Alguien llamó a la puerta. Vestido con un par de bermudas a cuadros y una camiseta de los Brooklyn Dodgers, Jube recorrió con sigilo el sótano y espió a través de la mirilla.
El Dr. Tachyon estaba en el descansillo, con un traje blanco de verano con amplias solapas encima de una camisa verde intenso. Su corbatín naranja hacía juego con el pañuelo del bolsillo y la larga pluma del sombrero blanco. Sostenía una bola de jugar a bolos.
Jube descorrió el cerrojo, retiró la cadena, levantó el gancho, giró la llave de la cerradura y pulsó el botón del medio del pomo. La puerta se abrió. El Dr. Tachyon entró con desenvoltura en el apartamento, pasándose la bola de una mano a la otra. Después la lanzó por el suelo de la sala de estar; fue a descansar contra la pata del transmisor de taquiones. Tachyon saltó y entrechocó los talones de sus botas en el aire.
Jube cerró la puerta, pulsó el botón, giró la llave, bajó el gancho, pasó la cadena y echó el cerrojo antes de darse la vuelta. El hombre pelirrojo se quitó ceremoniosamente el sombrero e hizo una reverencia.
—El Dr. Tachyon, a su servicio —dijo.
Jube emitió un gorgoteante sonido de consternación.
—Los príncipes taquisianos nunca están al servicio de nadie. Y el blanco no es su color, es demasiado, ehm, falto de color. ¿Hay algún problema?
El hombre se sentó en un sofá.
—Aquí hace un frío que pela —se quejó—. ¿Y a qué huele? No estarás intentando guardar ese cuerpo que te di, ¿no?
—No —dijo Jube—. Sólo es, ehm, un poco de carne que se ha puesto mala.
La silueta del hombre empezó a ondular y hacerse borrosa. En un abrir y cerrar de ojos había crecido veinte centímetros y ganado más de veinte kilos, el pelo rojo se había vuelto largo y gris, los ojos lilas se habían vuelto negros y una barba rala había brotado de una mandíbula cuadrada.
Se cogió la rodilla con las manos.
—Ningún problema, en absoluto —declaró en una voz mucho más grave que la de Tachyon—. Me presenté allí como una araña con cabeza humana y les dije que tenía pie de atleta. A ocho de ellos. Nadie tocaría un caso así, salvo Tachyon, de modo que me metieron detrás de una cortina y fueron a buscarle. Me convertí en la enfermera Ratched y me escabullí al vestuario de mujeres desde el laboratorio. Cuando lo llamaron, él fue al sur y yo al norte, con su cara. Si alguien estaba mirando los monitores de seguridad, vieron al Dr. Tachyon entrando a su laboratorio, eso es todo. —Alzó las manos apreciativamente, girándolas arriba y abajo—. Es una sensación de lo más extraña. Quiero decir, puedo ver mis manos cuando ando, mis nudillos hinchados, el pelo en los nudillos, las uñas sucias. Obviamente, me envuelve alguna clase de transformación física, y cada vez que paso por delante de un espejo, veo quien se supone que soy, como todos los demás. —Se encogió de hombros—. La bola estaba tras una mampara de cristal. La había estado examinando con escáneres, manipuladores remotos, rayos X, cosas así. Me la metí debajo del brazo y me largué tan campante.
—¿Te dejaron salir y ya está? —Jube no podía creérselo.
—Bueno, no exactamente. Pensé que ya estaba libre cuando Troll pasó a mi lado y me dio las buenas tardes del modo más amable que puedas imaginarte. Incluso pellizqué a una enfermera y actué en plan culpable con asuntos que no eran mi culpa, lo que me imaginé que acabaría de asegurar las cosas. —Se aclaró la garganta—. Después el ascensor llegó al primer piso y cuando estaba saliendo, el auténtico Tachyon apareció. Me dio un buen susto.
Jube se rascó un colmillo.
—¿Qué hiciste?
Croyd se encogió de hombros.
—¿Qué podía hacer? Estaba justo delante de mí, mi poder no le engañaría ni por un momento. Me convertí en Teddy Roosevelt, esperando que aquello pudiera confundirle, deseando con todas mis fuerzas estar en cualquier otro lado. Y de repente, allí estaba.
—¿Dónde? —Jube no estaba seguro de querer saberlo.
—En mi antiguo colegio —dijo Croyd con timidez—. Noveno curso, clase de álgebra. El mismo pupitre en el que me sentaba cuando Jetboy estalló sobre Manhattan en el 46. Tengo que decir que no recuerdo que ninguna de las chicas tuviera ese aspecto cuando estaba en noveno. —Sonaba un poco triste—. Me habría quedado en la clase, pero causó cierta conmoción ver a Teddy Roosevelt apareciendo en clase apretando una bola para jugar a los bolos. Así que me fui y aquí estoy. No te preocupes, he cambiado dos veces de metro y cuatro de cuerpo. —Se puso de pie, estirándose—. Morsa, tengo que admitir que nunca es aburrido trabajar para ti.
—Tampoco es que te pague el salario mínimo —dijo Jube.
—Ahí le has dado —admitió Croyd—. Y ahora que lo mencionas…, ¿conoces a Veronica? Una de las chicas de Fortunato. He tenido la idea de llevarla al Aces High y ver si puedo hablar con Hiram para que nos sirva su costillar de cordero.
Jube tenía las gemas en el bolsillo. Las contó en la mano del Durmiente.
—Sabes que podrías haberte quedado el dispositivo —dijo Jube cuando los dedos de Croyd se cerraron sobre su sueldo—. Quizá obtenido algo más de otra persona.
—Esto es de sobras —dijo Croyd—. Además, no juego a los bolos. Nunca aprendí a llevar la cuenta. Creo que tiene que ver con el álgebra.
Su silueta osciló brevemente y de repente Jimmy Cagney estaba allí de pie, vestido con un elegante traje azul claro con una flor en la solapa. Mientras subía las escaleras a la calle, empezó a silbar el tema central de un viejo musical llamado Never Steal Anything Small.
Jube cerró la puerta, pulsó el botón, giró la llave, bajó el gancho y pasó la cadena. Mientras echaba el cerrojo oyó unas suaves pisadas detrás de él y se giró.
Rojo estaba temblando dentro de una camisa hawaiana amarilla y verde robada del armario de Jube. Había perdido toda su ropa en el ataque a los Cloisters. La camisa era tan grande que parecía un balón deshinchado.
—¿Ése es el chisme? —preguntó.
—Sí —contestó Jube. Cruzó la habitación y levantó la esfera negra con cuidadosa reverencia. Era cálida al tacto. Jube había visto la rueda de prensa televisada cuando el Dr. Tachyon volvió del espacio para anunciar que la Madre del Enjambre ya no era una amenaza. Tachyon habló con elocuencia y en detalle sobre su joven colega Mai y su gran sacrificio, su coraje en el interior de la Madre, su generosa humanidad. Jhubben se encontró más interesado en lo que el taquisiano no había dicho. Le restó importancia a su propio papel en todo el asunto y no mencionó cómo Mai había conseguido entrar en el interior de la Madre del Enjambre para efectuar la fusión de la que hablaba tan conmovedoramente. Los reporteros parecieron asumir que Tachyon simplemente había volado con Baby hasta la Madre y había atracado allí. Jube sabía más.
Cuando el Durmiente despertó, decidió seguir una corazonada.
—Odio decirlo pero a mí me parece que es una bola para jugar a los bolos —dijo Rojo amigablemente.
—Con esto puedo enviar las obras completas de Shakespeare a la galaxia que llamáis Andrómeda —le explicó Jube.
—Amigo mío —dijo Rojo—, sólo nos las devolverían y te dirían que no se ajustan a sus actuales necesidades.
Estaba en mucho mejor forma ahora que cuando apareció en el portal de Jube tres semanas después de que los ases hubieran destrozado el nuevo templo, vestido con un horroroso poncho apolillado, guantes de trabajo, una máscara de esquiar que le tapaba toda la cara y unas gafas de sol. Jube no le reconoció hasta que se quitó las lentes para mostrar la piel roja alrededor de los ojos. «Ayúdame», le dijo, y después se desplomó. Jube lo arrastró al interior y cerró la puerta. Rojo había estado demacrado y febril. Tras huir de los Cloisters (Jube se había perdido todo el asunto, algo de lo que estaba profundamente agradecido), Rojo había puesto a Kim Toy en un autobús a San Francisco, donde tenía unos viejos amigos en Chinatown que la esconderían. Pero la idea de ir con ella era inadmisible: su piel le hacía demasiado reconocible; sólo en Jokertown podría encontrar el anonimato. Se le había acabado el dinero al cabo de diez días en la calle y desde entonces había estado comiendo en los cubos de basura detrás de Hairy’s. Con Roman arrestado y Matthias muerto (pulverizado por algún as nuevo cuyo nombre había sido cuidadosamente ocultado a la prensa), el resto del círculo interior eran objeto de una cacería en toda la ciudad.
Jube podría haberse desentendido. En cambio, le alimentó, le limpió y le cuidó hasta que recuperó la salud. Dudas y recelos le corroían. Algo de lo que había aprendido sobre los masones le aterraba y los grandes secretos que se entreveían eran mucho, mucho peor. Quizá debería llamar a la policía. El capitán Black se había quedado horrorizado por la participación de uno de sus hombres en la conspiración y había jurado en público atrapar a todos y cada uno de los masones de Jokertown. Si encontraban a Rojo allí, las cosas irían mal para Jube.
Pero recordaba la noche en que él y otros doce habían sido iniciados en los Cloisters, recordaba la ceremonia, las máscaras de halcón y chacal y el frío resplandor de lord Amón al alzarse por encima de ellos, austero y terrible. Recordaba el sonido de TIAMAT cuando los iniciados pronunciaron la palabra por primera vez, y recordaba la fábula que el Venerable Maestro les contó acerca de los sagrados orígenes de la Orden, de Giuseppe Balsamo, llamado Cagliostro, y el secreto que le había confiado el Hermano Refulgente en un bosque inglés.
Ningún otro secreto se reveló aquella noche de noches. Jube sólo era un iniciado de primer grado y las más altas verdades se reservaban para el círculo interior. Pero aquello había sido suficiente: sus sospechas se habían confirmado y cuando Rojo en su delirio había mirado al otro lado de la habitación de Jube y gritado «¡Shakti!» la certeza había sido absoluta.
No podía abandonar al masón al destino que merecía. Los padres no abandonaban a sus hijos, por muy depravados y corruptos que devinieran con el paso de los años. Los hijos podían ser retorcidos, confusos e ignorantes, pero seguían siendo sangre de tu sangre, el árbol nacido de tu semilla. Un profesor no abandonaba a su alumno. No había nadie más; la responsabilidad era suya.
—¿Vamos a estar aquí de pie todo el día? —preguntó Rojo mientras el modulador de singularidad hormigueaba entre las palmas de las manos de Jube—. ¿O vemos si funciona?
—Perdona —dijo Jube.
Levantando un panel curvado del transmisor de taquiones, deslizó el modulador en el campo matricial. Empezó a alimentarse de su célula de fusión y observó cómo el flujo de energía envolvía el modulador. Un fuego de San Telmo recorrió de arriba abajo la extraña geometría de la máquina. Las lecturas fluyeron sobre una brillante superficie metálica en una secuencia puntiaguda que Jube había medio olvidado y desapareció en unos ángulos que parecían haberse combado del modo equivocado.
Rojo volvió de golpe al catolicismo irlandés y se santiguó.
—Jesús, María y José.
«Funciona», pensó Jhubben. Debería haber estado exultante. En cambio, se sentía débil y confuso.
—Necesito una copa —dijo Rojo.
—Hay una botella de ron añejo debajo del fregadero.
Rojo encontró la botella y llenó dos vasos con ron y hielo picado. Bebió el suyo de un trago. Jube se sentó en el sofá, vaso en mano, y miró detenidamente el transmisor de taquiones, que emitía un sonido agudo y leve apenas audible bajo el rumor del aire acondicionado.
—Morsa —dijo Rojo después de rellenarse el vaso—. Te había tomado por un lunático. Un lunático amigable, claro, y te estoy agradecido por acogerme y todo, estando la policía detrás de mí como está. Pero cuando te vi construir tu propia máquina shakti, bueno, quién me culparía por pensar que andabas un poco escaso de materia gris. —Bebió un trago de ron—. La tuya es cuatro veces mayor que la de Kafka —dijo—. Parece un prototipo malo, pero nunca vi que la de la cucaracha se iluminara de esta manera.
—Es más grande porque la construí con piezas electrónicas primitivas —le explicó Jube. Extendió las manos; tres dedos gordos y un pulgar grueso y chato—. Y estas manos son incapaces de hacer ningún trabajo delicado. El dispositivo de los Cloisters se habría encendido con la energía adecuada. —Miró a Rojo—. ¿Cómo esperaba hacer eso el Venerable Maestro?
Rojo meneó la cabeza.
—No te lo puedo decir. Eres un príncipe que me ha salvado mi dulce culete rojo, lo sé, pero aún eres un príncipe de primer grado, ya me entiendes.
—¿Podría un iniciado de primer grado construir una máquina shakti? —le preguntó Jube—. ¿Cuántos grados pasaste antes de que te explicaran siquiera que el dispositivo existía? —Meneó la cabeza—. No importa, me sé el chiste. ¿Cuántos jokers se necesitan para encender una bombilla? Uno, mientras su nariz sea de corriente alterna. El Astrónomo iba a dotar de energía a la máquina él mismo.
La expresión de la cara de Rojo fue toda la confirmación que Jube necesitaba.
—Se suponía que el shakti de Kafka otorgaría a la Orden el dominio sobre la Tierra —dijo el masón.
—Ya —dijo Jube.
El Hermano Refulgente entregó el secreto a Cagliostro en el bosque y le dijo que lo mantuviera a salvo, que lo transmitiera de generación en generación hasta la llegada de la Hermana Oscura. Probablemente el Hermano Refulgente había entregado a Cagliostro otros artefactos; sin duda le había entregado una fuente poder, no había modo de que el wild card taquisiano hubiera sido previsto hacía dos siglos:
—Inteligente —dijo Jube en voz alta—, sí, pero aun así un hombre de su tiempo. Primitivo, supersticioso, avaricioso. Usó las cosas que le entregó para el beneficio personal.
—¿Quién? —preguntó Rojo, confuso.
—Balsamo —respondió Jube. Balsamo se inventó el resto: el mito egipcio, los grados, los rituales. Cogió las cosas que le habían explicado y las retorció para su propio uso—. El Hermano Refulgente era un ly’bahr —anunció.
—¿Qué? —dijo Rojo.
—Un ly’bahr. Son cíborgs, Rojo, más máquina que carne, increíblemente poderosos. Los jokers del espacio, no hay dos que se parezcan y no te gustaría encontrarte con uno de ellos en un callejón. Algunos de mis mejores amigos son ly’bahr. —Se dio cuenta de que estaba parloteando pero fue incapaz de parar—. Oh, sí, podría haber sido alguna otra especie, quizá un kreg, o incluso uno de mi raza con un traje espacial de metal líquido. Pero creo que fue un ly’bahr. ¿Sabes por qué? TIAMAT.
Rojo se limitó a mirarle.
—TIAMAT —repitió Jhubben; no quedaba en él ni rastro del quiosquero, ni en la voz ni en los gestos, hablaba como debería hablar un científico de la Red—. Una deidad asiria, lo busqué. ¿Por qué llamar a la Hermana Oscura por ese nombre? ¿Por qué no Baal o Dagon o uno de los otros diosecillos de pesadilla que los humanos habéis inventado? ¿Por qué la definitiva palabra de poder es asiria cuando el resto de la mitología que Cagliostro eligió es egipcia?
—No lo sé —dijo Rojo.
—Yo sí. Porque TIAMAT se parece vagamente a algo que el Hermano Refulgente dijo: Thyat M’hruh. «Oscuridad para la raza». El término ly’bahr para el Enjambre. —Jube rió. Había estado contando chistes durante treinta y tantos años pero ninguno le había hecho reír de verdad como ése. Sonaba como el graznido de una foca—. El Señor del Comercio nunca os habría dado el dominio del mundo, no damos nada gratis. Pero os lo habría vendido.
Habríais sido una élite de altos sacerdotes, con dioses que de verdad escucharían y producirían milagros a petición.
—Estás loco, amigo mío —dijo Rojo con jocosidad forzada—. El dispositivo shakti iba a…
—«Shakti» sólo significa «poder» —dijo Jhubben—. Es un transmisor de taquiones y eso es lo único que ha sido siempre. —Se levantó del sofá y se movió pesadamente para situarse junto a la máquina—. Setekh la vio y me perdonó. Pensó que era un extraviado, un residuo de alguna rama extinguida. Probablemente sintió que sería sabio mantenerme cerca por si algo le pasaba a Kafka. Estaría aquí ahora, pero cuando TIAMAT se dirigió a las estrellas, el dispositivo shakti debió de parecerle en cierto modo irrelevante.
—Claro, ¿y no es así?
—No. El transmisor ha sido calibrado. Si envío la llamada, la oirán en el puesto avanzado más próximo de la Red en cuestión de semanas. Unos pocos meses después, la Oportunidad vendrá.
—¿Qué oportunidad, hermano? —preguntó Rojo.
—El Hermano Refulgente vendrá —le explicó Jhubben—. Su carruaje es del tamaño de la isla de Manhattan, y ejércitos de ángeles y demonios y dioses luchan a su entera disposición. Más les vale; tienen contratos que los atan, todos ellos.
Rojo entornó los ojos, bizqueando.
—¿Me estás diciendo que no se ha acabado? Aún puede pasar, incluso sin la Hermana Oscura.
—Podría, pero no pasará —dijo Jube.
—¿Por qué no?
—No tengo intención de enviar la llamada. —Quería que Rojo lo entendiera—. Pensaba que éramos la caballería. Los taquisianos usaron a tu raza como cobayas. Pensaba que éramos mejor que eso pero no lo somos. ¿No lo ves, Rojo? Sabíamos que venía pero no habríamos sacado ningún provecho si nunca llegaba, y la Red nunca da nada gratis.
—Creo que lo voy pillando —dijo Rojo. Cogió la botella, pero el ron se había acabado—. Necesito otra copa, ¿y tú?
—No.
Rojo fue a la cocina. Jube le oyó abrir y cerrar armarios. Cuando salió, tenía un enorme cuchillo en las manos.
—Envía el mensaje —dijo.
—Fui a ver a los Dodgers una vez —le dijo Jube. Estaba cansado y decepcionado—. Tres strikes y estás fuera de juego, ¿se dice así? Los taquisianos, mi propia cultura y ahora la humanidad. ¿Hay alguien que se preocupe por algo más que no sea él mismo?
—Lo digo en serio, Morsa. No quiero hacer esto, hermano, pero los irlandeses somos un hatajo de tercos. Oye, los polis nos están persiguiendo ahí fuera. ¿Qué clase de vida crees que es ésa para mí y para Kim Toy? Si se trata de elegir entre comer de cubos de basura y dominar el mundo, siempre me quedaré con el mundo. —Agitó el cuchillo—. Envía el mensaje. Después nos olvidaremos de esto y podremos pedir una pizza y contarnos algunos chistes, ¿vale? Puedes ponerte carne podrida en tu mitad.
Jube rebuscó bajo su camisa y sacó una pistola. Era de un intenso tono rojo y negro, traslúcido, con líneas suaves y sensuales y algo perturbadoras, y un cañón tan fino como un lápiz. En su interior parpadeaban unos puntos de luz y se ajustaba a la mano de Jube a la perfección.
—Basta, Rojo —dijo—. No serás tú quien domine el mundo. Será el Astrónomo, y Deceso, o tíos exactamente igual que ellos. Son unos cabrones, tú mismo me lo dijiste.
—Todos somos unos cabrones. Y los irlandeses no somos tan tontos como dicen: eso es una pistola de juguete, amigo mío.
—Se la di al chico de arriba por Navidad —dijo Jube—. Su tutor me la devolvió. No la rompió, ya ves, pero el metal es tan duro que Doughboy rompía todo lo demás de la casa cuando jugaba con ella. Volví a ponerle la célula de energía y siempre que iba a los Cloisters la llevaba en un arnés. Me hacía sentir un poco más valiente.
—No quiero hacer esto.
—Tampoco yo —respondió Jhubben.
Rojo dio un paso al frente.
El teléfono sonó un buen rato. Por fin, alguien lo cogió al otro lado.
—¿Hola?
—Croyd —dijo Jube—, siento molestarte. Es sobre un cadáver…