por John J. Miller
I
Brennan siguió el Mercedes lleno de Garzas Inmaculadas hasta la puerta del cementerio en un BMW gris que había robado a la banda tres días antes. Se paró a varios metros por detrás, con las luces apagadas, mientras una de las Garzas salía del vehículo y abría la caída puerta de hierro forjado del camposanto. Esperó hasta que entraron en el cementerio y entonces se bajó con sigilo del coche, cogió su arco y la aljaba con flechas del asiento trasero, se caló la capucha en la cabeza y cruzó la calle tras ellos.
La valla de ladrillo de casi dos metros alrededor del camposanto estaba manchada por la mugre de la ciudad y se desmoronaba por el paso del tiempo. La saltó con facilidad y se dejó caer en el interior sin producir el menor ruido.
El Mercedes estaba en algún punto cerca del centro del cementerio. El conductor apagó el motor y las luces mientras Brennan observaba. Las puertas del coche se abrieron y se cerraron con estrépito. No podía oír ni ver nada significativo desde donde estaba apostado, tenía que acercarse a las Garzas.
La noche era oscura y a cada tanto la luna llena quedaba oculta por espesas nubes que no dejaban de moverse. Los árboles de dentro del cementerio crecían sin control y tapaban la mayor parte de la luz que llegaba de la ciudad. Se movió despacio en la oscuridad, con los sonidos de su avance cubiertos por el viento soplando con centenares de voces susurrantes a través de las ramas.
Era una sombra moviéndose entre las sombras; se situó tras una vieja lápida inclinada como un diente torcido en la boca de un gigante descuidado.
Observó cómo tres de las Garzas entraban en un mausoleo que había sido la joya de la corona del camposanto. El monumento de una familia otrora rica y ahora olvidada se había hundido en la decadencia como el resto del cementerio. La cantería de mármol había sido devorada por la lluvia ácida o las deyecciones de pájaros y el recubrimiento de oro se había descamado durante aquellos años de abandono. Una de las Garzas se quedó atrás mientras los demás cruzaban la puerta de hierro forjado y entraban en el mausoleo. Cerró la puerta tras los otros y se apoyó en la fachada del sepulcro. Encendió un cigarrillo y su cara brilló fugazmente a la luz de la cerilla.
Era Chen, el lugarteniente de las Garzas a quien Brennan había estado siguiendo las dos últimas semanas. Brennan se agazapó detrás de la lápida, con el ceño fruncido. Desde Vietnam sabía que Kien canalizaba heroína a Estados Unidos a través de una banda callejera de Chinatown denominada las Garzas Inmaculadas. Había investigado la banda y se había pegado a Chen, quien parecía estar bastante bien posicionado en la organización, con la esperanza de encontrar pruebas convincentes que conectaran a las Garzas con Kien. Había sido testigo de una docena de delitos durante las últimas semanas pero no había descubierto nada que concerniera a Kien.
Había una cosa inexplicable. En ese tiempo había visto una increíble afluencia de heroína en la ciudad: había tanta que el precio en la calle había caído en picado y se había producido un récord de casos de sobredosis. Las Garzas Inmaculadas, a través de quienes fluía la droga, estaban vendiendo a precios de saldo, robando clientes de un lado y otro a la mafia y a la gente de Harlem de Sweet William. Pero Brennan había sido incapaz de descubrir cómo conseguían un género tan barato y en tanta cantidad.
Esconderse detrás de una lápida no le estaba llevando a ninguna parte. Las respuestas, si es que el camposanto tenía alguna, estarían en el mausoleo.
Se decidió, sacó una flecha de la aljaba que llevaba sujeta al cinturón con un velero y la colocó en la cuerda del arco. Respiró hondo, sereno, una vez, dos, contuvo el aliento y se puso en pie. Al hacerlo, entrevió el nombre grabado en la desgastada piedra de la lápida. «Archer». Esperó que no fuera un presagio.
No era un tiro difícil pero aun así recurrió a su entrenamiento zen para despejar la mente y equilibrar los músculos. Apuntó unos centímetros por debajo y un poco a la izquierda de la punta encendida del cigarrillo y cuando llegó el momento adecuado dejó que la cuerda se deslizara entre sus dedos.
El suyo era un arco compuesto de cuatro ruedas con levas elípticas que, una vez se alcanzaba el punto de tensión, reducía la tensión inicial de cincuenta y cuatro a veintisiete kilos. La cuerda de nailon vibró, lanzando el proyectil a la noche como un halcón que se abate sobre un objetivo desprevenido. Oyó un ruido sordo y un gruñido estrangulado cuando la flecha dio en el blanco. Se deslizó entre las sombras como un animal cauteloso y corrió hacia donde Chen yacía desplomado contra la pared del mausoleo.
Se demoró lo suficiente para asegurarse de que Chen estaba muerto y dejó una de sus cartas, un as de picas plastificado, clavada en la punta de flecha que sobresalía de la espalda de Chen.
Colocó otra flecha en su arco y abrió con un chirrido la puerta de hierro forjado que sellaba el interior de la tumba. Dentro, una escalinata descendía unos doce escalones hasta otra sala nimbada por la luz tenue y constante que quemaba en una cámara más allá. Esperó un momento, escuchando, después bajó las escaleras en silencio. Se paró en la puerta de la cámara interior para volver a escuchar. Alguien se estaba moviendo dentro. Contó hasta veinte, despacio, pero sólo oía silenciosas pisadas arañando el suelo. Había llegado hasta aquí, no tenía sentido retroceder ahora.
Brennan cruzó la puerta agazapándose y apareció apoyándose en una rodilla y la cuerda del arco tensada hasta la altura de la oreja. En la sala había un hombre que lucía los colores de las Garzas Inmaculadas contando bolsas de plástico que contenían polvo blanco y apuntando el recuento en una hoja de papel sujeta en un portapapeles. Abrió la boca perplejo justo cuando Brennan soltó la flecha. Le dio en lo alto del pecho y lo hizo caer de espaldas encima del montón de llaves que llegaban hasta la rodilla.
Cruzó la estancia de un salto pero la Garza estaba tan muerta como todos los demás moradores del cementerio cuando le alcanzó. Brennan levantó la vista del cadáver y echó una ojeada a su alrededor.
¿Qué les había pasado a los dos Pájaros de Nieve que habían entrado en el sepulcro? Habían desaparecido sin dejar rastro. O, más probablemente, pensó Brennan, a través de una puerta oculta en una de las paredes.
Se colgó el arco a la espalda y examinó los muros, pasando la mano por encima, buscando juntas o grietas ocultas, golpeando y escuchando en busca de un sonido hueco. Había acabado con una pared sin hallar nada y estaba empezando con la siguiente cuando oyó un débil silbido de aire a su espalda y sintió una brisa cálida y húmeda.
Dio media vuelta. La expresión de asombro en su cara coincidía con la de los dos hombres que habían aparecido de la nada en medio del mausoleo. Uno, que lucía los colores de las Garzas, llevaba unas alforjas sobre cada hombro; el otro, un joker delgado de aspecto reptiliano, lo que parecía ser una bola para jugar a los bolos. Brennan se dio cuenta, con cierta perplejidad, de que se habían volatilizado y ahora habían vuelto.
La Garza que cargaba con las pesadas alforjas estaba más cerca de él. Brennan descolgó el arco, lo blandió como un bate de béisbol y contactó con el lado de la cabeza de la Garza. El hombre cayó al suelo con un gemido, desplomándose junto al palé cargado de heroína.
El joker retrocedió, siseando. Era más alto que Brennan y delgado rayando en lo demacrado. Su cráneo carecía de pelo y su nariz era una ligera protuberancia con un par de fosas nasales que se ensanchaban. Unos incisivos demasiado largos sobresalían de la mandíbula superior. Miró a Brennan sin pestañear. Cuando abrió una boca sin labios y siseó, dejó al descubierto una lengua bífida que se agitó frenéticamente en dirección a Brennan. Apretó la bola más fuerte.
Sólo que, como Brennan se percató, lo que el joker sostenía no era una bola para jugar a los bolos. Era del tamaño y la forma adecuada pero no tenía agujeros para los dedos y, mientras lo miraba, el aire a su alrededor empezó a palpitar con pequeños parpadeos de fulgurante energía. Era una especie de dispositivo que había permitido al joker y a su compañero materializarse en el mausoleo. Lo usaban para traer heroína de algún otro lugar. Y el joker estaba empezando a activarla de nuevo.
Brennan blandió su arco contra el joker, quien lo esquivó con facilidad y grácil fluidez. El halo alrededor del artefacto se estaba haciendo más brillante. Brennan dejó caer su arco y se acercó, decidido a arrebatarle el dispositivo antes de que pudiera escapar o volver la energía de aquella cosa contra él.
Agarró al joker fácilmente, pero descubrió que su oponente era inesperadamente fuerte. Se retorció y forcejeó en manos de Brennan con una extraña fluidez, como si sus huesos fueran totalmente flexibles. Se lanzaron el uno contra el otro por un momento y entonces Brennan se encontró mirando fijamente al joker, sendas caras a unos pocos centímetros.
El reptil sacó su larga y grotesca lengua, acariciando el rostro de Brennan de un modo prolongado, casi sensual. Brennan se apartó de forma involuntaria, estremecido, exponiendo su cuello y su garganta al joker, que era más alto. El reptiloide se abalanzó hacia adelante, renunciando a agarrar el extraño dispositivo, y pegó su boca al cuello de Brennan, donde se curvaba hacia el hombro.
Brennan sintió los dientes del joker perforándole la piel. El otro abrió la boca, inyectando saliva en la herida. La zona de la herida se adormeció de inmediato y Brennan fue presa del pánico.
Una oleada de fuerza inducida por el terror le permitió librarse del abrazo del atacante. Sintió que su carne se desgarraba y que la sangre le corría por la garganta y el pecho. El entumecimiento se extendió rápidamente por el lado derecho.
El joker dejó que el intruso se alejara con el dispositivo. Sonrió con crueldad y se lamió la sangre de Brennan de la barbilla con su colgante lengua bífida.
«Me ha envenenado», pensó Brennan, reconociendo los síntomas de una neurotoxina de acción rápida. Sabía que estaba en problemas. No era un as, no tenía ninguna protección o defensa especiales, ninguna armadura o constitución fortalecida. El joker confiaba en la eficacia de su veneno y dio un paso atrás para verle morir. Brennan sabía que necesitaba ayuda rápido. Sólo había una persona capaz de revertir el daño que el veneno ya estaba causando en su cuerpo.
Ahora estaría en la clínica de Tachyon en Jokertown, pero no había modo de llegar hasta ella. Ya le resultaba difícil mantenerse en pie conforme su corazón bombeaba el veneno a cada célula del cuerpo.
Mai podría ayudarle, si es que podía llegar a ella.
Brennan gritó en silencio su nombre con una oleada de desesperada energía. «¡Mai!»
Fue vagamente consciente de la correspondiente pulsación de energía en el dispositivo que apretaba contra el pecho. Resultaba cálido y reconfortante al abrazarlo. La sonrisa del joker se convirtió en una mueca. Siseó y saltó hacia adelante. Brennan no podía moverse, pero no importaba.
Hubo un instante de desgarradora desorientación que su cuerpo y su mente entumecidos sólo sintieron a medias y después estaba en un corredor bien iluminado y pintado en tonos suaves. Mai estaba de pie, hablando con un hombre pequeño y menudo vestido como un petimetre y con el largo pelo rojo rizado.
Se giraron y se lo quedaron mirando atónitos. Él mismo estaba más allá de una sensación así.
—Veneno —dijo con voz ronca a través de unos labios rígidos y pesados y se desplomó dejando caer el artefacto y sumergiéndose en una profunda oscuridad.
Era una oscuridad arremolinada, llena de estrellas, impregnada de los olores almizclados de la selva. Los puntos de luz dispersa por su conciencia eran las puntas de los cigarrillos de sus hombres y las lejanas estrellas esparcidas en la noche vietnamita. A su alrededor todo era silencio, roto tan sólo por los suaves sonidos de las respiraciones y los ruidos de los animales en las profundidades de la jungla. Echó una ojeada a la esfera luminosa de su reloj. Las cuatro de la madrugada. Gulgowski, su sargento superior, se agachó junto a él en la maleza.
—Es tarde —susurró Gulgowski.
Brennan se encogió de hombros.
—Los choppers siempre llegan tarde. Lo traerán.
El sargento gruñó evasivamente. Brennan sonrió a la noche. Gulgowski era siempre el pesimista, siempre el que veía el lado oscuro de las cosas. Pero eso nunca le detenía a la hora de hacer todo lo posible cuando las cosas se ponían feas, no le impedía animar a los demás cuando sentían que no había esperanza.
De la lejanía llegó el sonido de rotación de un helicóptero. Brennan se giró hacia él, sonriendo. Gulgowski escupió en silencio en el suelo de la jungla.
—Que los hombres estén listos. Y pégate a ese maletín, ha costado un montón conseguirlo.
Mendoza, Johnstones, Big Al…, tres de los diez hombres del equipo que Brennan había traído en un ataque contra los cuarteles regionales del vietcom estaban muertos. Pero habían conseguido su objetivo. Habían capturado documentos que probaban lo que Brennan había sospechado durante mucho tiempo: había hombres, tanto en el ejército vietnamita como en el Ejército de los Estados Unidos que jugaban sucio, que trabajaban con el enemigo. Sólo había podido echar un vistazo a los papeles antes de meterlos en el maletín, pero le habían confirmado las sospechas de que el mayor ladrón, el más vil traidor, era el general Kien de las Fuerzas Armadas de la República del Vietnam. Esos papeles harían que le colgaran.
El helicóptero aterrizó en el claro y Gulgowski, agarrando la prueba que condenaría a una veintena de hombres por traición, siguió a los otros en el trayecto a casa. Brennan aguardó en la maleza, vigilando el sendero por el que esperaba que el VC llegara persiguiéndoles de un momento a otro. Satisfecho al fin por haber eludido la persecución, volvió al claro mientras una fulminante e inesperada lluvia de balas estallaba en la noche.
Oyó los gritos de sus hombres, dio media vuelta y sintió un abrasador rayo de dolor cuando una bala le rozó la frente. Cayó y su rifle salió despedido en la oscuridad. Los tiros habían llegado del claro. Del helicóptero.
Se dejó caer en silencio en el suelo, observando el claro con ojos nublados por el dolor. Sus hombres yacían despatarrados bajo la luz de las estrellas. Todos habían caído. Otros hombres andaban entre ellos, buscando algo. Parpadeó quitándose la sangre de los ojos cuando uno de ellos, vestido con un mono del estilo del Fuerzas Armadas de la República del Vietnam, disparó a Gulgowski en la cabeza con una pistola mientras el sargento intentaba levantarse.
El haz de una linterna reveló el rostro del asesino. Era Kien. Brennan se tragó una sarta de maldiciones cuando vio que uno de sus secuaces sacaba a la fuerza el maletín de la rígida mano de Gulgowski y se lo entregaba. Kien lo revolvió, inspeccionándolo, asintió satisfecho y después, metódicamente, quemó su contenido. Mientras los papeles ardían, Kien observó con detenimiento la jungla, buscándole, lo sabía. Maldijo la parálisis que dominaba su cuerpo y le hacía temblar como si tuviera fiebre. Lo último que recordaba era a Kien caminando hacia el helicóptero; después, la conmoción lo llevó a la inconsciencia.
No había luz en aquella oscuridad, sino repentinas manos de fuego helado en sus mejillas, ardiendo con un roce suave. Sintió que le retiraban todo el dolor, la pena y la ira, poco a poco, que lo alejaban todo de él como un manto gastado. Suspiró hondo, contento por permanecer en aquella oscuridad curativa, aquel mar de inefable serenidad que se apoderó de él. Lo de luchar y matar se había acabado, pensó. Ninguno de los asesinatos había hecho ningún bien, de todos modos. El mal vivía. El mal y Kien. «Mató a mi padre pero no puedo, no debería hacerle daño. Está mal hacer daño a otro ser sentiente, mal…»
Confuso, se forzó a abrir los ojos. No estaba en Vietnam. Estaba en un hospital. No, en la clínica de Jokertown del Dr. Tachyon. Un rostro se apretaba contra el suyo, con los ojos cerrados y la boca bien apretada; joven, femenino, hermoso y sereno, aunque ahora tocado por un extremo dolor. Mai. Su larga cabellera brillante envolvía su rostro como las alas de un pájaro. Le apretaba las mejillas con sus manos y por el dorso la sangre corría entre los dedos extendidos.
Estaba usando su poder wild card para tomar el cuerpo dañado para sí, repararlo y ordenar al cuerpo de Brennan que hiciera lo mismo. Habían mezclado sus mentes y sus seres y él, por un momento, se convirtió en parte de ella mientras ella se convertía en parte de él. En una confusa mezcla de recuerdos, experimentó la pena de Mai ante la muerte de su padre a manos de los hombres de Kien.
Abrió los ojos y le sonrió con la serenidad de una madona.
—Hola, capitán Brennan —dijo en una voz tan baja que sólo él pudo oírlo—. Ya vuelves a estar bien.
Retiró las palmas de sus mejillas y la mixtura de mentes acabó con la ruptura del contacto físico. Suspiró echando ya de menos su contacto, echando de menos la serenidad que ni en un millar de años podría encontrar por su cuenta.
El hombre que había estado con Mai en el corredor llegó al lado de su cama. Era el Dr. Tachyon.
—Llegaste a un estado muy crítico —dijo Tachyon, con una expresión de preocupación en su rostro—. Gracias al Ideal que Mai… —Dejó que su voz se fuera apagando, observando a Brennan detenidamente—. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo has llegado a hacerte con el modulador de singularidad?
Brennan se incorporó con cuidado. El entumecimiento había desaparecido pero aún se sentía mareado y desorientado por el tratamiento de Mai.
—¿Así es como se llama? —preguntó.
Tachyon asintió.
—¿Qué es?
—Un dispositivo de teletransporte. Uno de las artefactos más raros de la galaxia. Pensé que había desaparecido, perdido para siempre.
—¿Es tuyo, entonces?
—Lo tuve durante un tiempo.
Tachyon le contó a Brennan la historia del itinerante modulador de singularidad, o lo que sabía de ella.
—¿Cómo la han conseguido las Garzas?
—¿Eh? —La mirada de Tachyon pasó de Brennan a Mai—. ¿Garzas?
—Una banda callejera de Chinatown, las Garzas Inmaculadas. También son conocidos como los Pájaros de Nieve, porque controlan una buena parte del tráfico de drogas duras de la ciudad. Por lo que parece usaban este dispositivo modulador para el contrabando de heroína. Se lo quité a ellos pero me hirió uno de sus más… extraordinarios agentes.
—Desapareció cuando aterrizamos en Harlem —dijo Tachyon—. ¿Quizá había una Garza entre la multitud que nos rodeaba?
—¿Y la cogió al darse cuenta de lo que era? No parece muy probable —dijo Brennan en voz baja, con la mirada centrada en su interior—. No es nada probable. Además, Harlem no es territorio de las Garzas. Tienen agentes allí, pero no muchos.
—Bueno, sea como sea, ha reaparecido y me alegro —dijo Tachyon—. Nos brinda la posibilidad de una espléndida alternativa al estúpido plan de Lankester de atacar al Enjambre en el espacio.
—El Enjambre. —Brennan era consciente de la invasión de los alienígenas semisentientes que habían intentado establecer una base en la Tierra durante los últimos meses, pero hacía tiempo que había pasado por alto aquella lucha—. ¿Qué uso puede tener esto, este modulador contra el Enjambre?
—Es una larga historia. —Tachyon suspiró y se pasó la mano por la cara—. Un hombre del Departamento de Estado llamado Lankester está al cargo de la Fuerza de Trabajo Anti-Enjambre. Me ha estado incordiando durante semanas para que use mi influencia con los ases para convencerles de que ataquen a la Madre del Enjambre —la fuente de los ataques del Enjambre—, que está en una órbita excéntrica alrededor del Sol. Es una idea absurda, por supuesto. Sería un suicidio incluso para los ases más poderosos atacar a esa cosa. Sería como mosquitos lanzándose contra un elefante. El modulador de singularidad, sin embargo, presenta algunas posibilidades interesantes.
—¿Puede teletransportar a un hombre tan lejos? —preguntó Brennan, entreviéndolo él mismo.
—Alguien que no esté nada familiarizado con él, como, digamos, tú mismo, podría usar el modulador para teletransportarse en distancias cortas. Haría falta un poderoso telépata para alcanzar la Madre del Enjambre, pero podría hacerse, un hombre podría desplazarse al interior de esa cosa. Un hombre armado con, digamos, un dispositivo táctico nuclear.
Brennan asintió.
—Entiendo.
—No lo dudaba. Estoy explicándote todo esto porque, hablando en términos prácticos, el modulador de singularidad es tuyo.
Brennan apartó los ojos de Tachyon para mirar a Mai, quien estaba de pie y en silencio al lado de su cama, y después de nuevo al doctor. Tenía la sensación de que Mai le había explicado al alienígena algo acerca de él, pero sabía que Mai sólo le contaría lo que tenía que contarle, y sólo porque confiaba en él.
—Estoy en deuda contigo —dijo Brennan—. Es tuyo.
Tachyon asió el antebrazo de Brennan de un modo cálido y amigable.
—Gracias. —Echó un vistazo a Mai y miró a Brennan de nuevo—. Sé que estás envuelto en una especie de venganza con una gente aquí en la ciudad. Mai me contó algo al explicarme su propia historia y habilidades. Sin detalles, no eran necesarios. —Hizo una pausa—. Conozco demasiado bien las deudas de honor.
Brennan asintió. Creía a Tachyon y, hasta cierto punto, confiaba en él. El alienígena probablemente no estaba conectado con Kien, pero uno de los ases que había estado con él —la Tortuga, Fantasy o Trips—, sí. Uno de ellos debía de haber robado el modulador y entregándoselo a Kien. Y Brennan, de algún modo, algún día, descubriría cuál de ellos había sido.
II
Brennan dejó la clínica un poco antes de la medianoche y se fue a casa, al apartamento de una sola habitación que estaba en los límites de Jokertown y que era su base de operaciones. Una sensación de desorden generalizado reinaba en el piso, que consistía en un baño, una zona de cocina, una zona de estar con un sofá cama, una antigua mecedora y un banco de trabajo evidentemente hecho a mano repleto de equipo que cualquier arquero reconocería.
Estiró la cama del sofá, se desnudó y se dejó caer con un suspiro de agotamiento. Durmió veinticuatro horas, completando el proceso de curación que Mai había iniciado. Al despertar tenía un hambre voraz y se estaba preparando algo para comer cuando oyó un ligero golpe en la puerta. Espió por la mirilla. Era Mai, como esperaba, la única persona que sabía dónde vivía.
—¿Algún problema? —preguntó Brennan viendo preocupación en sus rasgos habitualmente plácidos. Se hizo a un lado para dejar que entrara en la habitación.
—No lo sé, creo que sí.
—Cuéntamelo. —Se situó detrás del mostrador que dividía la zona de la cocina del resto del apartamento y vertió agua de la tetera que silbaba en el fogón en dos pequeñas tazas de té sin asas. Eran de porcelana, pintadas a manos con los colores de un sueño. Eran más antiguas que los Estados Unidos y eran las posesiones más preciadas de Brennan. Le pasó una a Mai, que estaba sentada en la mecedora, y se sentó en la cama deshecha, frente a ella.
—Es el Dr. Tachyon. —Bebió del té caliente y aromático, ordenando sus ideas—. Se ha estado comportando… raro.
—¿A qué te refieres?
—Ha estado brusco, exigente. Y está descuidando a sus pacientes.
—¿Desde cuándo?
—Ayer, desde que volvió de su reunión con el hombre del Departamento de Estado. Hay algo más. —Equilibró la preciosa taza de té en su regazo y cogió un periódico plegado que llevaba en el bolso que había dejado junto al balancín.
—¿Has visto esto? —Brennan negó con la cabeza.
Los titulares pregonaban «TACHYON LIDERARÁ ATAQUE DE ASES CONTRA AMENAZA ESPACIAL». Una fotografía bajo las letras en negrita mostraba al doctor junto a un hombre identificado como Alexander Lankester, jefe de la Fuerza de Trabajo Anti-Enjambre. El artículo que lo acompañaba afirmaba que el doctor estaba reclutando ases para que le siguieran en un ataque contra la Madre del Enjambre, que estaba orbitando alrededor de la Tierra más allá del alcance de los misiles balísticos. El Capitán Trips y Modular Man ya habían accedido a acompañarle.
Algo iba mal, pensó Brennan. Tachyon había esperado que el modulador de singularidad acabara con la petición de un ataque tan inútil. En cambio, estaba sucediendo lo opuesto.
—¿Crees que el gobierno le está chantajeando para que haga esto? —preguntó Brennan—. ¿O que le está controlando la mente de algún modo?
—Es posible. —Mai se encogió de hombros—. Lo único que sé es que podría necesitar ayuda.
La miró durante un buen rato y ella le devolvió la mirada con total serenidad.
—¿No tiene amigos?
—Muchos de sus amigos son jokers pobres e indefensos. Otros son difíciles de contactar o no están inclinados a actuar con rapidez si el gobierno está implicado de algún modo.
Brennan se levantó y le dio la espalda mientras llevaba su taza de té de vuelta al mostrador. La red de las relaciones humanas estaba extendiéndose, atrapándole en sus pegajosas garras una vez más. Tiró los posos del té en el fregadero y observó el fondo de la taza. Era el azul de un estanque perfecto y sin fondo, el azul de un cielo vacío e infinito. Mirarlo era como contemplar el vacío. Se dio cuenta de que era agradable en su rotunda tranquilidad, pero no su particular senda hacia la iluminación.
Se dio la vuelta para volver a encararse con Mai, con una decisión tomada.
—Está bien. Echaré un ojo, pero no tengo ni idea de cosas como el control mental, necesitaré algo de ayuda.
Cogió el teléfono y marcó un número.
Brennan raramente había sido visto en las dependencias públicas del Palacio de Cristal, aunque había pasado más de una noche en las habitaciones del tercer piso. Elmo le saludó cuando entró, sin hacer ningún comentario acerca de la maleta que llevaba. El enano le indicó la mesa de la esquina, donde Chrysalis estaba sentada con un hombre vestido con vaqueros negros y una chaqueta de cuero negro. Tenía unas facciones hermosas y simétricas, a excepción de una prominente frente.
—Tú —dijo Fortunato cuando Brennan llegó a su mesa. Miró a Brennan y luego a Chrysalis. Ella le contempló con una mirada desafiante y la sangre latiendo continuamente a través de las arterias de su garganta cristalina. Miró a Brennan y asintió con frialdad, sin mostrar el menor signo de la pasión que Brennan conocía por el tiempo que pasaba en el tercer piso del Palacio.
—Éste es Yeoman —dijo cuando Brennan tomó asiento en la mesa—. Creo que tiene cierta información que podría resultarte interesante.
Fortunato frunció el ceño. Su último encuentro no había sido exactamente cordial, aunque no había una animosidad real entre ellos dos.
—Se dice que has estado buscando un modo de llegar al Enjambre. Sé de algo que podría ayudar.
—Te escucho.
Brennan le habló del modulador de singularidad. No le mintió pero sombreó algunas cosas hábilmente, después de que Chrysalis lo preparara en cuanto al modo que más probablemente influiría en Fortunato para que le ayudara a investigar el extraño comportamiento de Tachyon.
—¿Qué puedes hacer además de vaciar tu mente? —preguntó Fortunato cuando Brennan acabó con su historia.
—Puedo cuidar de mí mismo, y de la mayoría de quienes podrían intentar interferir.
—¿Eres ese asesino loco sobre el que han estado especulando los periódicos últimamente?
Brennan buscó en el bolsillo trasero de sus pantalones y sacó una carta. La dejó boca arriba en la mesa ante Fortunato. El brujo proxeneta la miró y asintió.
—Yo y Black Shadow somos los únicos ases de picas que conozco —alzó los ojos hacia Brennan—, pero supongo que hay espacio para uno más. Lo único que no entiendo es qué sacas de todo esto —dijo girándose hacia Chrysalis.
—Si esto funciona, lo que yo quiera. De ambos. —Fortunato gruñó y se puso en pie.
—Sí, como siempre. Bien, vamos. Será mejor que comprobemos si ese Beau Brummell alienígena aún tiene el cerebro en su sitio. —Brennan los condujo a través de la oscuridad de la madrugada hasta el apartamento de Tachyon. Por el rabillo del ojo pilló de vez en cuando a Fortunato estudiándole, pero el as eligió no hacer preguntas. Notaba que el proxeneta aún no le había aceptado y que se mantenía cauteloso y vigilante, por no decir abiertamente desconfiado. Pero no importaba, él tampoco se fiaba del todo de Fortunato.
Aparcó el BMW en el callejón junto al edificio de apartamentos de Tachyon. Él y Fortunato salieron y miraron el inmueble.
—¿Vamos por la puerta delantera o por la de servicio? —preguntó Fortunato.
—Si hay elección, mi política siempre ha sido ir por la de atrás.
—Hombre listo —murmuró Fortunato—, hombre listo.
Fortunato miró con expresión suspicaz pero no dijo nada cuando Brennan sacó su caja del maletero del BMW, la abrió, se colgó el arco compuesto a la espalda y después se sujetó la aljaba de flechas al cinturón.
—Vamos.
Hicieron el camino por la parte trasera del bloque de pisos y Fortunato quemó un poco de su energía psíquica haciendo bajar la escalera de incendios. Subieron con agilidad hasta que llegaron a la ventana del apartamento de Tachyon y espiaron el interior de la estancia.
La habitación, iluminada por una lámpara de mesita volcada, era un caos. La había revuelto alguien que, en su impaciente búsqueda, no se había molestado en volver a colocar las cosas en su sitio. Brennan y Fortunato se miraron.
—Aquí pasa algo raro —murmuró el as.
La ventana estaba cerrada pero eso no era obstáculo para Brennan. Retiró un círculo de cristal del panel inferior con un cortador de vidrio, alargó la mano, abrió la ventana y se deslizó con sigilo al interior. Extendió un brazo, evitando que Fortunato entrara, y se puso un dedo en los labios. Escucharon durante un momento pero no oyeron nada.
Brennan entró primero, saltando del alféizar silencioso como un gato, con el arco en la mano izquierda y la derecha suspendida cerca de la aljaba sujeta al cinturón con velcro. Fortunato le siguió haciendo suficiente ruido como para que Brennan se lo quedara mirando de modo acusador. El as se encogió de hombros y el arquero abrió la marcha por la habitación. En el pasillo que conducía a la cocina, la zona de estar y la habitación de invitados oyeron una serie de golpes, ruidos huecos y ocasionales sonidos de destrozos, como si la descuidada o indiferente persona que estaba registrando el piso estuviera revolviendo en las otras habitaciones del apartamento.
Avanzaron en silencio por el pasillo y rebasaron la puerta cerrada de una habitación de invitados. El corredor se abría a la zona de estar del apartamento, que parecía tan devastada como un parque de caravanas después de un Tomado. Un hombre menudo y bajito con pelo rojo rizado estaba sacando metódicamente los libros de las estanterías, buscando detrás de ellos.
—Tachyon —dijo Brennan en voz alta.
Se giró y les miró a ambos, totalmente tranquilo, sin el menor sobresalto. Se dirigió hacia ellos sin expresión alguna en la cara.
De repente, Fortunato puso una mano en la parte baja de la espalda de Brennan y le empujó, tirándole sobre la alfombra.
—¡No es Tachyon! —gritó.
Durante los siguientes segundos a Brennan le pareció que estaba viendo una película de vídeo acelerada. Fortunato le estaba haciendo algo al tiempo. Se convirtió en un borrón que salió disparado por los aires hacia el ser que parecía Tachyon pero cayó a un lado con la misma rapidez en el momento en que los dos se tocaron.
Brennan sacó una flecha y disparó agachado.
La flecha estaba rematada con un código de color de plumas negras y rojas. Su astil era de aluminio hueco, relleno con explosivos plásticos. Su punta era un detonador sensible a la presión. La flecha era demasiado pesada para ser aerodinámicamente estable en largas distancias, pero la cosa que se hacía pasar por el doctor estaba a menos de ocho metros.
La flecha le impactó en lo alto del pecho y explotó, proyectando una lluvia de carne y un fluido verde por toda la habitación. La cosa salió despedida hacia atrás por el impacto. La parte superior desapareció y tan sólo quedaron un par de piernas que se movían con espasmos unidas a un tronco del que se desparramaban órganos inhumanos y fluía un espeso icor verde. Pasaron algunos instantes antes de que las piernas cesaran en sus intentos de andar.
—¿Qué era eso? —gritó Brennan por encima del rumor que llenaba sus oídos.
—Ojalá lo supiera, joder —dijo Fortunato levantándose de donde había ido a caer—. Intenté leerle la mente, pero no tenía mente. Vaya, que no era humano.
—Se parecía a Tachyon —dijo Brennan en voz más baja, con el oído volviendo a la normalidad—. Hasta el menor detalle. —Frunció el ceño y miró a Fortunato.
—No le han controlado la mente, lo han sustituido.
—¿Cuándo fue la última vez que le viste, estando seguro de que era el verdadero?
—Ayer en la clínica, antes de que acudiera a una reunión en el hotel Olympia con ese tal Lankester del Departamento de Estado.
—Vayamos a comprobarlo.
El frágil anciano de pelo blanco con el uniforme abotonado lanzó a Brennan por encima de su cabeza y lo estampó contra la pared. El arquero impactó con fuerza contra el muro y se deslizó sobre la alfombra, jadeando como un perro tratando de respirar. Estaba en un aprieto.
El botones se cernió sobre él sin expresión alguna en su arrugada cara. Brennan se puso de rodillas, con los pulmones ardiendo, y vio los ojos del hombre en blanco. El anciano retrocedió tambaleándose, haciendo girar los brazos como si estuviera atrapado en un huracán. Realizó una asombrosa danza frenética y se estrelló con la ventana del final del pasillo, atravesándola. Fue un largo camino hasta la calle.
Brennan se incorporó mientras Fortunato flexionaba sus dedos. Le cogió el brazo y dijo:
—No hay mente a la que controlar pero se les puede manipular.
—Puede que alguien te haya oído —jadeó Brennan mientras el aire volvía a sus pulmones.
—Podría haber dejado que te hiciera papilla.
—Cierto. —Tomó una profunda y agradecida bocanada de aire—. Necesitamos ser algo más discretos durante un rato.
Se pararon ante una de las habitaciones.
—¿Qué hay de ésta? —preguntó Fortunato.
Brennan se encogió ligeramente de hombros. El as puso la mano en el pomo y proyectó su mente. Las llaves chasquearon, los pernos se levantaron y la puerta se abrió.
—Tardarán un poco en localizarnos —dijo el proxeneta al entrar en la oscura habitación de hotel—. ¿Cuántos agentes crees que tienen?
—No sabría decirlo —contestó Brennan, estirando con cuidado su dolorida espalda—. Más de los que sospechaba, desde luego.
—Pensaba que eras subrepticio a tope.
Brennan meneó la cabeza. El plan era explorar la planta donde estaba la habitación de Lankester y reunir tanta información como pudiera mientras Fortunato usaba sus poderes mentales para supervisar su avance desde el hueco de la escalera. El falso botones le había detectado y atacado casi de inmediato. Todo lo que Brennan pudo hacer fue aguantar hasta que Fortunato llegó.
—Sería mejor que intentáramos el plan alternativo —dijo Brennan.
—Puede que nos lleve cierto tiempo.
Fortunato se acomodó en una de las camas dobles, con las piernas cruzadas, la espalda recta y las manos colgando a los lados. Miró al frente, a la nada. Brennan permaneció de pie entre él y la puerta, escuchando los sonidos del pasillo mientras sacaba el arco y una aljaba de flechas de la caja que Fortunato le había guardado mientras él exploraba el hotel.
A Brennan le pareció que Fortunato se hundía en un trance no muy distinto al de un discípulo del zen descendiendo al zazen, el estado de meditación. Tras unos momentos, unos cuernos de carnero se materializaron en la abombada frente de Fortunato, brillantes y borrosos en la oscuridad.
Le observó con los labios fruncidos. Su entrenamiento zen le había enseñado que la magia no existía pero tenía una prueba de lo contrario justo ante sus ojos. ¿Acaso la magia era ciencia sin explicación?
Brennan se guardó la pregunta para meditar sobre ella más adelante cuando Fortunato abrió bruscamente los ojos. Eran pozos de oscuridad, sus pupilas se habían dilatado tanto que casi habían engullido los iris. Su voz sonaba ronca, un tanto alterada.
—Esas cosas nos tienen rodeados. Al menos veinte, quizá más. No son humanas, ni siquiera pertenecen a este planeta. Sus mentes, si quieres llamarlas así, son alienígenas, están más allá de mi experiencia.
—¿Son criaturas del Enjambre?
Fortunato se levantó con grácil facilidad y fluidez y se encogió de hombros.
—Podría ser. Pensé que lo mejor que podían hacer eran moles que se parecían a Poppy Fresco, que los botones y esa mierda estaban más allá de su alcance.
—Quizá han refinado su técnica. —Brennan levantó una mano y puso la oreja sobre la puerta. Las pisadas en el pasillo pasaron de largo mientras él y Fortunato esperaron en silencio—. ¿Y qué hay de Tachyon?
El hombre negro frunció el ceño.
—He contactado con una mente humana, una doncella. No se ha dado cuenta de que está pasando algo raro. Está un poco puteada porque los huéspedes de esta planta no le están dando buenas propinas. Ninguna propina, de hecho. También toqué ligeramente a algo junto a los ascensores. Podría haber sido la mente de Tachyon pero había un manto sobre ella, una valla a su alrededor. Sólo pude captar ideas vagas, filtradas. Estaban llenas de cansancio y dolor.
—¿Podría ser el doctor?
—Podría ser.
Brennan respiró hondo.
—¿Algún plan?
—Se me han acabado.
Se miraron. Brennan palpó el carcaj que tenía al lado.
—Ojalá tuvieras un arma —dijo.
—Tengo. Varias. —Se dio unos golpecitos en la frente—. Están todas aquí.
Esperaron hasta que hubo silencio en el corredor, abrieron la puerta y se movieron con rapidez. Corrieron tan sigilosamente como pudieron por el pasillo del hotel, giraron a la derecha cuando se convirtió en una T y se encontraron junto a los ascensores. En un hueco, a un lado, había algo que parecía un armario de servicio. Brennan preparó una flecha y tensó el arco mientras Fortunato abría la puerta con un gesto.
Brennan bajó el arco.
—Madre de Dios… —murmuró. Fortunato desvió la mirada hacia el armario y se quedó helado.
Tachyon estaba dentro. El pelo, empapado en sudor, le caía sobre el rostro en rizos deshechos. Sus ojos miraban fijamente a través de la maraña de pelo, hinchados e inyectados en sangre, con dolor y fatiga. Habían quitado las estanterías y la ropa blanca del armario, haciendo sitio al doctor y la cosa que lo abrazaba. El alienígena estaba apretando contra una enorme y purpúrea biomasa que le sujetaba con una veintena de tentáculos viscosos por el cuello, el pecho, los brazos y las piernas. La cosa palpitaba rítmicamente, ondulando como una señora gorda saltando en una cama de agua.
Tachyon estaba colocado en un hueco de su superficie que le sujetaba con toda firmeza, siguiendo perfectamente sus contornos y dimensiones. Sus ojos se centraron en Fortunato y se movieron rápidamente hacia Brennan.
—¡Ayuda! —graznó moviendo los labios por unos instantes antes de conseguir articular algún sonido.
Brennan se agachó, sacó el cuchillo que llevaba en una funda en el tobillo y cortó los tentáculos que ataban a Tachyon. Era como cortar goma dura y elástica pero la seccionó con total determinación, ignorando las crecientes pulsaciones de aquella cosa y el icor verdoso que les salpicaba.
Le llevó un minuto seccionar los tentáculos, que incluso entonces seguían aferrándose al taquisiano. Fue entonces cuando se dio cuenta de las ventosas que se apegaban a los lados del cuello y la nuca de Tachyon.
—¿Cómo te sacamos? —preguntó.
—Tirad sin más —susurró Tachyon.
Así lo hizo y Tachyon empezó a gritar.
El doctor finalmente quedó libre. Se desplomó en brazos de Brennan, apestando a sudor, miedo y secreciones alienígenas. Estaba mortalmente pálido y sangraba profusamente por donde las ventosas se le habían pegado. Las heridas no parecían serias pero Brennan se dio cuenta de que no había modo de saber lo dañinas que podían ser en verdad.
—¡Ojo! —dijo Fortunato—, tenemos compañía. —Brennan miró al pasillo. Una docena de simulacros de humanos se acercaban, vestidos como botones, doncellas y hombres y mujeres normales y corrientes con vestidos y trajes. En medio de ellos estaba Lankester, del Departamento de Estado. Brennan arrastró a Tachyon al ascensor mientras las criaturas avanzaban a paso constante, con los rostros sosegados y carentes de toda emoción.
Fortunato se unió a él con rostro preocupado.
—¿Qué hacemos ahora?
—Llama al ascensor.
Las cosas estaban a seis metros cuando oyeron la campanilla del ascensor que llegaba.
—Cógelo —dijo Brennan tirando el cuerpo inerte y apenas consciente del doctor a los brazos de Fortunato. Sacó una flecha de la aljaba mientras la puerta del ascensor se abría con un susurro. Dentro había tres hombres de mediana edad vestidos con conservadores trajes de negocios y feces. Miraron a Fortunato con ojos desorbitados cuando arrastró a Tachyon al interior.
Fortunato les miró.
—Al sótano, por favor —dijo. El que estaba junto al panel de mandos lo pulsó automáticamente mientras el as evitaba que la puerta se cerrara poniendo el pie. Brennan propinó tres flechas explosivas a las criaturas, que no dejaban de avanzar. La primera dio a Lankester en el pecho. La segunda y la tercera explotaron a su izquierda y derecha, llenando de sangre y protoplasma todo el pasillo del hotel. Cayó en el ascensor y Fortunato dejó que la puerta se cerrara.
Brennan se apoyó en el arco y respiró hondo, aliviado. Los de los feces se acurrucaron temerosos en una esquina del ascensor.
Fortunato les miró.
—¿Es la primera vez que visitan la ciudad?
III
—¿Así que Lankester fue sustituido por uno de esos retoños del Enjambre de nueva generación hace un tiempo? —preguntó Brennan. Tachyon asintió y bebió un buen trago de la taza que Mai le había dado. Estaba llena de espeso café negro, mezclado con generoso brandy.
—Antes de que me reuniera con él… con ello. Por eso impulsaba ese loco plan de ataque. Sabía que no seríamos capaces de causar ningún daño a la Madre del Enjambre, pero un ataque de ese tipo haría creer a todo el mundo que se estaba haciendo algo concreto para combatir la amenaza. —Hizo una pausa y bebió otro largo trago de la taza—. Y hay otra cosa. Es posible que la Madre del Enjambre quiera especímenes de ases.
Brennan le miró con curiosidad.
—¿«Especímenes»?
—Para descomponerlos y replicarlos con su propia biomasa.
—Mierda —murmuró Fortunato—. Quiere crear sus propios ases.
Estaban en el despacho del doctor, en la clínica. Tachyon se había recuperado pero seguía pálido y tembloroso por la ordalía que había vivido. Llevaba un vendaje alrededor del cuello, donde la criatura del Enjambre había fijado sus ventosas.
—¿Y ahora qué? —preguntó Brennan. El alienígena suspiró, dejando la taza a un lado.
—Atacaremos a la Madre del Enjambre.
—¿Qué? —dijo Fortunato—. ¿Esa cosa del Enjambre te ha sorbido los sesos? Acabas de decir que es una locura atacar a la Madre.
—Lo era. Lo es. Pero es la mejor opción que tenemos. —Miró a Fortunato, quien se mostraba abiertamente incrédulo, y luego a Brennan, inexpresivo e indiferente—. Mirad, el Enjambre ha iniciado una nueva oleada de ataques mucho más sofisticada que las anteriores. No hay modo de decir hasta dónde ha logrado infiltrarse en el gobierno.
—Si pudieron sustituir a Lankester… —murmuró Brennan—. ¿De quién más se habrán apoderado?
—Exacto, ¿a quién tienen? —Tachyon se estremeció—. Las posibilidades son alucinantes. Si llegara a sustituir a suficientes personas en lugares claves, no pensaría en otra cosa más que en iniciar un intercambio nuclear a escala mundial y limitarse a esperar los milenios necesarios hasta que la superficie del planeta fuera habitable de nuevo.
—Es evidente que no podemos confiar en nadie del gobierno para que nos ayude a atacar la Madre del Enjambre. Tendremos que hacerlo por nuestra cuenta.
—¿Y cómo lo hacemos? —preguntó el proxeneta en un tono que indicaba que no estaba del todo convencido por los argumentos del alienígena.
—Tenemos el modulador de singularidad —dijo Tachyon alzando la voz con impaciencia—. Necesitamos un arma, no obstante. Los taquisianos hemos usado con éxito armas biológicas contra la Madre del Enjambre en el pasado, pero vuestras ciencias biológicas no son lo bastante sofisticadas como para producir el arma adecuada. A lo mejor se me ocurre algo…
—Hay un arma —dijo una voz tranquila. Los tres hombres se giraron y miraron a Mai, quien había estado escuchando en silencio la conversación. Tachyon la miró fijamente y después se irguió en la silla, derramando parte del café con brandy por la pechera de su batín de brocado.
—No digas tonterías —dijo con brusquedad.
Fortunato miró a Tachyon y después a Mai.
—¿Qué mierda ocurre?
—Nada. Mai trabaja conmigo en la clínica. Ha usado su poder para curar a algunos de mis pacientes pero queda más que descartado que se vea implicada en esto.
—¿Qué poder?
Mai alzó las manos, con las palmas hacia arriba.
—Puedo tocar el alma de una persona —dijo—: nos convertimos en un solo ser y encuentro la enfermedad que hay en ella. Cojo la enfermedad y la alivio, suavizando las curvas de los patrones vitales y reparando las rupturas. Entonces ambos podemos volver a estar bien.
—¿Me explicáis qué significa eso, en cristiano? —preguntó Fortunato.
—Manipula material genético —dijo Tach con un suspiro—. Puede moldearlo casi de cualquier modo que visualice. Supongo que podría usar ese poder en la Madre del Enjambre de modo inverso, para causar una disrupción general a gran escala.
—¿Puede provocarle un cáncer a la Madre? —preguntó Fortunato.
—Es posible —admitió Tachyon—, si permitiera que se metiera en esto, cosa que no va a pasar. Sería terriblemente peligroso para una mujer.
—Sería terriblemente peligroso para cualquiera —dijo Fortunato con brusquedad—. Si es la mejor opción contra la Madre y desea intentarlo, yo digo que la dejemos.
—¡Y yo lo prohíbo! —exclamó Tachyon derramando café al golpear el brazo de su silla.
—No te corresponde a ti prohibírmelo. Debo hacerlo, es mi karma.
Brennan negó con la cabeza.
—Es su decisión —dijo lentamente. Deseaba poder estar de acuerdo con Tachyon, pero sabía que no podía interferir con el karma de Mai, el camino que había elegido para su iluminación. Pero decidió que no emprendería ese camino sola.
—Está decidido, pues —dijo Fortunato sin inmutarse—. Llevamos a Mai hasta la Madre del Enjambre y le pega una dosis fatal de cáncer. Yo también iré, quiero un trozo de esa hijadeputa para mí.
El doctor miró a Fortunato, a Mai y a Brennan y vio que no había nada que pudiera decir que les hiciera cambiar de opinión.
—Muy bien. —Suspiró. Se giró hacia el hombre negro—. Tendrás que alimentar el modulador de singularidad. Yo no puedo hacerlo. —Se pasó los dedos por el pelo rizado—. La criatura del Enjambre agotó algunos de mis poderes al tratar de succionar mis recuerdos para el Tachyon duplicado. No podemos permitirnos esperar hasta que vuelvan.
»De todos modos, puedo trasportar a un grupo de abordaje cerca de la Madre del Enjambre con Baby y entonces Fortunato llevarlo al interior. Habrá que ser veloces y sigilosos, pero los asaltantes además necesitarán cierta protección. Modular Man, quizá, o a lo mejor uno de los amigos de Trips…
Brennan meneó la cabeza.
—Dices que se necesitará velocidad y sigilo. Si envías a Modular Man allí disparando sin parar, atacará las defensas de la Madre del Enjambre a lo bruto.
Tachyon se masajeó la frente, cansado.
—Tienes razón, ¿alguna sugerencia?
—Por supuesto. —Brennan respiró hondo. Esto se estaba alejando de las razones originales por las que había venido a la ciudad pero no podía permitir que Mai se enfrentara al Enjambre sin él. No lo permitiría—. Yo.
—¿Tú? —dijo Tachyon vacilante—. ¿Estás preparado?
—Estaba preparado para rescatarte de aquella masa amorfa —prorrumpió Fortunato. Miró a Brennan, la duda que había en sus ojos había sido reemplazada por la certeza—. Le he visto en acción. Puede cuidar de sí mismo. —Tachyon asintió con decisión.
—Está decidido, pues. —Se giró hacia Mai—. No me gusta enviar a una mujer ante el peligro, pero tienes razón, eres la única que tiene posibilidades de destruir a la Madre del Enjambre.
—Haré lo que tenga que hacer —dijo tranquila.
El doctor asintió con solemnidad y cogió sus manos entre las suyas; en cambio, un escalofrío recorrió a Brennan al oír sus palabras: estaba seguro de que el alienígena había captado un significado completamente distinto.
El despegue fue algo que Brennan catalogó como una experiencia interesante. No estaría dispuesto a experimentarlo de nuevo, pero la visión de la Tierra en las pantallas panorámicas de Baby era una escena de sobrecogedora belleza que guardaría consigo para el resto de su vida. Casi se sentía indigno de aquellas vistas y deseaba que Ishida, su roshi, pudiera contemplarlas.
Había otras tres personas en la fantasía de las mil y una noches que era la sala de control. Tachyon conducía la nave en silencio, aún dolorido por los maltratos que le había causado el Enjambre. Brennan pudo ver que seguía adelante movido por pura fuerza de voluntad. Su cara estaba marcada por el cansancio y una tensión inusual.
Fortunato prácticamente crepitaba con una energía impaciente, nerviosa. Había pasado el tiempo previo al despegue cargando sus pilas, como él decía. Ahora estaba listo para la acción, ansioso.
Sólo Mai parecía calmada e impasible. Estaba sentada tranquila en el sofá de la sala de control, con las manos en el regazo, observándolo todo con despreocupado interés. Brennan observó cómo observaba. Ella había aceptado en seguida el plan de Tachyon. Cómo lo llevaría a cabo, no obstante, era otra cosa bien distinta. Aquella idea le preocupaba.
Al poco rato, el doctor habló, con la tensión y el cansancio rasgándole la voz.
—Aquí está.
Brennan echó una ojeada por encima del hombro del alienígena a la monstruosidad globular que llenaba las pantallas delanteras de Baby.
—Es inmensa. ¿Cómo nos orientaremos en ella?
Tachyon se giró hacia Fortunato.
—Instruye al modulador de singularidad para que os deje en medio de esa cosa. Deberías acabar bastante cerca de donde queréis estar. Puedes encontrar el centro neurálgico rastreando su mente. —Tachyon sintió que la mente de la nave le tiraba del cerebro.
¿Qué pasa, Baby?
Nos estamos acercando al detector de alcance de la Madre del Enjambre.
Gracias. Se giró hacia los demás.
—Será mejor que os preparéis. Ya casi es la hora.
Fortunato sacó el modulador de singularidad de la mochila en que Tachyon lo había escondido en la habitación de invitados de su apartamento. En el fondo de la bolsa había una 45 automática en una funda sobaquera.
—¿Qué es esto? —dijo Fortunato mirando a Tachyon.
—Puede que la necesites —dijo el doctor—. Impulsar este salto te requerirá más de lo que crees. —Fortunato tocó la culata del arma y miró a Tachyon. Se encogió de hombros.
—Qué diablos —dijo, y se la sujetó.
Sopesó el modulador de singularidad y él, Brennan y Mai formaron un círculo. Todos ayudaron a sujetar el dispositivo. Brennan miró a Mai. Ella le devolvió el gesto, mirándole fijamente. Por el rabillo del ojo vio en las pantallas un brillante destello de luz saliendo de la Madre del Enjambre. Baby osciló cuando el rayo de partículas orgánicamente generadas le impactó pero sus barreras defensivas se mantuvieron. Brennan sintió un leve susurró en su mente.
Recuerda, no debes permitir que la Madre del Enjambre capture a Mai o a Fortunato.
Alzó los ojos hacia Tachyon, quien le miró durante unos instante y luego se dio la vuelta hacia su pantalla.
—¡Ahora! —gritó Tachyon.
Fortunato cerró los ojos, con el ceño fruncido por la concentración. Los cuernos de carnero espectrales brillaron a ambos lados de la cabeza. Brennan sintió un dolor súbito, una sensación de desgarro, como si le estuvieran arrancando todas y cada una de las células del cuerpo. No podía respirar con pulmones que ya no existían, no podía relajar unos músculos que habían sido descompuestos en sus moléculas constituyentes y proyectados a centenares de metros en el vacío. Ahogó un grito y su conciencia se estrelló contra un muro de náuseas. El trayecto estaba siendo peor que su excursión a la clínica, pues parecía eterno, aunque Tachyon había dicho que un viaje en el modulador de singularidad no duraba mucho.
Entonces volvió a ser un todo de nuevo. Él, Mai y Fortunato estaban en un corredor tenuemente iluminado por células azules y verdes fosforescentes situadas en el techo y las paredes translúcidas. Bajo sus pies había viscosos tentáculos, seguramente conductos para lo que fuera que sirviera como sangre y nutrientes. El aire era caliente y pegajosamente húmedo y olía como a un invernadero desastrado. El contenido de oxígeno fue suficiente para que Brennan se sintiera mareado hasta que logró ajustar la respiración. Se sentía ligero; definitivamente había un campo gravitacional. Se dio cuenta de que la Madre del Enjambre debía de estar dando vueltas, lo que producía la gravedad artificial necesaria para el crecimiento orgánico dirigido.
—¿Estáis bien? —preguntó a sus compañeros.
Mai asintió pero Fortunato respiraba entrecortadamente. Su cara era una máscara cenicienta.
—El… marica del espacio tenía razón… —jadeó—. Esto es una putada.
Sus manos temblaban mientras devolvía el modulador a la mochila.
—Relájate… —empezó Brennan y guardó silencio.
Delante, en algún lugar del retorcido y tortuoso corredor, se oyó un vasto sonido de succión.
—¿Por dónde tenemos que ir? —preguntó Brennan en voz baja.
Fortunato se concentró con todo su poder.
—Puedo percibir una especie de mente ahí delante. —Señaló en dirección del sonido de succión—. Si es que se le puede llamar mente…
—Genial —murmuró. Descolgó su arco.
—Escucha. —Fortunato agarró el brazo de Mai—. Podrías ayudarme…
—No hay tiempo para eso —dijo Brennan—. Además, Mai necesitará toda su energía para atravesar esta cosa.
—Yo tambi…
El as empezó a decir algo pero el creciente ruido de succión se les echó encima de pronto cuando una grotesca masa verde y amarilla de protoplasma rodó por un recodo del corredor tubular, hacia ellos. Tenía una veintena de ventosas situadas al azar sobre un cuerpo globular que prácticamente llenaba el pasaje.
—¡Dios! —blasfemó Fortunato—. ¿Qué es esa cosa?
Estaba pegada a un lado del pasillo, recorriendo la pared y el suelo con una miríada de bocas succionadoras rodeadas por centenares de cilios de treinta centímetros.
—No lo sé y no quiero descubrirlo —dijo Brennan—. Vámonos.
Seleccionó una flecha, la colocó sin tensarla en la cuerda del arco y empezó a bordear la cosa. Mai y Fortunato le siguieron con cautela. La cosa siguió arrastrándose. Los cilios de las bocas que estaban de su lado temblaron ansiosos cuando pasaron, pero la criatura no hizo ningún tipo de movimiento hacia ellos.
Brennan suspiró aliviado.
La penumbra azul fosforescente teñía los alrededores con cierto sentido de irrealidad mientras seguían el corredor adentrándose en la Madre del Enjambre. El aire estancado estaba tan saturado por los aromas de cosas vivas que a Brennan le recordó a las junglas de Vietnam. Siguió mirando a un lado y a otro, crispándose con nerviosismo, sintiendo como si estuviera en la mira del rifle de un francotirador. No podía quitarse la sensación ominosa y opresiva de que les estaban vigilando.
Siguieron el sinuoso pasaje durante media hora en tenso silencio, siempre a la expectativa, pero sin que se enfrentaran realmente a un ataque letal de las máquinas de matar de la Madre. Se pararon cuando el corredor se bifurcó en una Y. Las dos ramas de la Y parecían conducir a la dirección a la que necesitaban ir.
—¿Por dónde?
Fortunato se frotó la frente abombada con cansancio.
—Puedo oír un millar de pequeños gorjeos. No son mentes reales, al menos no mentes sentientes, pero su ruido me está volviendo loco. La grande está en algún lugar de por ahí delante.
Brennan echó un ojo a Mai. Le miró plácidamente, como si quisiera dejar que él tomara todas las decisiones. Brennan lanzó una moneda mentalmente y salió cara.
—Por aquí —dijo tomando el ramal de la derecha.
No habían avanzado ni cien metros cuando Brennan se dio cuenta de que había algo diferente en este pasadizo. El aire olía más dulce, era casi empalagoso. Resultaba difícil respirar pero al mismo tiempo era embriagador. El olor se hizo más fuerte conforme avanzaron.
—No sé si me gusta esto —dijo Brennan.
—¿Tenemos elección? —preguntó Mai. La miró y se encogió de hombros. Siguieron, doblaron una curva cerrada en el pasaje y se pararon, contemplando la escena que tenían ante ellos.
El pasaje se ensanchaba unos doce metros. A ambos lados, colgando cerca del techo, había docenas de grotescos retoños del Enjambre con las extremidades encogidas y enormes y abultados abdómenes. Se estaban alimentando de lo que parecían pezones hinchados que sobresalían de las paredes del pasadizo.
A su vez, criaturas del Enjambre de todos los tamaños y descripciones se hacinaban alrededor de cada uno de los retoños colgantes, compitiendo por un lugar en los tubos vacíos que colgaban de sus abdómenes inflados. Las criaturas del Enjambre iban desde entidades minúsculas como insectos a monstruosidades tentaculares que debían de pesar varias toneladas. Había centenares.
—Parece que se están alimentando —susurró Fortunato.
Brennan asintió.
—No podemos pasar por aquí. Tendremos que retroceder e intentarlo por el otro ramal.
Empezaron a desandar el camino por el pasaje y de repente se pararon al oír un tranquilo zumbido, como de una multitud de pequeñas alas moviéndose hacia ellos por el camino por donde habían venido.
—Mierda —soltó Fortunato, incrédulo—. Estamos atrapados en medio de un puto cambio de turno.
—La primera criatura del Enjambre a la que vimos nos ignoró —dijo Brennan—. Quizá éstas también lo hagan.
Se pegaron a la pared del pasadizo —Brennan encontró que era cálida y maleable al tacto— y se quedaron tan quietos y escondidos como pudieron. Esperaron.
Una legión de seres insectoides zumbaban por el pasillo. Medían entre diez y quince centímetros, tenían los cuerpos segmentados y alas grandes y membranosas. Los primeros pocos pasaron de largo y fueron directos a la cámara de alimentación y Brennan pensó que estaban a salvo. Pero entonces uno se paró y se posó en Mai. Otro se le unió, luego otro y otro. Ella les miró con calma. Uno se posó en el hombro de Brennan. Lo contempló. Las partes de su boca consistían en múltiples configuraciones maxilares. Un juego de mandíbulas empezó a desgarrar el tejido de la camisa de Brennan mientras otro se metía fragmentos de tela en la pequeña boca.
Brennan se acudió con disgusto aquella cosa y la pisó. Crujió sonoramente bajo su pie, como una cucaracha, y en seguida otros dos ocuparon su lugar en el cuerpo de Brennan. Oyó a Fortunato soltar palabrotas y supo que también se le estaban subiendo.
—Vamos a tratar de alejarnos de ellas —dijo en voz baja, pero aquello no hizo ningún bien. Los bichos les siguieron y se fueron posando sobre los tres en cantidades cada vez mayores—. ¡Corred! —gritó Brennan, y salieron del corredor.
Parte del enjambre siguió hacia la cámara de alimentación pero muchos les siguieron por el pasadizo en una nube que zumbaba con furia. Brennan les iba golpeando mientras corrían, derribando a algunos. Se quitó de una palmada a los que se arrastraban encima de él pero había muchos que ocupaban el lugar de los que abatía o aplastaba. Se le posaban en la cara y en las manos y podía sentir sus miles de piececitos arrastrándose por todo su cuerpo. Parecían estar interesados, sobre todo, en la ropa y, lo que era más importante, en el arco y las flechas. Era como si fueran carroñeros preparados para eliminar la materia inorgánica. Aquello no les hacía más inofensivos. Brennan notó sus afiladas mandíbulas desgarrarle la carne a veces sí y a veces no. El zumbido de las alas y el castañeteo de las mandíbulas llenaban sus oídos. Tenían que escapar de ellos.
Llegaron al punto en que el pasadizo se dividía en forma de Y, buscando desesperadamente algo, lo que fuera, que les permitiera librarse de los pequeños carroñeros.
Fortunato corrió por el otro ramal del pasadizo y Brennan y Mai le siguieron. El suelo estaba resbaladizo por la humedad. Su superficie era irregular. La humedad se concentraba en charcos superficiales de los que salía una fina pulverización de líquido cuando los cruzaban. El líquido era cálido y claro, aunque turbio. Fueron avanzando por el corredor, salpicando, y el enjambre de insectos pareció retirarse. Fortunato se dejó caer en un estanque poco profundo que se había formado en uno de los huecos más hondos y rodó a un lado y a otro, quitándose y aplastando a los insectoides que tenía encima. Brennan y Mai se unieron a él. Brennan mantuvo los labios fuertemente cerrados pero el líquido turbio le empapó de la cabeza a los pies. Parecía y olía como agua tibia, con finas partículas suspendidas en ella. No estaba particularmente ansioso por ingerir ni gota.
Miró a sus compañeros, echados en el charco. Parecía que una legión de polillas les hubieran atacado la ropa y tenían numerosos cortes y arañazos, aunque nadie parecía gravemente herido. El enjambre de persistentes insectoides flotaba por encima de sus cabezas, emitiendo un zumbido que, de algún modo, a Brennan le parecía colérico.
—¿Cómo nos libramos de ellos? —se preguntó, irritado.
—Puede que me quede suficiente energía para enviar a estos pequeños hijos de puta a algún lado —masculló Fortunato.
—No sé… —empezó Brennan, y no tuvo ocasión de acabar.
La superficie bajo sus pies cedió cuando un esfínter se abrió y tragó todo el líquido del pasadizo, y a ellos también. Brennan tuvo tiempo de respirar hondo y agarrar fuerte su arco. Alargó la mano y cogió a Mai del tobillo mientras la oscuridad les succionaba y él caía en espiral detrás de ella, maldiciendo al ver que perdía la mitad de las flechas de su aljaba.
Había más líquido en el pasaje del que había pensado. Estaban atrapados en un vertiginoso vórtice, sin aire para respirar ni luz para ver. Brennan atrajo con fuerza el tobillo de Mai, recordando la silenciosa advertencia de Tachyon.
Cayeron salpicando en una gran cámara, totalmente sumergida en un charco del tamaño de una piscina olímpica. Brennan y Mai flotaron hasta la superficie, tratando de no hundirse, mirando a un lado y otro. Por suerte, la cámara estaba iluminada por la misma fosforescencia azul del pasaje superior. Fortunato salió a flote y se unió a ellos, luchando contra una corriente que le arrastraba hacia la otra punta del estanque.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó Fortunato.
Brennan descubrió que era difícil encogerse de hombros mientras tratabas de mantenerte a flote.
—No lo sé, ¿un reservorio, quizá? Todas las criaturas vivientes necesitan agua para sobrevivir.
—Al menos ya no están esos bichos —dijo Fortunato.
Emprendió el camino hacia un lateral de la cámara y Brennan y Mai le siguieron.
Ascendieron trabajosamente la vertiente, lentos y con cautela porque la superficie estaba mojada y resbalaba. Finalmente se dejaron caer, jadeando, para descansar un momento. Brennan atendió las peores picaduras de los bichos con vendas del pequeño botiquín de primeros auxilios que llevaba en el cinturón.
—¿Y ahora por dónde?
Fortunato tardó un momento en orientarse y luego señaló:
—Por ahí.
Avanzaron por el vientre de la bestia. Fue un trayecto de pesadilla a través de un extraño reino de monstruosidades orgánicas. El pasadizo que siguieron se abría en vastas estancias, donde criaturas parecidas a los hombres maullaban con idiocia a medio formar, colgados por medio de cordones umbilicales de techos pulsantes, y conducía por galerías donde sacos de biomasa indiferenciada temblaban como una repugnante gelatina que aguardaba a que la voluntad de la Madre del Enjambre los esculpiera. Algunos de ellos estaban lo bastante desarrollados para ser conscientes de la presencia de los intrusos pero aún estaban unidos al cuerpo de la Madre por cordones umbilicales protoplasmáticos. Chasquearon, gruñeron y sisearon cuando el grupo pasó a su lado y Brennan se vio forzado a atravesar con sus flechas los cerebros de unas pocas de las criaturas más persistentes.
No todo tenía las inhumanas formas de los retoños del Enjambre. Algunos eran parecidos a los humanos en la forma y la apariencia, con rostros humanos. Rostros humanos reconocibles. Estaba Ronald Reagan, con el pelo peinado hacia atrás y un tic en el ojo. Estaba Maggie Thatcher, con aspecto severo e inflexible. Y allí estaba la cabeza de Gorbachov, con su marca de nacimiento de color fresa y todo, sobre una masa de tembloroso protoplasma que era tan blando y esponjoso como un cuerpo humano esculpido con masa de rosquillas.
—¡La Virgen! —exclamó Fortunato—. Parece que hemos llegado justo a tiempo.
—Eso espero —murmuró Brennan.
El pasadizo empezó a estrecharse y tuvieron que agacharse y al final ponerse a gatas y arrastrarse. Brennan miró hacia atrás, a Fortunato, y el as les hizo un gesto para que siguieran.
—Está delante. Puedo sentir cómo late: alimentarse y crecer, alimentarse y crecer.
La carne del túnel era elástica y cálida. A Brennan le desagradaba tocarla pero se obligó a continuar avanzando. El túnel se estrechó hasta que fue tan angosto que Brennan se dio cuenta de que no podía llevar su arco. Estaban indefensos y dirigiéndose al área más peligrosa de la Madre del Enjambre, a su centro neurálgico. Se abrió paso a empujones por un pasadizo de carne viva durante casi cien metros, con Mai y Fortunato detrás de él, hasta que apareció en un espacio abierto. Luego llegó Fortunato y ambos ayudaron a Mai a bajar.
Miraron a su alrededor. Era una cámara pequeña. Apenas había sitio para los tres y un enorme órgano de tres lóbulos y de color gris rosáceo que pendía del centro de la estancia gracias a una red de tentáculos fibrosos que penetraban en suelo, techo y paredes.
—Esto es… —murmuró Fortunato con voz agotada.
—El centro neurálgico de la Madre del Enjambre. Su cerebro, o su núcleo o como queráis llamarlo.
Ambos se giraron hacia Mai. Ella avanzó y Brennan la cogió del brazo.
—Mátala —le instó—, mátala y vámonos de aquí.
Ella le miró, tranquila. Podía verse reflejado en sus enormes ojos oscuros.
—Sabes que juré no dañar nunca a otro ser sentiente —dijo con calma.
—¿Estás loca? —gritó Fortunato—. ¿A qué hemos venido aquí?
Brennan le soltó el brazo y ella se dirigió hacia el órgano suspendido en la red de fibras nerviosas. Fortunato miró a Brennan.
—¿Esta zorra está loca o qué?
Brennan negó con la cabeza, incapaz de hablar, sabiendo que iba a perder a otro. No importaba cómo acabara todo esto, estaba perdiendo a otro.
Mai se deslizó entre los tentáculos y colocó las palmas contra la carne de la Madre del Enjambre. La sangre empezó a manar del órgano de la criatura alienígena.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Fortunato, debatiéndose entre el miedo, la ira y la maravilla.
—Fundirse.
El estrecho túnel que les había llevado al santuario de la Madre del Enjambre empezó a dilatarse. Brennan volvió la cara hacia la abertura.
—¿Qué está pasando?
Brennan colocó una flecha en la cuerda de su arco.
—La Madre del Enjambre se está resistiendo —dijo y bloqueó todo lo que lo rodeaba, bloqueó a Fortunato, bloqueó incluso a Fortunato de su mente. Estrechó el foco de su ser hasta que la boca del túnel fue todo su universo, listo para disparar al corazón del enemigo.
Las máquinas de matar llenas de colmillos y garras de la Madre del Enjambre se derramaron por la abertura. Brennan disparó. Sus manos se movieron sin dirección consciente, apuntando, tensando, disparando. Los cuerpos se amontonaban en la boca del túnel y los despejaban las criaturas que trataban de abrirse paso al interior y las detonaciones de las flechas explosivas. El tiempo dejó de fluir. Nada importaba salvo la perfecta coordinación entre cuerpo y objetivo, nacida de la unión de carne y espíritu.
Pareció una eternidad pero los recursos de la Madre del Enjambre no eran inagotables. Las criaturas dejaron de venir cuando a Brennan le quedaban tres flechas. Se quedó mirando el corredor durante más de un minuto antes de darse cuenta de que no había más objetivos a la vista y bajó el arco.
Le dolía la espalda y los brazos le quemaban como si estuvieran ardiendo. Miró a Fortunato. El as le miró fijamente, sacudió la cabeza sin decir palabra. La conciencia de Brennan regresó del estanque donde su entrenamiento zen la había sumergido.
Un movimiento repentino captó su atención y se dio la vuelta. Su mano bajó a la aljaba del cinturón pero paró antes de sacar una flecha. Había tres formas en la boca del túnel, del tamaño y la forma de un hombre. Una sensación de dislocación le recorrió como un viento helado y bajó el arco. Los reconocía.
—¿Gulgowski? ¿Mendoza? ¿Minh?
Avanzó como en sueños y ellos pasaron por encima y entre los cuerpos despanzurrados de los retoños del Enjambre, a su encuentro. Brennan estaba paralizado, atrapado entre la alegría y la incredulidad.
—Sabía que vendrías —dijo Minh, el padre de Mai—. Sabía que nos rescatarías de Kien.
Brennan asintió. Un sentimiento de inmensa fatiga se apoderó de él. Se sentía como si su cerebro estuviera separado del resto de su cuerpo, como si de algún modo hubiera quedado atrapado entre capas de algodón. Debería haber sabido todo este tiempo que Kien estaba tras el Enjambre. Debería haberlo sabido.
Gulgowski levantó el maletín que portaba.
—Aquí tenemos las pruebas que necesitamos para pillar al cabrón, capitán. Venga y eche un vistazo.
Brennan bajó el arco, se acercó para mirar el maletín que Gulgowski le tendía, ignorando los tiros tras él, ignorando el rumor de una explosión que reverberaba por el corredor.
Gulgowski, tendiéndole el maletín, se tambaleó. Brennan le miró. Era extraño. Ahora sólo tenía un ojo. El otro había volado de un disparo y un espeso fluido verde le caía lentamente por la mejilla. Pero todo estaba bien. Brennan recordaba que a Gulgowski le habían disparado antes en la cabeza, y vivía. Aquí estaba, después de todo. Miró el maletín. El asa se mezclaba con la misma carne de la mano de Gulgowski, eran una sola cosa. La boca del maletín estaba llena de hileras de dientes afilados. Saltó hacia él, castañeteando.
Sintió una repentina conmoción cuando algo se arrojó a sus rodillas por detrás. Cayó al suelo y yació con las mejillas pegadas al suelo de la cámara, sintiendo su palpitante calidez, y miró hacia atrás molesto.
Fortunato le había hecho un placaje. El as aflojó su presa, de rodillas, y volvió a sacar la 45. Brennan alzó la vista hacia sus hombres. Fortunato los hizo saltar en pedazos, un trozo de cara aquí, un poco de brazo allá. El proxeneta blasfemaba en un flujo constante mientras disparaba la 45 y los hombres de Brennan volvían a morir. Brennan sintió un arrebato de ira tremenda. Se incorporó a medias y cerró los ojos. El rugido del arma de fuego paró cuando Fortunato expulsó un cargador vacío, pero el olor de la pólvora estaba en el aire, el trueno de los disparos en sus oídos, y el caliente y húmedo aroma de la jungla en su nariz. Abrió los ojos de nuevo. Espantosas caricaturas de hombres, rostros y partes del cuerpo arrancadas goteando limo verde se dirigían tambaleándose hacia él. No eran sus hombres. Mendoza había muerto en el asalto a los cuarteles del vietcom. A Gulgowski le habían asesinado más tarde aquella misma noche. Y Minh había sido asesinado años después por los hombres de Kien en Nueva York.
Aunque su mente aún estaba nublada, cogió el arco y disparó su última flecha explosiva a los simulacros. Impacto en la caricatura de Minh y explotó, proyectando trocitos de biomasa por todas partes. La onda expansiva derribó a Brennan y abatió también a los otros dos simulacros.
Respiró hondo y se limpió la baba y el protoplasma deshecho de su cara.
—La Madre del Enjambre cogió sus imágenes de tu mente —dijo Fortunato—. Las otras criaturas sólo estaban ganando tiempo para que pudiera preparar esa especie de muñecos de cera andantes.
Brennan asintió, con expresión dura y resuelta. Le dio la espalda a Fortunato y miró a Mai.
Casi había desaparecido, prácticamente cubierta por la carne gris rosácea de la criatura alienígena. Su mejilla se apoyaba en el palpitante órgano y la mitad de la cara que Brennan podía ver estaba intacta. Tenía el ojo abierto y claro.
—¿Mai?
El ojo se movió, siguiendo el sonido de su voz, y se centró en él. Movió los labios.
—Es tan enorme —susurró—, tan admirable y enorme. —La luz en la cámara se atenuó un momento, luego volvió—. No —murmuró Mai—. No debemos hacerlo. Hay un ser semiente en la nave, y la misma nave es también una entidad viviente. —El suelo de la cámara tembló pero la luz permaneció. Mai volvió a hablar, más para sí misma que para sus compañeros—. Haber vivido tanto tiempo sin pensar… Haber ejercido tanto poder sin consecuencias… Haber viajado tan lejos y visto tanto sin ser consciente… Esto cambiará…, todo cambiará…
El ojo volvió a centrarse en Brennan. Hubo un reconocimiento en él que se apagó al hablar.
—No llores, capitán. Una de nosotras se ha entregado para salvar a su planeta, la otra ha renunciado a su carrera para cambiar… quién sabe qué. Quizá el universo, algún día. No estés triste. Recuérdanos cuando mires el cielo de la noche, y recuerda que estamos entre las estrellas, tanteando, considerando, descubriendo, pensando un sinfín de cosas maravillosas.
Brennan pestañeó para limpiarse las lágrimas mientras el ojo del rostro de Mai se cerraba.
—Adiós, capitán.
El modulador de singularidad empezó a desprender chispas. Fortunato descolgó la mochila de su espalda. Miró en ella, sorprendido.
—No lo estoy haciendo yo. Es ella…, ello.
Estaban de vuelta en el puente de la nave de Tachyon. Los tres hombres se miraron.
—¿Lo habéis conseguido? —preguntó Tachyon tras un momento.
—Oh, sí, tío —dijo Fortunato desplomándose en un escabel cercano—. Oh, sí.
—¿Dónde está Mai?
Brennan sintió una punzada de ira que le atravesó como un cuchillo.
—Has dejado que se fuera —dijo con desprecio y dando un paso hacia Tachyon con las manos cerradas en puños temblorosos. Pero sus ojos le dijeron a quién debía culpar en verdad por la pérdida de Mai. Todo su cuerpo se estremeció como un perro sacudiéndose el agua, después se dio media vuelta abruptamente. Tachyon lo contempló, luego se giró hacia Fortunato.
—Volvamos a casa —dijo el as.
Al cabo de un rato, Brennan recordaría las palabras de Mai, y se preguntaría qué filosofías, qué reinos del pensamiento podría desentrañar el espíritu de una gentil chica budista fundida con la mente y el cuerpo de una criatura con un poder casi inimaginable a través de los siglos. Al cabo de un rato, lo recordaría, pero ahora, con un sentimiento de dolor y de pérdida que le resultaba tan familiar como su propio nombre, no sentía nada de ello. Sólo se sentía medio muerto.