Hacia la sexta generación


por Walter Jon Williams

Primera parte

La fría lluvia repiqueteaba en los rascacielos. La llovizna había silenciado por fin al Santa Claus del Ejército de Salvación que había en la esquina y Maxim Travnicek lo agradecía: el tintineo había durado varios días. Encendió un cigarrillo ruso y cogió una botella de aguardiente.

Travnicek sacó las gafas de leer de la chaqueta y examinó los controles de los generadores de flujo. Era un hombre imponentemente alto, con nariz ganchuda, de una belleza fría. Entre sus antiguos colegas del MIT era conocido como «la respuesta de Checoslovaquia a Victor Frankenstein», una etiqueta acuñada por uno de los profesores, Bushmill, que más tarde había sido designado decano y que se desembarazó de Travnicek a la primera oportunidad.

—¡Que te jodan, Bushmill! —dijo Travnicek en eslovaco. Bebió un trago de aguardiente de la botella—. Y que te jodan a ti también, Victor Frankenstein. Si supieras una puta mierda de programación informática no habrías tenido problemas.

La comparación con Frankenstein le dolía. Era como si la imagen del malogrado resucitador siempre le hubiera seguido. Su primer trabajo en el Oeste como profesor fue en el alma máter de Frankenstein, en la Universidad de Ingolstadt. Odió cada minuto del tiempo que pasó en Baviera. Nunca tuvo a los alemanes en demasiada consideración, mucho menos como modelos de comportamiento. Lo que quizá explicaba que le hubieran despedido de Ingolstadt al cabo de cinco años.

Ahora, después de Ingolstadt, después del MIT, después de Texas A&M, se había visto reducido a esa buhardilla. Durante semanas vivió en trance, subsistiendo a base de comida enlatada, nicotina y anfetaminas y perdiendo la noción del tiempo —primero de las horas y después de los días—, mientras su febril cerebro existía en una perpetua explosión de ideas, conceptos, técnicas. A nivel consciente Travnicek apenas sabía de dónde venía todo aquello: a veces parecía como si algo en las profundidades de su composición celular estuviera hablando al mundo a través de su cuerpo y su mente, saltándose su conciencia, su personalidad…

Siempre había sido así. Cuando se obsesionaba con un proyecto todo lo demás quedaba a un lado. Apenas necesitaba dormir; su temperatura corporal fluctuaba en términos exagerados; sus pensamientos eran ágiles y determinados y le conducían hacia su objetivo con solidez. Tesla, según había leído, era igual: el mismo tipo de espíritu —ángel o demonio— hablaba ahora a través de Travnicek.

Pero ahora, a últimas horas de la mañana, el trance se había desvanecido. Había finiquitado el trabajo. No estaba seguro de cómo tendría que ir pieza por pieza y cuadrar lo que había logrado más tarde; calculaba que tenía alrededor de una media docena de patentes básicas que le harían rico de por vida pero eso sería más adelante, porque sabía que la euforia pronto desaparecería y el cansancio descendería sobre él. Así pues, tenía que acabar el proyecto antes. Tomó otro trago de aguardiente y sonrió mientras contemplaba su buhardilla, larga como un granero.

Estaba iluminada por dos frías hileras de fluorescentes. Había mesas hechas a mano repletas de moldes, tinas, grabadoras de CD y microordenadores. Papeles, envoltorios de comida vacíos y cigarrillos apurados al máximo cubrían el tosco suelo de conglomerado. En las vigas había grapadas ampliaciones de los dibujos de anatomía masculina de Leonardo.

Atado a una mesa, en el extremo más alejado, había un hombre alto desnudo. No tenía pelo y la parte superior de su cráneo era transparente pero, salvo eso, parecía alguien salido de los mejores sueños húmedos de Leonardo.

Estaba conectado a un equipo mediante gruesos cables eléctricos y tenía los ojos cerrados.

Travnicek ajustó un control en su mono de camuflaje. No podía permitirse calentar todo el desván, así que en su lugar llevaba un traje eléctrico diseñado para mantener calientes a los corpulentos exploradores mientras estaban agazapados en sus refugios de caza. Miró las claraboyas. La lluvia parecía estar aflojando. Bueno, no necesitaba la escenografía barata de Victor Frankenstein de truenos y relámpagos como telón de fondo para su trabajo.

Para él era importante vestir bien ante su público invisible, por lo que se ajustó una corbata imaginaria, parte del traje imaginario que llevaba bajo el mono… y entonces pulsó el botón que iniciaría los generadores de flujo. Un débil gemido llenó la estancia: una profunda vibración que pudo sentirse bajo los tablones del suelo. Los fluorescentes del techo se atenuaron y parpadearon; la mitad se fundieron. El gemido se convirtió en un chillido. El fuego de San Telmo danzó entre las vigas. Se respiraba un olor eléctrico.

Travnicek oyó un vago golpeteo continuo. La mujer del piso de abajo estaba aporreando el techo con un palo de escoba.

El chirrido alcanzó su punto máximo: los ultrasonidos hicieron bailar las mesas de trabajo de Travnicek y destrozaron las vajillas de todo el edificio; el televisor de la vecina implosionó. Travnicek tiró de otro interruptor. El sudor le bajaba por la nariz.

El androide de la mesa —la cual resplandeció con un fuego de San Telmo— se encendió cuando la energía de los generadores de flujo se transfirió a su cuerpo. Travnicek mordió la boquilla del cigarrillo y la punta encendida cayó al suelo sin que se diera cuenta.

El sonido de los generadores empezó a amortecerse; no así el del palo de escoba, ni el de las débiles amenazas que llegaban desde abajo.

—¡Me comprarás una televisión nueva, hijo de puta!

—Métete la escoba por el culo, querida —dijo Travnicek; en alemán, un idioma ideal para lo escatológico. Los fluorescentes apagados empezaron a parpadear de nuevo. Los severos dibujos de Leonardo observaron al androide cuando éste abrió sus ojos oscuros. Las luces parpadeantes creaban un efecto estroboscópico que hizo que el blanco de los ojos pareciera irreal. La cabeza giró; los ojos detectaron a Travnicek, después se enfocaron. Bajo la cúpula transparente que coronaba el cráneo giraba una placa plateada. El sonido de la escoba cesó.

Travnicek se acercó a la mesa.

—¿Cómo estás? —preguntó.

—Todos los sistemas monitorizados funcionan. —El androide tenía una voz grave y hablaba con acento americano.

Travnicek sonrió y escupió la colilla del cigarrillo al suelo. Había pirateado un ordenador de los laboratorios de investigación de AT&T y robado un programa que modelaba el habla humana.

Tal vez tendría que pagar royalties a Ma Bell un día de estos.

—¿Quién eres? —preguntó.

Los ojos del androide recorrieron la buhardilla con detenimiento. Su voz sonaba neutra.

—Soy Modular Man —dijo—, una máquina inteligente multifuncional y polivalente de sexta generación, un sistema de ataque defensivo y de respuesta flexible capaz de acciones independientes y equipado con la última tecnología.

Travnicek sonrió.

—Al Pentágono le va a encantar —dijo. Y después—: ¿cuáles son tus órdenes?

—Obedecer a mi creador, el Dr. Maxim Travnicek. Proteger su existencia y bienestar. Probarme a mí mismo y a mi equipo en condiciones de combate, luchando contra los enemigos de la sociedad y obteniendo la máxima publicidad para la futura Compañía Modular Man al hacerlo. Preservar mi existencia y bienestar.

El doctor le dedicó una sonrisa a su creación.

—Tu ropa y tus módulos están en el gabinete. Cógelos, junto con las armas, y sal a buscar algunos enemigos de la sociedad. Vuelve antes de que anochezca.

El androide bajó de la mesa y se dirigió al gabinete de metal. Abrió la puerta.

—Insustancialidad del campo de flujo —dijo sacando una unidad conectable de la estantería. Con ella podía controlar los generadores de flujo para hacer desplazar su cuerpo ligeramente fuera del plano de la existencia, lo que le permitía atravesar la materia sólida—. Vuelo: ocho millas por hora máximo. —Sacó otra unidad, una que permitía a los generadores manipular la gravedad y la inercia para que pudiera volar—. Receptor de radio sintonizado con las frecuencias de la policía. —Otro módulo.

El androide se pasó un dedo por el pecho y una costura invisible se abrió. Retiró la piel sintética y la placa de aleación del tórax y reveló su interior. Un generador de flujo en miniatura emitió una leve aura de San Telmo. El autómata conectó los dos módulos en su esqueleto de aleación y después selló la abertura. En la frecuencia de la policía se oyó un parloteo precipitado.

—Doctor Travnicek —dijo—, la radio de la policía informa de una emergencia en el Zoo de Central Park.

El creador lanzó una risotada.

—Estupendo, es la hora de tu debut. Coge tus armas; puede que tengas que disparar a alguien.

El androide se vistió con un mono flexible azul marino.

—Cañón láser de microondas. Lanzador de granadas de gas narcótico. Reserva con cinco granadas. —El autómata desabrochó dos cremalleras del mono y dejó a la vista dos cavidades que se le habían abierto en los hombros aparentemente por su cuenta. Sacó dos largos tubos del gabinete. Ambos salientes en los laterales. El androide insertó los salientes en sus hombros y luego apartó las manos. Los cañones giraron en todas las direcciones posibles—. Todo el equipamiento modular funcional —dijo el androide.

—Quita tu cúpula de aquí.

Hubo un crujido y un ligero aroma de ozono. El campo de insustancialidad produjo un efecto borroso cuando el androide se elevó hasta el techo. Travnicek contempló el lugar en el techo por donde salía el androide y sonrió satisfecho. Alzó la botella, brindando.

—El Moderno Prometeo —dijo—, ¡vaya tela!

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El androide se elevó en espiral hacia el cielo. Los electrones circulaban por su mente así como las gotas de lluvia atravesaban su cuerpo insustancial. El Empire State Building se clavaba en una nube como una abigarrada lanza. El autómata volvió a solidificarse; el campo drenaba sus poderes tan rápido que no podía usarse a la ligera. La lluvia golpeaba su cúpula de radar.

Los sistemas expertos de programación recorrieron los interruptores macroatómicos. Las subrutinas, construidas a imitación del razonamiento humano y con cierta capacidad para alterarse a sí mismas, se reorganizaron de modos más eficientes. Travnicek era un genio programando pero era chapucero y su gramática de programación más elaborada y discursiva de lo necesario. El androide editó el lenguaje de Travnicek mientras volaba, sintiendo cómo se volvía más eficiente. Al hacerlo también contempló el programa que guardaba en su interior: se llamaba ETCÉTERA, ocupaba un enorme espacio y parecía ser un intento abstracto, desordenado e intrincado de describir el comportamiento humano.

Por lo visto, Travnicek pretendía que lo consultara cuando necesitara resolver problemas de motivación humana. ETCÉTERA era voluminoso, estaba mal resuelto y el propio lenguaje estaba lleno de virajes y aparentes contradicciones. Si se usaba del modo en que Travnicek pretendía, resultaría relativamente ineficiente. El autómata sabía que sería mucho más útil fragmentarlo en subrutinas y absorberlo dentro de la fracción del núcleo principal de programación destinada a tratar con los humanos. Así se reforzaría la eficiencia.

Decidió hacer el cambio. Analizó el programa, lo fraccionó y lo añadió al núcleo de programación. De haber sido humano, se habría quedado estupefacto, o quizá habría perdido el control. Al ser un androide, siguió el curso que había dispuesto mientras su mente resplandecía como una nova en miniatura bajo la acometida de una experiencia humana codificada. La percepción del mundo exterior, compleja para un humano, en su caso consistía en infrarrojos, luz visible, ultravioleta e imágenes de radar que parecían débiles en contraste con la vasta ola de la pasión humana. Amor, odio, lujuria, envidia, miedo, trascendencia…: todo hilvanado por un patrón eléctrico análogo en la mente de la máquina.

Mientras la mente del androide ardía, él siguió volando, incrementando la velocidad hasta que el viento se convirtió en un rugido. Los receptores de infrarrojos se encendieron. Las armas de los hombros giraron y dispararon ráfagas de prueba al cielo. El radar empezó a rastrear, rozando los tejados, las calles y el tráfico aéreo mientras la maquinaria mental comparaba las imágenes del radar con las que se habían generado antes, en busca de discrepancias.

Había algo en la imagen de radar del Empire State Building que, sin duda alguna, estaba mal. Había un enorme objeto escalando por un lado y parecía haber varios pequeños objetos, del tamaño de un humano, orbitando alrededor de la aguja dorada. El androide comparó este hecho con la información que tenía en sus archivos y alteró el rumbo.

Con cierta dificultad, suprimió la agitación que había en su interior. No era el momento oportuno.

Había un mono de más de diez metros escalando el edificio, el mismo que según sus archivos había estado en el Zoo de Central Park desde que lo descubrieran vagando sin rumbo durante el gran apagón de 1965. Unos grilletes rotos pendían de las muñecas del simio. Sujetaba a una mujer rubia en el puño y había gente volando a su alrededor. Cuando el androide llegó, la nube de ases que orbitaban se había hecho densa y giraban como pequeños electrones en torno a un núcleo peludo que gruñía. El aire resonó con el estruendo de los cohetes, las alas, los campos de fuerza, las hélices y las erupciones. Pistolas, varitas, rayos de proyección y armas menos identificables se blandían en dirección al primate. Nadie disparaba.

El mono, con la determinación de un cretino, seguía escalando el edificio y partiendo las ventanas con los pies a medida que ascendía. En el interior se oían gritos de alarma.

El androide igualó su velocidad con la de una mujer con garras, plumas y una envergadura de tres metros. Sus archivos sugirieron que se la conocía como Peregrine.

—Es la segunda vez que se fuga este año —dijo—. Siempre coge una rubia y siempre trepa por el Empire State Building. ¿Por qué las rubias? Me gustaría saberlo.

El autómata observó que la mujer alada tenía un brillante cabello castaño.

—¿Por qué nadie hace nada? —preguntó.

—Si le disparamos, podría aplastar a la chica —le explicó Peregrine—, o dejarla caer. Normalmente, la Gran y Poderosa Tortuga le fuerza a abrir los dedos, trae a la chica al suelo y luego intentamos noquear al mono. Se regenera, así que no podemos herirle de forma permanente. Pero la Tortuga no ha aparecido.

—Creo que ahora ya veo el problema.

—Eh, por cierto, ¿qué le pasa a tu cabeza? —El androide no respondió. En su lugar, encendió el campo de flujo de insustancialidad. Se oyó un sonido crepitante. Las energías internas se vertieron en un espacio n-dimensional. Desvió el rumbo y se abalanzó hacia el mono. Éste le gruñó, mostrándole los dientes. El androide voló hacia el centro de la mano que sostenía a la rubia y captó una impresionante imagen de pelo claro alborotado, lágrimas y suplicantes ojos azules.

—Mecagüen la puta —dijo la chica.

Modular Man hizo rotar su láser de microondas insustancial dentro de la mano del simio y disparó una carga a la máxima potencia por todo su brazo. El mono reaccionó como si algo le hubiera punzado y abrió la mano.

La rubia salió despedida. Los ojos del horrorizado primate se dilataron. El androide apagó el campo de flujo, esquivó a un pterodáctilo de más de tres metros, atrapó a la chica con sus manos, ahora sólidas, y se fue volando.

Los ojos del animal expresaron un temor aún mayor: en los últimos veinte años se había escapado nueve veces y, a estas alturas, ya sabía lo que le esperaba.

El androide oyó tras él una andanada de explosiones, crujidos, disparos, cohetes, rayos sibilantes, gritos, golpes y rugidos inútiles. Oyó un último gemido tembloroso y percibió la sombra oscura de un coloso tambaleante y de largos brazos abalanzándose por la fachada del rascacielos.

Hubo un chisporroteo y apareció una red de lo que parecía ser un frío fuego azul sobre la Quinta Avenida; el simio cayó en ella, rebotó una vez y después fue transportado, inconsciente y humeante, hacia su hogar, al Zoo de Central Park.

El autómata empezó a analizar las calles que había por debajo, en busca de videocámaras. Inició el descenso.

—¿Te importaría seguir en el aire un poco más? —preguntó la rubia—. Si vas a aterrizar delante de los medios, me gustaría arreglarme primero el maquillaje, ¿vale?

«Recuperación rápida», pensó el androide. Comenzó a orbitar por encima de las cámaras, en cuyas lentes distantes podía verse reflejado.

—Me llamo Cyndi —dijo la rubia—, soy actriz. Acabo de llegar de Minnesota, hace un par de días. Ésta podría ser mi gran oportunidad.

—La mía también —contestó el androide. Le sonrió, confiando en que su expresión fuera la adecuada. No parecía perturbada, así que probablemente lo era.

—Por cierto —añadió—, creo que el simio tiene un gusto excelente.

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—No está mal, no está mal —musitó Travnicek, viendo en el televisor una cinta del androide, quien se había dejado ver ascendiendo a los cielos con Cyndi entre los brazos tras una breve entrevista con la prensa.

Se giró hacia su creación.

—¿Por qué cojones te ponías las manos en la cabeza todo el rato?

—Por mi cúpula de radar. Me estoy acomplejando. Todos me preguntan sin parar qué le pasa a mi cabeza.

—Un sistema defensivo de ataque multifuncional acomplejado hasta el punto de sonrojarse —dijo Travnicek—. ¡Dios bendito! Es justo lo que el mundo necesita.

—¿Puedo hacerme un gorro? No quiero salir en las portadas de las revistas con este aspecto.

—Claro, adelante.

—El restaurante Aces High ofrece una cena gratis para dos para quien captura al simio cuando se escapa. ¿Puedo ir esta noche? Me parece que podría encontrar a un montón de gente útil. Y Cyndi, la mujer que rescaté, quería quedar conmigo allí. Peregrine también me pidió que saliera en su programa de televisión. ¿Puedo ir?

Travnicek estaba pletórico. Su androide había demostrado ser todo un éxito. Decidió que enviaría a su creación a cargarse el despacho de Bushmill en el MIT.

—Claro, así te verán. Eso está bien. Pero primero abre tu cúpula, quiero hacer unos pequeños ajustes.

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El cielo invernal estaba lleno de estrellas fugaces. Millones de personas observaron cómo unas ardientes estelas amarillas, azules y verdes irrumpían por donde la atmósfera estaba despejada; incluso de día, los dedos humeantes dejaron su rastro en el cielo cuando la tormenta alienígena descendió a la Tierra.

El trayecto había durado treinta años, desde que la Madre del Enjambre partió del último planeta que había contestado, lanzados al azar en el cielo como una semilla en busca de suelo fértil.

La Madre del Enjambre, de treinta kilómetros de largo y veinte de ancho, parecía un asteroide rugoso pero estaba compuesta en su totalidad de material orgánico: su grueso cascarón de resina protegía el vulnerable interior; redes de nervios y fibras y vastas bolsas húmedas de biomasa y material genético se usaban para construir a los siervos. Dentro, el Enjambre permanecía en letargo, apenas vivo, apenas consciente de la existencia de ninguna otra cosa excepto de sí mismo. Fue sólo cuando se acercó al Sol que empezó a despertar.

Un año después de que la Madre del Enjambre atravesara la órbita de Neptuno, detectó emisiones caóticas de radio desde la Tierra en las que percibió patrones que reconoció gracias a los recuerdos implantados en su ADN ancestral. Allí existía vida inteligente.

La Madre del Enjambre, en la medida en que podía preferir algo, encontraba que las conquistas sin sangre eran las más convenientes. Un objetivo sin vida inteligente caería ante las repetidas invasiones de Enjambres depredadores superiores y entonces el material genético y la biomasa capturados podrían usarse en la construcción de una nueva generación de progenitores del Enjambre. Pero las especies inteligentes eran conocidas por proteger su planeta contra los ataques. Había que afrontar esta contingencia.

El modo más eficiente de conquistar a un enemigo era a través de la microvida: la dispersión de un virus diseñado para destruir todo aquello que respirara. Pero la Madre del Enjambre no podía controlar a un virus del mismo modo en que comandaba especies más grandes y los virus tenían el molesto hábito de mutar en cosas que resultaban venenosas para sus huéspedes. Ella misma, llena de biomasa y ADN mutagénico, era muy vulnerable a los ataques biológicos como para correr el riesgo de crear una progenie que pudiera devorar a su madre. Otro enfoque se imponía.

Lentamente, durante los siguientes once años, la Madre del Enjambre empezó a reestructurarse. Los pequeños retoños sirvientes del Enjambre modelaron material genético bajo condiciones estrictamente controladas y lo insertaron a través del implante de un virus inactivo en una biomasa dispuesta para ello. Primero, se construyó una inteligencia de supervisión, que recibía y grababa las incomprensibles emisiones de la Tierra. Después, poco a poco, tomó forma una inteligencia con capacidad de razonamiento, capaz de analizar los datos y actuar en consecuencia. Una inteligencia maestra enorme en sus capacidades pero que de momento sólo entendía una fracción de la radiación pautada que estaba recibiendo.

«Es hora de actuar», razonó la Madre del Enjambre. Igual que un niño que remueve un hormiguero con un palo, decidió remover la Tierra. Los siervos del Enjambre se multiplicaron dentro de ella, moviendo material genético y reconstruyendo los depredadores más formidables que el Enjambre retenía en su memoria. Se cultivaron inyectores de combustible sólido como raras orquídeas en cámaras especiales construidas para tal fin. Los siervos ciegos de las entrañas de la Madre del Enjambre fabricaron vainas capaces de soportar un vuelo espacial a base de resistentes resinas. Un tercio de la biomasa disponible se dedicó a esto: a la primera generación de la progenie del Enjambre.

La primera generación no era inteligente pero podía responder en general a las órdenes telepáticas de la Madre. Eran idiotas formidables, programados simplemente para matar y destruir con tácticas implantadas en su memoria genética. Se colocaron en las vainas, los inyectores de combustible sólido llamearon y fueron lanzados a la Tierra, como una parpadeante invasión de luciérnagas.

Cada retoño era parte de una rama, la cual tenía entre dos y diez mil retoños. Cuatrocientas ramas fueron dirigidas a distintos lugares de la masa terrestre.

La resina antidesgaste de las vainas ardió en la atmósfera de la Tierra, iluminando el cielo. De cada una se desplegaron unos hilos que ralentizaron el descenso para estabilizar las naves, que no dejaban de girar. Después, ya en la superficie de la Tierra, las vainas eclosionaron y dispersaron su cargamento.

Los retoños, tras un largo letargo, despertaron hambrientos.

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Al otro lado de la barra con forma de herradura había un hombre vestido con una especie de intrincada armadura, con el pie apoyado en el reposapiés de latón, y se dirigía a una esbelta rubia enmascarada que, en extraños momentos de despiste, se iba volviendo transparente de forma intermitente.

—Perdona —dijo él—, pero ¿no nos vimos cuando el mono se escapó?

—Tu mesa ya está casi a punto, Modular Man —dijo Hiram Worchester—. Lo siento pero no había caído en que Fortunato invitaría a todos sus amigos.

—Tranqui, Hiram —dijo el androide—. Es perfecto, gracias.

Estaba experimentando con el uso de coloquialismos. No sabía muy bien cuándo eran adecuados y estaba decidido a descubrirlo.

—Hay un par de fotógrafos esperando.

—Deja que hagan algunas fotografías cuando nos sentemos y después échalos, ¿vale?

—Desde luego. —El propietario del Aces High sonrió al androide—. Dicen que la táctica que has usado esta tarde ha sido excelente —añadió—. Yo estoy planeando hacer que la criatura sea ingrávida si llega hasta aquí arriba. De todos modos, nunca lo hace. El récord son setenta y dos plantas.

—La próxima vez, Hiram. Estoy seguro de que funcionará.

El restaurador le ofreció una sonrisa complacida y se marchó apresuradamente. El androide levantó la mano para pedir otra copa.

Cyndi llevaba algo azul que dejaba a la vista la mayor parte de su esternón e incluso más de su espalda. Alzó los ojos hacia Modular Man y sonrió.

—Me gusta el gorro.

—Gracias. Me lo he hecho yo mismo.

Miró su vaso de whisky vacío.

—¿Esto de veras…, ya sabes…, te entona?

El androide contempló el whisky puro de malta.

—No. La verdad es que no. Sólo lo deposito en un tanque contenedor con la comida y dejo que los generadores de flujo lo descompongan y lo conviertan en energía. Pero de algún modo…

Su nueva copa de whisky llegó y la aceptó con una sonrisa.

—… de algún modo me siento bien estando aquí, con el pie en el reposapiés y bebiendo.

—Ya. Sé a lo que te refieres.

—Y puedo saborearlo, por supuesto. No sé qué se supone qué sabe bien o mal, no obstante; así que lo pruebo todo. Lo estoy investigando. —Se acercó el whisky a la nariz, olfateó y después lo probó. Los receptores del gusto crepitaron. Sintió lo que parecía ser una pequeña explosión en la cavidad nasal.

El hombre con armadura trató de rodear con el brazo a la mujer enmascarada. Su brazo la atravesó y ella alzó unos ojos sonrientes.

—Me lo esperaba —dijo—. Soy un cuerpo insustancial, tonto.

Hiram llegó y les indicó su mesa. Los flashes empezaron a dispararse mientras el propietario del restaurante abría una botella de champán. Al mirar el cielo por el cristal de la ventana, el androide vio una estrella fugaz a través de una brecha entre las nubes.

—Podría acostumbrarme a esto —dijo Cyndi.

—Espera —dijo el androide. Estaba oyendo algo en su receptor de radio. El Empire State era lo bastante alto como para captar transmisiones desde muy lejos. Cyndi le miró con curiosidad:

—¿Qué ocurre?

La transmisión acabó.

—Tendrás que disculparme. ¿Puedo llamarte en otra ocasión? —dijo el autómata—. Hay una emergencia en Nueva Jersey. Parece que la Tierra está siendo invadida por extraterrestres.

—Bueno, si tienes que ir, ve.

—Te llamaré, lo prometo.

La silueta del androide se hizo borrosa, el ozono crepitó y se elevó por el techo.

Hiram se quedó mirando, con la botella de champán en la mano, y se volvió hacia Cyndi.

—¿Lo decía en serio?

—Es un buen tipo, para ser una máquina —dijo Cyndi apoyando la barbilla en la mano—. Pero es obvio que le falta un tornillo. —Levantó su copa—. ¡Fiesta, Hiram!

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No muy lejos, un hombre yacía destrozado por una pesadilla. En el sueño aparecían monstruos que babeaban y le miraban. Las imágenes pasaban ante sus ojos: una mujer muerta, un pentagrama invertido, un esbelto hombre desnudo con cabeza de chacal. Incipientes alaridos se le agolparon en la garganta. Se despertó gritando, empapado de sudor.

Alcanzó a ciegas la lámpara de la mesita, la encendió y buscó a tientas las gafas. Tenía la nariz sudada y las gruesas y pesadas lentes le resbalaron. El hombre no se inmutó.

Pensó en el teléfono y entonces cayó en que tendría que maniobrar en la silla de ruedas para llegar hasta él. Había modos más fáciles de comunicarse: salió a la ciudad con su mente. Percibió una mente soñolienta respondiendo a la suya.

Levanta, Hubbard, le dijo al otro con el pensamiento, recolocándose las gafas en la nariz. Ha llegado TIAMAT.

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Una columna de oscuridad se alzaba por encima de Princeton. El androide la vio en su radar y al principio pensó que era humo, pero se dio cuenta de que la nube no se movía con el viento, sino que estaba compuesta de miles de criaturas vivientes que volaban sobre el paisaje como una bandada de aves carroñeras.

La columna estaba viva.

Hubo un toque de incertidumbre en el corazón macroatómico del androide. Su programación no le había preparado para esto.

Las emisiones de emergencias crepitaron en su mente, haciendo preguntas, pidiendo ayuda, gritando con desesperación. Modular Man frenó: sus percepciones buscaban en la oscura tierra que había por debajo. Unas enormes marcas infrarrojas —más retoños del Enjambre— se arrastraban por las calles flanqueadas por árboles. Las marcas estaban dispersas pero su movimiento estaba lleno de determinación; se dirigían a la ciudad. Parecía como si Princeton fuera su punto de reunión. El androide se dejó caer y captó ruidos de destrozos, gritos y disparos. Las armas de sus hombros iban apuntando mientras caía en picado e incrementaba la velocidad.

El retoño del Enjambre no tenía piernas; se movía como una babosa, con impulsos ondulantes de su resbaladizo cuerpo de treinta metros. Tenía la cabeza acorazada, mandíbulas que goteaban por los lados y un par de enormes brazos sin huesos acabados en garras. La criatura estaba embistiendo con la cabeza una casa colonial de dos plantas en los suburbios, abriendo agujeros y metiendo los brazos por las ventanas en busca de las criaturas vivientes que habitaban en su interior. Alguien disparaba desde el segundo piso. Las luces de Navidad parpadeaban desde los bordes del tejado, tras arbustos ornamentales.

Modular Man sobrevoló la zona y disparó una descarga de láser muy precisa. La microonda pulsada era invisible y silenciosa. La criatura convulsionó, rodó hacia un lado y empezó a agitarse. La casa tembló con los golpes mecánicos. El androide volvió a disparar y el retoño se estremeció y yació inmóvil. Modular Man deslizó primero los pies por la ventana de la que procedían los tiros, vio a un hombre gordo completamente desnudo con una escopeta de caza, a un adolescente con una pistola de competición y una mujer agarrando a dos niñas. La mujer gritaba y las dos niñas estaban demasiado aturdidas como para temblar siquiera.

—¡Cielo santo! —exclamó el hombre gordo.

—Lo he matado —anunció el androide—. ¿Pueden llegar hasta el coche?

—Creo que sí —dijo el hombre gordo. Cargó el rifle. Su esposa seguía gritando.

—Diríjanse hacia el este, hacia Nueva York —dijo Modular Man—. Parece que son más densos en esta zona. Quizá puedan llevar también a algunos vecinos.

—¿Qué está pasando? —preguntó el hombre, tirando del pasador hacia atrás y luego hacia adelante con vigor—. ¿Otro brote del wild card?

—Monstruos del espacio exterior, parece. —Se oyó un estrépito en el exterior de la casa.

El autómata dio media vuelta y vio lo que parecía ser una serpiente de casi cinco metros, avanzando de lado a lado como una víbora mientras derribaba arbustos, árboles y postes de la luz. La parte inferior del cuerpo del reptil era un hervidero de cilios de tres metros. Modular Man salió a toda prisa por la ventana y disparó otra ráfaga de microondas a la cabeza de aquella cosa. Sin efecto. Otra descarga; sin éxito. Tras él, la escopeta de caza atronó. Seguían oyéndose gritos de la casa. Modular Man concluyó que el cerebro de la serpiente no estaba en la cabeza. Empezó a dispararle descargas precisas a lo largo de todo el cuerpo.

La madera gimió cuando la serpiente golpeó la casa. El edificio se tambaleó desde los cimientos, una pared se vino abajo y la planta superior zozobró peligrosamente. El androide disparó una y otra vez. Podía sentir cómo su energía se iba agotando. El rifle de caza disparó una vez más. La serpiente alzó la cabeza y la metió por la ventana desde la que estaba disparando el hombre gordo. El cuerpo del reptil vibró varias veces, la cola se retorció. El autómata disparó. Los gritos cesaron. La serpiente retiró la cabeza y empezó a replegarse hacia la siguiente casa. El androide casi se había quedado sin energía; apenas conservaba la suficiente para mantenerse en el aire.

Modular Man decidió que aquella táctica no funcionaba. Los intentos por ayudar de forma individual resultarían en un esfuerzo disperso y, en gran medida, inútil. Tendría que estudiar al enemigo, descubrir su número y su estrategia y después encontrar una resistencia organizada en alguna parte y ayudar.

Empezó a volar hacia Princeton, con sus sensores a pleno rendimiento y tratando de componer la imagen de lo que estaba ocurriendo.

Las sirenas empezaban a aullar por debajo. La gente salía a trompicones de las casas destrozadas. Los vehículos de emergencia corrían bajo luces intermitentes. Unos pocos automóviles circulaban zigzagueando como locos por calles llenas de escombros. Aquí y allá se declaraban incendios pero la humedad y una llovizna ocasional los mantenían a raya. Modular Man vio una docena más de serpientes, un centenar de depredadores más pequeños que se movían como panteras con media docena de patas y decenas de extrañas criaturas que parecían arañas con un cuerpo de metro veinte de ancho balanceándose por encima de los árboles sobre patas como zancos. Un bípedo carnívoro de seis metros esgrimía unos dientes como los de un tiranosaurio. Otras cosas, difíciles de distinguir con la visión infrarroja, se movían como alfombras pegadas al suelo. Algo que no había visto le disparó una nube de agujas de noventa centímetros pero logró percibirlas a tiempo con el radar y las esquivó. La nube encima de Princeton aún orbitaba. El androide decidió investigar.

Había miles de oscuras criaturas voladoras sin plumas aleteando como alfombras voladoras. En medio del concertado rumor de las alas, emitían graves gemidos plañideros, que retumbaban como las cuerdas de un bajo. Se zambullían y bajaban en picado y el androide entendió su táctica cuando vio a un vehículo salir precipitadamente de un garaje de Princeton y derrapar por la calle. Un conjunto de criaturas voladoras se abalanzó en grupo, aporreando el coche con todo el cuerpo y envolviendo el objetivo entre sus curtidas siluetas para así aplastarlo bajo su peso. El androide, con energías parcialmente recuperadas, disparó a aquella especie de aves, y abatió a unas pocas, pero el coche viró con brusquedad por encima de un bordillo y se estrelló en un edificio. Más criaturas voladoras descendieron cuando las primeras empezaban a escurrirse por las ventanas rotas. Un ácido corrosivo manchaba los acabados del coche. El autómata se elevó y empezó a disparar a la masa que estaba en el aire, tratando de atraer su atención.

Una nube se lanzó a por él, centenares a un mismo tiempo, y Modular Man aumentó la velocidad, rumbo hacia al sur, tratando de alejarles, mientras disparaba breves ráfagas tras de él y algunas aves muertas iban cayendo como hojas. Más y más seres voladores se vieron inmersos en la persecución. En apariencia, no eran muy inteligentes. Esquivando y haciendo fintas y manteniéndose justo por delante de la nube aleteante, el androide pronto tuvo a miles de aves alienígenas siguiéndole. Subió por encima de una elevación y vio al Enjambre antes. Por un momento sus sensores se sobrecargaron a causa del impresionante estímulo.

Un ejército de criaturas avanzaba en una oleada curva, una afilada media luna que apuntaba al norte, hacia Princeton. El aire estaba lleno de sonidos de trituración y demolición conforme el Enjambre se abría paso arrasando casas, árboles, edificios de oficinas y cualquier cosa que se cruzara en su camino. El androide se elevó, haciendo cálculos; los seres voladores gemían y aleteaban a su espalda. El huésped se movía con rapidez a pesar del trabajo concienzudo que estaba llevando a cabo; el androide estimó que a veinte o a veinticinco kilómetros por hora.

Modular Man tenía una idea bastante buena del tamaño corriente de una criatura del Enjambre. Dividiendo la vasta emisión infrarroja en sus componentes, concluyó que se encontraba ante un mínimo de cuarenta mil especímenes. El número iba en aumento; había al menos otros veinte mil seres voladores. Las cifras eran una locura.

El androide, a diferencia de un humano, no podía dudar de sus cálculos. Había que informar a alguien acerca de a qué se estaba enfrentando el mundo. Las armas engastadas en sus hombros se retrajeron para permitir una mejor aerodinámica y trazó un círculo de vuelta hacia el norte, acelerando.

Los seres voladores giraron pero no fueron capaces de seguirle el ritmo y se fueron quedando atrás en el vuelo hacia Princeton.

Modular Man llegó a Princeton en cuestión de segundos: un millar o más del Enjambre había penetrado en la ciudad, y detectó constantes derrumbes de edificios que eran atacados, el chasquido disperso de armas de fuegos y, desde un punto concreto, el estallido, el estrépito y el fragor de armas más pesadas. El androide corrió hacia el sonido.

La armería de la Guardia Nacional se encontraba bajo asedio. Enfrente, una de las criaturas serpentinas, destrozada por las sucesivas explosiones, se estaba retorciendo en la calle, revolcándose entre nubes de gas lacrimógeno. Depredadores muertos y cuerpos humanos salpicaban el paisaje alrededor del edificio. Un tanque M60 estaba patas arriba en la explanada de cemento de delante; otro bloqueaba la puerta abierta de una salida de vehículos, inundando los alrededores de luz infrarroja. En él, detrás de la torreta, había tres guardias con el equipo de combate, que incluía una máscara antigás. El androide disparó ocho tiros precisos, mató a la primera oleada de atacantes y sobrevoló el tanque, alumbrando al lado de los guardias. Le miraron circunspectos a través de las máscaras. Detrás había una docena de civiles con escopetas y rifles de caza y, detrás de éstos, unos cincuenta refugiados. En algún lugar del edificio atronaban motores a pleno rendimiento.

—¿Quién está al mando?

Un hombre con las barras plateadas de teniente levantó la mano.

—Teniente Goldfarb —dijo—, era el oficial de guardia. ¿Qué demonios está pasando?

—Tiene que sacar a toda esta gente de aquí. Nos han invadido alienígenas del espacio exterior.

—No tenían pinta de chinos. —Su voz quedaba amortiguada por la careta antigás.

—Vienen hacia aquí desde Grovers Mills.

Uno de los otros guardias empezó a resollar. Apenas se podía distinguir que se trataba de una risotada.

—Justo como en La Guerra de los Mundos. Genial.

—Cierra la puta boca. —Goldfarb se envaró, iracundo—. Aquí sólo tengo una veintena de efectivos, ¿crees que podemos contenerles en el Canal Raritan?

—Son al menos cuarenta mil.

Goldfarb se desplomó sobre la torreta.

—Nos dirigiremos al norte, pues. Intentaremos llegar a Somerville.

—Le sugiero que se mueva con rapidez. Los voladores están regresando. ¿Les han visto?

Goldfarb señaló los cuerpos despatarrados de unas pocas criaturas aladas.

—Ahí los tienes. Los gases lacrimógenos parecen mantenerlos a raya.

—Viene algo más, jefe.

Uno de los soldados había levantado un lanzagranadas. Sin siquiera mirar, Modular Man disparó por encima del hombro y derribó a una araña.

—No he dicho nada —dijo el soldado.

—Mire —dijo Goldfarb—, la mansión del gobernador está en la ciudad, en Morven; es nuestro comandante en jefe, deberíamos intentar sacarle de aquí.

—Podría intentarlo —dijo el androide— pero no sé dónde está la mansión.

Se deshizo de una babosa acorazada por encima del hombro. Miró a Goldfarb.

—Puedo llevarle conmigo, en brazos.

—De acuerdo. —Goldfarb se colgó su M16 y dio órdenes a los otros guardias nacionales para que metieran a los civiles en vehículos blindados y luego formaran un convoy.

—Id sin luces —dijo el androide—. Les resultará más difícil detectaros.

—Tenemos equipo de infrarrojos. De serie.

—Mola. —Los coloquialismos se le estaban dando bien, pensó.

Goldfarb terminó de dar órdenes. Llegaron más tropas de la Guardia Nacional desde otros puntos del edificio, con armas y munición. Los blindados estaban a toda máquina. El androide rodeó a Goldfarb con los brazos y despegó hacia el cielo.

—¡Despegue! —chilló Goldfarb. Modular Man dedujo que era una expresión de aviación y no una orden.

Un enorme rumor en el cielo indicaba que los seres voladores estaban volviendo. El autómata descendió zigzagueando entre casas en ruinas y tocones de árboles arrancados.

—¡Joooder! —dijo Goldfarb. Morven era una ruina. La mansión del gobernador se había desplomado sobre sus cimientos y no se veía ningún superviviente.

El androide devolvió al guardia a su puesto de mando, derribando en el camino a un grupo de veinte atacantes que se preparaban para asaltar los cuarteles generales de la Guardia. Dentro, el garaje estaba lleno de gas de combustión: seis transportes blindados y dos tanques estaban a punto. Dejó a Goldfarb cerca de un transporte. El aire rugía con el sonido de las criaturas voladoras.

—Voy a tratar de alejar a los voladores —dijo el autómata—. Esperad a que el cielo se despeje antes de poneros en marcha.

Corrió de nuevo hacia el cielo, disparando breves descargas de láser, gritando en el cielo cada vez más oscuro. De nuevo, los voladores rugieron tras él. Los volvió a conducir a Grovers Mills, viendo la enorme media luna del Enjambre terrestre avanzando a un ritmo constante y atroz. Volvió sobre sus pasos, dejó a las criaturas bastante atrás y aceleró hacia Princeton. Por debajo, unas pocas aves alienígenas alzaron el vuelo persiguiéndole. Al parecer habían estado devorando el cadáver de un hombre que llevaba una intrincada armadura; la misma coraza que Modular Man había visto en el Aces High, ahora manchada y ennegrecida por el ácido digestivo.

En Princeton vio cómo el convoy de Goldfarb iba avanzando por la autopista 206 entre un resplandor de luz infrarroja y fuego de ametralladora. Los refugiados, atraídos por el sonido de los tanques y los blindados, se encaramaban a los vehículos. El androide disparaba una y otra vez, haciendo caer a las criaturas del Enjambre que saltaban para atacar; sus energías estaban cada vez más bajas. Siguió al grupo de militares hasta que le pareció que estaban fuera del área de peligro, cuando tuvieron que aminorar la marcha a causa de un monumental atasco de tráfico formado por los refugiados que corrían hacia el norte.

El androide decidió dirigirse a Fort Dix.

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El teniente detective John F X. Black, de la comisaría de Jokertown, no le quitó las esposas a Tachyon hasta que estuvieron justo ante el despacho del alcalde en el ayuntamiento. Los otros detectives tenían las pistolas a punto.

«Miedo», pensó Tachyon. «Esta gente está aterrorizada. ¿Por qué?» Se frotó las muñecas.

—Mi abrigo y mi sombrero, por favor. —Pese a la fórmula de cortesía, aquello no dejaba de ser una orden.

—Si insiste —dijo Black, tendiéndole el sombrero de ala ancha con pluma y el frac de terciopelo color lavanda, que hacía juego con sus ojos. La cara angulosa de Black se abrió con una sonrisa cínica—. Sería difícil encontrar incluso a un detective novato con tu… llamémosle gusto —dijo.

—Me atrevería a decir que no —respondió Tach con frialdad. Se sacó el pelo por encima del cuello del abrigo, ahuecándoselo.

—Por aquí —dijo Black. Tach se ladeó el sombrero sobre un ojo y entró.

Era una enorme habitación con paneles y una mesa larga y había mucho alboroto. Policías, bomberos y hombres con uniformes militares; el alcalde gritaba por un radioteléfono y, a juzgar por su expresión enloquecida, no le iban muy bien las cosas. La mirada de Tach vagó hasta el extremo de la sala, cuando entornó los ojos. El senador Hartmann estaba allí, conversando discretamente con unos cuantos ases: Peregrine, Pulso, Aullador y todos los de SCARE. Tach siempre se había sentido incómodo con Hartmann: fuera un liberal de Nueva York o no, era el presidente del Comité del Senado en Empresas y Recursos Ases, SCARE, que había hecho honor a su nombre[1] bajo el mando de Joseph McCarthy. Ahora las leyes eran distintas pero Tach no quería tener nada que ver con una organización que reclutaba a los ases para servir a los propósitos de quienes estaban en el poder.

El alcalde tendió el radioteléfono a un asistente y, antes de que pudiera salir corriendo hacia cualquier otro lado, Tach se dirigió hacia él, le tiró las esposas y le clavó una mirada gélida.

—Me han traído tus tropas de asalto —dijo—. Echaron abajo mi puerta. Confío en que la ciudad me la repondrá, así como cualquier otra cosa que roben mientras no hay puerta.

—Tenemos un problema —dijo el alcalde, y entonces un asistente entró apresurado, con las manos llenas de mapas de estaciones de servicio de Nueva Jersey. El alcalde le dijo que los extendiera en la mesa. Tachyon seguía hablando sin parar.

—Si me hubieras telefoneado, habría venido. Tus matones ni siquiera llamaron al timbre. En este país aún existen garantías constitucionales, incluso en Jokertown.

—Sí llamamos —dijo Black—, y bien fuerte. —Se giró hacia uno de sus detectives, un joker de piel marrón y escamosa—. Tú oíste cómo llamaba, ¿no, Kant?

Kant sonrió: un lagarto con dientes. Tachyon se estremeció.

—Claro que sí, teniente.

—¿Y tú qué dices, Matthias?

—También oí cómo llamaba.

Tach apretó los dientes.

—No… lia… ma… ron.

Black se encogió de hombros.

—Es probable que el doctor no nos oyera. Estaba ocupado. —Echó una mirada maliciosa—. Tenía compañía, ya me entiende. Una enfermera bien apetitosa. —Alzó un documento oficial—. De todos modos, nuestra orden era legal, firmada por el juez Steiner aquí mismo, hace apenas media hora.

El alcalde se volvió hacia Tachyon.

—Sólo queríamos asegurarnos de que no tenías nada que ver con esto.

Tach se quitó el sombrero y lo agitó lánguidamente ante su cara mientras observaba la sala llena de gente apresurada, incluyendo —¡Dios santo!— un tiranosaurio de un metro de altura que se acababa de convertir en un chico preadolescente desnudo.

—¿De qué hablas, amigo mío? —preguntó por fin. El alcalde observó a Tachyon con unos ojos como témpanos de hielo.

—Tenemos informes de lo que podría ser un brote wild card en Jersey.

El corazón le dio un vuelco. «Otra vez no», pensó, recordando aquellas horribles primeras semanas, las muertes, las mutilaciones que le helaban a uno la sangre, la locura, el olor… No, era imposible. Tragó saliva.

—¿Qué puedo hacer para ayudar? —dijo.

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—Cuarenta mil en un único grupo —murmuró el general, asimilando mentalmente la imagen—. Lo más probable es que a estas alturas ya estén en Princeton. Veinte mil en el aire; quizá otros veinte mil esparcidos por tierra, desplazándose para reunirse en Princeton. —Alzó la vista hacia el androide—. ¿Alguna idea de dónde van a ir después de Princeton? ¿Philadelphia o Nueva York? ¿Norte o sur?

—No lo sé.

El teniente general se mordió los nudillos. Era un hombre delgado con gafas y se llamaba Carter. No parecía que la idea de unos alienígenas carnívoros tomando tierra en Nueva Jersey lo alterara en absoluto. Comandaba el Primer Ejército de los Estados Unidos desde los cuarteles generales de Fort Meade, Maryland. Un general sudoroso de Fort Dix, que había resultado ser un centro de formación, había enviado a Modular Man a aquel lugar.

El caos rodeaba el aura tranquila de Carter. Los teléfonos sonaban, los ayudantes se afanaban de aquí para allá y, fuera, en el pasillo, había hombres gritando.

—Hasta ahora sólo tengo la 82 y la Guardia Nacional —dijo Carter—. No bastan para defender a la vez Nueva York y Philadelphia ante esas cifras. Si tuviera los regimientos de marines de Lejeune nos las arreglaríamos mejor, pero el comandante de los Marines no querrá eximirles de la Fuerza de Despliegue Rápido, que está bajo el control de un marine. Quiere que la FDR tome el mando aquí, sobre todo porque la 82 también está bajo sus protocolos. —Bebió un sorbo de zumo de arándanos y luego suspiró—. El proceso de poner un ejército en pie de guerra en tiempos de paz es así. Llegará nuestra hora, y con ella nuestro turno.

El androide dedujo que el Enjambre había aterrizado en cuatro puntos de Norteamérica: Nueva Jersey; Kentucky, al sur de Louisville; un área centrada alrededor de McAllen, Texas, pero en ambos lados de la frontera entre Estados Unidos y México; y una zona extremadamente difusa que parecía estar dispersa por la mayor parte del norte de Manitoba. El desembarco en Kentucky estaba dentro de las competencias del Primer Ejército y Carter había ordenado a los soldados de Fort Knox y Fort Campbell que entraran en acción. Por suerte, no habían tenido que pedir antes permiso a los marines.

—¿Norte o Sur? —se preguntaba Carter—. Maldita sea, me gustaría saber adónde se dirigen. —Se frotó las sienes—. Hora de agitar los dados —decidió—. Los viste moverse al norte. Enviaré las fuerzas aerotransportadas a Newark y ordenaré a la Guardia que se concentre allí.

Otro asistente apresurado apareció y le pasó una nota.

—Bien —dijo el general—. El gobernador de Nueva York ha pedido a todos los ases de la zona de Nueva York que se reúnan en el ayuntamiento. Hablan de usar a tu gente como fuerzas de choque. —Miró al androide a través de las lentes—. Tú eres un as, ¿no?

—Soy una máquina inteligente de sexta generación programada para defender a los ciudadanos.

—¿Eres una máquina, pues? —Carter se quedó mirando como si no lo hubiera entendido del todo hasta ese mismo momento—. ¿Te ha construido alguien?

—Ajá. —Sus coloquialismos iban mejorando, su discurso resultaba más humano, y eso le complacía.

La reacción de Carter fue rápida:

—¿Hay más como tú? ¿Podemos construir a más como tú? Nos enfrentamos a toda una situación, muy grave.

—Puedo transmitir su petición a mi creador. Pero no creo que haya muchas posibilidades de recibir ayuda inmediata.

—Hazlo. Y antes de que te vayas quiero que hables con un miembro de mi equipo. Háblale de ti, de tus capacidades; así sabremos mejor cómo utilizarte.

—Sí, señor. —El androide intentó sonar militar y pensó que le había salido bastante bien.

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—No —dijo Tachyon—, no es el wild card.

Se habían dado a conocer varios hechos, incluyendo fotografías. Ninguna plaga wild card —ni siquiera una versión avanzada— podría haber producido un resultado como éste. «Al menos no pueden culparme esta vez», pensó.

—Creo —continuó— que lo que acaba de atacar Jersey es una amenaza con la que mi propia raza se ha encontrado en varias ocasiones. Estas criaturas atacaron dos de nuestras colonias: una quedó destruida y la otra estuvo a punto. Más tarde nuestras expediciones las derrotaron pero sabemos que hay muchas más. El T’zan-d’ran… —Calló ante las miradas estupefactas—. Podría traducirse como el Enjambre, creo.

El senador Hartmann parecía escéptico.

—¿No es el wild card? ¿Me estás diciendo que Nueva Jersey está siendo atacada por abejas asesinas del espacio?

—No son insectos. Están en proceso de ser… ¿Cómo se llama? —Se encogió de hombros—. Son levaduras. Brotes de levadura gigantes, carnívoros y telepáticos controlados por una levadura madre en el espacio muy hambrienta. Yo de vosotros me movilizaría.

El alcalde parecía afligido.

—De acuerdo. Tenemos media docena de ases reunidos abajo. Quiero que les informes.

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El sonido del pánico se filtraba por la claraboya. Eran las cuatro de la mañana pero al parecer medio Manhattan estaba intentando salir corriendo de la ciudad. Era el peor atasco desde el Día Wild Card.

Travnicek sonreía mientras hojeaba las notas científicas que había garabateado sobre papel de envolver y en paquetes de cigarrillos usados durante los meses en que había estado bajo el hechizo de la creatividad.

—Así que el ejército quiere a más como tú, ¿eh? Je. ¿Cuánto ofrecen?

—El general Carter sólo me expresó su interés. No es el encargado de las compras, de eso estoy seguro.

La sonrisa de Travnicek se convirtió en una mueca cuando se acercó una nota a los ojos. Su caligrafía era horrible y las anotaciones eran completamente ilegibles. ¿Qué demonios ponía ahí?

Echó un vistazo a la buhardilla y a la tremenda cantidad de basura que la cubría. Había miles de notas; muchas de ellas estaban en el suelo, donde se habían deshecho en el conglomerado. Su aliento humeaba en el frío desván.

—Pídele que haga una oferta firme. Dile que quiero diez millones por unidad. Que sean veinte. Por los royalties por la programación. Y quiero las primeras diez unidades para mí, como guardia personal.

—Sí, señor. ¿Para cuándo le informo que está prevista la entrega?

Travnicek volvió a mirar los desperdicios.

—Podría tardar un poco. —Tendría que reconstruirlo todo desde cero—. Primero de todo, consigue un compromiso firmado respecto al dinero.

—Sí, señor.

—Antes de irte, limpia todo este desastre. Apila mis notas ahí. —Le indicó una parte razonablemente limpia de una de sus mesas.

—Señor, los alienígenas…

—Seguirán ahí —rió Travnicek entre dientes—. Serás mucho más valioso para los militares cuando esos bichos se hayan comido la mitad de Nueva Jersey.

La cara del androide era inexpresiva.

—Sí, señor. —Y empezó a ordenar el laboratorio.

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—Por el amor de Dios —dijo Carter. Por una vez el caos que le rodeaba había cesado. El silencio en el improvisado puesto de mando, en la zona de salidas del Aeropuerto Internacional de Newark, sólo quedaba roto por el zumbido de los reactores militares vomitando tropas y equipos. Los paracaidistas, con sus bombachos y su nuevo modelo de casco de Kevlar, estaban junto a los panzudos oficiales de la Guardia Nacional y los ases vestidos con monos; todos aguardaban a lo que Carter les iba a decir. El general alzó una serie de fotografías en infrarrojo a la débil luz que empezaba a filtrarse por las ventanas.

—Se mueven hacia el sur. Hacia Philadelphia. Vanguardia, flancos, cuerpo, retaguardia. —Carter observó a su personal—. Parece que han estado leyendo nuestros manuales de táctica, caballeros. —Tiró las fotografías sobre la mesa.

—Quiero que sus chicos se preparen y vayan al sur, directos al Jersey Turnpike. Requisen vehículos civiles si es necesario. Queremos rodearles por los flancos y entrar desde el este hacia Trenton. Si penetramos en su flanco quizá podamos cortar la retaguardia antes de que borren Princeton del mapa. —Se giró hacia un asistente—. Póngame con la Guardia de Pennsylvania. Quiero que vuelen los puentes del Delaware. Si no tienen ingenieros para volarlos, que los bloqueen; si hace falta, que usen tráileres atravesados.

Carter se giró hacia los ases que estaban en una esquina, cerca de una pila de sillas de plástico colocadas apresuradamente; Modular Man, Aullador, Mistral y Pulso; un pterodáctilo que en realidad era un chiquillo que tenía la habilidad de transformarse en reptiles y cuya madre vendría a recogerlo por segunda vez en pocas horas; Peregrine con un equipo de grabación; y la Tortuga orbitando por encima de la terminal con su enorme caparazón blindado. Tachyon no estaba allí: lo habían citado en Washington como asesor científico.

—Los marines de Lejeune se dirigen a Philadelphia —explicaba Carter. Su voz era suave—. Alguien tuvo un ataque de sensatez y los ha puesto bajo mis órdenes. Pero sólo un regimiento llegará a tiempo al Delaware para enfrentarse con la vanguardia alienígena; no tiene blindados ni armamento pesado y tendrá que llegar a los puentes en autobuses escolares o Dios sabe qué. Eso significa que los arrasarán. No puedo darles órdenes pero les agradeceríamos que fueran a Philadelphia y les ayudaran. Necesitamos tiempo hasta que el resto de los marines lleguen a su posición. Podrían salvar un enorme montón de vidas.

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Coleman Hubbard estaba de pie, ante un grupo de hombres y mujeres, con la máscara de halcón de Ra. Llevaba el pecho descubierto, luciendo un mandil masónico, y se sentía un tanto acomplejado: quedaba demasiado tejido cicatrizado a la vista, quemaduras que le cubrían el torso desde el incendio del viejo templo del centro de la ciudad. Se estremeció al recordar las llamas y alzó los ojos para borrar el recuerdo de su mente…

Por encima de él brillaba la figura de un ser astral, un hombre gigantesco con cabeza de carnero y un colosal falo erecto, sujetando en sus manos el anj y la vara torcida, símbolos de la vida y el poder: el dios Amón, creador del universo, brillando en medio de un aura de luz multicolor.

«Lord Amón», pensó Hubbard. El maestre de los masones egipcios y, en realidad, un viejo medio tullido en una habitación a varios kilómetros de distancia. Su forma astral podía adquirir cualquier forma que deseara pero en su cuerpo era conocido como el Astrónomo. El resplandor de Amón brillaba en los ojos de los devotos congregados. La voz del dios habló en la cabeza de Hubbard y éste alzó los brazos y transmitió las palabras del dios a la congregación.

—TIAMAT ha venido. Casi ha llegado nuestra hora. Debemos concentrar todos nuestros esfuerzos en el nuevo templo. El dispositivo shakti ha de montarse y calibrarse.

Por encima de la cabeza de carnero del dios apareció otra forma, una masa cambiante de protoplasma, con tentáculos, ojos y carne fría, muy fría.

—Contemplad a TIAMAT —dijo Amón. Los devotos murmuraron y la criatura creció, atenuando el resplandor del dios—. Mi hermana oscura está aquí —dijo Amón, y su voz reverberó en la mente de Hubbard—. Debemos preparar su bienvenida.

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Un Harrier de los marines succionó una criatura voladora por una toma y emitió un chillido al escupir la aleación fundida, y se deslizó de lado en la sentenciada Trenton. El sonido de las aves ahogaba el vagido de los reactores y la pulsación de los helicópteros. El napalm ardiente brillaba mientras iba a la deriva en el agua empantanada. Una señal de humo coloreado se retorcía en el aire.

El cuerpo del Enjambre se estaba abriendo paso por Trenton, arrasándolo todo, y la avanzadilla ya casi había cruzado el río. No habían logrado detenerles volando y bloqueando los puentes: los alienígenas se lanzaron al gélido río y lo atravesaron como una enorme ola oscura. Centenares de criaturas voladoras habían rodeado el helicóptero del comandante de los marines y lo habían derribado, y tras eso no quedó nadie al mando: sólo grupos de hombres desesperados resistiendo donde podían, intentando formar un dique contra la marea del Enjambre.

Los ases se habían separado, para hacer frente a las emergencias. Modular Man atacaba enardecidamente al enemigo, tratando de ayudar a los dispersos reductos de resistencia según iban cayendo, uno tras otro, bajo la acometida. Era una tarea inútil.

Desde algún lugar a la izquierda, podía oír los alaridos de Aullador, penetrando hasta el tuétano del Enjambre. El suyo era un talento más útil que el del androide; el láser microondas era un arma demasiado precisa para hacer frente a un asalto masivo pero, en cambio, los gritos ultrasónicos podían destruir pelotones enteros del enemigo en cuestión de segundos.

Un tanque de la Guardia Nacional dobló una esquina por detrás de donde Aullador flotaba en medio del conflicto y se dirigió a un edificio arrastrándose entre los escombros. Los voladores habían recubierto el blindaje del tanque y tapaban las rendijas de visión. El androide bajó hacia el carro de combate, agarró a las criaturas y las desgarró como si fueran papel. Los jugos ácidos le salpicaron la ropa y la carne artificial humeó. El tanque salió del edificio en marcha atrás, aplastando las baldosas del edificio.

Mientras Modular Man se elevaba, la Gran y Poderosa Tortuga apareció en su radar formando una vasta señal luminosa: estaba cogiendo retoños del Enjambre y lanzándolos por los aires para después dejarlos caer. Era como la cascada de una fuente. Los seres voladores golpeaban sin efecto el caparazón blindado; el ácido no era suficiente para atravesar el blindaje de la nave.

La atmósfera crepitó como si la desgarraran fotones energizados: era Pulso, su cuerpo se había convertido en luz. El láser humano hizo que el enemigo saliera rebotando; derribó a una docena de seres y luego desapareció. Cuando Pulso agotara su energía, volvería a su forma humana y pasaría a ser vulnerable. El androide esperaba que los voladores no le encontraran.

Mistral se alzó por encima de su cabeza, con los colores de un estandarte de combate. Tenía diecisiete años, estudiaba en la Columbia y vestía los mismos brillantes colores patrióticos que su padre, Ciclón. Se mantenía en alto gracias a la capa que llenaba con los vientos que generaba y atacaba a los voladores con tifones, lanzándolos por los aires y haciéndolos trizas. Nada conseguía acercarse a ella.

Peregrine volaba en círculos a su alrededor, inútilmente. Estaba demasiado débil para atacar al Enjambre con cualquiera de sus encarnaciones. Nada de todo esto bastaba. Las criaturas seguían moviéndose entre los huecos que quedaban entre los ases.

Un chillido llenó el aire cuando unas negras sombras dentadas, los Air Guard A10, bajaron del cielo haciendo repiquetear las armas y volviendo blanco el río Delaware. Las bombas caían de debajo de sus alas y se convertían en brillantes flores de napalm.

El autómata disparó hasta que los generadores se agotaron y pasó a luchar contra los voladores con sus propias manos. La desesperación le embargó primero, después la ira. Nada parecía surtir efecto.

El cuerpo principal del enemigo alcanzó el río y empezó a nadar. Apenas quedaban soldados para seguir combatiendo; la mayoría de los supervivientes huían o se escondían.

El sexto regimiento de marines ingresó cadáver y nada podía alterar ese hecho.

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Entre Trenton y Levittown, las bombas y el fuego habían ennegrecido el panorama ocre de diciembre. Los retoños del Enjambre se movían por el paisaje devastado como una marea de pesadillas. Había otros dos regimientos de marines más atrincherados en las afueras de Philadelphia, esta vez con artillería de refuerzo y un pequeño grupo de blindados ligeros.

Los ases esperaban en un Howard Johnson de la autopista de Pennsylvania Turnpike. El plan era intervenir en un contraataque.

Instalaron una batería de 155 en el aparcamiento que disparaba sin cesar. El sonido in crescendo ya había volado la mayor parte de las ventanas del restaurante. En el cielo, el sonido de los reactores era constante.

Pulso yacía en un algún lugar de uno de los hospitales de campaña; había apurado sus energías y se encontraba al borde del colapso. Mistral estaba acurrucada de lado en una cabina de alegre plástico color naranja. Sus hombros temblaban con cada estallido de las armas en el exterior. Lloraba a mares. El Enjambre no se le había acercado; sin embargo, había visto morir a mucha gente y se había mantenido entera durante la lucha y la larga pesadilla de la retirada y ahora empezaba a reaccionar. Peregrine estaba sentada junto a ella, hablándole en un tono suave que el androide no podía oír. Modular Man siguió a Aullador mientras el antiguo trabajador de la construcción buscaba algo para comer en el restaurante. Su pecho era enorme, pues las cuerdas vocales mutadas le ensanchaban el cuello de tal modo que el androide no habría podido abarcarlo con las dos manos. Aullador llevaba un uniforme de combate de los marines prestado: el ácido de los voladores había corroído su ropa de civil. Al final el androide se lo había tenido que llevar en brazos, sujetándolo entre unas manos consumidas hasta los huesos de aleación.

—Pavo en conserva —dijo Aullador—. Genial. Será como en Acción de Gracias. —Miró a Modular Man—. Tú eres una máquina, ¿no? ¿Puedes comer?

El androide metió dos dedos en un enchufe. Hubo un destello de luz y olor a ozono.

—Esto funciona mejor —dijo.

—¿Te van a poner pronto en producción? Imagino que el Pentágono está interesado.

—He entregado las condiciones de mi creador al general Carter. Aún no he recibido respuesta. Creo que la estructura de mando es un desbarajuste.

—Ya, dímelo a mí.

—Espera —dijo el androide. Por detrás del estallido de las armas y el rugido de los reactores, empezó a oír otro sonido. El crujido de pequeñas armas de fuego.

Un oficial de los marines entró corriendo en el restaurante, sujetándose el casco con las manos.

—Ha empezado —dijo.

El androide comenzó a ejecutar los controles de sistema.

Mistral miró al oficial con ojos llorosos. Parecía mucho más joven de diecisiete años.

—Estoy lista —dijo.

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El Enjambre fue detenido en las afueras de Philadelphia. Dos regimientos de marines resistían con los fuertes rodeados por muros de cadáveres alienígenas. La victoria había sido posible gracias al apoyo de la aviación de la Fuerza Aérea, la Marina y el buque de combate New Jersey, que había lanzado proyectiles de 18 pulgadas desde el océano Atlántico; además, la Guardia Nacional de Carter y sus paracaidistas habían atacado al Enjambre por el flanco trasero. Y por último, gracias a los ases, que combatieron duramente hasta bien entrada la noche, incluso después de que el ataque del Enjambre flaqueara y empezara a moverse hacia el oeste, hacia las lejanas Blue Mountains. En el aeropuerto de Philadelphia hubo trasiego durante toda la noche: los transportes trasladaban otra división de marines desde California.

A la mañana siguiente tuvo inicio el contraataque.

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Al caer la noche, al día siguiente. Una televisión en color parloteaba con seriedad desde un rincón de la sala de embarque. Carter se estaba preparando para desplazar su puesto de mando al oeste, a Allentown, y Modular Man llegó volando con noticias acerca de los últimos movimientos del Enjambre. Pero ahora mismo Carter estaba atareado hablando por radio con sus comandantes en Kentucky, así que el autómata escuchó las noticias que llegaban del resto del mundo.

La violencia en Kentucky embarraba la pantalla. Las imágenes, tomadas desde una distancia segura a través de teleobjetivos, temblaban y saltaban. En medio de todo aquello, un hombre alto con un uniforme sin insignias y un cuerpo resplandeciente como una estrella dorada usaba el tronco de un árbol de seis metros para machacar retoños del Enjambre. Más tarde le entrevistaron: no parecía tener más de veinte años pero en sus ojos se veían fantasmas milenarios. Dijo poca cosa, se excusó y se fue de vuelta a la lucha. Jack Braun, el Golden Boy de los cuarenta y el As Traidor de los cincuenta, de nuevo en acción mientras durara la emergencia.

Había más ases: Ciclón, el padre de Mistral, luchando contra el Enjambre en Texas con la ayuda de su propio equipo de grabación, todos armados con semiautomáticas. En la frontera mexicana, el Enjambre estaba en plena retirada, azuzado por un cuerpo de blindados de Fort Bliss y Hood, y la infantería de Fort Polk diezmó el número de seres voladores usando defoliantes de la era de Vietnam a discreción. Más lentos a la hora de movilizarse y con un ejército que no estaba preparado para la guerra moderna a gran escala, a los mexicanos no les hacía ninguna ilusión que estuvieran empujando al Enjambre hacia Chihuahua y protestaron, en vano.

Más imágenes, más habitantes de la zona, más cuerpos diseminados en un paisaje desolado. Escenas de las llanuras otoñales del norte de Alemania, donde el Enjambre había caído sin más gracias a una maniobra a gran escala ejecutada por el Ejército Británico del Rhin y ni siquiera había conseguido concentrarse. Más escenas preocupantes de Tracia, donde una ofensiva del Enjambre se estaba extendiendo por la frontera greco-turca-búlgara. Los gobiernos no estaban cooperando y su gente estaba sufriendo.

Imágenes de esperanza y plegaria: escenas de Jerusalén y Belén abarrotadas de peregrinos por Navidad que llenaban las iglesias con largas e incesantes letanías de oración.

Crudas noticias en blanco y negro de China: refugiados y largas columnas del Ejército Popular de Liberación marchando. Se estimaban cincuenta millones de muertos. Africa, Oriente Medio, Sudamérica: imágenes del avance del Enjambre en el tercer mundo, de una infinita ola de muerte. Ningún continente quedó intacto salvo Australia. Se prometió ayuda tan pronto como los superpoderes dejaran en orden sus propias casas.

Se especulaba acerca de lo que estaba sucediendo en el bloque del Este: aunque nadie hablaba de ello, parecía que el Enjambre había aterrizado al sur de Polonia, en Ucrania y en al menos dos puntos de Siberia. Las fuerzas del Pacto se habían movilizado y se estaban dirigiendo a la batalla. Los comentaristas predecían una hambruna generalizada en Rusia: la movilización a gran escala había requisado los camiones y las líneas ferroviarias que usaba la población civil para el transporte de alimentos.

Viejas imágenes aparecieron en la pantalla: Mistral volando inmune en el cielo; Carter dando una decaída y reluctante rueda de prensa; el alcalde de Philadelphia al borde de la histeria… El androide apartó la mirada, ya había visto suficiente. Entonces sintió que algo se movía en su interior, un viento fantasmal que rozaba su corazón cibernético. De repente, se sintió más débil. El aparato de televisión siseó y las imágenes desaparecieron. Un creciente parloteo llegó de los sistemas de comunicación: parte del equipo había dejado de funcionar. Modular Man se alarmó, algo andaba mal.

El viento fantasmal volvió a rozar su núcleo. El tiempo pareció detenerse. Más comunicaciones quedaron bloqueadas. El androide se acercó a Carter.

La mano del general tembló al dejar el auricular del teléfono en la consola. Era la primera vez que el autómata le veía asustado.

—Eso ha sido un pulso electromagnético —dijo Carter—. Alguien ha usado armamento nuclear y creo que no es cosa nuestra.

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Los periódicos aún voceaban los titulares de la invasión. A los niños del Medio Oeste se les exhortaba a que evitaran beber leche: había peligro de envenenamiento por las explosiones que los soviéticos habían utilizado para aplastar a los Enjambres siberianos. Las comunicaciones aún se veían perturbadas: las bombas habían liberado suficiente radiación a la ionosfera como para saturar muchos de los chips de los ordenadores americanos.

La gente en las calles tenía un aire subrepticio. Había un debate sobre si dejar o no Nueva York a oscuras, a pesar de que el Enjambre se había dado obviamente a la fuga tras seis días de combate intensivo.

Coleman Hubbard estaba demasiado ocupado para preocuparse de todo esto. Caminaba por la Sexta Avenida rechinando los dientes, sintiendo como si se le abriera la cabeza por el esfuerzo que le había costado su reciente aventura.

Había fracasado. Uno de los miembros más prometedores de su Orden, el joven Fabian, había sido arrestado por algún estúpido cargo de agresión (el chico no podía tener las manos apartadas de las mujeres, tanto si éstas querían como si no) y lo habían enviado a él a entrevistarse con el capitán de la policía que se encargaba del caso. No debería haberle costado mucho, quizá un poco de papeleo perdido o sugestionar al capitán de que las pruebas eran insuficientes… Pero la mente del hombre era resbaladiza y Hubbard no había sido capaz de hacerse con ella. Al final, el capitán McPherson le había echado entre gruñidos. Lo único que había conseguido había sido relacionarse con el caso de Fabian, y eso quizá haría que la investigación fuera más lejos.

Lord Amón no se tomaría bien el fracaso. Sus castigos podían llegar a ser muy salvajes. Hubbard ensayó una defensa en su mente. Una espigada mujer pelirroja, vestida con un traje de ejecutivo de Burberry auténtico, salió a la calle delante de Hubbard, casi atropellándole, y después avanzó enérgicamente calle arriba sin siquiera disculparse. Llevaba un maletín de cuero y unas deportivas. Un calzado más aceptable asomaba de una bolsa que llevaba colgada al hombro.

La ira aguijoneó a Hubbard; odiaba la mala educación.

Y entonces una sonrisa maliciosa empezó a extenderse por su rostro. Proyectó su mente, toqueteando sus pensamientos y su conciencia. Percibió un punto vulnerable, una abertura. La sonrisa se le quedó congelada en la cara mientras invocaba su poder y atacaba.

La mujer se tambaleó cuando se apoderó de su mente. El maletín cayó al suelo. Él lo recogió y la sujetó por el codo.

—Tenga —dijo—, parece que no se encuentra muy bien.

Le miró, parpadeando.

—¿Qué?

En su mente sólo había confusión. La tranquilizó con delicadeza.

—Mi piso no está muy lejos, está en la calle 57. Quizá debería acompañarme y descansar un poco.

—¿Piso? ¿Qué?

Con suavidad, tomó el control de su mente y la condujo por la calle. Raras veces encontraba a alguien tan manejable. Una gran burbuja de alegría brotó en su interior. Hubo un tiempo en que sólo usaba su poder para echar un polvo o quizá para ganarse un pequeño ascenso o dos en el trabajo. Más tarde encontró a lord Amón y descubrió para qué servía realmente su poder. Dejó su trabajo y ahora vivía por y para la Orden.

Se quedaría en su mente por unas pocas horas, pensó. Descubriría quién era y qué terribles secretos habitaban en ella; luego le haría pasar por todos ellos, uno tras otro, viviendo dentro de su mente, disfrutando de su sumisión y del odio hacia sí misma cuando la forzara a suplicar, bien alto, por todo lo que le haría. Acariciaría su mente, disfrutaría de su creciente locura al hacerle rogar por cada humillación, por cada miedo. Eran sólo algunas de las pocas cosas que había aprendido contemplando a lord Amón, las que le habían hecho sentirse vivo. Al menos durante unas pocas horas, podría sumergirse en el miedo de otro y olvidar el suyo.

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