Jube: Dos


En la pensión de Eldridge, los inquilinos celebraban una pequeña fiesta de Navidad y Jube iba vestido de Santa Claus. Resultaba un poco bajito para el papel y los Santa Claus de los escaparates no solían tener colmillos, pero había nacido para hacer el «jo, jo, jo».

El grupo estaba reunido en la sala de estar de la primera planta. Este año lo habían adelantado porque la señora Holland se iba a Sacramento la semana siguiente para pasar las vacaciones con su nieto y nadie quería hacer la fiesta sin la señora Holland, que había vivido en el edificio casi tanto como Jube y los había visto a todos en tiempos difíciles.

Excepto por el padre Fahey, el jesuita alcohólico del quinto piso, los inquilinos eran todos jokers y ninguno tenía mucho dinero para hacer regalos de Navidad. Así que cada uno compraba un obsequio, lo metía en una gran saca de cáñamo y, todos los años, el cometido de Jube era mezclarlos y repartirlos. Le encantaba esa tarea. La costumbre humana de repartir regalos era infinitamente fascinante y algún día trataría de escribir un estudio sobre la materia, tan pronto como acabara su tratado sobre el humor humano.

Siempre empezaba con Doughboy, que era enorme, blando y blanco como un champiñón y que vivía con el hombre de raza negra al que llamaban Shiner en el apartamento del segundo piso. Doughboy superaba en peso a Jube por unas buenas decenas de kilos y era tan fuerte que al menos una vez al año arrancaba una puerta de sus goznes (Shiner siempre la arreglaba). Adoraba los robots, los muñecos, los camiones de juguete y las pistolas de plástico que hacían ruido; pero lo rompía todo al cabo de unos días o, si algo le gustaba de veras, a las pocas horas.

Jube había envuelto su regalo en papel plateado, para no dárselo a otro por error.

—¡Madre mía! —gritó Doughboy cuando desgarró el envoltorio. Lo levantó para que todos lo vieran—. ¡Una pistola de rayos, madre mía, madre mía! Era de un rojo oscuro intenso, traslúcida y moldeada en líneas suaves y sensuales pero en cierto modo inquietantes, con un cañón de la anchura de un lápiz. Cuando sus inmensos dedos envolvieron el gatillo y apuntó a la señora Holland, en el fondo parpadearon lucecitas y Doughboy se exclamó complacido cuando el microordenador corrigió su objetivo.

—Menudo juguete —dijo Callie. Era una mujer pequeña y fastidiosa con cuatro brazos inútiles de más.

—Jo, jo, jo —dijo Jube—. Y no podrá romperlo.

Doughboy miró de reojo al Viejo Señor Grillo y apretó el pulsador, haciendo fuertes ruidos siseantes entre dientes. Shiner rió.

—Apuesto a que sí.

—Perderías —dijo Jube. La aleación de Ly’bahr era suficientemente densa y fuerte para soportar una explosión nuclear. Él mismo había llevado esa arma durante su primer año en Nueva York; pero el arnés se había desgastado y, con el tiempo, había acabado siendo más bien una molestia. Le había retirado la célula de energía antes de envolverla como regalo para Doughboy, por supuesto, y un disruptor de la Red no era el tipo de cosa que se podía cargar con unas simples pilas.

Alguien le puso un ponche de huevo en la mano, generosamente mezclado con ron y nuez moscada; le dio un saludable trago, sonrió complacido y siguió repartiendo los regalos. Callie era la siguiente y le tocaron unos cupones para el cine del barrio; a Denton, del cuarto piso, un gorro de lana que se colgó de la punta de sus antenas, lo que provocó risas generales. Reginald, a quienes los niños del vecindario llamaban Cabeza de Patata (aunque no a la cara), acabó con una máquina de afeitar eléctrica; Shiner sacó una larga bufanda de colorines. Se miraron riendo el uno al otro y se las cambiaron.

Fue moviéndose por toda la sala, de persona a persona, hasta que todo el mundo tuvo un regalo. Normalmente, el último del saco era el suyo; este año, sin embargo, después de que la señora Holland sacara sus entradas para Cats la bolsa quedó vacía. Estaba un poco desconcertado; se le debió de ver en la cara porque hubo risas a su alrededor.

—No nos hemos olvidado de ti, hombre morsa —dijo Chucky, el chico con patas de araña que hacía de recadero en Wall Street.

—Este año todos hemos contribuido para darte algo especial —añadió Shiner.

Fue la señora Holland quien se lo dio. Era pequeño y estaba envuelto en papel de regalo. Jube lo abrió con cuidado.

—¡Un reloj!

—¡No es un reloj, hombre morsa, es un cronómetro!

Chucky dijo:

—Automático y resistente al agua y a los golpes.

—Vaya, que te dice la fecha, las fases de la luna… Te lo dice todo menos cuándo va a tener la regla tu chica, joder —dijo Shiner.

—¡Shiner! —exclamó la señora Holland indignada.

—Llevas ese reloj de Mickey Mouse desde que, bueno, desde que te conozco —dijo Reginald—. Todos pensamos que ya era hora de que llevaras algo un poco más moderno.

Era un reloj muy caro, de modo que no quedaba otra que ponérselo. Desató a Mickey de su gruesa muñeca y se deslizó el flamante cronómetro con pulsera flexible de metal. Dejó el viejo reloj con mucho cuidado sobre la repisa de la chimenea, bien apartado, y después hizo una ronda por la sala abarrotada, dándoles las gracias a todos.

Más tarde, el Viejo Señor Grillo frotó las piernas entonando la melodía de Jingle Bells y la señora Holland sirvió el pavo que había ganado en la rifa de la iglesia (Jube toqueteó su porción lo suficiente como para que pareciera que había comido algo); hubo más ponche de huevo para beber, un juego de cartas después del café y, cuando ya era muy tarde, Jube contó algunos de sus chistes. Finalmente, pensó que era hora de retirarse; le había dado a su ayudante el día libre, así que tendría que abrir el quiosco él mismo, y pronto, a la mañana siguiente.

Pero cuando se detuvo junto a la repisa mientras salía, Mickey ya no estaba.

—¡Mi reloj! —exclamó Jube.

—¿Qué vas a hacer con ese trasto ahora que tienes uno nuevo? —le preguntó Callie.

—Para mí tiene un valor sentimental —dijo Jube.

—Antes vi a Doughboy jugar con él —le explicó Warts—. Le gusta Mickey Mouse.

Shiner había metido a Doughboy en la cama hacía horas. Jube tuvo que subir. Encontraron el reloj en el pie de Doughboy y Shiner se deshizo en disculpas.

—Creo que lo ha roto —dijo el anciano.

—Es muy resistente —dijo Jube.

—Se ha puesto a hacer ruido —le dijo Shiner—, como un zumbido. Supongo que se habrá roto por dentro.

Por un momento, Jube no comprendió de qué estaba hablando. Entonces el temor reemplazó a la confusión.

—¿Zumbando? ¿Cuánto tiempo…?

—Un buen rato —dijo Shiner mientras se lo devolvía. Se oía un agudo y débil gemido procediendo del interior—. ¿Estás bien?

Jube asintió.

—Estoy cansado —dijo—. Feliz Navidad.

Y después se precipitó escaleras abajo tan rápido como pudo.

Corrió hacia la carbonera de su frío y oscuro apartamento. Dentro, tal y como esperaba, el comunicador estaba de color violeta brillante, el código de la Red para las emergencias extremas. Tenía los corazones en la boca. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Horas y horas…; y todo aquel rato había estado de fiesta. Sintió náuseas. Se dejó caer en la silla y tecleó en la consola para reproducir el mensaje que se había grabado. El holocubo se iluminó por dentro, con un resplandor de luz violeta. En el centro estaba Ekkedme, con las piernas traseras plegadas bajo él, de modo que parecía que estuviera agachado. La ninfa embe se encontraba en un evidente estado de gran agitación; los cilios que le cubrían la cara temblaban al sentir el aire y los palpos en lo alto de su diminuta cabeza giraban con frenesí. Mientras Jube observaba, el fondo violeta del código se disipó y apareció el abarrotado interior de un monoplaza. «¡La Madre!», gritó Ekkedme en la lengua del comercio, forzando las palabras a través de sus espiráculos con un sibilante acento embe. El holograma se desvaneció a causa de la estática.

Cuando se reintegró un segundo después, el embe dio un repentino vuelco hacia un lado, alargó una de las extremidades delanteras, fina como una ramita, y apretó una bola negra lisa contra el pálido pelaje blanco de su pecho quitinoso. Empezó a decir algo pero, por debajo de él, la pared del monoplaza se dobló hacia dentro con un horrible chirrido metálico y se desintegró por completo. Jube contempló con horror cómo el aire, los instrumentos y el embe eran absorbidos hacia las frías e impasibles estrellas. Ekkedme se estrelló contra un mamparo irregular y se deslizó aún más arriba, agarrándose a la bola mientras sus patas traseras buscaban con desespero dónde aferrarse. Un remolino de luz recorrió la superficie de la esfera y se expandió. Una veloz marea negra envolvió al embe; cuando se retiró, él ya no estaba. Jube se atrevió a retomar la respiración.

La transmisión se cortó abruptamente un instante después. Jube pulsó una tecla para volver a verla, esperando que se le hubiera pasado algo por alto. Sólo pudo llegar hasta la mitad y entonces se levantó, corrió al lavabo y regurgitó el ponche de huevo de toda la noche. Cuando volvió ya estaba más sereno. Tenía que pensar, tenía que manejar las cosas con calma. El pánico y la culpa no le llevarían a ninguna parte. Incluso si hubiera llevado puesto el reloj, no habría llegado a tiempo para recibir la llamada, no había nada que pudiera haber hecho, de todos modos. Además, Ekkedme había escapado con el modulador de singularidad, Jube lo había visto con sus propios ojos; lo más seguro era que su colega hubiera conseguido ponerse a salvo…, sólo que…, de ser así…, ¿dónde estaba?

Jube miró a su alrededor lentamente y comprobó que el embe no había aterrizado allí. ¿Pero dónde más podía haber ido? ¿Cuánto podría sobrevivir en esta gravedad? ¿Y qué le había sucedido estando en órbita?

Decidido, conectó con los escáneres de los satélites. Eran seis sofisticados dispositivos del tamaño de una pelota de golf equipados con sensores rindarios. Ekkedme los había usado para monitorizar los patrones climáticos, la actividad militar y las transmisiones de radio y televisión pero también tenían otros usos. Jube hizo un metódico barrido por los cielos, en busca de la nave monoplaza, pero donde debería haber estado sólo encontró escombros esparcidos.

De repente, se sintió muy solo.

Ekkedme había sido… bueno, no un amigo, no del modo en que los humanos de los pisos de arriba eran amigos, ni siguiera tan cercano como Chrysalis o Crabcakes, pero… Sus especies tenían poco en común, la verdad. Ekkedme era un tipo extraño y solitario, enigmático y poco comunicativo; y veintitrés años en órbita, recluido en los estrechos confines de su nave monoplaza, sin ninguna otra ocupación salvo la meditación y la vigilancia, sólo habían hecho que la ninfa resultara aún más extraña. No obstante, era precisamente por eso por lo que había sido elegido de entre todos por el Señor del Comercio para designarle cuando llegó la Oportunidad tiempo ha, en el año humano de 1952, para observar los resultados del gran experimento taquisiano. Le asaltaron los recuerdos. La enorme nave espacial de la Red había orbitado alrededor del pequeño planeta verde todo aquel verano, sin encontrar apenas nada de interés. La civilización nativa era prometedora pero apenas más avanzada que en la visita anterior, unos pocos siglos antes. Y el tan cacareado virus taquisiano, el wild card, parecía haber producido un gran número de rarezas, tullidos y monstruos. Pero al Señor del Comercio le gustaba cubrir todos los frentes, así que cuando la Oportunidad partió, dejó atrás a dos observadores: al embe en órbita y a un xenólogo en la superficie. Al Señor del Comercio le pareció divertido esconder a su agente a plena vista, en las calles de la ciudad más grande del mundo. Y para Jhubben, que había firmado un contrato de servicios para toda la vida por la oportunidad de viajar a mundos lejanos, era una ocasión extraordinaria de desempeñar un trabajo importante.

Sin embargo, hasta ese momento, siempre había existido la certeza de que algún día la Oportunidad regresaría, que algún día volvería a experimentar el vuelo estelar y que incluso quizá retornaría a los glaciares y las ciudades de hielo de Glabber, bajo su sol rojo. Ekkedme, la ninfa embe, nunca había acabado de ser un amigo pero sí algo igual de importante. Habían compartido un pasado. Sólo Jube sabía que el embe estaba allí, observando y escuchando; sólo Ekkedme sabía que Jube, la Morsa, el vendedor de periódicos joker era en verdad Jhubben, un xenólogo de Glabber. La ninfa había supuesto una conexión con su pasado, con su mundo natal y su gente, con la Oportunidad y la propia Red, con las ciento treinta y siete especies miembro repartidas por más de mil mundos.

Jube miró el nuevo reloj que sus amigos le habían regalado. Pasaban de las dos. El mensaje se había recibido justo antes de las ocho. Nunca había usado un modulador de singularidad: era un instrumento embe experimental alimentado por un miniagujero negro y capaz de funcionar como un campo de estasis, un dispositivo de teletransporte e incluso como una fuente de energía, pero era carísima y la Red custodiaba celosamente sus secretos. No aspiraba a entender su funcionamiento, pero debería haber llevado a Ekkedme allí, donde Jhubben pudiera ayudarle. Si el modulador había funcionado mal, podría haber teleportado al embe al vacío espacial o al fondo del océano o… bueno, a cualquier lugar fuera de su alcance.

Sacudió su enorme cabeza. ¿Qué podía hacer? Si Ekkedme seguía vivo, acabaría llegando hasta él. Jube era incapaz de ayudarle. Entre tanto, tenía un problema más apremiante: algo o alguien había descubierto, atacado y destruido la nave monoplaza. Los humanos no tenían tecnología ni motivo algunos. Quienquiera que fuera no cabía duda de que no era amigo de la Red y, si eran conscientes de su existencia, también podrían venir tras él. De pronto deseó no haberle dado su arma a Doughboy.

Observó la transmisión una última vez, con la esperanza de encontrar una pista de algún enemigo desconocido. No había nada, excepto… «¡La Madre!», había dicho Ekkedme. ¿Qué significaba eso? ¿Era alguna especie de invocación religiosa embe o simplemente una expresión de sorpresa? Jube pasó las siguientes horas flotando en su bañera, pensando. No se recreó en aquellos pensamientos pero la lógica era ineludible. La Red tenía muchos enemigos, dentro y fuera, pero sólo un rival verdaderamente poderoso en este sector del espacio y sólo uno que pudiera estar tan violentamente contrariado como para poner a la Tierra bajo observación: una especie tan parecida y tan diferente a la humana, imperiosa y distante, racista, implacablemente sanguinaria y capaz de cualquier atrocidad, a juzgar por lo que le habían hecho a la Tierra y por lo que tan a menudo se hacían entre ellos.

Cuando se acercó el alba y se vistió tras una noche de insomnio, Jube estaba casi convencido: lo que había visualizado sólo podía haberlo hecho una nave simbionte taquisiana. «¿Con la lanza espectral o el láser?», se preguntó. No era experto en asuntos marciales.

Era un día gris y deprimente; casaba a la perfección con el estado de ánimo de Jube mientras abría el quiosco. No había mucho movimiento. Poco después de las ocho el Dr. Tachyon bajó por Bowery, luciendo un abrigo de pelo blanco y limpiándose una mancha de huevo del cuello.

—¿Va todo bien, Jube? —preguntó Tachyon cuando se paró a comprar un Times—. No tienes buen aspecto.

Le costó encontrar las palabras.

—Ah, sí. Un amigo mío…, ehm, ha muerto.

Observó el rostro de Tachyon en busca de algún destello de culpa, un sentimiento que se percibe con facilidad en los taquisianos; de haber sabido algo, el doctor se habría puesto en evidencia.

—Lo siento —dijo Doc con voz sincera y llena de empatía—. Yo también he perdido a alguien esta semana, un ordenanza de la clínica. Tengo la terrible sospecha de que lo han asesinado. Uno de mis pacientes desapareció el mismo día, un hombre llamado Spector. —Suspiró—. Y ahora la policía quiere que le haga la autopsia a un pobre joker que encontraron en un contenedor en Chelsea. El tipo parece un saltamontes peludo, según me ha dicho McPherson. Lo que le convierte en uno de los míos, ¿sabes? —Meneó la cabeza, cansado—. Bueno, van a tener que mantenerle en hielo hasta que pueda organizar la búsqueda del señor Spector. Mantén las orejas abiertas, Jube, y avísame si oyes algo, ¿vale?

—¿Un saltamontes, has dicho? —Jube intentó que su voz sonara despreocupada—. ¿Un saltamontes peludo?

—Sí —dijo Tach—, espero que no sea algún conocido tuyo.

—No estoy seguro —añadió rápido—, quizá debería ir y echar un vistazo. Conozco a muchos jokers.

—Está en el depósito, en la Primera Avenida.

—No sé si podré soportarlo, tengo el estómago un poco revuelto, Doc. ¿Qué clase de lugar es ese depósito?

Tachyon lo tranquilizó diciéndole que no había nada que temer. Para disipar cualquier recelo, describió la morgue y sus gestiones. Jube memorizó cada detalle.

—No suena tan mal —dijo por fin—. Puede que vaya a echar un ojo, por si es, ehm, el tipo que conozco.

Tachyon asintió, ausente, con la mente en otros problemas.

—¿Sabes? —le dijo a Jube—. Ese hombre, Spector, el paciente que ha desaparecido, cuando me lo trajeron estaba muerto. Le salvé la vida. De no haberlo hecho, Henry tal vez seguiría vivo. Aunque no tengo ninguna prueba, claro.

El taquisiano dobló el Times bajo el brazo y se alejó trabajosamente por el aguanieve.

«Pobre Ekkedme», pensó Jube. Morir tan lejos de casa… No tenía idea de qué tipo de costumbres funerarias practicaban los embe. No había tiempo para duelos. Tachyon no sabía nada, eso estaba claro; y lo más importante: no debía saber nada. La presencia de la Red en la Tierra tenía que mantenerse en secreto a toda costa. Si el taquisiano le hacía la autopsia, lo descubriría, no cabía duda. Tachyon había aceptado a Jube como joker, y ¿por qué no? Parecía tan humano como la mayoría de los jokers y había estado en Jokertown más tiempo que el propio Doc. Glabber era un lugar atrasado, pobre y oscuro; no tenía ninguna nave estelar propia y apenas un centenar de glabberianos habían servido en las grandes naves de la Red. Las posibilidades de que reconociera a Jhubben eran poco más que inexistentes. Pero los embe ocupaban una docena de mundos y sus naves eran conocidas en otros cien; eran una parte tan importante de la Red como los ly’bahr, los kodikki, los aevre o incluso los Señores del Comercio. Con una simple ojeada a aquel cuerpo, Tachyon lo sabría.

Jube empezó a dar saltitos, sintiendo los primeros y leves ataques de pánico. Tenía que hacerse con aquel cadáver antes de que Tachyon lo viera. Y con el dispositivo; ¿cómo podía haberse olvidado de eso? Si un artefacto tan valioso como un modulador de singularidad caía en manos taquisianas, las consecuencias podían llegar a ser nefastas. Pero ¿cómo lograr todo aquello?

Un hombre al que nunca antes había visto se paró delante del quiosco. Jube le miró distraído.

—¿Quiere un periódico?

—Uno de cada —dijo el hombre—, como siempre.

Tardó un poco en captarlo pero, cuando lo hizo, Jube supo que tenía la respuesta.

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