por Roger Zelazny
La radio crepitó por la estática. Croyd Crenson alargó la mano, la apagó y la arrojó al otro lado de la habitación, a la papelera que estaba junto al tocador. Le pareció un buen presagio que entrara.
Se estiró, después retiró las sábanas y contempló su pálido cuerpo desnudo. Todo parecía estar en su sitio y tener proporciones normales. Quiso levitar y no ocurrió nada, así que sacó las piernas por el borde de la cama y se incorporó. Se pasó la mano por el cabello, complacido de comprobar que tenía pelo. Despertarse era siempre una aventura.
Intentó hacerse invisible, fundir la papelera con la mente y generar chispas con los dedos. Nada funcionó.
Se levantó y fue al baño. Mientras bebía un vaso de agua tras otro, se estudió en el espejo. Esta vez tocaron pelo y ojos claros y rasgos normales; resultaba bastante guapo, la verdad. Estimó que mediría poco más de metro ochenta. Además estaba bien musculado. Habría algo en el armario que le fuera bien. Ya había tenido más o menos la misma talla y complexión antes.
Más allá de la ventana se veía un día gris, con montículos de nieve de aspecto fangoso alineados en la acera de enfrente. El agua se escurría por las alcantarillas. Croyd se detuvo de camino al armario para retirar una pesada barra de hierro colocada sobre una caja que había bajo su escritorio. Casi sin inmutarse, la dobló por la mitad y después la torció. La fuerza se había mantenido una vez más, pensó mientras el churro de metal se unía a la radio en la papelera. Localizó una camisa y unos pantalones que se le ajustaban perfectamente y una chaqueta de tweed que le quedaba sólo un poco estrecha en los hombros. Entonces se concentró en la gran colección de zapatos y en seguida dio con un par cómodo.
Según su Rolex eran poco más de las ocho, y puesto que era invierno y había luz, de la mañana. Hora de desayunar y orientarse. Comprobó sus reservas de efectivo: un par de cientos de dólares. «La cosa va bajando —pensó— tendré que hacer una visita al banco. O tal vez robar uno». La última vez las acciones también estaban yendo de mal en peor. Más tarde…
Se proveyó de un pañuelo, un peine, las llaves y un pequeño bote de plástico con pastillas; no le gustaba llevar ningún tipo de identificación. No necesitaba abrigo, las temperaturas rara vez le molestaban.
Cerró la puerta tras él, sorteó la entrada y bajó por las escaleras. Al llegar a la calle giró a la izquierda haciendo frente a un viento cortante y empezó a bajar por Bowery. Dejó un dólar en la mano tendida de un joker de aspecto cadavérico, alto y con una nariz como un carámbano que estaba de pie e inmóvil como un tótem en el umbral de una tienda de máscaras cerrada, y le preguntó en qué mes estaban.
—Diciembre —dijo la figura sin mover los labios—. Feliz Navidad.
—Vale —dijo Croyd.
Hizo un par más de pruebas sencillas de camino a su primera parada: no pudo romper unas botellas de whisky vacías que había en la cuneta ni prender fuego a los montones de basura con la mente. Intentó emitir ultrasonidos pero sólo produjo chirridos. Dio un paseo hasta el quiosco de Hester Street donde el bajito y regordete Jube Benson estaba leyendo uno de sus periódicos. Benson llevaba una camisa hawaiana amarilla y naranja bajo un traje de verano azul claro; cerdas de pelo rojo asomaban debajo de su sombrero de media copa. La temperatura no parecía molestarle más que a Croyd. Alzó su rostro oscuro, azulado y picado y exhibió un par de colmillos cortos y curvados cuando Croyd se detuvo ante el puesto.
—¿Quiere un periódico? —preguntó.
—Uno de cada —dijo Croyd—, como siempre.
Jube entornó los ojos ligeramente, estudiando al hombre que tenía ante él. Después preguntó:
—¿Croyd?
Él asintió.
—El mismo. ¿Cómo va eso?
—No me puedo quejar, colega. Esta vez te ha tocado uno bonito.
—Aún lo estoy probando —dijo Croyd reuniendo un fajo de periódicos.
Jube mostró algo más los colmillos.
—¿Cuál es el trabajo más peligroso en Jokertown? —preguntó.
—Me rindo.
—Montar guardia en el camión de la basura —dijo—. ¿Te has enterado de lo que le pasó a la chica que ganó el concurso de Miss Jokertown?
—¿Qué?
—Perdió el título cuando se enteraron de que había posado desnuda para la Revista del criador de aves.
—Eso es enfermizo, Jube —dijo Croyd esbozando una sonrisa.
—Lo sé. Sufrimos un huracán mientras estabas dormido. ¿Sabes qué hizo?
—¿Qué?
—Cuatro millones de dólares en mejoras urbanas.
—¡Vale, ya! —dijo Croyd—. ¿Qué te debo?
Jube bajó el periódico, se levantó y se dirigió anadeando a un lado del quiosco.
—Nada —dijo—. Quiero hablar contigo.
—Tengo que comer, Jube. Cuando me despierto necesito un montón de comida y rápido. Volveré más tarde, ¿de acuerdo?
—¿Te importa que te acompañe?
—Claro que no, aunque tu negocio se resentirá. —Jube empezó a cerrar el quiosco.
—No pasa nada —dijo—, esto también son negocios.
Croyd esperó a que cerrara el puesto y juntos recorrieron dos manzanas hasta La Cocina de Peludo.
—Cojamos ese reservado del fondo —dijo Jube.
—Vale, pero nada de negocios hasta que me acabe mi primera ronda, ¿eh? No puedo concentrarme con poco azúcar en sangre, hormonas raras y montones de transaminasas. Deja que antes me zampe algo.
—Entiendo. Tómate tu tiempo.
Cuando llegó el camarero, Jube dijo que ya había comido y se limitó a pedir una taza de café que no llegó a tocar. Croyd empezó con una comanda doble de bistec, huevos y un jarro de zumo de naranja.
Diez minutos más tarde, cuando llegaron las tortitas, Jube se aclaró la garganta.
—Sí —dijo Croyd—, así está mejor. Y bien, ¿qué es lo que te preocupa?
—No sé por dónde empezar.
—Por donde quieras. Ahora veo la vida con mejores ojos.
—No suele ser saludable tener demasiada curiosidad por los asuntos de la gente de por aquí…
—Cierto —admitió Croyd.
—Por otra parte, a la gente le encantan los rumores y especular. —Croyd asintió mientras seguía comiendo—. Tu sueño no es ningún secreto, ni que eso es lo que impide que tengas un trabajo normal. En general pareces más un as que un joker; es decir, normalmente tienes un aspecto corriente pero posees algún talento especial.
—Esta vez aún no lo tengo controlado.
—No importa. Vistes bien, pagas tus facturas, te gusta comer en el Aces High y no llevas un Timex, precisamente. Algo haces para llevar ese nivel de vida…, a menos que hayas heredado una fortuna.
Croyd sonrió.
—Me da miedo mirar el Wall Street Journal —dijo tocando el fajo de periódicos que había a su lado—. Puede que tenga que hacer algo que no he hecho desde hace tiempo si dice lo que temo que dice.
—¿Debo suponer, entonces, que cuando trabajas tu ocupación en ocasiones no acaba de ser del todo legal?
Croyd levantó la cabeza y, cuando sus ojos se posaron en Jube, éste se estremeció. Era la primera vez que Croyd le veía nervioso. Rió.
—Diablos, Jube —dijo—. Te conozco desde hace suficiente tiempo como para saber que no eres policía. Quieres que haga algo por ti, ¿no? Si tiene que ver con robar, en eso te puedo ayudar; aprendí de un experto. Si se trata de un chantaje, estaré encantado de recuperar las pruebas y asustar al mierda que esté detrás de ello. Si quieres borrar del mapa o transportar algo, soy tu hombre. No obstante, si necesitas a alguien muerto, a mí no me van esas cosas pero podría darte el nombre de un par de personas a las que no les importaría.
Jube negó con la cabeza.
—No quiero matar a nadie, Croyd. Pero quiero robar algo, eso sí.
—Antes de entrar en más detalles, te aviso de que soy caro.
Jube mostró los colmillos.
—Los ehm… intereses que represento están preparados para afrontar tu tarifa.
Croyd se acabó los panqueques, bebió un poco de café y se comió un bollo mientras esperaba los gofres.
—Es un cuerpo, Croyd —dijo Jube por fin.
—¿Qué?
—Un cadáver.
—No entiendo.
—Un tipo murió el fin de semana; encontraron el cuerpo en un contenedor. No tiene ninguna identificación, es un John Doe. Está en el depósito.
—¡Por Dios, Jube! ¿Un cuerpo? Nunca he robado un cadáver. ¿Para qué lo querría nadie?
Jube se encogió de hombros.
—Están dispuestos a pagar muy bien por él y por cualquier posesión que el tipo llevara. Es todo cuanto me quisieron decir.
—Supongo que es asunto suyo lo que quieran hacer con él; pero ¿de cuánto dinero estamos hablando?
—Para ellos, su valor es de cincuenta de los grandes.
—¿Cincuenta de los grandes? ¿Por un fiambre? —Croyd dejó de comer y le miró fijamente—. Estás de broma.
—No. Puedo darte diez ahora y cuarenta cuando hagas la entrega.
—¿Y si no puedo recuperarlo?
—Puedes quedarte los diez, por el intento. ¿Te interesa?
Croyd respiró hondo y soltó el aire poco a poco.
—Sí —dijo después—, me interesa. Pero ni siquiera sé dónde está el depósito.
—Está en la oficina del forense, en la calle 25 con la Primera Avenida.
—Vale. Digamos que voy allí y…
Peludo se acercó y puso un plato de salchichas y tortitas de patata delante de Croyd. Le rellenó la taza de café y dejó varios billetes y algunas monedas en la mesa.
—Su cambio, señor.
Croyd miró el dinero.
—¿Qué quieres decir? —dijo—. Aún no te he pagado.
—Me dio cincuenta.
—No, no te he dado nada, no he acabado.
Pareció como si Peludo sonriera desde las profundidades del denso pelaje oscuro que le cubría por completo.
—No habría mantenido el negocio tanto tiempo si fuera tirando el dinero. Sé cuándo tengo que dar el cambio.
Croyd se encogió de hombros y asintió.
—Supongo que sí.
Cuando Peludo se fue frunció el ceño y meneó la cabeza.
—No le he pagado, Jube —dijo.
—Yo tampoco recuerdo ver que le pagaras. Pero ha dicho que eran cincuenta… Es difícil olvidarse de algo así.
—También es curioso porque justo tenía pensado pagar con uno de cincuenta cuando acabara.
—¿Cómo? ¿Recuerdas el momento en que la idea se te pasó por la cabeza?
—Sí, cuando pedí los gofres.
—¿Tuviste la imagen mental de sacar un billete y dárselo?
—Sí.
—Interesante…
—¿Qué quieres decir?
—Creo que quizá esta vez tu poder sea algún tipo de hipnosis telepática. Tendrás que jugar un poco con ella hasta que le cojas el tranquillo, hasta que encuentres sus límites.
Croyd asintió lentamente.
—Pero, por favor, no lo pruebes conmigo. Ya estoy bastante jodido por hoy.
—¿Por qué? ¿Hay algún interés personal en este asunto del cadáver?
—Cuanto menos sepas, mejor, Croyd. Créeme.
—Vale, ya lo pillo. La verdad es que no me importa; con lo que pagan, desde luego que no —dijo—. Así que acepto el trabajo. Digamos que todo va como la seda y consigo el cuerpo. ¿Qué hago con él?
Jube sacó un bolígrafo y una libretita de un bolsillo interior. Escribió algo durante unos segundos, arrancó una hoja y se la pasó. Después rebuscó en el bolsillo lateral, sacó una llave y la dejó junto a su plato.
—Esa dirección está a cinco manzanas de aquí. Es una habitación alquilada, en la planta baja. La llave es de esa cerradura. Lo dejas allí, cierras con llave y vienes al quiosco a avisarme.
Croyd empezó a comer de nuevo. Al cabo de un rato, dijo;
—Vale.
—Bien.
—Pero lo más probable es que haya más de un John Doe en esta época del año. Borrachos que mueren congelados…, ya sabes. ¿Cómo sabré cuál es?
—Ahora iba a eso. El tipo es un joker, ¿vale? Bajito, de un metro y medio, quizá. Parece una especie de bicho; patas que se pliegan como las de un saltamontes, un exoesqueleto con algo de pelo, cuatro dedos en las manos con tres articulaciones cada uno, ojos a los lados de la cabeza, alas vestigiales en la espalda…
—Me hago a la idea. Parece difícil confundirlo con el modelo estándar.
—Sí. Tampoco debería pesar mucho.
Croyd asintió. Alguien en la parte delantera del restaurante dijo «¡… pterodáctilo!», y Croyd volvió la cabeza a tiempo para ver la forma alada revoloteando junto a la ventana.
—Otra vez ese chico —dijo Jube.
—Sí. Me pregunto a quién estará incordiando esta vez.
—¿Le conoces?
—Ajá. Aparece de vez en cuando. Es una especie de fan de los ases. Al menos no sabe qué aspecto tengo esta vez. Volviendo al tema…, ¿cuándo necesitas ese cuerpo?
—Cuanto antes mejor.
—¿Puedes contarme algo de las instalaciones del depósito?
Jube asintió despacio.
—Sí. Es un edificio de seis plantas. Laboratorios, oficinas y demás en los pisos superiores. Recepción y área de identificación en la planta baja. Conservan los cadáveres en el sótano. Las salas de autopsia también están ahí abajo. Tienen ciento veintiocho compartimentos de almacenaje, con una cámara frigorífica con estantes para los cuerpos de los niños. Cuando alguien tiene que ver un cadáver para identificarlo, lo colocan en un ascensor especial que lo sube a una cámara acristalada en una sala de espera del primer piso.
—Así que has estado allí.
—No, he leído las memorias de Milton Helpern.
—Tienes lo que llamaría una auténtica educación liberal —dijo Croyd—. Probablemente debería leer más.
—Puedes comprarte montones de libros con cincuenta de los grandes.
Croyd sonrió.
—Así pues, ¿tenemos un trato?
—Deja que lo piense un poco más durante el desayuno, mientras descubro cómo funciona exactamente mi talento. Iré a tu quiosco cuando haya acabado. ¿Cuándo recibo los primeros diez?
—Puedo conseguirlos para esta tarde.
—Vale. Te veo en una hora o así.
Jube asintió, levantó su enorme corpachón y se deslizó fuera del reservado.
—Cuida tu colesterol —dijo.
Grietas azules habían aparecido en la cáscara gris del cielo y la luz del sol había encontrado el camino para llegar a la calle. Desde algún punto de la parte trasera del puesto de periódicos llegaba el sonido constante del agua goteando. En otras circunstancias, Jube lo habría considerado un agradable fondo para los ruidos del tráfico y otros sonidos de la ciudad; no obstante, unas alas coriáceas habían portado un pequeño dilema moral y echado a perder la mañana. No se dio cuenta de que ya había tomado una decisión al respecto hasta que alzó los ojos y vio a Croyd mirándole, sonriendo.
—No hay problema —dijo Croyd—, será pan comido.
Jube suspiró.
—Antes tengo que contarte algo.
—¿Algún inconveniente? —preguntó Croyd.
—No es nada que afecte a las condiciones del trabajo en sí —explicó Jube—. Pero puede que tengas un problema sin saberlo.
—¿Cómo qué? —dijo frunciendo el ceño.
—Ese pterodáctilo que vimos antes…
—¿Sí…?
—Chico Dinosaurio se dirigía hacia aquí. Me lo encontré esperando cuando volví: te estaba buscando.
—Espero que no le dijeras dónde encontrarme.
—No, no te haría algo así. Pero ¿sabías que lleva cromos de ases y jokers con grandes poderes…?
—Sí. ¿Por qué no podría dedicarse a los jugadores de béisbol o a los criminales de guerra?
—Vio a alguien y quería alertarte sobre ello. Dijo que Devil John Darlingfoot salió del hospital hace un mes o así y desapareció. Pero ha vuelto, le ha visto cerca de los Cloisters, hace un rato. Dice que se encamina a Midtown.
—Bueno, bueno, ¿y qué?
—Cree que te está buscando, que quiere la revancha. El Chico cree que aún está furioso por lo que le hiciste el día que los dos arrasasteis la Rockefeller Plaza.
—Pues que siga buscando. Ya no soy un tío bajito, corpulento y moreno. Voy a ir ya a por el fiambre, antes de que alguien le compre un ataúd.
—¿Quieres el dinero?
—Ya me lo has dado.
—¿Cuándo?
—¿Cuál es tu primer recuerdo de mi llegada?
—Levanté los ojos hace un minuto y vi que estabas ahí plantado, sonriendo. Dijiste que no había ningún problema, lo calificaste de «pan comido».
—Bien. Entonces funciona.
—Explícate.
—Ese es el punto en el que quería que empezaras a recordar. Estuve aquí como un minuto antes de eso y te dije que me dieras el dinero y te olvidaras.
Croyd sacó un sobre de un bolsillo interior, lo abrió y mostró el efectivo.
—¡Dios mío, Croyd! ¿Qué más has hecho durante ese rato?
—Tu virtud está intacta, si te refieres a eso.
—¿No me habrás hecho ninguna pregunta sobre…?
Croyd negó con la cabeza.
—Te dije que no me importaba quién quiere el cuerpo o por qué. La verdad es que no me gusta inmiscuirme en los problemas de los demás, ya tengo bastante con los míos.
Jube suspiró.
—Vale. Pues ve, hala, chico.
Croyd le guiñó un ojo.
—No te preocupes, Morsa. Dalo por hecho.
Croyd caminó hasta llegar a un supermercado, donde entró y compró un paquetito de bolsas grandes de basura. Dobló una y la colocó en el bolsillo interior de su chaqueta; dejó el resto en una papelera. Después se dirigió hacia el siguiente cruce principal y paró a un taxi.
Ensayó su estrategia mientras recorrían la ciudad. Entraría en el lugar y utilizaría su reciente poder para persuadir al recepcionista de que le esperaban, de que era un patólogo de Bellevue al que había llamado un amigo que trabajaba allí para hacerle una consulta sobre una rareza forense. Fantaseó por un momento con los nombres de «Malone» y «Welby»; se decidió por «Anderson». Luego haría que el recepcionista llamara a alguien con autoridad para llevarle al sótano y que le encontrara a su John Doe. Pondría a esa persona bajo su control, cogería el cuerpo y sus pertenencias, lo colocaría en una bolsa y saldría, de modo que cualquiera que se cruzara con él olvidara que había estado por allí. Era, desde luego, mucho más simple que otras tácticas más arduas que había tenido que emplear durante los años anteriores. Sonrió al pensar en la memorable simplicidad de todo aquello: sin violencia, sin recuerdos…
Cuando llegó al edificio de paneles de aluminio y baldosas esmaltadas en azul y blanco, le dijo al taxista que pasara de largo y le dejara en la siguiente esquina. Había dos coches de policía aparcados enfrente y una puerta destrozada allí mismo. La presencia de las fuerzas del orden en el depósito no parecía un hecho tan inusual, pero la puerta rota despertó su suspicacia. Le dio un billete de cincuenta al conductor y le pidió que esperara. Pasó por delante una vez y miró al interior. Se veían varios agentes de policía, al parecer hablando con los empleados.
No parecía el momento idóneo para seguir adelante con su plan. Por otra parte, no podía irse sin descubrir qué había sucedido. Así que al doblar la esquina volvió para atrás. Entró sin vacilar, echando una rápida ojeada.
Un hombre de civil que estaba con la policía se giró rápido en su dirección y le miró fijamente. A Croyd no le gustó ni un pelo aquella mirada. Se le hizo un nudo en el estómago y las manos le hormiguearon.
Desplegó de inmediato su nuevo poder, dirigiéndolo directamente hacia el hombre y forzando una sonrisa mientras se movía.
Está bien. Quieres hablar conmigo y hacer exactamente lo que digo. Ahora salúdame con la mano, di «¡Hola, Jim!» en voz alta y ven hacia mí.
—¡Hola, Jim! —dijo acercándose a Croyd.
«¡No!», pensó Judas. «Ha sido demasiado rápido, maldita sea. Me ha dejado clavado en cuanto le he visto… Podríamos usar a este tío…»
—¿De paisano? —le preguntó Croyd.
—Sí —se vio forzado a contestar.
—¿Cómo te llamas?
—Matthias.
—¿Qué ha pasado aquí?
—Han robado un cuerpo.
—¿De quién?
—De un John Doe.
—¿Puedes describirlo?
—Parecía un bicho enorme, con patas como de saltamontes…
—¡Mierda! —dijo Croyd—. ¿Y qué hay de sus objetos personales?
—No tenía.
Ahora había varios agentes observándoles. Croyd le dio otra orden mental y Matthias se giró hacia los uniformados.
—¡Sólo un minuto, chicos! —gritó—. Negocios.
«¡Maldita sea! —pensó—. Éste nos vendrá de perlas. No puedes mantenerme así toda la vida, colega…»
—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó Croyd.
—Entró un tipo hace poco, bajó al sótano, obligó a un asistente a mostrarle el compartimento, sacó el cuerpo y se fue con él.
—¿Y nadie intentó pararle?
—Claro que sí. Como resultado, cuatro de ellos están de camino al hospital. El sujeto era un as.
—¿Quién era?
—El que destrozó la Rockefeller Plaza el otoño pasado.
—¿Darlingfoot?
—Sí, ése.
«No… no preguntes más; si estoy implicado, si me contrató, si le estoy encubriendo ahora mismo…»
—¿Por dónde se fue?
—Al noroeste.
—¿A pie?
—Eso es lo que los testigos dijeron…, a grandes saltos, de más de seis metros.
«En cuanto me sueltes voy a echarte la caballería encima, mamón».
—Oye, ¿por qué te has girado y me has mirado de esa manera cuando he entrado?
«¡Maldición!»
—Noté que acababa de entrar un as por la puerta.
—¿Cómo lo sabías?
—Yo también soy un as. Ése es mi poder; detectar otros ases.
—Un talento muy útil para un policía, imagino. A ver, escúchame bien. Ahora vas a olvidarte de que me has encontrado y no te vas a enterar de que me voy. Te limitarás a ir al dispensador de agua, coger una bebida y volver a reunirte con tus colegas. Si alguien te pregunta con quién estabas hablando, les dirás que era tu corredor de apuestas y te olvidarás del tema. Ya mismo. ¡Olvídalo!
Croyd dio media vuelta y se alejó. Judas sintió que tenía sed.
Una vez fuera, Croyd se dirigió hacia el taxi, se subió en él, cerró la puerta de golpe y dijo:
—Al noroeste.
—¿Qué quiere decir? —le preguntó el taxista.
—Usted diríjase al centro y yo le iré indicando según avancemos.
—A mandar.
Puso el coche en marcha.
En el siguiente kilómetro y medio, Croyd hizo que el conductor se moviera hacia el oeste mientras buscaba rastros del otro. Parecía poco probable que Devil John estuviera usando el transporte público para cargar con un cadáver.
Por otro lado, era posible que hubiese tenido un cómplice esperándole con un vehículo. Con todo, conociendo su desfachatez, tampoco parecía descabellado que lo estuviera llevando a pie. Sabía que, si no quería que le detuvieran, poco había que hacer al respecto. Croyd suspiró mientras examinaba el camino a seguir. ¿Por qué las cosas sencillas nunca eran fáciles?
Más tarde, cuando se estaban acercando a Morningside Heights, el taxista murmuró:
—… uno de ellos, ¡condenados jokers!
Croyd siguió el gesto del hombre hacia la forma de un pterodáctilo, que pudo ver durante unos breves momentos antes de que quedara oculto tras un edificio.
—¡Sígalo! —dijo Croyd.
—¿Al pajarraco ese?
—¡Sí!
—No sé dónde estará ahora.
—¡Encuéntrelo!
Croyd le mostró otro billete y los neumáticos chirriaron y el claxon resonó cuando el taxi dio un volantazo. Recorrió el horizonte con la mirada pero seguía sin encontrar rastro del Chico. Momentos después hizo parar al taxi para preguntar a un hombre que se acercaba haciendo jogging; se sacó el auricular, prestó atención y entonces señaló hacia el este y retomó la marcha.
Varios minutos más tarde, divisó la angulosa forma de pájaro: al norte, moviéndose en amplios círculos. Esta vez pudieron seguirle el rastro durante más tiempo y, al final, alcanzarle.
Cuando llegaron a la altura de la zona que el pterodáctilo sobrevolaba, Croyd ordenó al conductor que se detuviera. A nivel del suelo no se veía nada fuera de lo común, aunque el barrido del saurio cubría un área de varias manzanas y, si en efecto estaba siguiendo las huellas de Devil John, el tipo tenía que estar cerca.
—¿Qué estamos buscando? —le preguntó el taxista.
—Una gran barba roja y rizada y dos piernas muy diferentes —respondió Croyd—. La derecha es pesada, peluda y acaba en una pezuña. La otra es normal.
—He oído algo sobre ese tipo. Es peligroso…
—Sí. Lo sé.
—¿Qué piensa hacerle si le encuentra?
—Tenía la esperanza de poder mantener una buena conversación con él —dijo Croyd.
—Pues yo no me voy a acercar mucho a su conversación. Si le vemos, me largo.
—Haré que le valga la pena esperar.
—No, gracias —dijo el taxista—. Cuando quiera salir, le dejo y me piro. Es lo que hay.
—Bien… El pterodáctilo se mueve hacia el norte. Vamos a intentar adelantarnos y, cuando lo hagamos, gire al este en la primera calle que pueda.
El taxista volvió a acelerar, virando a la derecha mientras Croyd trataba de adivinar cuál era el centro del círculo del Chico.
—La siguiente calle —anunció Croyd finalmente—. Gire ahí y veamos qué sucede.
Doblaron la esquina lentamente y recorrieron toda la manzana sin que Croyd lograra divisar su presa ni al delator que tenía en el aire. No obstante, en el siguiente cruce la forma alada pasó de nuevo y esta vez vio al sujeto que andaba buscando.
Devil John estaba al otro lado de la calle, a media manzana. Llevaba un paquete envuelto en brazos. Sus hombros eran enormes; sus dientes blancos resplandecieron cuando una mujer con un carrito de la compra se apresuró a apartarse de su camino. Llevaba unos Levi’s —la pierna derecha había desgarrado la parte alta del muslo— y una sudadera rosa que invitaba a pensar que había visitado Disney World. Un motorista que pasaba por allí tuvo que esquivar un coche aparcado cuando John dio un paso normal con su pierna izquierda, dobló su derecha en un ángulo extraño y avanzó seis metros de un salto, hacia un área despejada junto a la acera. Después volvió al pasó normal y saltó de nuevo, sorteando un Honda rojo que circulaba, y aterrizó en un trozo de césped de la isleta central de la calle. Dos enormes perros que le habían estado siguiendo corrieron hacia el bordillo, ladrando con estruendo, pero se detuvieron allí y se quedaron mirando el tráfico.
—¡Pare! —gritó Croyd al taxista, y abrió la puerta y se bajó antes de que el vehículo se detuviera por completo.
Ahuecó las manos a ambos lados de la boca y gritó:
—¡Darlingfoot, espera!
El hombre apenas le echó una rápida ojeada y empezó a doblar la pierna para volver a saltar.
—¡Soy yo, Croyd Crenson! ¡Quiero hablar contigo!
La figura, que recordaba a la de un sátiro, se detuvo cuando estaba medio en cuclillas. Pasó la sombra de un pterodáctilo; los dos perros seguían ladrando y un diminuto caniche blanco dobló la esquina y corrió a unirse a ellos.
El claxon de un coche pitó a dos peatones que se habían parado en un paso de cebra. Devil John se dio la vuelta y se quedó mirando. Después, negó con la cabeza.
—¡Tú no eres Crenson! —berreó.
Croyd avanzó a grandes zancadas.
—¡Y un cuerno que no! —respondió, y cruzó la calle corriendo hacia la isleta.
Devil John entornó los ojos bajo sus hirsutas cejas mientras estudiaba a Croyd, que avanzaba hacia él. Se mordisqueó lentamente el labio inferior y luego meneó la cabeza con mayor lentitud.
—Nah —dijo—. Croyd era más moreno y mucho más bajo. ¿Qué es lo que quieres, de todos modos?
Croyd se encogió de hombros.
—Mi aspecto cambia con mucha frecuencia… pero soy el mismo tío que te pateó el culo el otoño pasado.
Darlingfoot rió.
—Piérdete, tío —dijo—. No tengo tiempo para groupies.
Ambos apretaron los dientes cuando un coche se paró al lado tocando el claxon. Un hombre con traje gris sacó la cabeza por la ventana.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó.
Croyd gruñó, bajó a la calzada y le arrancó el parachoques trasero, que después colocó en el asiento de atrás del vehículo a través de una ventanilla que había estado cerrada hasta entonces.
—Inspección técnica de vehículos —dijo—; la ha pasado, felicidades.
—¡Croyd! —exclamó Darlingfoot mientras el coche se alejaba a toda velocidad—. ¡Eres tú!
Tiró el bulto envuelto al suelo y levantó los puños.
—He esperado este momento durante todo el invierno…
—Entonces puedes esperar un minuto más —dijo Croyd—. Quiero preguntarte algo.
—¿El qué?
—Ese cuerpo… ¿por qué te lo llevas?
El hombretón rió.
—Por dinero, está claro. ¿Algo más?
—¿Te importaría decirme cuánto te van a pagar por él?
—Cinco de los grandes. ¿Por qué?
—Qué capullos tan tacaños… —dijo Croyd—. ¿Te dijeron para qué lo querían?
—No y no pregunté porque no me importa. La pela es la pela.
—Sí —dijo Croyd—. ¿Y quiénes son, si se puede saber?
—¿Por qué? ¿A ti qué te importa?
—Bueno, creo que te han timado con el trato. Diría que vale mucho más.
—¿Cuánto más?
—¿Quiénes son?
—Unos masones, creo. ¿Cuánto vale?
—¿Masones? ¿Rollo saludos secretos y todo eso? Pensaba que sólo se dedicaban a hacerse funerales caros unos a otros. ¿Para qué querrán un joker muerto?
Darlingfoot meneó la cabeza.
—Son una peña extraña —dijo—Hasta donde yo sé, quieren comérselo. A ver, ¿qué decías del dinero?
—Creo que podría sacar más por él —dijo Croyd—. O sea, que veo tus cinco y subo la apuesta. Te doy seis de los grandes por él.
—No sé, Croyd… No me gusta estafar a la gente para la que trabajo; se correría el rumor de que no soy de fiar.
—Bueno, quizá podría llegar a siete…
Ambos se giraron de pronto al oír una serie de gruñidos y chasquidos salvajes. Mientras hablaban, los perros de antes y otros dos chuchos callejeros que se les habían unido habían cruzado y sacado de la mortaja el pequeño cuerpo con forma de insecto. Lo habían despedazado por varios lugares y un gran danés sujetaba un brazo entre los dientes mientras se alejaba gruñendo de un pastor alemán. Otros dos habían arrancado una de las patas de saltamontes y se estaban peleando por ella. El caniche ya estaba a media calle, con una mano de cuatro dedos en la boca. Croyd notó un olor particularmente fétido, distinto al del aire de Nueva York.
—¡Mierda! —exclamó Devil John, saltando hacia adelante y destrozando una parte del pavimento de hormigón cercana a los restos. Trató de agarrar al gran danés, el cual se dio la vuelta y huyó corriendo. Un terrier soltó la pata; el chucho marrón, no: cruzó la calle en la otra dirección, arrastrando el apéndice.
—¡Recuperaré el brazo, tú ocúpate de la pata! —gritó Devil John saltando tras el gran danés.
—¿Y qué pasa con la mano? —vociferó Croyd dando un puntapié a otro perro que acababa de llegar a la escena.
La respuesta de Darlingfoot fue predecible, cortante y representaba una improbabilidad anatómica de primer orden. Croyd salió detrás del perro marrón.
Casi llegando a la esquina por la que había desaparecido, oyó una serie de chillidos agudos. Al llegar al callejón vio al animal tumbado de espaldas ladrando al pterodáctilo que lo sujetaba contra la acera. El maltrecho miembro yacía no muy lejos. Croyd se apresuró.
—Gracias, Chico, te debo una —dijo mientras trataba de alcanzar la pierna, vacilaba, sacaba su pañuelo, lo enrollaba en su mano, recogía el miembro y lo sostenía en la misma dirección del viento.
La forma del pterodáctilo fluctuó y fue reemplazada por la de un chico desnudo, de unos trece años, con ojos claros y un rebelde cabello castaño y una pequeña marca de nacimiento en la frente.
—Lo he capturado para ti —anunció—. Aunque, desde luego, apesta.
—Vale, Chico —dijo Croyd—. Discúlpame pero ahora tengo que volver a ponerlo en su sitio.
Dio media vuelta y se fue corriendo por donde había venido. A sus espaldas oyó el sonido de unos pasos rápidos.
—¿Para qué lo quieres? —preguntó el muchacho.
—Es una historia larga, complicada y aburrida, y es mejor que no sepas nada —respondió.
—Venga…, vamos. Puedes contármelo.
—No tengo tiempo, esto corre prisa.
—¿Vas a volver a pelearte con Devil John?
—No tengo intención alguna. Creo que podemos llegar a un acuerdo sin recurrir a la violencia.
—Pero pon que al final peleáis: ¿qué poder tienes esta vez? —Croyd llegó a la esquina y cruzó hacia la isleta. Delante vio a otro perro trasteando con los restos. No se veía a Devil John por ningún lado.
—¡Maldita sea! —vociferó—. ¡Fuera de aquí!
El perro no le prestó ninguna atención, al contrario: arrancó una capa peluda del caparazón quitinoso. Croyd reparó en que del tejido desgarrado goteaba una especie de líquido incoloro. Ahora los restos parecían húmedos y Croyd se dio cuenta de que los fluidos exudaban de las fosas respiratorias que había en el tórax.
—¡Fuera de aquí! —repitió.
El perro le gruñó. Sin embargo, el gruñido se convirtió de repente en un gemido y el animal escondió la cola entre las patas. Un tiranosaurio de un metro de altura saltó por detrás de Croyd, siseando con ferocidad. El perro se dio la vuelta y huyó. Un momento después, el Chico estaba en el lugar del dinosaurio.
—Se está llevando un trozo —dijo el muchacho. Croyd repitió el mismo comentario que había hecho Darlingfoot sobre la mano mientras tiraba la pata junto al cuerpo desmembrado. Sacó la bolsa plegada del bolsillo interior de la chaqueta y la sacudió.
—Chico, si quieres ayudar, aguántame la bolsa mientras meto lo que queda.
—Vale. Qué asqueroso.
—Es un trabajo sucio —corroboró Croyd.
—¿Y por qué lo haces?
—Es lo que tiene hacerse mayor, Chico.
—¿Qué quieres decir?
—Cada vez te pasas más y más tiempo corrigiendo tus errores.
El sonido de un rápido estruendo se aproximó, una sombra pasó por encima y Devil John cayó estrepitosamente en el suelo, a su lado.
—El puñetero perro se me escapó —anunció—. ¿Tienes la pata?
—Sí —respondió Croyd—, ya está en la bolsa.
—Qué buena idea, una bolsa de plástico… ¿Quién es este chico desnudo?
—¿No sabes quién es Chico Dinosaurio? —preguntó Croyd—. Pensaba que todo el mundo le conocía. Es el pterodáctilo que te estaba siguiendo.
—¿Por qué?
—Me gusta la acción —dijo el Chico.
—Eh, ¿cómo es que no estás en clase? —preguntó Croyd.
—La escuela es un asco.
—A ver, espera un momento. Yo tuve que dejar la escuela en noveno grado y nunca volví a los estudios, y siempre me he arrepentido.
—¿Por qué? Te va bien en la vida.
—Me perdí un montón de cosas. Ojalá no me las hubiera perdido.
—¿Cómo qué?
—Bueno…, álgebra. Nunca aprendí álgebra.
—¿Y para qué cojones sirve eso?
—No lo sé ni lo sabré, porque no la aprendí. A veces miro a la gente por la calle y pienso «caray, me apuesto a que todos saben álgebra», y me hace sentir un poco inferior.
—Bueno, yo tampoco sé y no me hace sentir inferior, ni de coña.
—Ya verás con el tiempo —dijo Croyd.
De repente, el Chico se dio cuenta de que Croyd le miraba de un modo extraño.
—Vas a volver a clase ahora mismo, te dejarás el culo estudiando el resto del día, a la noche harás los deberes y te gustará.
—Llegaré antes volando —dijo el Chico, y se transformó en un pterodáctilo y se alejó tras unos cuantos saltos.
—¡Coge algo de ropa por el camino! —le gritó Croyd por detrás.
—¿Qué diantres ocurre aquí?
Croyd se giró y vio a un oficial uniformado que acababa de cruzar a la isleta.
—¡Que te la pique un pollo! —gruñó.
El hombre empezó a desabrocharse el cinturón.
—¡Basta! ¡Acción cancelada! —dijo Croyd—. El cinturón en su sitio. Olvida que nos has visto y vete a otra calle.
Devil John observó con detenimiento mientras el hombre obedecía.
—Croyd, ¿cómo haces eso? —preguntó.
—Es el poder que me ha tocado esta vez.
—Entonces, podrías haberme obligado a darte el cuerpo sin más, ¿no? Croyd sacudió la bolsa y la ató. Cuando se le pasaron las arcadas, asintió. —Sí, y lo conseguiré de un modo u otro. Pero hoy no estoy de humor para engañar a un compañero currante. Mi oferta sigue en pie.
—¿Siete de los grandes?
—Seis.
—Dijiste siete.
—Sí, pero ahora le faltan partes.
—Es culpa tuya, no mía. Tú me paraste.
—Pero fuiste tú quien lo dejó en el suelo, al alcance de los perros.
—Sí, pero ¿cómo se supone que debía…? Eh, hay una brasería en la esquina.
—Pues sí.
—¿Te importa si discutimos esto mientras comemos y nos tomamos un par de birras?
—Ahora que lo mencionas, se me ha abierto un poco el apetito —dijo Croyd.
Escogieron una mesa junto a la ventana y dejaron el saco en la silla que quedaba vacía. Croyd visitó el servicio de caballeros y se lavó las manos varias veces, mientras Devil John se hacía con un par de cervezas.
Cuando volvió, pidió media docena de emparedados. Darlingfoot hizo lo mismo.
—¿Para quién trabajas?
—No lo sé —respondió Croyd—, he recibido el encargo a través de un tercero.
—Es complicado. Me pregunto para qué querrán esa cosa.
Croyd meneó la cabeza.
—No tengo ni idea. Espero que haya quedado bastante de él como para cobrar.
—Ésa es una de las razones por las que estaría dispuesto a aceptar tu trato. Supongo que mis tipos lo querían en mejor estado y tal vez intenten tangarme. Mejor pájaro en mano, ¿sabes? Tampoco confío mucho en ellos, son un puñado de chiflados.
—Dime, ¿tenía algún objeto personal?
—No. Ninguna pertenencia, nada.
Llegaron los emparedados y empezaron a comer. Al rato, Darlingfoot echó varias ojeadas a la bolsa y luego señaló:
Oye, parece que haya crecido.
Croyd la estudió por un momento.
—Sólo se está asentando y recolocando —dijo.
Acabaron y pidieron dos cervezas más.
—¡No, joder! ¡Es más grande! —insistió Darlingfoot. El otro volvió a echarle un vistazo. Parecía que se hinchara incluso mientras observaba.
—Tienes razón —admitió—. Deben de ser gases, por la, ehm…, descomposición.
Alargó un dedo para palpar la bolsa pero se lo pensó mejor y bajó la mano.
—Así pues, ¿qué me dices? ¿Siete de los grandes?
—Creo que seis es lo justo por el estado en que está.
—Ellos sabían lo que estaban pidiendo, es normal que ocurran estas cosas con los fiambres.
—Hasta cierto punto, sí. Pero también tienes que admitir que lo has zarandeado un huevo.
—Es verdad, pero un cuerpo normal lo habría soportado mejor. ¿Cómo iba a saber que este tío era un caso especial?
—Mirándole. Era pequeño y frágil.
—Me pareció bastante pesado cuando me lo llevé. ¿Qué me dices de repartirnos la diferencia? ¿Seis quinientos?
—No sé…
Los otros comensales habían empezado a mirar de reojo en su dirección según la bolsa se iba hinchando. Se acabaron las cervezas.
—¿Otra ronda?
—¿Por qué no?
—¡Camarero!
El camarero, que estaba limpiando una mesa que acababa de quedar desocupada, acudió con una pila de platos y utensilios en las manos.
—¿En qué puedo…? —empezó, cuando el filo de un cuchillo de cocina que sobresalía del montón de la vajilla rozó la bolsa hinchada—. ¡Oh, Dios mío! —acabó, mientras un sonido de pfffffffff, acompañado por un olor que parecía una mezcla de gas de alcantarilla y efluvios de un matadero llenaba las inmediaciones y se extendía como una fuga accidental de armamento químico por toda la estancia.
—Disculpen —dijo el camarero, y se giró y se alejó a toda velocidad.
Momentos después se oyeron los jadeos asombrados de otros comensales.
—Usa tu poder —susurró Devil John—, ¡rápido!
—No sé si puedo hacerlo con toda una habitación llena…
—¡Inténtalo!
Croyd se concentró en los demás:
Hubo un pequeño accidente. Nada importante. Ahora lo olvidaréis. No oléis nada raro. Volved a vuestras comidas y no volváis a mirar en esta dirección. No repararéis en nada de lo que hagamos. Aquí no hay nada que ver. Ni oler.
Los demás clientes se dieron la vuelta y continuaron comiendo y hablando.
—Lo has conseguido —señaló Devil John con una voz peculiar.
Croyd volvió a mirarle y descubrió que el hombre se estaba tapando la nariz.
—¿Derramaste algo? —le preguntó Croyd.
—No.
—Oh, oh. ¿Oyes eso?
Darlingfoot se inclinó hacia un lado y se agachó.
—¡Mierda! —dijo—. La bolsa se ha caído y se está derramando por la raja que le ha hecho este tío. Eh, mata también mi sentido del olfato, ¿vale?
Croyd cerró los ojos y apretó los dientes.
—Eso está mejor —oyó poco después mientras Darlingfoot alcanzaba el corte y enderezaba la bolsa, que hizo un ruido goteante y líquido.
Croyd miró el suelo y observó un enorme charco que parecía un guiso desparramado. Sintió un poco de náuseas y apartó la vista.
—¿Qué quieres hacer ahora, Croyd? ¿Dejamos el desastre y cogemos el resto o qué?
—Me siento obligado a llevarme todo lo que pueda. —Devil John arqueó una ceja y sonrió.
—Bien —dijo—, lo dejamos en seis quinientos y te ayudo a reunido todo de modo que sea manejable.
—Trato hecho.
—Pues cúbreme si puedes, para que la gente de la cocina no se fije en mí.
—Lo intentaré. ¿Qué vas a hacer?
—Confía en mí.
Darlingfoot se levantó, pasó el extremo atado del saco a Croyd y se dirigió cojeando a la cocina. Estuvo ausente varios minutos y cuando volvió tenía los brazos llenos.
Destapó un enorme tarro de encurtidos y lo colocó en el suelo junto a la silla.
—Ahora inclina la bolsa para que la abertura esté justo encima del tarro y yo levantaré el fondo para poder verterlo.
Croyd obedeció y el recipiente se llenó hasta más de la mitad antes de que el goteo cesara.
—¿Y ahora qué? —preguntó cerrando la tapa.
Darlingfoot cogió una servilleta de un montón que había traído y abrió un pequeño paquete blanco.
—Bolsas para las sobras —dijo—. Iré metiendo todo lo sólido que hay por el suelo.
—¿Y después qué?
—Tengo un cubo de basura limpio y dispuesto —explicó al agacharse—. Debería caber todo sin problemas.
—¿Puedes darte prisa? —dijo Croyd—. No puedo controlar mi propio olfato.
—Limpio tan rápido como puedo. Vuelve a abrir el pote, ¿sí? Escurriré lo que queda de él en las servilletas.
Cuando los restos que se habían derramado quedaron recogidos en el tarro de pepinillos y nueve bolsas de comida para llevar, Darlingfoot abrió del todo la bolsa de plástico y sacó las placas quitinosas que habían quedado en el interior. Colocó el tarro en la concavidad del tórax y después lo metió todo en la nueva bolsa, cubriéndolo todo con trozos de cartílago y fragmentos más pequeños de las placas. Dispuso la cabeza y las extremidades en lo más alto. Luego preparó las bolsas para llevar y cerró el cubo.
Por entonces, Croyd ya estaba de pie.
—Disculpa —dijo—, vuelvo en seguida.
—Yo también voy, tengo que lavarme un poco.
Por encima del sonido del agua corriente, de repente Devil John observó:
—Ahora que todo está más o menos resuelto, tengo que pedirte un favor.
—¿Qué? —inquirió Croyd mientras volvía a enjabonarse las manos.
—Aún siento curiosidad por los que me contrataron, ¿sabes?
Croyd se encogió de hombros.
—No puedes tener ambas cosas —dijo.
—¿Por qué no?
—No te sigo.
—Me dirigía a hacer la entrega cuando me alcanzaste. Supón que vamos al punto de reunión —un pequeño parque cerca de los Cloisters— y les cuento alguna mierda, como que los perros desgarraron el cuerpo y se llevaron todo el percal. Haces que ellos se lo crean y después les haces olvidar que estabas conmigo. De ese modo, quedo libre de sospecha.
—Vale, claro —accedió Croyd, tirándose agua a la cara—, pero has dicho «ellos»; ¿a cuántos esperas?
—Sólo a uno o dos. El tío que me contrató se llamaba Matthias; un tipo rojo iba con él. Es el que intentó inculcarme interés por los masones hasta que el otro le hizo cerrar el pico…
—Es curioso —dijo Croyd—. Conocí a un tal Matthias esta mañana. Era un policía de paisano. ¿Y qué hay del rojo? Tiene pinta de ser un as o un joker.
—Probablemente lo sea, aunque no llegó a mostrar ningún talento especial.
Croyd se secó la cara.
—De repente no me siento muy cómodo —dijo—. Verás, ese policía, Matthias, es un as. El nombre podría ser sólo una coincidencia, y además pude engañarle con mis habilidades, pero no me gusta nada la idea de que haya demasiados ases implicados. Podría encontrarme con alguien inmune a mi poder. Este grupo… podría ser un hatajo de ases masones, ¿no crees?
—No lo sé. El tío rojo quería que acudiera a una especie de reunión y le dije que no estaba por la labor y que o hacíamos el trato allí mismo o que nos olvidáramos del tema. Así que me soltaron un anticipo en el acto. Había algo en el modo en que el rojo decía las cosas que me dio malas vibraciones.
Croyd frunció el ceño.
—Mejor olvidarnos del asunto.
—Lo cierto es que tengo esa cosa de cerrar bien los tratos para no recibir amenazas más tarde —dijo Darlingfoot—. ¿No podrías al menos echar un ojo mientras hablo con él y luego decidir?
—Bueno, vale…, te dije que lo haría. ¿Recuerdas que dijera algo más? ¿Sobre masones, ases, el cuerpo, algo?
—No…, pero ¿qué son las feromonas?
—¿Feromonas? Son como unas hormonas que se huelen. Sustancias químicas transportadas por el aire que pueden influirte. Tachyon me habló de ellas. Una vez conocí a un joker; si te sentabas a su lado en un restaurante, todo lo que comías sabía a plátano. Pues según Tachy eran las feromonas. ¿Qué pasa con ellas?
—No sé. El tío rojo estaba diciendo algo sobre feromonas y sobre su mujer cuando aparecí. No dijo más.
—¿Nada más?
—Nada más.
—Vale. —Croyd arrugó la toalla de papel y la tiró al cesto de la basura—. Vámonos.
Cuando volvieron a la mesa Croyd contó el dinero y le pasó su parte al compañero.
—Aquí tienes. No se puede decir que no te lo hayas ganado. —Croyd contempló las servilletas escurridas, el suelo pegajoso y la húmeda bolsa vacía—. ¿Qué crees que deberíamos hacer con este estropicio?
Darlingfoot se encogió de hombros.
—Ya se encargarán los camareros, están acostumbrados. Eso sí, déjales una buena propina.
Croyd se quedó atrás mientras se dirigían hacia el parque. Había dos figuras sentadas en un banco e incluso desde lejos saltaba a la vista que la cara de uno de ellos era rojo brillante.
—¿Y bien? —preguntó Devil John.
—Voy a intentarlo —dijo Croyd—. Finjamos que no vamos juntos. Seguiré andando y tú irás para allá y les soltarás el rollo. Daré la vuelta en un minuto, atajando por el parque. Intentaré darles caña en cuanto esté cerca. Pero estate listo, si esta vez no funciona tendremos que recurrir a algo más físico.
—Te capto. De acuerdo.
Croyd aminoró el paso y Darlingfoot siguió adelante, cruzó la calle y entró en un sendero de gravilla que llevaba hasta el banco. Croyd continuó andando hacia la esquina, cruzó despacio y dio la vuelta.
Cuando se acercó pudo oír que las voces elevaban el tono, como si discutieran. Se metió en el sendero y se dirigió hacia el banco, con el paquete a su lado.
—¡… montón de mierda! —oyó decir a Matthias.
El hombre echó un ojo en su dirección y Croyd comprobó que era, en efecto, el policía que había encontrado antes. En su rostro no hubo ninguna señal de reconocimiento pero Croyd sabía que su don le estaría diciendo que se acercaba un as. Así que…
—Caballeros —dijo concentrándose—, todo lo que Devil John Darlingfoot os ha dicho es correcto. El cuerpo fue destruido por unos perros: no hay nada que pueda entregar. Tendrán que darlo por perdido. Me olvidarán tan pronto como me haya…
Vio que Darlingfoot giraba la cabeza de repente y fijaba la mirada más allá de donde él estaba. Se giró y miró en la misma dirección.
Una joven oriental, de aspecto corriente, se acercaba con las manos en los bolsillos del abrigo, con el cuello levantado para protegerse del viento.
El viento cambió y pasó a soplar directamente hacia él.
Algo en aquella mujer…
Siguió observándola fijamente. ¿Cómo había pensado siquiera que era corriente? Debía de haber sido un efecto de la luz: era arrebatadoramente adorable. De hecho…, ansiaba que le sonriera; quería abrazarla, recorrer su cuerpo con las manos, acariciarle el pelo, besarla, hacerle el amor. Era la mujer más hermosa que había visto jamás.
Oyó un débil silbido de Devil John.
—¿Has visto eso…?
—Es difícil no hacerlo —contestó.
Le sonrió y ella le devolvió la sonrisa. Quería lanzarse sobre ella. En cambio, dijo:
—Hola.
—Me gustaría que conocierais a mi esposa, Kim Toy —oyó que decía el hombre rojo.
¡«Kim Toy»! Hasta su nombre era música celestial…
—Dime qué quieres y te lo conseguiré —oyó que le decía Devil John—. Eres tan hermosa que duele.
Ella rió.
—Qué galante —declaró—. Nada. Ahora no. Pero espera un poco y quizá se me ocurra algo.
—¿Lo tenéis? —le preguntó a su marido.
—No, se lo llevaron unos perros —respondió.
Ladeó la cabeza, arqueando una ceja.
—Una suerte asombrosa —dijo—. ¿Y cómo lo sabes?
—Nos lo han dicho estos caballeros.
—¿De veras? —observó—. ¿Es cierto? ¿Eso es lo que les habéis contado?
Devil John asintió.
—Eso es lo que les contamos —dijo Croyd—. Pero…
—¿Y la bolsa que has dejado caer cuando has visto que me acercaba? —dijo—. ¿Qué contendrá? Ábrela y enséñamelo, por favor.
—Por supuesto —dijo Croyd.
—Como gustes —accedió Devil John.
Ambos hombres se arrodillaron ante ella y forcejearon sin éxito durante largos segundos antes de ser capaces de empezar a desenrollar la parte superior de la bolsa.
Croyd quería besarle los pies aprovechando la posición en la que estaba pero ella había pedido ver el interior de la bolsa y, sin duda, eso debía ser lo primero. Quizá después se sentiría inclinada a recompensarle y…
La abrió y una nube de vapor se arremolinó a su alrededor. Kim Toy retrocedió de inmediato, ahogándose. Mientras se le revolvía el estómago, Croyd se dio cuenta de que la mujer ya no era hermosa ni más deseable que cualquiera de los centenares de mujeres con las que se había cruzado aquel día. Por el rabillo del ojo vio cómo Devil John cambiaba de posición y empezaba a levantarse y entonces se percató de la naturaleza de aquel cambio de actitud.
Cuando el hedor se disipó, algo de la ola inicial de glamour volvió a afluir desde la mujer. Croyd apretó los dientes y bajó la cabeza, acercándola a la abertura de la bolsa. Inspiró hondo.
Su belleza murió al instante y él desplegó su poder.
Sí, como iba diciendo, el cuerpo se ha perdido. Lo destrozaron los perros. Devil John lo hizo lo mejor que pudo pero no tiene nada que entregar. Ahora nos vamos. Olvidaréis que estaba con él.
—¡Vamos! —le dijo a Darlingfoot mientras se ponía de pie.
Devil John negó con la cabeza.
—No puedo dejar a esta mujer, Croyd —respondió—. Me ha pedido que…
Agitó la bolsa abierta ante su cara.
Darlingfoot abrió mucho los ojos, se atragantó y sacudió la cabeza.
—¡Vamos! —repitió Croyd mientras se echaba la bolsa a la espalda y arrancaba a correr.
Con un enorme salto, Devil John aterrizó tres metros por delante de él.
—¡Muy raro, Croyd! ¡Muy raro! —anunció mientras cruzaban la calle.
—Ahora ya sabes todo lo que hay que saber sobre las feromonas —le contestó.
El cielo había vuelto a encapotarse por completo y unos pocos copos de nieve pasaron flotando a su lado. Croyd se había separado de Darlingfoot en el exterior de otro bar y había empezado a andar de un lado a otro de la ciudad. Iba por las calles echando continuos vistazos en busca de un taxi, pero no divisó ninguno. Se resistía a confiar su carga a los aplastamientos y empujones del bus o del metro.
Mientras recorría las siguientes manzanas la nieve aumentó de intensidad y se levantaron ráfagas de viento que agitaban los copos y los arrastraban entre los edificios. Los vehículos que circulaban empezaron a encender los faros y Croyd se dio cuenta de que, como la visibilidad disminuía, sería incapaz de distinguir un taxi aunque pasara justo a su lado. Avanzó a duras penas, profiriendo maldiciones y escrutando los edificios más cercanos esperando encontrar una cafetería o un restaurante donde poder beber una taza de café y esperar a que la tormenta amainara o llamar a un taxi. Sin embargo, al parecer no había más que oficinas.
Varios minutos después los copos se hicieron más pequeños y duros. Levantó la mano que tenía libre para protegerse los ojos. Si bien la súbita caída de temperatura no le molestaba, los gélidos proyectiles sí. Se metió en la primera abertura que encontró —un callejón— y suspiró y relajó los hombros al librarse de la fuerza del viento.
Mejor. Aquí la nieve descendía con mayor suavidad. Se sacudió la chaqueta y el pelo y pateó el suelo. Miró a su alrededor. Había un hueco en el edificio de la izquierda, a varios metros de distancia, unos cuantos escalones por encima del nivel de la calle. Parecía completamente resguardado y seco. Se dirigió hacia él.
Ya había puesto el pie en el primer peldaño cuando se dio cuenta de que una esquina de la zona resguardada ya estaba ocupada. Una mujer pálida, de pelo estropajoso y aspecto cochambroso bajo inimaginables capas de ropa estaba sentada entre un par de bolsas de la compra, apoyada en una puerta de metal cerrada y mirando más allá de él.
—Así que Gladys le dijo a Marty que sabía que se había estado viendo con esa camarera de Jensen’s… —murmuró la mujer.
—Perdone —dijo Croyd—. Perdone, ¿le importa si comparto el portal con usted? Se está complicando la cosa.
—… le dije que podía quedarse embarazada mientras daba el pecho, pero lo único que hizo fue reírse de mí…
Croyd se encogió de hombros y entró en el rincón, situándose en la esquina opuesta.
—Cuando se enteró de que venía otro en camino tuvo un gran disgusto —continuó la mujer—, sobre todo después de que Marty se hubiera ido a vivir con la camarera…
Croyd recordó el colapso nervioso de su madre tras la muerte de su padre y, ante aquel evidente caso de demencia senil, una nota de tristeza se agitó dentro de su pecho. ¿Acaso podría su nuevo poder, su habilidad de influir en los patrones de pensamiento de los demás, tener algún efecto terapéutico en una persona como aquella? Iba a pasar algo de tiempo en ese sitio. Tal vez…
—Escuche —le dijo a la mujer, pensando con claridad y sencillez, enfocando las imágenes—. Ahora está aquí, en el presente. Está sentada en un portal, viendo cómo nieva…
—¡Desgraciado! —le gritó la mujer; su cara ya no estaba pálida y sus manos se lanzaban a una de sus bolsas—. ¡Métete en tus asuntos! ¡No quiero el presente, ni la nieve! ¡Duele!
Abrió la bolsa y la oscuridad de su interior se expandió mientras Croyd observaba: precipitándose hacia él, nublando por completo su campo de visión, tirando de él repentinamente en varias direcciones, retorciéndole y…
La mujer, ahora sola en el portal, cerró su bolsa, contempló la nieve por un momento y dijo:
—… así que le dije: «Los hombres no cumplen con las pensiones; a veces tienes que pleitear por ellas. Ese chico tan majo de Ayuda Legal te dirá qué hacer». Y entonces Charlie, que estaba trabajando en la pizzería…
A Croyd le dolía la cabeza y no estaba acostumbrado a esa sensación. Nunca tenía resaca, porque metabolizaba el alcohol muy rápido, pero se sentía tal y como imaginaba que sería.
Entonces fue consciente de que tenía espalda, piernas y nalgas mojadas; también la parte trasera de los brazos. Estaba tirado en algún lugar frío y húmedo. Decidió abrir los ojos.
El cielo estaba despejado y se veía el crepúsculo entre los edificios, con unas pocas estrellas brillantes ya a la vista. Había estado nevando, por la tarde. Se incorporó. ¿Qué había ocurrido con aquellas las últimas horas y…?
Vio un contenedor y un montón de botellas de whisky y vino vacías. Estaba en un callejón, pero…
No era el mismo callejón de antes. Los edificios eran más bajos, no había ningún contenedor, y no localizaba el portal que había ocupado la anciana.
Se frotó las sienes; sintió que el dolor disminuía. La anciana… ¿Qué diablos era aquella cosa negra con la que le había golpeado cuando había intentado ayudarla? La había sacado de una de sus bolsas y…
¡Bolsas! Buscó frenéticamente la suya con los restos cuidadosamente empaquetados del diminuto John Doe. Entonces vio que aún la llevaba en la mano derecha y que estaba vuelta del revés y desgarrada.
Se puso de pie y escudriñó bajo la luz mortecina de una farola distante. Avistó las bolsas esparcidas a su alrededor y las contó rápidamente. Nueve. Sí. Las nueve estaban a la vista. Luego encontró las extremidades, la cabeza y el tórax, aunque el tórax estaba partido en cuatro trozos y la cabeza parecía mucho más brillante que antes. Por la humedad, quizá. ¡El tarro! ¿Dónde estaba? El líquido podía ser muy importante para quien quisiera los restos. Si se había roto…
Profirió un breve grito cuando lo vio de pie entre las sombras cercanas al muro de su izquierda. Faltaba la tapa y también unos centímetros de cristal por debajo. Se acercó a él y por el olor supo que era de veras aquella cosa y no sólo… agua de lluvia. Recogió las bolsas —le sorprendió que estuvieran tan secas— y las colocó en la repisa de la ventana enrejada de un sótano, donde quedarían protegidas. Luego reunió los trozos de quitina en una pila, cerca. Cuando recuperó las patas notó que estaban rotas pero consideró que eso haría que resultara más fácil empaquetarlas. Después centró su atención en el tarro de pepinillos roto y sonrió. Qué simple. La respuesta estaba ante él, proporcionada por los mendigos que frecuentaban la zona.
Reunió un puñado de botellas vacías y las llevó a un lado, donde empezó a descorcharlas y destaparlas. Cuando acabó, decantó el oscuro líquido.
Necesitó ocho botellas de varios tamaños, las cuales dejó en la repisa junto con las bolsas, por encima del pequeño montón de exoesqueleto y cartílago destrozado. Parecía como si fuera quedando menos de aquel tipo a medida que lo iban desenvolviendo. Quizá tenía algo que ver con el modo en que estaba dividido. A lo mejor hacía falta saber álgebra para entenderlo.
Después Croyd se dirigió al contenedor y abrió la trampilla lateral. Sonrió casi de inmediato, pues había largas tiras de cinta de regalo a mano. Sacó varias y las embutió en un bolsillo. Se inclinó hacia adelante: si había cinta, entonces…
Oyó rápidas pisadas que iban y venían. Se dio la vuelta, alzando las manos para defenderse, pero no había nadie cerca.
Entonces le vio. Un hombrecillo con un abrigo varias tallas más grandes de lo que debería se había detenido un instante en el alféizar de la ventana, de donde cogió una de las botellas más grandes y dos de las bolsas para llevar; echó a correr de inmediato, hacia el extremo más alejado del callejón, donde otras dos figuras desharrapadas aguardaban.
—¡Eh! —berreó Croyd—. ¡Detente! —Desplegó su poder pero el hombre quedaba fuera de su alcance.
Lo único que oyó fueron risas y un grito de «¡esta noche fiesta, chicos!».
Suspirando, Croyd sacó un gran fajo de papel de Navidad rojo y verde del contenedor y volvió a la ventana para volver a empaquetar los restos de los restos.
Tras caminar varias manzanas, con su brillante paquete bajo el brazo, pasó por delante de un bar llamado The Dugout y se dio cuenta de que estaba en el Village. Frunció el ceño por un momento pero entonces vio un taxi; le hizo una señal y el coche se detuvo. Todo iba bien. Hasta se le había ido el dolor de cabeza.
Jube alzó los ojos y vio a Croyd sonriéndole.
—¿Cómo… cómo ha ido? —preguntó.
—Misión cumplida —respondió entregándole la llave.
—¿Lo tienes? Ha salido algo en las noticias sobre Darlingfoot.
—Lo tengo.
—¿Y los objetos personales?
—No había ninguno.
—¿Estás seguro de eso, amigo?
—Absolutamente. No había nada excepto él, y él está en la bañera.
—¿Qué?
—No pasa nada, cerré el desagüe.
—¿Qué quieres decir?
—Mi taxi se vio envuelto en un accidente durante el trayecto y algunas de las botellas se rompieron. Así que ten cuidado con los cristales cuando lo desenvuelvas.
—¿Botellas? ¿Cristales rotos?
—Ha quedado un poco… reducido. Pero te he traído todo lo que quedaba.
—¿Lo que quedaba?
—Disponible. Es que se deshizo y se derritió un poco. Pero salvé la mayor parte. Está todo envuelto en papel brillante con un lazo rojo. Espero que esté bien así.
—Sí…, está bien así. Parece que lo hiciste lo mejor que pudiste.
Jube le pasó un sobre.
—Te invito a comer en el Aces High —dijo Croyd—, tan pronto como me duche y me cambie.
—No, gracias. Tengo… tengo cosas que hacer.
—Coge algo de desinfectante si vas a pasarte por el apartamento.
—Ya… Deduzco que hubo algún problema.
—Qué va. Fue pan comido.
Croyd se alejó silbando, con las manos en los bolsillos. Jube contempló la llave mientras un reloj lejano empezaba a dar la hora.