Jube: Uno


Tras preparar el quiosco para la noche, Jube cargó su carrito de la compra con periódicos y emprendió su ronda rutinaria por los bares de Jokertown.

Con Acción de Gracias a menos de una semana, el frío viento de noviembre tenía un filo cortante cuando bajaba ululando por Bowery. Jube caminaba con dificultad, aguantando con una mano su maltrecho sombrero de media copa mientras que con la otra tiraba del carro de alambre de dos ruedas por la acera agrietada. Vestía unos pantalones lo bastante anchos como para albergar a toda una multitud y una camisa hawaiana azul cubierta de surfistas. Nunca llevaba abrigo. Jube vendía periódicos y revistas en la esquina de Hester Street con Bowery desde el verano de 1952 y no había llevado abrigo ni una sola vez. Siempre que le preguntaban al respecto, se reía mostrando los colmillos, se golpeaba la tripa y decía: «Éste es todo el aislamiento que necesito, sí, señor».

En el mejor de los casos, usando tacones, Jube Benson pasaba apenas un par de centímetros del metro y medio; pero una buena porción de aquel paquete compacto (casi ciento cuarenta kilos de carne aceitosa de un negro azulado) recordaba a la goma medio derretida. Tenía un rostro ancho y picado, el cráneo cubierto de mechones de pelo tieso de color rojo y dos pequeños colmillos curvados saliendo por debajo de las comisuras de la boca. Olía como a palomitas con mantequilla y sabía más chistes que cualquier otra persona en Jokertown.

Jube se contoneaba con brío, sonriendo a los peatones, pregonando sus periódicos a los coches que pasaban (incluso a aquellas horas, la calle principal de Jokertown estaba lejos de estar desierta). En La Casa de los Horrores, dejó una pila de Daily News al portero para que los repartiera a los clientes que se iban, junto con un Times para el propietario, Des. Un par de manzanas más abajo estaba el Club del Caos, donde dejó otro montón. Jube había guardado una copia del National Informer para Lambent; el portero lo cogió con una mano descarnada e incandescente.

—Gracias, Morsa.

—Léetelo entero —dijo Jube—. Dice que hay un nuevo tratamiento que convierte a los jokers en ases.

Lambent rió.

—Sí, seguro —dijo hojeando el periódico. Una lenta sonrisa apareció en su rostro fosforescente—. Eh, mira esto, Sue Ellen va a volver con J. R.

—Como siempre —dijo Jube.

—Esta vez va a tener su bebé joker —dijo Lambent—. Dios, qué tía más tonta. —Dobló el periódico y se lo puso bajo el brazo—. ¿Te has enterado? Gimli va a volver.

—¡No me digas! —contestó Jube. La puerta se abrió tras ellos; Lambent se apresuró a sujetarla y silbó a un taxi para que recogiera a la pareja bien vestida que salía. Mientras les ayudaba a subirse al vehículo les entregó su Daily News gratis y el hombre le puso un billete de cinco en la mano. Lambent lo hizo desaparecer, guiñándole un ojo a Jube. Él se despidió, siguió su camino y dejó atrás al portero fosforescente, de pie en la acera con su librea del Club del Caos y echando un vistazo a su Informer.

El Club del Caos y la Casa de los Horrores eran establecimientos con clase; los bares, las tabernas y las cafeterías de las calles secundarias rara vez le reportaban nada. Pero le conocían en todos ellos y le dejaban vender sus periódicos de mesa en mesa. Jube se paró en El Pozo y en La Cocina de Peludo, jugó una partida de tejo en el Sótano de Squisher y entregó una Penthouse en el Wally’s de Wally. En el Pub de Black Mike, bajo el rótulo de neón de la cerveza Schaefer, bromeó con un par de rameras que le hablaron del político nat pervertido con el que habían hecho un trío.

Entregó el Times del capitán McPherson al sargento que estaba en la recepción de la comisaría de Jokertown y vendió un Sporting News a un policía de paisano que pensaba que tenía una pista sobre el Jokers Wild, donde la semana pasada un chapero había sido castrado en el escenario. En el Dragón Retorcido, situado en el límite con Chinatown, Jube se deshizo de sus periódicos chinos antes de encaminarse al Freakers, en Chatham Square, donde vendió una copia del Daily News y media docena de Jokertown Cry.

Las oficinas del Cry estaban al otro lado de la plaza. El editor del turno de noche siempre cogía un Times, un Daily News, un Post y un Village Voice y le daba a Jube una taza de café negro y fangoso;

—Qué noche más aburrida —dijo Crabcakes mordisqueando un cigarrillo sin encender mientras pasaba las páginas de la competencia con las pinzas que hacían las veces de manos.

—He oído que los policías van a cerrar ese estudio de porno joker en Division —dijo Jube bebiendo cortésmente de su taza. Crabcakes le miró entornando los ojos:

—¿Tú crees? No apostaría por ello, Morsa. Ese grupo está conectado; con la familia Gambione, creo. ¿Dónde lo has oído?

Jube le dedicó una amplia sonrisa.

—También he de proteger a mis fuentes, jefe. ¿Sabes el del tío que se casa con una joker, preciosa, de pelo largo y rubio, cara de ángel, cuerpo a juego? En su noche de bodas, ella sale con su picardías blanco y le dice, cariño, tengo buenas y malas noticias. Y él dice, vale, dame primero las buenas. Bien, dice ella, la buena noticia es que esto es lo que el wild card me hizo, y se da la vuelta y le enseña unas buenas vistas hasta que el otro sonríe y empieza a babear. ¿Y cuál es la mala noticia?, pregunta él. La mala noticia es que mi verdadero nombre es Joseph.

Crabcakes hizo una mueca.

—Largo de aquí —dijo.

Los asiduos de Ernie le libraron de unos pocos más ejemplares del Cry y del Daily News y el propio Ernie le proporcionó el número del Ring que había salido aquella tarde. Era una noche floja, así que Ernie le puso una piña colada y Jube le contó el de la novia joker que tenía buenas y malas noticias para su marido.

El dependiente de la tienda de rosquillas, que abría toda la noche, le cogió un Times. Cuando enfiló Henry hacia su última parada, la carga de Jube era tan ligera que el carrito de la compra iba rebotando detrás de él.

Fuera de la entrada con marquesina del Palacio de Cristal había tres taxis, esperando clientes.

—Eh, Morsa —le gritó uno de los taxistas cuando pasó—. ¿Tienes un Cry por ahí?

—¡Y tanto! —Cambió un periódico por una moneda. El taxista tenía un nido de tentáculos serpentinos por brazo derecho y aletas en vez de piernas, pero su Checker tenía mandos especiales y conocía la ciudad como la palma de su tentáculo. También recibía propinas muy buenas. Esos días a la gente le aliviaba tanto dar con un conductor que hablara inglés que no les importaba un comino qué aspecto tuviera.

El portero subió el carrito de Jube por los escalones de piedra hasta la entrada principal de la casa adosada de tres pisos de finales del XIX. Ya en el umbral Victoriano, Jube dejó su sombrero y su carrito con la chica del guardarropía, reunió los periódicos que le quedaban, se los puso bajo el brazo y se adentró en el enorme salón de techos altos. Justo cuando entraba, Elmo, el portero enano, estaba echando a un hombre con cara de calamar que vestía un dominó con lentejuelas.

Tenía un moratón en un lado de la cabeza.

—¿Qué ha hecho? —preguntó Jube.

Elmo le sonrió.

—No es lo que ha hecho, sino lo que pensaba hacer. —El hombrecillo empujó las puertas de cristal de colores con el de la cara de calamar colgando de su hombro como si fuera un saco de patatas.

El Palacio de Cristal estaba a punto de cerrar. Jube dio una vuelta por la sala principal de la taberna, apenas se molestó con los reservados y sus cabinas con cortinas, y vendió unos pocos periódicos más. Después se subió a un taburete. Sascha estaba detrás de la larga barra de caoba; su cara sin ojos y su bigotillo se reflejaban en el espejo mientras mezclaba un planter’s punch. Lo dejó delante de Jube sin decir nada y sin intercambio de dinero alguno.

Mientras sorbía su bebida, percibió un soplo de un perfume familiar y giró la cabeza justo cuando Chrysalis se sentó en un taburete a la izquierda.

—Buenos días —dijo.

Su voz era tranquila y tenía un acento ligeramente británico. Lucía una espiral de purpurina plateada en una mejilla y la carne transparente bajo ella parecía hacerla flotar como una nebulosa por encima de la blancura de su cráneo. Su barra de labios era de un brillo plateado y sus largas uñas centelleaban como dagas.

—¿Qué tal el negocio de las noticias, Jubal?

Le sonrió.

—¿Sabes el de la novia joker que tenía buenas y malas noticias para su marido? —Alrededor de la boca, las sombras grises y fantasmagóricas de los músculos retorcieron sus labios plateados en una sonrisa:

—Ahórramelo.

—Muy bien. —Sorbió su planter’s punch con una pajita—. En el Club del Caos a esto le ponen sombrillitas. En el Club del Caos sirven las bebidas en cocos. —Paladeó su bebida—. ¿Sabes ese sitio, en Division, donde filman ese rollo hardcore? He oído que es una operación de Gambione.

—Menuda novedad… —dijo Chrysalis. Era hora de cerrar. Las luces se encendieron y Elmo empezó la ronda, apilando las sillas en las mesas y despertando a los clientes.

—Troll va a ser el nuevo jefe de seguridad de la clínica de Tachyon. Me lo dijo el mismo Doc.

—¿Discriminación positiva? —dijo Chrysalis secamente.

—En parte por eso y en parte porque mide casi tres metros, es verde y casi invulnerable. —Succionó ruidosamente lo que le quedaba de la bebida y removió el hielo picado con su pajita—. Un tío de la policía tiene una pista sobre el Jokers Wild.

—No lo encontrará —dijo Chrysalis—. Si lo hace, deseará no haberlo hecho.

—Si tuvieran algo de sentido común, se limitarían a preguntarte.

—No hay suficiente dinero en el presupuesto de la ciudad para pagar esa información —dijo Chrysalis—. ¿Qué más? Siempre te guardas lo mejor para el final.

—Son simples rumores —dijo girándose para mirarla—, pero he oído que Gimli vuelve a casa.

—¿Gimli? —Su voz sonaba indiferente pero los ojos azul profundo suspendidos en las cuencas de su cráneo le contemplaron con intensidad—. Qué interesante. ¿Detalles?

—De momento nada. Te iré informando.

—No dudo de ello. —Chrysalis tenía informadores por todo Jokertown. No obstante, Jube, la Morsa, era uno de los más fiables. Todo el mundo le conocía, a todo el mundo le gustaba y todo el mundo hablaba con él.

Fue el último cliente en dejar el Palacio de Cristal aquella noche. Cuando salió al exterior acababa de empezar a nevar. Resopló, se sujetó el sombrero con firmeza y bajó anadeando por Henry, tirando del carrito vacío. Un coche patrulla apareció y se puso a su lado mientras pasaba por debajo del puente de Manhattan; aminoró la marcha y bajó una ventana.

—Oye, Morsa —le llamó el policía negro que estaba al volante—. Está nevando, estúpido joker. Se te van a helar las pelotas.

—¿Pelotas? —gritó Jube—. ¿Quién dice que los jokers tienen pelotas? Me encanta este clima, Chaz. ¡Mira estas mejillas rosadas! —Se pellizcó una mejilla aceitosa, de negro azulado, y rió entre dientes.

Chaz suspiró y abrió la puerta trasera del vehículo blanquiazul.

—Entra. Te llevaré a casa.

Era una pensión de cinco plantas en Eldridge, a pocos minutos en coche. Jube dejó su carrito de la compra bajo las escaleras junto a los cubos de basura mientras abría el cerrojo de su apartamento, en el sótano. La única ventana estaba tapada por un enorme aparato de aire acondicionado viejo cuya carcasa oxidada había quedado cubierta por la ventisca de nieve.

Cuando encendió las luces, las bombillas rojas de quince vatios de la luminaria que tenía sobre la cabeza llenaron la estancia con una turbia penumbra escarlata. Hacía un frío que calaba hasta los huesos, apenas un poco más cálido que el de las calles de noviembre. Jube nunca encendía la calefacción. Una o dos veces al año un hombre de la compañía del gas se pasaba a realizar una inspección para asegurarse de que no había manipulado el medidor.

Bajo la ventana, unos trozos de carne verde pudriéndose cubrían una mesa de juego. Jube se despojó de su camisa para revelar un amplio pecho con seis pezones, cogió un vaso de hielo para picar y escogió el mejor bistec que encontró.

Había un colchón desnudo sobre el suelo del dormitorio y, en la esquina, su última adquisición: una flamante bañera de hidromasaje de porcelana, situada de cara a una enorme pantalla de proyección para la TV; aunque nunca se bañaba con agua caliente. Mientras se desvestía pensó en todas las cosas que había aprendido de los humanos en los últimos veintitrés años, pero no lograba entender cómo podía gustarles sumergirse en agua hirviendo. Hasta los taquisianos tenían más sentido común en ese aspecto.

Con el bistec en una mano, se metió cuidadosamente en el agua helada y encendió el televisor con el mando a distancia para ver las noticias que había grabado antes. Se embuchó la carne en la bocaza y empezó a masticarla cruda lentamente, mientras flotaba, absorbiendo cada palabra que Tom Brokaw tenía que decir. Era muy relajante pero, cuando terminó el boletín, supo que era hora de ponerse a trabajar.

Salió de la bañera, eructó y se secó vigorosamente con una toalla del Pato Donald. «Una hora, no más», pensó para sí mientras cruzaba con sigilo la habitación, dejando huellas húmedas en el suelo de madera. Estaba cansado pero tenía que hacer algo de faena o se le atrasaría aún más. Desde el fondo de su dormitorio, apretó con brusquedad una larga secuencia de números en el mando a distancia. La pared de ladrillo desnudo que había ante él pareció disolverse cuando pulsó el último dígito.

Entró en lo que antaño había sido la carbonera. La pared más alejada estaba dominada por un holocubo que hacía empequeñecer el proyector de TV. Una consola con forma de herradura envolvía una enorme silla ergonómica diseñada para la fisionomía única de Jube. A lo largo de la cámara había máquinas, el propósito de algunas habría sido obvio para cualquier estudiante de secundaria, mientras que otras habrían desconcertado al mismísimo doctor Tachyon.

La oficina era austera pero cumplía su función a la perfección. Jube se aposentó en la silla, encendió el alimentador de la célula de fusión y, de un estante que estaba junto a su codo, tomó una vara cristalina tan larga como el dedo rosáceo de un niño. Cuando la deslizó en la ranura apropiada de la consola, la grabadora se encendió en el interior y empezó a dictar sus últimas observaciones y conclusiones en un lenguaje que parecía una mezcla de música y cacofonía, con ladridos, silbidos, eructos y clics a partes iguales. Si el resto de sistemas de seguridad le fallaban alguna vez, su trabajo seguiría a salvo. Al fin y al cabo, no había ningún otro ser sentiente a menos de cuarenta años luz que hablara su lengua nativa.

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