El cometa del señor Koyama


por Walter Jon Williams

Primera parte: marzo de 1983

En junio de 1981, un ejecutivo de tercera generación de Mitsubishi, Koyama Eido, inició su jubilación en medio de un sinfín de elogios y del merecido respeto de sus colegas y sus subordinados. Acabó extravagantemente borracho, pagó a su amante, y justo al día siguiente puso en marcha el plan en el que había estado trabajando durante casi cuarenta años. Se trasladó con su esposa a una casa que había construido en la isla de Shikoku. La vivienda estaba situada en un terreno accidentado en la parte sur de la isla y era difícil acceder a ella; al señor Koyama le costó una extraordinaria cantidad de dinero que le instalaran el teléfono y los suministros; y el inmueble se construyó en un estilo inusual, con un tejado plano que no soportaría bien las inclemencias del tiempo: pero al señor Koyama no le importaba nada de todo eso. Lo que le importaba era que la casa estaba en un lugar tan remoto que no habría contaminación lumínica, que estaba orientada al Pacífico por el este y al canal de Bungo por el suroeste y que las vistas al agua eran mejores.

En una cabina construida en el tejado plano, el señor Koyama instaló un telescopio reflectante de catorce pulgadas que había construido con sus propias manos. Cuando hacía buen tiempo lo sacaba a la plataforma y observaba el cielo, las estrellas, los planetas y las lejanas galaxias y tomaba fotografías cuidadosamente estudiadas que revelaba en su cuarto oscuro y después colgaba en sus paredes. Pero observar el cielo sin más no era suficiente: el señor Koyama quería más. Quería que algo llevara su nombre.

Todos los días, pues, justo después del ocaso y justo antes del amanecer, subía a su tejado con un par de binoculares navales Fujinan que había comprado en 1946 en Chiba a un ex capitán de submarino muerto de hambre. Con paciencia, envuelto en un sobretodo de cálida lana, centraba el objetivo de cinco pulgadas de las lentes en el cielo y lo inspeccionaba al detalle. Buscaba cometas.

En diciembre de 1982 encontró uno pero por desgracia tuvo que compartir el mérito con Seki, un buscador de cometas de cierta reputación que ya lo había descubierto algunos días antes. Le disgustó haberse perdido el SekiKoyama 1982P por unas setenta y dos horas pero siguió buscando, prometiendo mayor dedicación y vigilancia. Quería uno sólo para él.

Marzo de 1983 empezó frío y lluvioso: el señor Koyama temblaba debajo del sombrero y el abrigo mientras examinaba el cielo noche tras noche. Un brote de gripe le mantuvo apartado del tejado hasta el veintidós y le molestó enterarse de que Seki e Ikeya habían descubierto juntos un nuevo cometa mientras estaba en cama. «Mayor dedicación y vigilancia», prometió de nuevo.

La mañana del veintitrés, el señor Koyama finalmente encontró su cometa. Allí, cerca del Sol que aún no había salido del todo, vio una bola de luz difusa. Dio un respingo, agarró con fuerza las Fujinan y volvió a mirar al cielo para confirmar el avistamiento. No debería haber nada en esa parte del cielo.

Con el corazón desbocado, bajó a su estudio y cogió el teléfono. Llamó a la oficina de telégrafos y envió un cable a la Unión Astronómica Internacional (los telegramas son de rigor con la UAI una llamada de teléfono se consideraría vulgar). Ofreciendo vagas plegarias a una multitud de dioses por los que no profesaba ninguna verdadera fe, regresó al tejado con la extraña sensación de que su cometa habría desaparecido mientras no miraba. Suspiró aliviado.

El cometa seguía allí.

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La confirmación de la UAI llegó dos días después y corroboró lo que el señor Koyama ya sabía por sus propias observaciones: Koyama 1983D era un auténtico bombazo, se alejaba del Sol echando leches.

Informes posteriores indicaron toda clase de anomalías. Un análisis espectrográfico rutinario mostró que el Koyama 1983D era decididamente raro, en efecto: en vez de los habituales hidroxilos y carbono, el cometa del señor Koyama registraba grandes cantidades de oxígeno, nitrógeno, hidrógeno, carbono, silicio y varias sales minerales. En resumen, todo lo necesario para la vida orgánica.

Una tempestuosa controversia surgió de inmediato a propósito del cometa Koyama. ¿Hasta qué punto era anómalo? ¿Era la vida orgánica posible en las frías y polvorientas inmediaciones de la nube de Oort? Equipos de la BBC, la NBC y de la televisión soviética entrevistaron al señor Koyama y le reseñaron en la revista Times. Ofreció modestas declaraciones sobre su condición de aficionado y su perplejidad ante todo el alboroto; pero en su fuero interno estaba más satisfecho de lo que lo había estado nunca, incluso más que el día en que nació su primogénito. Su mujer le observaba merodear por casa con aires de veinteañero y una amplia sonrisa de payaso.

Cada mañana y cada noche, el señor Koyama estaba en el tejado. Iba a ser difícil superar aquello pero lo intentaría.

Segunda parte: octubre de 1985

La astronomía recibía más atención en esos días, con la reaparición del P/Halley 19821, pero el señor Koyama mantuvo el equilibrio ante las turbulencias. Ahora era un veterano. Había descubierto cuatro astros más desde el Koyama 1983D y se había asegurado un lugar prominente en la historia de los cometas. Todos habían sido denominados como cometa «tipo Koyama», por su extraña espectrografía y por moverse echando leches. Toda clase de aficionados descubrieron cometas tipo Koyama, siempre pegados al Sol.

La controversia no cesó; de hecho, se intensificó: ¿era posible que el sistema solar estuviera experimentando una tormenta de cometas que contenían elementos orgánicos o era un hecho bastante común del que, de algún modo, nadie se había dado cuenta hasta entonces? Fred Hoyle sonrió y dictó una declaración del tipo «ya lo había dicho», reiterando su teoría de semilleros cósmicos que contenían vida orgánica, y hasta sus más encarnizados oponentes reconocieron que el molesto viejo de Yorkshire podría haber ganado esta ronda.

El señor Koyama recibió muchas invitaciones para dar charlas; las declinó todas. El tiempo que pasara hablando significaría tiempo alejado de su observatorio del tejado. Hasta ahora, el récord de cometas descubiertos era nueve y lo ostentaba un ministro australiano. Estaba decidido a ganar ese honor para Japón o a morir intentándolo.

Tercera parte: finales de junio de 1986

Allí: otro cometa apenas visible, siguiendo al Sol en el cielo. Con aquel eran seis. El señor Koyama bajó a su estudio y llamó a la oficina de telégrafos. Su pulso se aceleró. Necesitaba desesperadamente confirmación de éste, no del avistamiento sino de la espectrografía.

Estaba escalando posiciones en las listas de avistadores de cometas y se encontraba en un período de mayor y más excitada observación del cielo: la gente miraba mucho hacia arriba en estos días, esperando encontrar el oscuro pariente no reflectante del Enjambre que en teoría acechaba por ahí. Pero la perspectiva del número seis no era lo que excitaba al señor Koyama: en esa época estaba bastante hastiado de encontrar nuevos cometas; lo que necesitaba era corroborar su nueva teoría.

Aceptó las felicitaciones del telegrafista y colgó el teléfono. Observó con el ceño fruncido la carta celeste que tenía sobre el escritorio. Sugería algo que sospechaba que había sido el único en darse cuenta, el tipo de cosa de la cual sólo se percataban las personas que pasaban la noche en los tejados, contando las horas y los días, quitándose el rocío y observando pedacitos de noche a través de largas lentes refractivas.

Los cometas «tipo Koyama» parecían poseer no sólo extraños componentes orgánicos y una velocidad inusual sino también una periodicidad aún más extraña. Cada tres meses, más o menos, aparecía uno nuevo cerca del Sol. Era como si la nube de Oort estuviera expulsando una bola de compuestos orgánicos para marcar cada nueva estación terrestre.

Sonriendo, el señor Koyama saboreó la idea de la sensación que causaría su observación, el pánico entre los cosmógrafos tratando de elaborar nuevas formas que lo explicaran. Su lugar en la astronomía estaría asegurado. Los cometas Koyama estaban demostrando ser tan regulares como los planetas. Pensó que, en cierto modo, tenía suerte de que el Enjambre hubiera llegado a la Tierra, porque de no ser así la observación podría haberse hecho antes.

La idea resonó despacio en su mente. La sonrisa del señor Koyama se convirtió en un gesto circunspecto. Miró su carta y ejecutó algunas operaciones matemáticas mentalmente. Frunció aún más el ceño. Sacó una calculadora de bolsillo y confirmó sus cálculos: se le desbocó el corazón. Se sentó poco a poco.

El Enjambre: un duro caparazón de kilómetros de largo protegiendo vastas cantidades de biomasa. Algo así sería vulnerable a los cambios de temperatura. Si se acercaba al Sol, tendría que purgar el exceso de calor de algún modo. El resultado sería una fluorescencia no muy distinta a la de un cometa.

Supongamos que el Enjambre estuviera en una rápida órbita alrededor del Sol en un foco y la Tierra en el otro. Con la Tierra moviéndose alrededor del Sol, la órbita sería complicada pero no imposible. Pero con todos los avistamientos de los cometas «tipo Koyama», sería posible determinar la localización aproximada del Enjambre. Unos pocos cientos de misiles con cabezas de hidrógeno acabarían con la Guerra de los Mundos a lo bárbaro.

«Hijoputa», masculló el señor Koyama, una palabrota que había aprendido de los soldados durante la ocupación. ¿A quién demonios tenía que avisar de esto? La UAI era un foro inadecuado. ¿Al primer ministro? ¿Al Jieitai?

No. No tendrían ninguna razón para creer a un oscuro hombre de negocios jubilado que llamaba delirando sobre el Enjambre. Debían de estar más que hartos de ese tipo de llamadas, sin duda.

Mientras descolgaba el teléfono y empezaba a marcar, sintió que su corazón empezaba a venirse abajo. Su lugar en la historia de la astronomía estaba asegurado, lo sabía, pero no como él quería. En vez de seis cometas, lo único que había descubierto era un condenado montón de levaduras.

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