por Walter Jon Williams
Prólogo
La carne quemada por la atmósfera seguía humeando. El líquido vital caliente le salía por los espiráculos; intentó cerrarlos, para retener el líquido que le quedaba, pero había perdido la capacidad de controlar la respiración. Sus fluidos se habían sobrecalentado durante el descenso y habían salido expulsados desde los diafragmas como el vapor de una olla a presión.
Unas luces parpadearon desde el extremo del callejón y le deslumbraron. En sus oídos crepitaban unos fuertes sonidos. Su sangre humeaba en el cemento al enfriarse.
La Madre del Enjambre había detectado su nave y le había golpeado con una enorme carga de partículas generada en el monstruoso cuerpo planetoide de la criatura. Había pocas probabilidades de que pudiera contactar con Jhubben en la superficie del planeta antes de que la quitina de su nave quedara destrozada. Se había visto forzado a coger el modulador de singularidad, la fuente de energía experimental de su raza, y saltar al oscuro vacío; pero el modulador se había dañado en el ataque y había sido incapaz de controlarlo, por lo que acabó ardiendo en el descenso.
Trató de hacer acopio de toda su concentración para regenerar la carne pero no lo logró. Se dio cuenta de que se estaba muriendo.
Necesitaba detener el drenaje de su vida. Cerca había un contenedor grande metálico con una tapa con bisagras. Hizo rodar su cuerpo por la húmeda superficie del cemento —una tórrida agonía— y se enganchó con la pierna que tenía intacta a la tapa del contenedor. La pierna, diseñada para saltar al cielo de su mundo de escasa gravedad, era poderosa y, en ese momento, su única esperanza. Movió su peso contra la opresiva gravedad y levantó el cuerpo a la altura de la pierna colgada. Los nervios crispados aullaron en su interior y el fluido salpicó el exterior del contenedor.
Cayó dentro haciendo resonar el metal. Algunas sustancias crujieron bajo él. Alzó los ojos a la noche que brillaba con infrarrojos reflejados. Había trocitos de materia orgánica machacados y aplanados y con tintes estampados; los agarró con sus palpos y cilios, rompiéndolos en tiras y colocándolos en sus espiráculos goteantes. La hemorragia se detuvo.
Le llegaron olores orgánicos. Allí había habido vida, pero había muerto.
Palpó su abdomen en busca del modulador, sacó el dispositivo y lo apretó contra su pecho desgarrado. Si pudiera detener el tiempo por un rato, podría sanarse. Después trataría de dar con Jhubben como fuera. Quizá, si el modulador no estaba demasiado dañado, podría dar un salto corto a las coordenadas de Jhubben.
El aparato zumbaba. Unas extrañas efusiones de luz, un efecto colateral, produjeron suaves parpadeos en la oscuridad del contenedor. El tiempo pasó.
—Pues anoche me llamó mi vecina Sally… —Desde el interior de su cápsula del tiempo, captó el débil sonido de aquella voz, que reverberó de forma tenue dentro de su cráneo—. Y Sally me dice, «Hildy», me dice, «acabo de recibir noticias de mi hermana Margaret, la que está en California. ¿Te acuerdas de Margaret?», me dice. «Fue contigo al colegio, al St. Mary’s», me dice.
Hubo un golpe sordo en el metal, cerca de sus palpos auditivos. Apareció una silueta contra la reluciente noche y luego unos brazos que se dirigían hacia él.
El dolor agónico volvió. Gimió con un siseo. Los toqueteos subían por su cuerpo.
—«Claro que me acuerdo de Margaret», le digo. Iba un curso por detrás de mí. Las hermanas siempre la perseguían porque no paraba de mascar chicle.
Algo intentaba apoderarse de su modulador. Lo apretó contra él, intentando protestar.
—Eso es mío, amiguito —dijo la voz rápido y con furia—. Yo lo he visto primero.
Vio un rostro: la carne pálida y tiznada de mugre, los dientes al descubierto y unos cilios grises colgando por debajo de una extrusión inorgánica.
—No me lo… —dijo—. Me estoy muriendo.
La criatura le arrebató el modulador con una llave. El calor le abandonó y gritó, sintiendo el lento y frío retorno de la muerte.
—Cállate. Es mío.
El dolor empezó a palpitar despacio por todo su cuerpo.
—No lo entiendes —dijo—. Hay una Madre del Enjambre cerca de vuestro planeta.
La voz musitaba y dentro del contenedor las cosas crujían y resonaban.
—«Pues Margaret», me dice Sally, «se casó con un ingeniero de Boeing. Y ganan por lo menos cincuenta de los grandes al año. Vacaciones en Hawái, en las Islas Vírgenes… Por el amor de Dios», me dice.
—Por favor, escucha. —El dolor iba en aumento. Sabía que le quedaba muy poco tiempo—. La Madre del Enjambre ya ha desarrollado inteligencia. La identifiqué y ella lo percibió y me atacó de inmediato.
—«Pero a mi familia y a mí no tiene que darnos nada», me dice Sally. «Está en la otra maldita costa», me dice.
El cuerpo del herido sudaba lágrimas escarlatas.
—El siguiente estadio será un Enjambre de primera generación. Pronto vendrán a vuestro planeta, dirigidos por la Madre del Enjambre. Por favor, escúchame.
—«Así que saco a mamá de la beneficencia y la meto en un bonito apartamento», dice Sally. «Pero la beneficencia quiere que Margaret y yo le demos a mamá cinco dólares más al mes. Y Margaret resulta que no tiene dinero», me dice. «La vida en California es muy cara», me dice.
—Estáis en grave peligro. Por favor…
El metal retumbó de nuevo. La voz se fue haciendo cada vez más débil, como si se alejara.
—«Pues a ver lo fáciles que son las cosas aquí», me dice Sally. «Tengo cinco hijos, dos coches y una hipoteca, y Bill dice que en la agencia están en un callejón sin salida», me dice.
—El Enjambre. El Enjambre. ¡Decídselo a Jhubben!
La otra se fue y él se moría. Lo que tenía debajo se estaba empapando de sus fluidos.
Respirar era una agonía.
—Aquí hace mucho frío —dijo. Cayeron lágrimas del cielo que repicaron contra el metal. Lágrimas con ácido.