Anoche fue alucinante.
—Oh, no. —El androide estaba recibiendo otra llamada de la policía—. Me temo que debo irme.
—No nos están invadiendo de nuevo, ¿verdad?
—No. No creo. Te llamaré, ¿vale?
—Estaré esperando tu llamada.
Algo parecido a una masa gelatinosa de color verde moco había surgido de la alcantarilla de una calle de Jokertown, un retoño del Enjambre que había escapado por el Hudson de la confrontación. Antes de que llamaran a emergencias y las radios de la policía empezaran a transmitir el aviso, ya había conseguido devorar dos viandantes que hacían las compras navideñas y un vendedor de galletas calientes.
El autómata fue el primero en llegar. Al adentrarse en la callejuela vio una especie de cuenco de gelatina de diez metros de ancho que parecía que hubiera estado en la nevera demasiado tiempo. En ella había unos bultos negros: las víctimas a las que estaba digiriendo lentamente.
El androide se cernió sobre la criatura y empezó a disparar el láser, tratando de evitar los bultos con la esperanza de que pudieran revivirlos La gelatina empezó a hervir allá donde el silencioso e invisible rayo impactaba. El retoño alargó un seudópodo en un esfuerzo inútil por alcanzar a su torturador aéreo y luego comenzó a desplazarse hacia un callejón, en busca de una vía de escape; estaba demasiado hambrienta o era demasiado estúpida para abandonar su comida, así que buscó refugio en las alcantarillas.
Se apretujó en el callejón y corrió por él. El androide seguía disparándole.
Algunos fragmentos salían despedidos chisporroteando y la cosa iba perdiendo energía de forma rápida. Modular Man miró al frente y vio una silueta encorvada en el callejón.
La figura era femenina y blanca e iba vestida con muchas capas de ropa, todas gastadas y sucias. Llevaba un sombrero blando de fieltro calado encima de un gorro de lana de la Armada. De sus brazos pendían un par de bolsas de la compra y sobre su frente colgaba un pelo gris y enmarañado. Estaba hurgando en un contenedor, tirando periódicos arrugados por encima del hombro. Modular Man aumentó la velocidad, disparando tiros dirigidos por radar mientras atravesaba como un rayo el frío aire lluvioso. Aterrizó en la acera de enfrente, amortiguando el impacto con las rodillas.
—Pues le digo a Maxine, le digo… —decía la señora.
—Perdone… —dijo el androide. Agarró a la mujer y se elevó rápidamente. Tras él, retorciéndose bajo el aluvión de microondas coherentes, el retoño del Enjambre se evaporaba.
—Y Maxine me dice: «Mi madre se ha roto la cadera esta mañana y, no te lo creerás…» —La anciana le golpeaba mientras proseguía con el monólogo. Modular Man absorbió en silencio el impacto de un codo en la mandíbula y descendió flotando a la azotea más cercana. Soltó a la pasajera, quien se volvió hacia él roja de ira.
—Muy bien, amiguito, es hora de ver lo que Hildy tiene en la bolsa.
—Después la bajaré —dijo Modular Man. Ya estaba dándose la vuelta para perseguir a la criatura cuando, por el rabillo del ojo, vio que la mujer abría su bolso.
Allí había algo negro, y estaba creciendo.
El androide intentó moverse, alejarse volando. Algo le había atrapado y no le dejaba marchar.
Fuera lo que fuera lo que había en la bolsa de la compra se estaba haciendo más grande, crecía con gran rapidez. Fuera lo que fuera había capturado al androide y lo estaba arrastrando hacia la bolsa.
—Basta —se limitó a decir. Aquello no tenía intención de parar. El androide trató de combatirlo pero las descargas de láser le habían costado una gran cantidad de energía y no parecía que le quedaran fuerzas. La oscuridad creció hasta envolverle. Sintió como si estuviera cayendo. Después no sintió nada en absoluto.
Los ases de Nueva York, respondiendo a la emergencia, vencieron por fin al retoño del Enjambre. Lo que quedó de él —manchas de color verde oscuro— se congeló en cubitos de hielo sucio. Las víctimas, medio devoradas, fueron identificadas por las partes no comestibles, las tarjetas de crédito y los carnets plastificados que llevaban.
Al caer la noche, los curtidos habitantes de Jokertown se referían a la criatura como el Extraordinario y Colosal Monstruo de Mocos. Nadie había reparado en la mujer de la bolsa que bajó por la escalera de incendios y empezó a vagar por las calles heladas.
El androide despertó en el contenedor de un callejón trasero de la calle 52. Los controles internos indicaban daños: el láser de microondas había quedado doblado en una onda sinusoidal; el monitor de flujo estaba hecho trizas; el módulo de vuelo estaba retorcido, como por obra de las manos de un gigante. Levantó la tapa del contenedor de un porrazo. Con cuidado, examinó el callejón de cabo a rabo.
No había nadie a la vista.
El dios Amón resplandecía en la mente de Coleman Hubbard. Los ojos de carnero ardían con furia y el dios sostenía el anj y la vara con los puños apretados.
—TIAMAT ha sido derrotada. —Hubbard se estremeció con la fuerza de la ira de Amón—. El dispositivo shakti no estuvo preparado a tiempo.
Coleman se encogió de hombros.
—La derrota es momentánea —dijo.
—La Hermana Oscura volverá. Podría estar en cualquier parte del sistema solar; los militares no tienen modo de encontrarla o identificarla. No hemos vivido en secreto todos estos siglos para que ahora nos derroten.
La buhardilla estaba bastante limpia en comparación con el caos anterior. Las notas de Travnicek habían sido, en la medida de lo posible, pulcramente reunidas y clasificadas por tema. Travnicek había empezado a abrirse camino entre ellas; resultaba difícil avanzar.
—De modo que… —dijo Travnicek. El aliento se le congelaba ante la cara y se le condensaba en las gafas de leer. Se quitó las lentes— ¿te desplazaste unas cincuenta manzanas en el espacio y avanzaste una hora en el tiempo, dices?
—Eso parece. Cuando salí del contenedor descubrí que los combates en Jokertown habían cesado hacía casi una hora. La comparación con mi reloj interno mostraba una discrepancia de setenta y dos minutos y quince coma tres tres tres segundos.
El androide se había abierto el pecho y cambiado algunos componentes. El láser había quedado del todo inutilizado pero pudo recuperar la capacidad de volar y se las arregló para improvisar un monitor de flujo.
—Interesante. ¿Y dices que la mujer de la bolsa no parecía estar compinchada con esa masa amorfa?
—Lo más probable es que fuera una coincidencia que estuvieran en la misma calle. Su monólogo no era del todo racional. No creo que mentalmente esté sana.
Travnicek subió el control de calor de su mono. La temperatura había caído doce grados en dos horas y a media tarde se estaba formando escarcha en las claraboyas del desván. Travnicek encendió un cigarrillo ruso y un fogón para hervir un poco de agua para el café y después metió las manos en los cálidos bolsillos del mono.
—Quiero analizar tu memoria —dijo—. Ábrete el pecho.
Modular Man obedeció. Travnicek tomó un par de cables de un miniordenador amontonado bajo un surtido de equipos de vídeo y los conectó en los enchufes del pecho del androide, cerca de su cerebro artificial protegido.
—Haz una copia de tu memoria en el ordenador —dijo.
Los efectos centelleantes del generador de flujo brillaron en los atentos ojos de Travnicek. El ordenador indicó que se había completado la tarea.
—Cierra —dijo Travnicek. Mientras el autómata se quitaba los conectores y se cerraba el pecho, el científico encendió el vídeo y toqueteó los controles. Las imágenes empezaron a correr hacia atrás.
Llegó al punto en el que aparecía la mujer de la bolsa y pasó la escena varias veces. Se acercó a un terminal de ordenador y tecleó unas instrucciones. La imagen del rostro de la mujer pasó a ocupar toda la pantalla. El androide observó el rostro arrugado y sucio, el pelo enmarañado y la ropa desgastada y andrajosa. Se dio cuenta por primera vez de que le faltaban algunos dientes. Travnicek se levantó, fue al fondo trasero de la buhardilla-loft y volvió con una maltrecha cámara Polaroid. Usó las tres fotos que le quedaban y le dio una a su creación.
—Toma. Puedes enseñársela a la gente y preguntar si la han visto.
—Sí, señor.
Travnicek cogió unas chinchetas y clavó las otras dos en las vigas bajas del techo.
—Quiero que averigües dónde está la mujer y qué lleva en la bolsa; y también de dónde la ha sacado. —Meneó la cabeza haciendo caer la ceniza del cigarrillo al suelo y murmuró—: No creo que lo haya creado ella. Creo que simplemente se lo encontró por ahí.
—Señor, ¿y el Enjambre? Quedamos en que partiríamos hacia Perú en dos días.
—Que les den a los militares —dijo Travnicek—. No nos han pagado un centavo por nuestros servicios. Nada salvo un mísero desfile, y los militares no lo pagaron, fue la ciudad. Que vean lo difícil que es luchar contra el Enjambre sin ti. Tal vez luego nos tomen en serio.
La verdad era que Travnicek estaba muy lejos de poder reconstruir su trabajo. Le llevaría semanas, quizá meses. Además, los militares exigían garantías, planes, conocer su identidad. En cualquier caso, el problema de la señora del bolso era más interesante. Empezó a dar vueltas ociosas por la memoria del androide.
Modular Man se avergonzó desde el fondo de la memoria de su ordenador. Empezó a hablar rápidamente, con la esperanza de distraer a su inventor de las imágenes.
—En lo concerniente a la mujer de la bolsa, podría probar en los centros de refugiados, aunque podría llevarme mucho tiempo. Mis archivos me dicen que normalmente hay veintidós mil indigentes en Nueva York y ahora hay un incalculable número de refugiados procedentes de Jersey.
—¡Cágate y no te menees! —exclamó algo parecido Travnicek en alemán. El androide sintió que se avecinaba otro respingo. El inventor se quedó boquiabierto ante el televisor, sorprendido.
—¡Te estás zumbando a esa actriz! —dijo—. ¡Esa Cyndi cómo-se-llame!
El androide se resignó ante lo inminente.
—Así es —dijo.
—No eres más que una puta tostadora —dijo Travnicek—. ¿Qué demonios te ha hecho pensar que podías follar?
—Usted me dio el equipamiento y me implantó emociones. Y encima me hizo apuesto.
—Ehm… —Travnicek alternaba la vista entre Modular Man y el vídeo, una y otra vez—. Te equipé para que pudieras pasar por humano si era necesario. Y sólo te di emociones para que pudieras entender quiénes eran los enemigos de la sociedad. No pensé que fueras a hacer nada con ello. —Tiró la colilla al suelo. Una mirada lasciva cruzó su cara.
—¿Fue divertido? —preguntó.
—Fue placentero, sí.
—Parece que tu putilla rubia se lo pasó bien. —Travnicek lanzó una carcajada y alargó la mano hacia los controles—. Quiero ver la fiesta desde el principio.
—¿No quería ver a la mujer de la bolsa?
—Lo primero es lo primero. Tráeme una urquell. —Alzó la vista al tiempo que tuvo una ocurrencia—. ¿Tenemos palomitas?
—¡No! —El androide lanzó una abrupta respuesta por encima del hombro.
Modular Man trajo la cerveza y observó a Travnicek mientras tomaba el primer sorbo. El checo le miró molesto.
—No me gusta el modo en que me miras —dijo.
El androide reflexionó sobre ello.
—¿Preferiría que le mirara de alguna otra manera? —preguntó.
Travnicek se puso rojo.
—¡Vete al rincón, microondas follador! —bramó—. ¡Y gira la puta cabeza, vídeo follador!
Durante el resto de la tarde, mientras su creación permanecía en un rincón de la buhardilla, Travnicek disfrutó cantidad mirando el vídeo. Vio las mejores partes varias veces, carcajeándose de lo que veía. Más tarde, su risa se fue apagando poco a poco. Una sensación fría e incierta empezó a subirle por el cuello. Comenzó a mirar de reojo a la figura imperturbable del androide. Apagó la unidad de vídeo, tiró la colilla dentro la botella de la urquell y se encendió otro cigarrillo.
El autómata mostraba un sorprendente grado de independencia. Travnicek revisó algunos elementos de la programación, concentrándose en el archivo de ETCÉTERA. Había confeccionado un compendio de emociones humanas a partir de una variedad de fuentes expertas que iban de Freud al Dr. Spock. Le había supuesto todo un desafío intelectual desarrollar la programación, transformar toda la falta de lógica del comportamiento humano en la fría retórica de un programa. Había llevado a cabo la tarea durante su segundo año en Texas A&M, sin haber salido apenas de las instalaciones en todo el año y tras comprobar que debía hacerse cargo de alguna gran tarea para evitar volverse loco en el entorno lunático de una universidad que parecía una encarnación de las fantasías inconscientes colectivas de Stonewall Jackson y Albert Speer. Tras diez minutos escasos en la A&M supo que había sido un error: los estudiantes con el pelo al rape y los uniformes, las botas y los sables le recordaban a las SS que apenas le habían dejado vivo sepultado por los cadáveres de su familia en Lidice; por no mencionar las fuerzas de seguridad soviéticas y checas que habían seguido a las alemanas. Travnicek sabía que si quería sobrevivir en Texas, tenía que encontrar alguna gran empresa en la que trabajar o, de otro modo, sus recuerdos lo devorarían vivo.
Nunca había mostrado demasiado interés o pasión por la psicología humana; tiempo atrás había decidido que no sólo era una idiotez sino genuinamente aburrido, una pérdida de tiempo.
Pero poner pasión en un programa…; sí, eso era interesante.
Ahora casi no recordaba nada de aquel período. ¿Cuántos meses había pasado en trance creativo, canalizando lo más profundo de su espíritu? ¿Qué había forjado durante ese tiempo? ¿Qué demonios había en ETCÉTERA?
Por un momento, un escalofrío de miedo le recorrió; el fantasma de la creación de Victor Frankenstein se cernió durante unos instantes sobre su mente. ¿Era posible que el androide se rebelara? ¿Podía desarrollar sentimientos hostiles hacia su creador? No… Él había introducido manualmente imperativos que había grabado de forma inamovible en el sistema. Modular Man no podía apartarse de sus directivas primordiales mientras su conciencia informática estuviera físicamente intacta, no más de lo que un humano podría apartarse sin ayuda de su configuración en el curso de la vida.
Travnicek comenzó a sentir un bienestar creciente. Observó al androide con cierta admiración: se sentía orgulloso por haber programado a un aprendiz tan aventajado.
—No eres malo, tostadora —dijo finalmente mientras apagaba el vídeo—. Me recuerdas a mí en los viejos tiempos. —Alzó un dedo admonitorio—. Pero nada de polvetes esta noche. Ve a buscarme a la mujer de la bolsa.
La voz de Modular Man sonó amortiguada por estar de cara a la pared.
—Sí, señor —dijo.
El neón proyectó su resplandor sobre el aliento helado de los pandilleros nats que estaban bajo el cartel de color pastel que anunciaba el Run Run Club. El detective de tercer grado John F X. Black, mientras conducía una unidad de incógnito y esperaba a que el semáforo cambiara para poder girar en Schiff Parkway, recorrió de forma mecánica con los ojos a la multitud, registrando caras, nombres, posibilidades… Acababa de salir del trabajo y había firmado la salida con un coche sin identificación porque tenía previsto pasar el día siguiente helándose el culo en una ronda, lo que en la TV llamarían una «vigilancia». Ricky Santillanes, un insignificante ladrón en libertad bajo fianza desde la víspera, sonrió a Black con un puñado de dientes recubiertos de acero y le hizo la peineta. «Le va a dar un orgasmo», pensó Black. Los Príncipes Diablos de Jokertown machacaban a los pandilleros nats cada vez que se topaban.
Black leyó en un póster que la banda que tocaba esa noche se llamaba La Madre del Enjambre: no se podía decir que los grupos de hardcore tuvieran una percepción lenta del Zeitgeist. Fue toda una casualidad que Black estuviera mirando el cartel justo en el momento en que el oficial Frank Carroll salió tambaleándose a la luz. Carroll parecía trastornado: tenía el sombrero en la mano, pelo revuelto y el abrigo estaba salpicado de algo que desprendía un brillo amarillo cromo, fluorescente bajo la resplandeciente señal. Parecía que iba de camino a la comisaría, a unas pocas manzanas. Los nats rieron, aproximándose a él. Black sabía que el sector asignado a Carroll estaba a varias cuadras de distancia y que no tenía nada que hacer en esta zona.
Carroll estuvo en el cuerpo durante dos años; se incorporó nada más acabar el instituto. Era un hombre blanco, pelirrojo oscuro, con un bigote bien recortado y una complexión mediana ligeramente musculosa fruto de un entrenamiento irregular con pesas. Parecía tomarse en serio el trabajo policial; era diligente y metódico y hacía muchas horas extras aunque no fuera necesario. Black le había catalogado como una persona dedicada pero carente de imaginación. No era del tipo que sale por piernas con ojos de loco a las doce de una noche de invierno.
Black abrió la puerta, se bajó del vehículo y llamó a Carroll. El oficial se dio la vuelta, lo miró enloquecido y entonces una expresión de alivio apareció en su cara. Corrió al coche y tiró de la puerta del copiloto mientras Black le quitaba el seguro.
—¡Dios mío! —exclamó Carroll—. ¡Una indigente acaba de arrojarme a un montón de basura!
Black sonrió para sus adentros. El semáforo cambió y dio la vuelta.
—¿Te cogió por sorpresa? —preguntó.
—Ya lo creo. Estaba en un callejón que da a Forsyth. Tenía una caja de cerillas y un puñado de papel arrugado e intentaba prender fuego a un contenedor entero para calentarse. Le dije que se detuviera y traté de meterla en mi vehículo para poder llevarla al refugio de Rutger Park. Y entonces, ¡bam! La bolsa me atrapó. —Miró a Black mordisqueándose el labio—. ¿Crees que era alguna clase de joker, Ten?
«Ten» era por «teniente», del NYPD.
—¿Qué quieres decir? Te golpeó con la bolsa, ¿no?
—No, me refiero a que la bolsa… —La expresión enajenada en los ojos de Carroll apareció de nuevo—. La bolsa me devoró, Ten. Algo salió de la bolsa y me tragó. Fue… —tanteó las palabras— del todo paranormal. —Bajó los ojos hacia su uniforme—. Mira esto, Ten. —La placa estaba retorcida de un modo extraño, como un reloj de un cuadro de Dalí, así como dos de los botones del traje. Los tocó con una especie de temor.
Black aparcó en una zona de carga y puso el freno de mano.
—Cuéntamelo todo.
Carroll parecía confuso. Se frotó la frente.
—Sentí que algo me agarraba, Ten. Y luego… la bolsa me succionó. Vi cómo se hacía más grande y… lo siguiente que supe fue que estaba en un montón de basura en Ludlow, al norte de Stanton. Iba corriendo de camino a la comisaría cuando me paraste.
—Fuiste teletransportado de Forsyth a Ludlow, al norte de Stanton.
—Teletransportado, sí, ésa es la palabra. —Carroll parecía aliviado—. Entonces me crees… Dios, Ten, pensé que me iba a caer una amonestación.
—Llevo mucho tiempo en Jokertown, he visto un montón de cosas raras. —Volvió a poner el coche en marcha—. Vamos a buscar a tu indigente. No hace mucho que ha ocurrido, ¿verdad?
—No, y mi coche patrulla sigue allí. Mierda, a estas alturas los jokers ya lo deben de haber desvalijado.
El brillo del contenedor ardiente y naranja sobre los muros de piedra rojiza del callejón era visible desde Forsyth. Black paró en una zona de carga y descarga.
—Vayamos a pie.
—¿No deberíamos llamar a los bomberos?
—Aún no. Podría no ser seguro para ellos.
Con Black a la cabeza, se dirigieron al fondo del callejón. El contenedor ardía vivamente; las llamas se elevaban hasta cuatro metros o más en medio de una nube de cenizas. El vehículo de Carroll estaba mágicamente intacto, incluso la puerta trasera seguía abierta. Delante del contenedor había una pequeña mujer blanca con una bolsa de comprar llena en cada mano, basculando el peso de pie a pie. Llevaba varias capas de ropa raída y al parecer hablaba sola.
—¡Es ella, teniente!
Black contempló a la mujer sin decir nada. Pensaba en un modo de acercarse a ella.
Las llamas ascendieron con furia crepitando y, de repente, unas extrañas luces brillantes e intermitentes, como un fuego de San Telmo, se movieron alrededor de la mujer y sus bolsas. Entonces, algo surgió de una de ellas, como una sombra oscura, y el fuego se dobló como la llama de una vela azotada por el viento y fue absorbido al interior de la bolsa. Fuego y sombra desaparecieron en un instante. Las luces de extraños colores ondularon con suavidad alrededor de la mujer y unas cenizas grasientas cayeron a la acera.
—Hostia… —murmuró Carroll. Black tomó una decisión. Rebuscó en su bolsillo y sacó su billetero y las llaves de su coche de incógnito. Le dio a Carroll un billete de diez.
—Coge mi coche. Ve al Burger King de Broadway Oeste y compra dos hamburguesas con queso dobles, dos de patatas fritas grandes y un café extragrande para llevar. —Carroll se le quedó mirando.
—¿Solo o con leche, Ten?
—¡Vete ya! —le espetó Black. Carroll se fue.
Black cogió las hamburguesas, el café y una de las papelinas de patatas fritas para atraer a la indigente al coche de incógnito; imaginó que probablemente nunca se metería en un coche blanquiazul como el de Carroll. Le pidió a Carroll que dejara el abrigo de uniforme y el arma en el maletero para no alarmar a la mujer; cuando se sentó en el asiento del copiloto, Carroll estaba temblando.
Detrás, la mendiga hablaba sola, devorando las patatas fritas. Olía fatal.
—¿Y ahora adonde? —preguntó Carroll—. ¿A un centro de refugiados? ¿Al hospital?
Back puso el motor en marcha.
—A un sitio especial, en las afueras. Hay cosas de esta mujer que no sabes.
Carroll dedicaba la mayor parte de su energía a temblar mientras Black salía a toda prisa de Jokertown. La vagabunda se puso a dormir en el asiento trasero. Sus ronquidos se convertían en silbidos cuando el aire pasaba entre los huecos de los dientes que le faltaban. Black aparcó delante de una casa de piedra rojiza en la calle 57 Este.
—Espérate aquí —dijo. Bajó por las escaleras hasta la entrada de un apartamento que estaba en el sótano y pulsó el timbre. Había una guirnalda navideña de plástico en la puerta. Alguien miró por la mirilla y entonces abrieron.
—No te esperaba —dijo Coleman Hubbard.
—Tengo a alguien con… poderes…, en el asiento de atrás. No está en sus cabales. Pensé que podríamos meterla en el dormitorio trasero. Y hay un agente conmigo que no puede saber qué estaba pasando.
Los ojos de Hubbard se posaron rápidamente en el coche.
—¿Qué le has dicho?
—Le he dicho que se quedara en el coche. Es un buen chico y hará caso.
—Bien. Deja que coja el abrigo.
Mientras Carroll observaba con curiosidad, los otros dos convencieron a la mendiga para que entrara en el piso, usando como cebo la comida de la nevera de Hubbard. Black se preguntaba qué diría Carroll si viera la decoración del particular apartamento cerrado que había en la puerta de al lado: la habitación oscura insonorizada con las velas, el altar, el pentagrama pintado en el suelo, las canaletas con incrustaciones metálicas, las brillantes cadenas fijadas a la pared… No era tan elaborado como el templo que la Orden tenía en el centro antes de que explotara pero de todos modos sólo era una sede temporal, hasta que terminaran el nuevo templo en las afueras.
En casa de Hubbard había dos habitaciones para invitados preparadas y colocaron a la indigente en una de ellas.
—Pon un candado en la puerta y llama al Astrónomo.
—Ya he avisado a lord Amón —dijo Hubbard dándose unos golpecitos en la cabeza.
Black volvió al coche y condujo de vuelta a Jokertown.
—Pasaremos a buscar tu coche —dijo Black—. Luego iremos a la comisaría para que hagas tu informe.
Carroll le miró.
—¿Quién era ese tipo, teniente?
—Un especialista en problemas mentales y jokers.
—La mujer podría hacerle daño.
—Estará más seguro que cualquiera de nosotros.
Aparcó detrás del coche patrulla de Carroll. Salió, abrió el maletero y cogió el abrigo y el sombrero del oficial y se los dio; después sacó un vaso del NYPD para una botella de soda de aspecto inocente pero llena de licor que había planeado usar para mantenerse caliente durante la ronda del día siguiente. Le ofreció el vaso al joven agente. El patrullero cogió la botella agradecido. Black alargó la mano hacia la pistola que Carroll llevaba en el cinturón.
—He tenido suerte al encontrarte hoy, Ten.
—Sí. Claro que sí.
Le disparó cuatro veces en el pecho con su propia arma y después, una vez que el agente ya estaba en el suelo, le disparó dos veces más en la cabeza. Limpió sus huellas de la pistola y la tiró al suelo; luego cogió la botella y volvió al coche. Quizá, con el ron desparramado parecería que Carroll había parado a fastidiar a un borracho y que el beodo le había cogido el arma.
El coche olía a hamburguesas con queso. Black cayó en que no había cenado.
La indigente había ignorado la cama y se había echado a dormir en una esquina de la habitación. Apiló las bolsas delante y encima de ella, como un baluarte. Hubbard estaba sentado en un taburete, observándola con detenimiento.
Su sonrisa maliciosa se había congelado en una desagradable parodia de sí misma. La mente le palpitaba, dolorida. Le estaba costando un gran esfuerzo leerle la mente.
«No hay vuelta atrás», pensó. Tenía que desentrañar todo aquello. Su fracaso con el capitán McPherson le había costado su posición en la Orden y en la estima de Amón; y cuando Black apareció con la mendiga, Hubbard supo que aquella era la oportunidad de recuperarlo todo. Le mintió al decirle que ya había alertado a Amón.
Tenía mucha energía ante sí; quizá un poder que bastara para el dispositivo shakti. Y si el dispositivo shakti conseguía la energía de lo que fuera que había en la bolsa, entonces Amón ya no sería necesario.
Hubbard sabía que la cosa de dentro podía devorar a la gente, a lo mejor incluso a Amón. Hubbard pensó en el fuego del viejo templo: Amón andando a grandes zancadas entre las llamas, con los discípulos a su espalda, ignorando los gritos de Hubbard.
«Sí», pensó Hubbard. Valía la pena correr el riesgo. El detective de segundo grado Harry Matthias, conocido en la Orden como Judas, estaba sentado en la cama, con la barbilla apoyada en las manos. Se encogió de hombros.
—No es un as, ni tampoco lo que lleva en la bolsa.
Hubbard le habló con el pensamiento. Percibo dos mentes. Una, la suya, está desordenada y no puedo tocarla. La otra está en la bolsa, en contacto con ella, de algún modo… Hay un vínculo empático. Al parecer la otra mente también está dañada; es como si estuviera adaptada a ella.
Judas se puso en pie. Estaba rojo de ira.
—¿Y por qué diablos no le cogemos la maldita bolsa y punto?
Fue hacia la mendiga con las manos como garras.
Hubbard sintió un latigazo eléctrico de consciencia: la mendiga estaba despierta. A través de su conexión mental con Judas, sintió que el hombre dudó ante la repentina malicia de los ojos de la anciana. Judas fue a por la bolsa.
La bolsa fue a por Judas.
En un abrir y cerrar de ojos la oscuridad se cernió sobre la habitación y Judas se desvaneció en ella. Hubbard se quedó mirando el espacio vacío. En su mente, la aguda locura de la mujer danzaba.
Judas temblaba y sus labios estaban azules. Tenía espumillón navideño colgándole del pelo y un trozo de cartón pegajoso en la suela del zapato. Su pistola se había retorcido en una onda sinusoidal. Temblaba y sus labios estaban azules. Había sido transportado a un contenedor de Christopher Street y había dejado de existir durante unos veinte minutos. Cogió un taxi de vuelta.
«Increíble», pensó Hubbard. «Se trata de un poder increíble. La cosa de la bolsa deforma el espacio-tiempo de alguna manera».
—¿Por qué en la basura? —dijo Judas—. ¿Por qué en un montón de mierda? Y mira mi pistola…
Reparó en el cartón y trató de quitárselo de la suela. Consiguió librarse de él con un ruido pegajoso.
—Supongo que tiene una obsesión con la basura —dijo Hubbard—. Y parece que a veces retuerce los objetos inanimados. Puedo percibir que la cosa esa está dañada…, quizá tenga algún fallo.
Había que encontrar un modo de someter a la mendiga. Esperar a que se durmiera no había funcionado, pues se despertó ante el primer movimiento amenazador de Judas. Pensó vagamente sobre el gas tóxico y entonces se le ocurrió una idea.
—¿Tienes acceso a la pistola de tranquilizantes de la comisaría?
Judas negó con la cabeza.
—No. A lo mejor los bomberos tienen alguna, por si tienen que habérselas con animales que se han escapado.
La idea se cristalizó en la mente de Hubbard.
—Quiero que tú y Black robéis una para mí.
De hecho, tendría que hacer que Black la disparara: si la cosa de la bolsa respondía, atacaría. Y con la mujer sedada, Hubbard podría apoderarse del dispositivo…
Entonces sería su turno. Podía tomarse todo el tiempo que quisiera, jugar con la mente de la mendiga, a quien le quedaría lo suficiente en la mente como para saber qué le estaba pasando. Oh, sí.
Podría probar el poder del artefacto en la gente que encontrara por la calle. Luego quizá sería el turno de Amón.
Se relamió los labios. Apenas podía esperar.
La multitud de la noche parecía infinita. El conocimiento abstracto del androide de la infraclase de Nueva York, el hecho de que había miles de personas que vagaban entre las torres de cristal y las sólidas casas de piedra rojiza en una existencia tan remota respecto a quienes las habitaban, como si de marcianos se tratara… Los hechos abstractos, codificados, no eran nada adecuados para describir la realidad: grupitos de hombres que se pasaban botellas alrededor de fuegos hechos en barriles; desposeídos cuyos ojos reflejaban las centelleantes luces de Navidad mientras vivían tras paredes de cartón; perturbados que se acurrucaban en callejones o entradas de metro, cantando la letanía del loco. Era como si un hechizo del mal hubiera caído en la ciudad, como si una parte de la población hubiera estado sometida a la guerra o la devastación y convertida en refugiados sin techo, mientras los otros estaban hechizados y no podían verles.
El androide encontró a dos muertos: su último calor les había abandonado. Los dejó en ataúdes de periódicos y siguió con la búsqueda. Encontró a otros que estaban enfermos o muriéndose y los llevó al hospital. Otros huyeron de él. Algunos fingieron reconocer la fotografía de la mendiga, acercándose la Polaroid para mirarla a la luz del fuego, y le pidieron dinero a cambio de narrarle un avistamiento que, obviamente, era falso. La tarea era casi imposible, pensó.
Siguió con la misión.
Black y Hubbard aguardaban en el exterior de la habitación cerrada de la mujer. Black bebía de su botella de coca-cola y ron.
—Sueños, tío, unos sueños increíbles, ¡Dios! Salían unos monstruos que no te podrías ni imaginar: cuerpos de león, rostros humanos, alas de águila y muchas flipadas más. Y todos estaban hambrientos y querían comerme. Y había una cosa gigante detrás de ellos, como una sombra, y entonces… Dios mío. —Mostró una sonrisa nerviosa y se limpió la frente—. Aún me entran sudores cuando pienso en ello. Y entonces me daba cuenta de que todos los monstruos estaban conectados de algún modo, de que todos eran parte de esa cosa. En ese momento me desperté gritando. Lo soñé todo una y otra vez. Un poco más y me toca ir a ver al loquero del departamento.
—TIAMAT ha alcanzado tus sueños.
—Sí. Eso es lo que Matthias me dijo cuando me reclutó. De algún modo percibió que TIAMAT estaba llegando hasta mí.
Hubbard sonrió con una mueca. Black aún no sabía que Revenante había estado entrando en su mente cada noche, colocando sueños, haciéndole despertar entre gritos noche tras noche, y que le había llevado casi al borde de la psicosis para que cuando Judas le explicara lo que le había pasado y que la Orden podía hacer que esas pesadillas se esfumaran, los masones parecieran la única respuesta posible. Todo porque la Orden necesitaba a alguien más alto en el escalafón del NYPD que Matthias, y Black era un policía resuelto con gran facilidad para ascender.
—Y después votaron en mi contra. —El detective meneó la cabeza—. Balsam y los otros, los masones de la vieja escuela, no querían a un tipo que había sido educado en el catolicismo. Mamones. Y TIAMAT ya estaba casi de camino. Aún no puedo creérmelo.
—Supongo que llamarse como San Francisco Javier no ayudó.
—Al menos nunca descubrieron que mi hermana es monja. Eso me habría hundido, sin duda. —Se terminó la bebida y se encaminó a la sala de estar para tirar la botella a la basura—. Y al final entré a la segunda.
«Nunca sabrás porqué», pensó Hubbard. «Nunca sabrás que Amón usaba tu membresía como un instrumento contra Balsam y que quería al antiguo maestre, quien tenía unos prejuicios irracionales, unas maneras anticuadas y una palabrería mística heredada, totalmente fuera de combate. Ni que usó la decisión contra ti para convencer a Kim Toy, Rojo y Revenante de que Balsam tenía que irse. Ni que entonces hubo aquel incendio en el viejo templo, orquestado por él, y que salvó a su gente de las llamas y Balsam y sus seguidores murieron».
Hubbard recordaba la explosión, el fuego, el dolor, el modo en que su piel se había ennegrecido con las abrasadoras llamas. Gritó pidiendo ayuda al ver la enorme figura astral de Amón conduciendo a sus propios discípulos al exterior y, si Kim Toy no hubiera insistido en volver a por él, habría muerto allí mismo. Amón no confiaba plenamente en él, no por aquel entonces. Hubbard acababa de unirse a la Orden y Amón aún no había tenido la ocasión de jugar con él, de entrar en su mente y humillarle, de divertirse con los inacabables juegos mentales y dejarle hecho polvo con una larga serie de humillaciones… «Sí, así es Amón —pensó—. Lo sé porque yo soy igual».
Alguien llamó a la puerta. Hubbard dejó pasar a Judas, que llevaba el arma de tranquilizantes robada dentro de una caja metálica con la etiqueta de «USO OFICIAL EXCLUSIVO».
—Bufff, qué cabrón. Pensaba que el capitán McPherson no me iba a dejar salir nunca de allí.
Él y Black sacaron la enorme pistola de aire de la caja y le pusieron un dardo en la cámara.
—Esto debería dejarla fuera de combate durante algunas horas —dijo Black con confianza—. Le daré algo de comida y después le dispararé desde la puerta, cuando esté comiendo.
Se metió el arma detrás, en la cinturilla de los pantalones, sacó una bandeja de papel con pizza fría de la nevera y se dirigió a la puerta de la mendiga. Descorrió el pesado cerrojo y abrió la puerta con cautela. Hubbard y Matthias dieron un paso inconsciente hacia atrás, casi esperando que Black se desvaneciera en cualquiera que fuera la singularidad espaciotemporal que moraba en la bolsa… No obstante, Black cambió de expresión y asomó la cabeza en la habitación, mirando a izquierda y derecha. Cuando volvió al pasillo, su rostro mostraba pura estupefacción.
—Se ha ido —dijo—. No está en la habitación, en ningún lado.
Modular Man contemplaba las bebidas que se alineaban en la barra ante él. Café irlandés, martini, margarita, boilermaker, brandy Napoleón. De repente deseaba de veras probar nuevos sabores y se preguntaba si el hecho de que sus partes hubieran sido machacadas por el chisme de la mendiga le habría despertado alguna especie de sentido de la mortalidad.
—Empiezo a darme cuenta —dijo el androide llevándose el café irlandés a los labios— de que mi creador es un sociópata sin remedio…
Cyndi pensó acerca de aquellas palabras.
—Si me permites algo de teología: creo que eso te coloca en el mismo barco que el resto de nosotros.
—Está empezando a… Bueno, no importa lo que esté empezando a hacer. Pero creo que está enfermo. —El androide se limpió la nata del labio superior.
—Podrías huir. Que yo sepa la esclavitud es ilegal. Seguro que ni siquiera te paga el sueldo mínimo.
—No soy una persona, no soy humano. Las máquinas no tenemos derechos.
—Eso no significa que tengas que hacer todo lo que él diga, Mod Man.
El androide negó con la cabeza.
—No funcionará. Tengo grabadas unas inhibiciones para no desobedecerle ni revelar su identidad en modo alguno.
Cyndi pareció asombrada.
—Hay que reconocer que es meticuloso. —Miró a Modular Man detenidamente—. Por cierto, ¿para qué te construyó?
—Quería producirme en masa y venderme a los militares. Pero creo que se divierte tanto jugando conmigo que puede que nunca llegue a vender mis derechos al Pentágono.
—Yo en tu lugar lo agradecería.
—No sé qué decirte. —El androide fue a por otra bebida; luego le mostró a Cyndi la Polaroid de la mendiga.
—He de encontrar a esta persona.
—Parece una indigente.
—Es una indigente.
Ella rió.
—¿No has visto las noticias? ¿No sabes cuántos miles de mujeres como ésta hay en la ciudad? Ahí fuera hay una recesión en marcha. Borrachos, refugiados, personas sin trabajo o sin suerte, gente a la que han echado de las instituciones psiquiátricas por culpa de los recortes de presupuesto… Los albergues dan preferencia a los refugiados del Enjambre ante la gente de la calle. Dios mío, y en una noche como ésta. ¿Sabes que es la noche más fría registrada en el mes de diciembre? Han tenido que abrir iglesias, comisarías y toda clase de sitios para que los vagabundos no mueran de frío. Y un montón de indigentes no irán a ningún tipo de refugio porque tienen demasiado miedo de las autoridades o porque sencillamente están demasiado locos para darse cuenta de que van a necesitar ayuda. No te envidio en absoluto, Mod Man; mañana los contenedores estarán llenos de cadáveres.
—Lo sé. Ya he encontrado algunos.
—Si quieres dar con ella antes de que se muera de frío, prueba primero en los fuegos improvisados y luego en los albergues. —Se concentró en la fotografía de nuevo—. ¿Por qué la buscas, por cierto?
—Creo que… Puede que sea testigo de un suceso.
—Vale. Bien. Buena suerte, entonces.
El androide echó una ojeada por encima del hombro hacia el mirador de la terraza, con su centelleante capa de hielo. Más allá de la baranda, Manhattan relumbraba fríamente, con una claridad que nunca antes había visto, como si los edificios, la gente, las luces y todo hubiera quedado congelado dentro de un vasto cristal. Parecía que la ciudad fuera tan lejana como las estrellas y tan incapaz de proporcionar algo de calor como ellas.
Un escalofrío sacudió al androide en el fondo de sus pensamientos, de un modo puramente mental. Quería quedarse aquí, en el calor del Aces High, pasando el tiempo entregado al gesto —del todo abstracto para él— de llevarse una bebida caliente a los labios; había algo reconfortante en ello, pese a que el acto en sí no tuviera ninguna lógica. No acababa de entender el impulso, sólo lo conocía como un hecho. Debía de ser la parte humana de su programación.
Pero sus deseos tenían restricciones, y una de ellas era la obediencia. Podía quedarse en el Aces High sólo en tanto que pudiera ayudarle en su misión de encontrar a la mendiga.
Acabó la hilera de bebidas y se despidió de Cyndi. A menos que ocurriera un milagro y encontrara pronto a la indigente, pasaría el resto de la noche en la calle.
Las cuatro de la madrugada. El coche pasó por encima de una alcantarilla y el café caliente se derramó en el muslo de Coleman Hubbard. Lo ignoró. Se sacó la gran taza de poliestireno de entre las piernas y bebió con avidez. Tenía que mantenerse despierto.
Buscaba a la mendiga, recorriendo todos los albergues, metiéndose en todas las calles oscuras, tanteando con la mente con la esperanza de encontrar el patrón de locura y furia que había visto en su perturbada cabeza.
Llevaba veinticuatro horas dedicándose casi sólo a ello. La calefacción del cacharro que había alquilado se estropeó. Su cuerpo era una masa de calambres y su dolorido cráneo latía en un ritmo cada vez más parecido a un lento martilleo. El hecho de que Black y Judas también estuvieran congelándose por ahí fuera no era ningún consuelo. Hubbard remetió la taza de café entre sus muslos, abrió el mapa y echó un vistazo al papel, buscando la lista de albergues. En las proximidades había el gimnasio de una escuela femenina llena de refugiados y aún no lo había percibido.
Al acercarse al lugar, Hubbard empezó a captar una inquietante familiaridad, algo parecido a un déjà vu. La jaqueca le destrozaba los ojos y sentía náuseas en el estómago. Pasaron unos segundos antes de que reconociera la sensación.
La mujer estaba ahí. La euforia se apoderó de él. Desvió su mente de los retorcidos patrones de la mente de la mendiga y la proyectó adonde Black patrullaba, a la pistola cargada de dardos que estaba en el asiento de al lado.
¡Aprisa!, gritó, ¡la he encontrado!
Modular Man recorrió las largas hileras, inspeccionando a izquierda y derecha. Ochocientos refugiados se hacinaban en el gimnasio de la escuela. Había catres sólo para la mitad, más o menos, por lo visto sacados de algún almacén de la Guardia Nacional; el resto de refugiados dormían en el suelo. En la enorme sala resonaban los ronquidos, los llantos y el gimoteo de los niños.
Y allí estaba; paseando entre las líneas de catres, hablando sola, arrastrando sus pesadas bolsas. Alzó los ojos en el mismo momento en que el androide la vio y hubo una conmoción mutua al reconocerse, una sonrisa malévola llena de dientes irregulares.
El autómata se elevó en el aire en un milisegundo de su pensamiento, rápido como la velocidad de la luz. No quería que hubiera ningún transeúnte inocente cerca en caso de que ella soltara lo que fuera que llevaba en la bolsa. Apenas había abandonado el suelo cuando su campo de fuerza de flujo crujió, crepitando alrededor de su cuerpo. La cosa de la bolsa no podría apoderarse de nada sólido.
El radar rastreó y el lanzador de granadas de gas de su hombro izquierdo chirrió al apuntar. El hombro absorbió el retroceso. La granada se hizo sólida tan pronto como abandonó el campo de flujo pero mantuvo el impulso. El gas, opaco, formó una masa nebulosa alrededor de la indigente.
La vagabunda sonrió para sus adentros. Una masa oscura cobró vida de súbito a su alrededor y el gas se hundió en ella, absorbido por la bolsa como si fuera un tornado.
El pánico cundió entre los refugiados cuando despertaron y vieron la batalla.
La mendiga abrió la bolsa de la compra y el androide pudo ver la tiniebla que yacía allí. Sintió que algo frío le atravesaba, algo que intentaba sacarle de su cuerpo insustancial. Las vigas de acero que soportaban el techo resonaron como carillones por encima de su cabeza.
La sonrisa retorcida de la indigente se apagó.
—Hijo de puta —dijo—. Me recuerdas a Shaun.
Modular Man culminó el vuelo cerca del techo. Se lanzaría en picado hacia ella, se volvería sólido en el último segundo y cogería de un agarrón la bolsa de comprar, esperando que no le devorara.
La mujer sonrió de nuevo. Cuando el androide alcanzó el punto de despegue justo encima de ella, la mujer se puso la bolsa en la cabeza.
Se la tragó. La cabeza desapareció, seguida por el resto del cuerpo. Sus manos, que estrujaban el extremo de la bolsa, tiraron de él para empujarla al vacío. La bolsa se dobló sobre sí misma y desapareció.
—Es imposible —dijo alguien.
El autómata escrutó la sala con cautela; no encontraría a la indigente.
Ignorando el creciente alboroto que había abajo, viró hacia arriba y atravesó el techo. Las frías luces de Manhattan aparecieron a su alrededor. Se elevó solo en la noche.
Hubbard contempló durante un momento largo e infinito el espacio donde había estado la mendiga. O sea que así es como lo hacía, pensó.
Se frotó las manos heladas y pensó en las gélidas calles y en las largas y frías horas de su búsqueda. Por lo que sabía, la vagabunda podría haberse largado a Jersey.
Iba a ser una noche muy larga.
—¡Será zorra! —dijo Travnicek. La mano que sostenía la carta le temblaba con ira—. ¡Me ha echado a la calle! —Blandió la carta—. ¡«Alboroto»! —murmuró—, ¡«equipos peligrosos»! ¡Y me da sesenta putos días!
Empezó a patear el suelo con las pesadas botas, con la deliberada intención de molestar a los del piso de abajo. El aliento se le congelaba a cada palabra.
—¡La muy puta! —bramó—. ¡Conozco su juego! Quería que arreglara este sitio de mi bolsillo para luego echarme y cobrarle un alquiler más alto a otro. No me gasté ninguna fortuna en arreglarlo y por eso ahora quiere encontrar a otro pringado. Algún puto miembro de la clase elitista.
Miró al androide, que esperaba pacientemente con una bolsa de croissants calientes y café.
—Quiero que entres en su despacho y se lo destroces —dijo Travnicek—. Que no se salve nada, ni un papel, ni una silla. Déjale sólo muebles revueltos y confeti. Y cuando lo esté limpiando y arreglando, haz lo mismo con su piso.
—Sí, señor. —Se resignó el autómata.
—El Puto Lower East Side —dijo Travnicek—. ¿Qué nos queda, si este vecindario se vuelve pretencioso? Tendré que mudarme a Jokertown para tener un poco de paz.
Cogió el café de la mano del androide mientras seguía aporreando el suelo de conglomerado.
Miró por encima del hombro a su creación.
—¿Y bien? —ladró—. ¿Estás buscando a la mendiga o qué?
—Sí, señor. Pero como el lanzador de gas no funcionaba pensé que tenía que cambiar el dispositivo de aturdimiento.
Travnicek saltó, arriba y abajo, varias veces. El sonido resonó por toda la buhardilla.
—Como veas. —Dejó de saltar y sonrió—. Vale, ya sé qué hay que hacer. ¡Pondré en marcha los generadores grandes!
El androide dejó la bolsa de papel en el banco de trabajo, cambió las armas y voló sin hacer ruido a través del techo. Fuera, el frío viento seguía azotando la ciudad, fluyendo entre los altos edificios, soplando a la gente como si fueran briznas en el agua. La temperatura superaba ligeramente el punto de congelación pero el viento helado hacía descender la sensación térmica a bajo cero.
El autómata sabía que moriría más gente.
—Oye, —dijo Cyndi—, ¿qué tal si nos tomamos un respiro?
—Como quieras.
Cyndi alzó las manos y sujetó con cariño la cabeza del androide.
—Con tanto esfuerzo, ¿no sudas ni un poquito?
—No. Simplemente enciendo mis unidades de refrigeración.
—Vaya, impresionante. —El androide se separó de ella. Con expresión pensativa, la mujer continuó—: Pensé que hacerlo con una máquina…, no sé, sería un poco rarito. Pero no lo es.
—Me alegra que digas eso. Supongo.
Modular Man había buscado a la vagabunda durante cuarenta y ocho horas y concluido que debía dedicarse unos momentos a él mismo. Justificó esta pausa considerándola necesaria para su estado de ánimo. Planeaba desplazar el conjunto de los recuerdos de aquella tarde de su espacio secuencial a algún otro lado y llenar el espacio vacío con una aburrida reemisión de la búsqueda de la mendiga de la noche anterior. Con un poco de suerte, Travnicek pasaría rápido por la batida y no buscaría recuerdos porno.
Ella se sentó en la cama y alargó la mano a la mesita de noche.
—¿Quieres coca?
—Sería desperdiciarla. Toda tuya.
Colocó con cuidado el espejo ante ella y empezó a cortar polvo blanco. El androide observó mientras esnifaba un par de rayas y se recostaba en los almohadones con una sonrisa. Le miró y le cogió la mano.
—No tendrías que preocuparte tanto por actuar, ¿sabes? —dijo—. Vamos, que podrías haber acabado si querías.
—Yo no acabo.
Su mirada era un poco vidriosa.
—¿Qué? —dijo.
—Yo no acabo. El orgasmo es un estallido complejo y aleatorio de neuronas; ni tengo neuronas ni nada de lo que hago es aleatorio. Es algo imposible.
—¡Hay que joderse! —Cyndi le miró parpadeando—. ¿Y qué se siente?
—Placer. De un modo muy complicado.
Ladeó la cabeza y pensó en ello durante un momento.
—No está mal —concluyó. Esnifó otro par de rayas y le miró radiante—. He conseguido un trabajo —dijo—. Por eso pude permitirme la coca. Un autorregalo de Navidad.
Él sonrió.
—Felicidades.
—Se trata de un anuncio, en California. Un mono gigante me tiene agarrada, ¿sabes?, y Bud Man me rescata. Ya sabes, el tío de los anuncios de cerveza. Y después, al final —puso los ojos en blanco—, al final estamos todos felizmente borrachos: Bud Man, el simio y yo, y le pregunto al simio cómo está y el simio eructa. —Frunció el ceño—. Es un poco grosero.
—Eso iba a decir.
—Pero luego también está la oportunidad de un papel como invitada en Twenty Dollar Hotel. Se supone que he de tener un rollo con un mafioso o algo. Mi agente no me lo dejó muy claro. —Rió tontamente—. Al menos ahí no hay ningún mono gigante. Vamos, con uno basta.
—Te echaré de menos —dijo el androide. No tenía nada claro cómo sentirse ante aquello. Ni, de hecho, si lo que sentía podía describirse de algún modo como «sentimiento». Cyndi percibió sus pensamientos.
—Tendrás que rescatar a otras chicas guapas.
—Supongo, aunque ninguna será más guapa que tú.
Rió de nuevo.
—Se te dan bien los cumplidos —dijo.
—Gracias —dijo él.
Le dio unos golpecitos en la cúpula.
—Aún faltan una semana o dos para que me vaya. Podemos pasar algo de tiempo juntos.
—Me encantaría.
El autómata estaba reflexionando sobre su anhelo de experiencia, el extraño rumbo que su carrera le había proporcionado, el modo en que le parecía que las vivencias obtenidas no eran suficientes, que nunca resultarían suficientes.
Mientras flotaba por encima de las calles, los detectores infrarrojos de los ojos plásticos del autómata se encendieron y apagaron. Unas violentas ráfagas de viento intentaban lanzarle contra los edificios. A excepción de las pocas horas que había pasado con Cyndi, llevaba cuatro días en aquel sinvivir. Abajo, en la calle, alguien tiró una taza de poliestireno por la ventanilla de un Dodge azul. Modular Man se preguntó dónde había visto antes esa misma acción.
Los interruptores macroatómicos ejecutaron un repaso superliminal de los datos. Entonces se dio cuenta de que en los últimos días había visto a ese Dodge en varias ocasiones, en muchos de los sitios en los que había estado: en los centros de refugiados, en los albergues… y en el recorrido sin fin por las calles. Quienquiera que estuviera en el Dodge estaba buscando a alguien; se preguntó si sería a la indigente. Decidió poner al coche bajo vigilancia.
La búsqueda del Dodge era más lenta que la del androide, así que Modular Man empezó a moverse en zigzag, examinando las calles a izquierda y derecha del coche sin perderlo de vista. En el centro del Ejército de Salvación de Jokertown pudo ver bien al conductor: un hombre blanco de mediana edad con cara deshonesta, macilenta y preocupada. Memorizó el número de matrícula del vehículo y volvió a elevarse en el cielo.
Horas más tarde, allí estaba: justo por delante del Dodge, acurrucada en la escalera de entrada de alguien con las bolsas apiladas encima de ella. El androide se apostó en una azotea y esperó. El coche estaba frenando.
—Y Shaun me dice, dice: «Quiero que veas a un médico que…»
Hubbard se acurrucó dentro del abrigo. Sentía como si el viento soplara a través de su cuerpo, recorriendo por dentro mismo la carne y los huesos. Le castañeteaban los dientes. Había conducido durante lo que parecían años, de nuevo sintiendo aquella horrible y nauseabunda sensación de déjà vu. La había vuelto a encontrar, agazapada en unas escaleras tras un baluarte de bolsas de la compra.
—A tu madre no le ocurre nada que un tiro del irlandés no pueda arreglar…
Black, la he vuelto a encontrar, en Lower West Side. La respuesta de Black fue sardónica.
¿Estás seguro de que esta vez irá todo bien?
El robot no está. Me quedaré escondido, diez minutos.
—«Que te den, Shaun», le digo. «Que te den». —La mendiga se levantó de un salto, agitando el puño al cielo. Hubbard la miró.
—Estoy con usted, señora —murmuró. Y entonces alzó la vista—. Oh, mierda.
Modular Man se elevó flotando desde la azotea. No sabía si la indigente le estaba gritando a él o al cielo en general. El ocupante del Dodge estaba a varias casas de distancia, refugiado en otra entrada. No parecía que el hombre tuviera intención de actuar.
Pensó en el modo en que la mujer había retorcido sus componentes, en la obliteración de existencia que se produciría si le destrozaba los generadores o el cerebro. Los recuerdos empezaron a acudirle a la mente: la sacudida del whisky puro en la nariz, el hombre gordo con el rifle, los suaves gemidos de Cyndi entre sus brazos, el gruñido del simio… No quería perder nada de aquello.
—Oh, mierda —dijo Hubbard contemplándole horrorizado. El autómata flotaba a doce metros por encima de la indigente. Ella le gritaba, hurgando en la bolsa. La cosa de dentro no había sido capaz de atraparle la última vez.
En un arranque súbito de furia, Hubbard proyectó su mente. Podía tomar el control del androide, machacarle en la acera una y otra vez hasta que no fuera más que un montón de componentes hechos añicos…
Su mente rozó el frío cerebro macroatómico del androide y un fuego floreció en su conciencia; empezó a gritar.
Algo negro en la bolsa de la compra de la mendiga estaba creciendo.
Modular Man bajó en picado, directo hacia ello, con los brazos extendidos del todo. Si la mujer movía la bolsa en el último momento, las cosas podrían liarse mucho.
La oscuridad creció y el viento tiraba de él, tratando de desviarle de su rumbo, pero el androide lo corrigió.
Cuando impactó en la oscuridad del portal, sintió de nuevo que la nada arrebatadora se apoderaba de él. Sin embargo, antes de perder la conciencia, notó que sus manos se cerraban en los bordes de la bolsa y se aferraban a ellos, sin soltarlos.
Por una pequeña fracción de segundo sintió una gran satisfacción. Después, tal y como esperaba, no sintió nada en absoluto.
Los vientos siberianos no habían enfriado el cálido aire del vertedero municipal próximo a St. Petersburg, Florida. El lugar olía fatal. Modular Man había perdido casi cuatro horas de su tiempo. Por suerte, las evaluaciones no mostraban daño interno alguno. Se incorporó en medio de la basura hedionda y rebuscó en la bolsa de la compra. Harapos, restos de comida y, por último, aquella cosa, fuera lo que fuera: una esfera negra de unos dos kilos de peso y del tamaño de una bola para jugar a los bolos. A simple vista no se veían interruptores o medios con los que controlarla.
Era cálida al tacto. Tras estrecharla contra el pecho, el androide la alzó al templado cielo.
—Estupendo —dijo Travnicek—. Lo has hecho muy bien, tostadora. Me daría una palmadita en la espalda a mí mismo por tan buen trabajo de programación.
El androide le trajo una taza de café. El científico sonrió, bebió un sorbo y se giró para contemplar el orbe alienígena que descansaba en su mesa de trabajo. Había intentado manipularlo con varios tipos de controles remotos pero no había sido capaz de conseguir nada.
Travnicek se dirigió hacia la mesa de trabajo y estudió la esfera desde una distancia prudente.
—Quizá requiere cierta proximidad para ponerlo en funcionamiento —sugirió el androide—. Quizá deba tocarlo.
—Quizá tengas que ocuparte de tus propios asuntos. No me voy a acercar a esa puta cosa.
—Sí, señor. —El autómata guardó silencio por un momento. Travnicek tomó otro sorbo de café, negó con la cabeza y se alejó de la mesa de trabajo.
—Mañana puedes partir a Perú para reunirte con tus amigos del ejército. Contacta con los gobiernos sudamericanos cuando estés allí; quizá paguen más que el Pentágono.
—Sí, señor.
Travnicek se frotó las manos.
—Tengo ganas de celebrarlo, batidora. Ve a la tienda y tráeme una botella de vino y algunas rosquillas rellenas.
—Sí, señor. —El androide, con rostro inexpresivo, se hizo insustancial y salió disparado a través del techo. Travnicek se metió en la pequeña habitación caldeada donde dormía, encendió la televisión y se sentó en una butaca desgastada. Entre la publicidad de último minuto de Nochebuena para los clientes rezagados, había un anuncio de dibujos sobre un androide gigante que luchaba contra unos lagartos que escupían fuego. A Travnicek le encantaba. Se recostó para verlo.
Cuando el autómata volvió, encontró a su creador dormido. En la pantalla, Reginald Owen hacía de Scrooge. Modular Man dejó la bolsa con sigilo y se retiró.
Quizá Cyndi estaba en casa.
Coleman Hubbard permanecía con su uniforme en el pabellón de Bellevue. Un grupo de gente mentalmente enferma charlaba, discutía y jugaba a las cartas. Un pequeño arbolito relucía de forma intermitente en el puesto de enfermeras. Invisible para todos excepto para el detective John F X. Black, Amón flotaba en regia majestuosidad por encima de la cabeza de Hubbard, escuchándole hablar.
—Uno uno cero uno cero cero cero uno uno cero uno uno uno…
—Veinticuatro horas —dijo Black— y no conseguimos sacarle otra cosa salvo esto.
—Uno cero cero cero uno cero…
La imagen de Amón pareció marchitarse por un momento y Hubbard captó un destello de la imagen de un anciano enclenque con unos ojos como sombras partidas en mil pedazos. Entonces volvió Amón.
No puedo contactar con él, ni siquiera para causarle dolor. Es como si hubiera estado en contacto con… alguna clase de máquina. Apretó los puños. ¿Qué le ha sucedido? ¿Con que contactó ahí fuera?
Black arqueó una ceja. ¿TIAMAT?
No. Tiamat no es así… TIAMAT tiene más vida que cualquier otra cosa que puedas imaginar.
—… uno cero cero uno cero…
Cuando lo encontré, vi a la mendiga, la dormí y no hallé nada en sus bolsas. Fuera lo que fuera, ahora está en manos de otra persona.
—… uno cero cero uno cero…
Los ojos del carnero ardieron y luego su cuerpo se retorció convirtiéndose en un esbelto galgo con un hocico curvo, colmillos al descubierto y una cola bífida gigante elevándose imponente por encima de su espalda. El miedo rozó el cuello de Black. Amón se había convertido en Setekh el destructor. La ilusión astral era terroríficamente real. Black esperaba ver sangre goteando del hocico del animal pero no fue así. No de momento, en cualquier caso.
Te utilizó en una misión no autorizada, dijo Setekh. Como parte de una trama que probablemente urdía contra mí. Ahora es un peligro para todos nosotros. Si se recupera de esto, podría decir cosas que no debería.
Destrúyale, maestre, dijo Black.
La saliva se le escurrió del hocico y humeó en el suelo. Los otros pacientes hicieron caso omiso. El gran sabueso vaciló.
Si me meto en su cabeza puedo averiguar… qué es lo que tiene. Black se encogió de hombros.
¿Quiere que me ocupe yo?
Sí, creo que sería mejor.
Ya he dejado el testamento en su apartamento, en el que nos lo deja todo a la organización.
La bestia sacó la lengua y la expresión de sus ojos se suavizó. Sabes anticiparte, me gusta. Tal vez podamos conseguirte una promoción.
A millones de millas de la Tierra, casi eclipsada por el sol, la Madre del Enjambre contemplaba los destrozados retoños que habían sobrevivido. Los observadores de la Tierra se sorprenderían de saber que el Enjambre no consideraba un fracaso el ataque. El asalto había sido más una prueba que un intento serio de conquista y el Enjambre, analizando los datos recibidos de las criaturas, pudo desarrollar varias hipótesis.
El Enjambre tracio se había enfrentado a tres respuestas que habían fracasado estrepitosamente a la hora de cooperar entre ellos. Consideró la posibilidad de que la Tierra estuviera dividida en varias entidades equivalentes a la Madre del Enjambre que no se asistían entre ellas en sus empresas.
Una gran parte del Enjambre siberiano había sido destruido de golpe y había transmitido su agonía telepática a su progenitor. Era obvio que las madres de la Tierra poseían alguna clase de arma devastadora que, sin embargo, eran reacias a usar excepto en áreas deshabitadas. Quizá los efectos ambientales eran peligrosos.
Posiblemente, si las madres de la Tierra estaban divididas y todas poseían armas semejantes, podían volverse unas contra otras, razonó el Enjambre. Si de ese modo el planeta quedara inhabitable, el Enjambre estaba dispuesto a esperar los milenios necesarios para que el globo volviera a ser útil, nada en comparación con los años que ya había esperado.
Mientras el Sol lo eclipsaba, decidió concentrarse en monitorizar la actividad para confirmar estas hipótesis.
Sentía que en este mundo tenía posibilidades.
—Así que le digo, «Maxine», le digo, «¿cuándo vas a hacer algo con tu enfermedad?». Le digo: «Es hora de que te lo vea un médico…»
La mendiga, con una bolsa de la compra colgando del brazo y otra apretada contra el pecho, andaba poco a poco por el callejón, peleando con el viento siberiano.
El pelo rubio de Cyndi ondeaba en la brisa mientras temblaba bajo la chaqueta de cabritilla. Observó cómo Modular Man trataba de hablar con la mujer y darle una bolsa llena de comida china para llevar y cómo ella seguía hablando sola y caminando despacio por el callejón. Al final, el androide le metió la comida dentro de la bolsa de la compra y volvió con Cyndi, que le estaba esperando.
—Ríndete, Mod Man. No hay nada que puedas hacer por ella.
La cogió entre sus brazos y ascendió en espiral hacia el cielo.
—Sigo pensando que algo tiene que haber.
—Los poderes sobrehumanos no son una respuesta a todo, Mod Man. Tienes que aprender a aceptar tus limitaciones.
No hubo respuesta.
—Lo que has de entender, si es que este asunto no te vuelve loco, es que nadie ha inventado un poder wild card capaz de hacer una puñetera mierda por las ancianas que han perdido la cabeza y que carretean todo su mundo en bolsas de la compra y viven en cubos de basura. Hasta yo, que no tengo poderes, lo sé. —Hizo una pausa—. ¿Me estás escuchando, Mod Man?
—Sí, te oigo. ¿Sabes?, eres terriblemente dura para ser una chica recién llegada de Minnesota.
—Oye, que Hibbing puede ser una ciudad muy dura durante una recesión.
Flotaron hacia el Aces High.
Cyndi rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un paquetito envuelto con cinta roja.
—Tengo un regalo para ti —dijo—. Como es nuestra última noche juntos… Feliz Navidad.
El autómata parecía avergonzado.
—Yo no he caído en comprarte nada —dijo.
—No importa, has tenido la cabeza muy ocupada. —Modular Man abrió el paquete.
El viento atrapó la brillante cinta y se la llevó volando en la oscuridad. Dentro había un broche dorado con la forma de un naipe, el as de corazones, con las palabras «MI HÉROE» grabadas.
—Supuse que podrías usarlo para animarte. Puedes ponértelo en los calzoncillos.
—Gracias, es una buena idea.
—De nada. —Cyndi le abrazó.
A la noche, el Empire State proyectaba un haz de focos coloridos. La pareja aterrizó en la terraza de Hiram. El sonido de trasiego del bar se oía incluso por encima de las ráfagas de viento.
Una multitud celebraba la Nochebuena. Cyndi y Modular Man se quedaron mirando un buen rato desde la ventana.
—Oye —dijo ella—, estoy cansada de banquetes de ricos.
El androide reflexionó unos momentos.
—Yo también.
—¿Qué tal si vamos a ese chino? Después podríamos ir a mi piso.
La calidez le embargó incluso en medio de la corriente en chorro siberiana. Se elevó en una fracción de segundo.
Al fondo del callejón, algo llamó la atención de la mendiga. Se agachó y recogió un trozo de cinta roja. La embutió en una bolsa y siguió andando.