Por sendas perdidas


por Pat Cadigan

Hacía un calor impropio para mayo, un rápido anticipo del intenso verano, y los niños reunidos alrededor de la boca de riego componían una escena atemporal. Lo único que faltaba era pericia: nadie sabía cómo hacer que saliera agua de allí. No importaba que algo así pudiera resultar en una caída en picado de la presión del agua del municipio, poniendo seriamente en peligro la extinción de incendios, y por eso los incendiarios siempre estaban deseosos de ayudar a una pandilla de niños sudorosos en un día cálido. Pero nunca había un incendiario cuando lo necesitabas.

El hombre que estaba en la pequeña tienda de ultramarinos no miraba a los niños; contemplaba a la joven de cabellera cobriza hasta el hombro y grandes ojos verdes que sí estaba mirando a los niños. Le había seguido el rastro desde que bajó del autobús tres días antes, normalmente al abrigo de uno de sus tabloides favoritos, como el que ahora mismo sostenía. El titular rezaba:

«¡¡¡MUJER SE CONVIERTE EN JOKER Y DEVORA

A MARIDO EN NOCHE DE BODAS!!!»

A Harry Matthias siempre le había gustado lo morboso.

La chica del otro lado de la calle, no obstante, era cualquier cosa menos morbosa. «Chica» le sentaba mejor que «joven», aunque estaba del todo seguro de que tenía más de veintiún años. Su cara con forma de corazón no mostraba ni una marca, ni una arruga, y aún estaba por definirse. Sin ser sofisticada, resultaba muy atractiva si la mirabas dos veces, cosa que mucha gente debía de hacer, imaginaba Harry. Nunca pensarías que no era más que un bocadito inocente arrojándose a las fauces de la gran ciudad. Pero Harry, más conocido como Judas, sabía que no era así. El Astrónomo le recompensaría generosamente por ésta.

O mejor dicho, la gente del Astrónomo. El Astrónomo en persona no se molestaba en tratar contigo, no si tenías suerte, y Judas había tenido mucha, era casi demasiado afortunado por estar vivo. Había pasado de ser un groupie joker, lo llamaban un «jokee» (y también se reían de él cuando se lo decían), a convertirse en un as. Un as muy sutil, desde luego, pero muy útil con su habilidad de detectar otros ases y sus poderes. Su transformación tuvo lugar aquella noche en aquel cabaret loco, el Jokers Wild. Aquello le salvó la vida; habían estado a punto de servirle adecuadamente cuando la espora le cambió y expuso a aquella mujer cambiaformas. ¡Qué cambios le habían hecho pasar, por decirlo de algún modo! No le gustaba pensar en ello, pero mejor ella que él. Mejor cualquiera que él, incluso la chica del otro lado de la calle, aunque le doliera; era atractiva. Pero sólo se la entregaría a los masones, donde su talento no se desperdiciaría. ¡Y qué talento! Probablemente le darían una medalla cuando se la llevara. Bueno, de todos modos le pagarían, lo suficiente para sacarse la espina de ser llamado Judas (de sentir alguna espina clavada, que no era el caso).

La chica sonrió y sintió que él respondía con una sonrisa. Podía sentir cómo se concentraba su poder. Distraídamente, tiró unas pocas monedas al cajero por el tabloide y salió a la acera con el periódico bajo el brazo. Una vez más, se encontró con que estaba maravillado; aunque sabía que detectar a un as requería un poder muy especial, aún se sorprendía de que la gente no supieran cuándo se encontraban ante algo más grande que ellos mismos, ya fuera un as, TIAMAT o el Único Dios Verdadero. Echó un vistazo al cielo. Dios se estaba tomando un café y TIAMAT aún estaba por llegar; ahora mismo sólo estaban él y la chica, y ya era bastante compañía.

Nadie más que él lo sintió cuando lo dejó fluir: el poder brotó de ella como una ola y como una andanada de partículas. La magnitud era aterradora. Se trataba de un poder primitivo, algo que parecía antiguo a pesar de la relativa novedad del virus wild card, aunque el virus había activado alguna habilidad innata y durmiente durante siglos.

«Podría ser», pensó de repente; ¿acaso la gente primitiva no tenía una especie de rito para invocar la lluvia? Sin previo aviso, la boca de riego estalló y el agua se derramó por la calle. Los niños estallaron en vítores y risas, y ella estaba disfrutando tanto al verlos, que no se dio cuenta de que se le acercaba.

—Policía, señorita. Acompáñeme con calma. —La completa sorpresa en su rostro mientras miraba fijamente la placa que le había puesto bajo las narices la hacía parecer todavía más joven—. No pensaría en serio que se iba a salir con la suya, ¿no? Y no se haga la inocente: no es el único as que tenemos en la ciudad, ¿sabe?

Asintió dócilmente y dejó que se la llevara.

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Con ella los Cloisters resultaron un completo desperdicio: no se molestó en alzar los ojos a la imponente arquitectura gótico-francesa, ni siquiera a la puerta de madera exquisitamente tallada; allí fue donde la entregó, como otros muchos bienes, a las manos expectantes de Kim Toy O’Toole y Rojo. Reprimió sus ganas de besarla. Para un tipo llamado Judas, besar sería pasarse un poco. Ay, jovencita; ni siquiera había notado la ausencia de uniformes policiales.

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Rojo había sido bastante rubicundo hasta que el wild card le afectó. Ahora era completamente rojo y no tenía pelo. Lo consideraba una condición tolerable, comparada con otras.

«Quizá tengo algo de sangre piel roja», decía a veces. No era el caso. Kim Toy era su esposa, descendiente de un militar de carrera irlandés, y su verdadero amor, al que había encontrado en un permiso en Hong Kong. Sean O’Toole había sido un masón, pero apenas habría reconocido la organización a la que su hija se había convertido, después de que su propia espora floreciera y descubriera la combinación mental y de feromonas capaz de deslumbrar a los hombres con una fuerza mucho mayor que la que sería normal para una mujer más o menos atractiva. Rojo no había necesitado aquella especie de hechizo. No estaba nada mal: a veces no podía evitar ser una mujer fatal.

Cogieron la pieza fresca que Judas les había traído y la metieron en uno de los viejos despachos del sótano, donde los interrogatorios («entrevistas», les corregía siempre Roman) podían desarrollarse en privado. Después se sentaron fuera, en el pasillo, para una pausa no planificada. Roman acudiría en cualquier momento, después del cual tendrían que deshacerse de la chica como el Astrónomo prefiriera.

—Lunático asqueroso —murmuró Rojo aceptando un cigarrillo ya encendido de Kim Toy. «Lunático asqueroso» era un término que usaba para referirse al Astrónomo—. A veces pienso que tendríamos que patearle el culo y pirarnos.

—Dominará el mundo —dijo dulcemente Kim Toy— y nos dará un trozo. Creo que vale la pena estar cerca de él.

—Dice que nos va a dar un trozo; como si fuera un señor feudal. Pero no todos somos samuráis, esposa mía.

—Yo tampoco. Soy china, idiota, ¿recuerdas? —Dirigió la vista más allá de su marido—. Ahí viene Roman. Y Kafka.

La pareja se incorporó en la silla y trató de parecer impasible. Roman era uno de los acólitos de alto nivel del Astrónomo, alguien que podía visitar los segmentos de la sociedad que podrían considerarse por encima de la mayoría de tipos cuestionables reclutados por el Astrónomo. Una atractiva apariencia rubia y un impecable aseo personal le granjeaban la entrada en casi todas partes. Se decía que era uno de los raros «jokers inversos», alguien a quien la espora había transformado desde unos despojos horriblemente deformados hasta el presente estado de belleza masculina; aunque no era Roman quien lo decía.

Siguiéndole, detrás de él, estaba su antítesis, al que llamaban Kafka o Cucaracha (nunca a la cara), pues a los humanos les recordaba al insecto. No obstante, nadie se burlaba de él; el dispositivo shakti, que según el Astrónomo sería su salvación, estaba en mayor parte en manos de Kafka. Había descubierto el instrumento alienígena que había estado bajo custodia de los masones durante siglos y él solo había diseñado y construido la máquina que completaba su poder. Nadie le molestaba; nadie quería hacerlo.

Roman hizo una minúscula inclinación de cabeza a Rojo y Kim Toy mientras se dirigía a la puerta del despacho y entonces se paró abruptamente, por lo que Kafka casi se chocó con él. Kafka saltó hacia atrás, apretando los delgados brazos cuerpos contra su cuerpo, presa del pánico ante la posibilidad de cualquier contacto con alguien que se lavara menos de doce o trece veces al día.

—¿Adonde crees que vas? —La sonrisa de Roman era inexpresiva.

Kafka dio un valiente paso adelante.

—Hemos encontrado a seis alienígenas haciéndose pasar por humanos en las últimas tres semanas. Sólo quiero asegurarme de que es humana.

—Quieres asegurarte de que es humana. —Roman le miró de arriba a abajo—. La trajo Judas y los que nos trae Judas siempre son humanos. Además, el Astrónomo no quiere que vayamos asustando a los buenos, y por eso soy yo quien les entrevista cuando vienen aquí por primera vez. Perdona que te lo diga, viejo Kafka, pero no creo que tu aspecto les resulte muy tranquilizador.

El exoesqueleto de Kafka chirrió cuando se dio la vuelta y volvió por el pasillo. Kim Toy y Rojo vieron cómo se iba, sin preocuparse de romper el silencio más allá de dejar escapar un suspiro.

—Estaba frente a los monitores cuando la trajeron —dijo Roman, estirándose la elegante y cara chaqueta de tweed—. Una pena. Quiero decir, al hombre no le importaría estar junto a una mujer tan bonita, pero siendo como es…

—¿Cómo está tu mujer, Roman? —preguntó Rojo de repente. Roman se quedó paralizado mientras se cepillaba una pelusa imaginaria de la manga. Hubo una larga pausa. Uno de los incongruentes fluorescentes del techo empezó a zumbar.

—Bien —contestó Roman por fin, bajando poco a poco el brazo—. Le diré que has preguntado por ella.

Kim Toy le dio un codazo a su marido en las costillas mientras el otro entraba en el despacho.

—¿Por qué mierda has hecho eso? ¿Qué pretendías?

Rojo se encogió de hombros.

—Roman es un capullo.

—¡Y Kafka es un capullo! ¡Todos son unos capullos! Y tú eres un idiota. La próxima vez que quieras fastidiar a ese hombre, ve y rómpele la nariz. Ellie Roman nunca te ha hecho nada.

—Primero me dices que te gustaría poseer el mundo, perdón, una parte de él, y después me echas la bronca por sacarle el tema de su mujer a Roman. Esposa mía, a veces eres un auténtico rompecabezas chino.

Kim Toy frunció el ceño mientras miraba a la luz que zumbaba, que ahora también parpadeaba.

—El mundo es un rompecabezas chino, esposo mío.

Rojo gruñó.

—Palabrería samurái.

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—Declare su nombre, por favor. Completo.

Podría decirse que era el hombre más guapo que había conocido en persona.

—Jane Lillian Down —dijo. En las grandes ciudades tenían de todo, incluso hombres guapos que te interrogaban. «Yo “corazón” New York», pensó, y reprimió la histeria que quería salir burbujeando en forma de risa.

—¿Y qué edad tiene, señorita Dow?

—Veintiuno. Nacida el uno de abril de 19…

—Sé restar, gracias. ¿Dónde nació? —Estaba aterrorizada. ¿Qué habría pensado Sal? «Oh, Sal, desearía que me salvaras». Era más una plegaria que un pensamiento, proyectado en el vacío con la tenue esperanza de que el virus wild card pudiera haber afectado en la otra vida igual que en ésta y que el difunto Salvatore Carbone pudiera volver del más allá como la caballería ectoplasmática. Por el momento, la realidad aún no aceptaba peticiones.

Respondió a todas las preguntas que le hizo. El despacho apenas estaba amueblado: paredes desnudas, unas pocas sillas y un escritorio con un terminal de ordenador. El hombre tuvo su expediente en menos de un minuto, contrastando los hechos con sus respuestas. Tenía acceso a toda su vida con aquel ordenador, una de las razones por las que había sido reacia a registrarse en la policía después de que la espora wild card se le manifestara en el instituto, cinco años atrás. La ley había sido promulgada en su ciudad natal mucho antes de que ella naciera y no había sido derogada cuando el clima político hubo cambiado algo. Pero, por aquel entonces, no mucho había cambiado en la pequeña ciudad de Massachusetts en la que había crecido.

—Me pondrán una placa y un número, como a un perro —le dijo a Sal—. Quizá incluso me lleven a la perrera y me gaseen.

Sal le había aconsejado que cumpliera con su obligación, diciéndole que llamaría menos la atención si obedecía las leyes. Cuando le registraran, le dejarían en paz.

—Sí —le dijo—. Ya me he dado cuenta de lo bien que funcionó eso en la Alemania nazi.

Sal se limitó a sacudir la cabeza y a prometerle que las cosas irían bien.

«Pero ¿qué hay de esto, Sal? No van a dejarme en paz, no funciona». Nueva York era el último lugar en el que esperaba que la policía la arrestara como as y, cuando hubo un descanso en el interrogatorio, así lo dijo.

—Pero nosotros no somos policías —le dijo el hombre guapo con amabilidad, y el corazón se le hundió un poco más.

—¿N… no lo son? Pero ese tipo me enseñó una placa…

—¿Quién? Ah, él. —El hombre rió entre dientes—. Judas es policía, pero yo no, y esto no se parece en nada a una comisaría, ¿no crees?

Jane torció el gesto ante su sonrisa ligeramente incrédula.

—No soy de aquí. Y vi lo que pasó hace unos meses en las noticias. Imaginé que, después de eso, la policía simplemente se habría trasladado donde se la necesitara o tuviera que hacerlo.

Bajó los ojos y contempló su regazo, con las manos entrelazadas como dos criaturas separadas en silencioso combate.

—No le habría hablado de Sal de haber sabido que no era policía.

—¿Y eso qué hubiera cambiado, señorita Dow? ¿O puedo llamarla Jane, ya que no quiere que la llamen Water Lily?

—Haga lo que quiera —dijo con tristeza—, lo hará igualmente.

La sorprendió al levantarse y pedir a la gente del pasillo que trajeran un poco de café y algo de comer.

—Acabo de caer en que la hemos mantenido demasiado rato aquí sin ofrecerle un refrigerio. La policía no haría eso por ti, Jane. Al menos, no la de Nueva York.

Respiró hondo y fue soltando el aire poco a poco.

—Claro. Entonces supongo que me tomaré el café y seguiré mi camino.

El hombre no dejaba de sonreír.

—¿Dónde tienes que ir?

—Vine aquí, aquí a Nueva York, quiero decir, a buscar a Jumpin’ Jack Flash. Le vi en las noticias…

—Olvídalo. —La sonrisa seguía allí pero los ojos eran fríos—. No puedes hacer nada por los demás.

—Pero…

—He dicho que lo olvides.

Volvió a mirarse el regazo.

—Vamos, Jane. —Suavizó la voz—. Sólo estoy tratando de protegerte. Lo necesitas. No quiero ni imaginarme lo que un perrito caliente como ése le haría a un cachito de pan como tú. Pero el Astrónomo tiene planes para ti.

Levantó la cabeza de nuevo.

—¿Planes?

—Planes para tu poder, debería haber dicho. Perdóname.

La risa de Jane fue breve y amarga.

—«Planes para mi poder» es «planes para mí». Quizá sea inocente, comparada con usted, pero no soy idiota. Sal solía advertirme sobre eso.

—Sí, pero Sal no era un as, ¿verdad? Era un patético mariquita, uno de esa primitiva clase de jokers que siempre hemos tenido en el mundo. Uno de los errores de la naturaleza.

—¡No hable así de él! —rabió, la humedad empezaba a condensarse en su rostro y a correr por brazos y piernas. El hombre se la quedó mirando maravillado.

—¿Estás haciendo eso a propósito? ¿O es una reacción ante el estrés?

Antes de que pudiera responder, el hombre rojo y la mujer oriental entraron con una bandeja de pequeños emparedados muy elaborados. Jane se sosegó y observó cómo la pareja lo disponía todo en el escritorio e incluso servía el café.

—Recién salido de las propias cocinas de los Cloisters —dijo Roman señalando la bandeja—. Un as ha de conservar sus fuerzas.

—No, gracias.

Hizo un gesto con la cabeza a la pareja, quien se apostó a cada lado de la puerta. Más agua fluyó por el rostro de Jane y goteó por las puntas del pelo. Su ropa empezó a empaparse.

—Es agua extraída del aire que me rodea —le dijo a Roman, que comenzaba a parecer alarmado—. Me pasa a veces, cuando estoy bajo presión o lo que sea.

—Luchar o huir —dijo—. La adrenalina produce sudor, que te hace ser más escurridizo y por tanto más difícil de atrapar. Probablemente en este caso funciona el mismo principio.

Le miró con un nuevo respeto. Ni siquiera Sal había pensado en eso, y había sido bastante listo, pues se la habían ocurrido todos aquellos experimentos para probar la profundidad y el alcance de su poder. Gracias a Sal sabía que su poder sólo era efectivo con cosas que estuvieran a no más de ochocientos metros de distancia. También había descubierto que podía hacer que los átomos se combinaran para producir agua, o convocar al agua que ya existía en los objetos, y había calculado que necesitaría cuarenta y ocho horas para recuperarse después de agotar su poder, y la había entrenado para que supiera dosificar la energía y no la agotara de golpe. «No es bueno estar completamente indefensa», le había dicho, «no dejes que eso ocurra». Y desde aquella vez, en Massachusetts, no había dejado que ocurriera y nunca lo haría. Sal había velado por ella durante los dos días en que ella se había debatido entre el miedo y la esperanza pensando que el poder había desaparecido del todo; había estado en lo cierto respecto a su recuperación y ella había estado preparada para entregarse a él por completo.

Él la rechazó. Ella se ofreció de nuevo y él la rehuyó una vez más. No podía ser su amante, dijo, y no le haría de padre. Tenía que ser responsable de sí misma, como todos los demás. Y entonces, como para rematarlo, volvió a su apartamento y se ahogó en la bañera.

Como una idea sádica del bromista más sádico del mundo, Sal Carbone, su único amigo de verdad, había caído, se había golpeado la cabeza y había respirado agua jabonosa hasta morir. Sólo cinco semanas atrás.

«Sal, eres mi amigo del alma», le había dicho una y otra vez, y él había permitido que así fuera. Habían mantenido una extraña amistad, un encuentro de mente, espíritu y corazón. Eran perfectos el uno para el otro excepto por el hecho de que él era gay. La segunda broma más cruel del mundo.

—Water Lily.

Aquel nombre la trajo bruscamente de vuelta al presente.

—Le dije que no me llamara así. Sólo Sal me llamaba Water Lily.

—La exclusividad de Sal expiró con él. —El hombre se dulcificó de nuevo—. No importa, querida. Dime, ¿cuánto sabes exactamente de lo que ha estado pasando en los últimos meses?

—Lo mismo que cualquier otra persona. —Alargó un tímido brazo y cogió la taza de café que tenía más cerca—. Veo las noticias, creo que ya lo he mencionado.

—Bueno, pues no ha acabado. En el próximo mes, esta ciudad…, este país, el mundo entero, verá algo que hará que lo que ocurrió hace unos meses parezca una merienda de la clase de religión. Únicamente la gente que reclutamos tiene posibilidades de acabar en el lado bueno del cementerio.

Más agua apareció en su rostro.

—Si no son la policía, ¿quiénes son?

El hombre sonrió con aire de aprobación mientras ella bebía café.

—¿Qué sabes de los masones, Jane?

—¿Masones? ¿¡Masones!? —Pese a todo, estalló en risas—. ¡Que mi padre lo es![3] —Se obligó a contener la risa antes de que se convirtiera en histérica—. ¿Qué tienen que ver los masones?

—El rito escocés.

—¿Perdón? —La risa de Jane fue perdiendo potencia hasta desaparecer. La fría inexpresividad había regresado a la sonrisa del hombre.

—La afiliación de tu padre era probablemente el rito escocés. Nosotros somos egipcios. Somos bastante diferentes.

Las risitas amenazaban con volver.

—Es curioso, no parece egipcio.

—No te pongas insolente, no es propio de ti.

Echó un vistazo al hombre y la mujer que estaban junto a la puerta.

—Usted es el que lo sabe todo, yo acabo de llegar. —Más humedad aflorando en su rostro y fluyendo por su cuello—. Y no puedo irme, ¿verdad?

—Te necesitamos, Jane. —Ahora sonaba casi amable. La chica cogió una servilleta de la mesa y se secó la cara—. Te necesitamos desesperadamente. Tu poder podría ser decisivo.

—Mi poder —repitió pensativamente, recordando al chico en la cafetería, cinco años atrás, con lágrimas agolpándose en sus ojos mientras gritaba. El chico no había llorado ni un poco al enterarse del suicidio de Debbie («exsanguinación por laceraciones autoinfligidas», jerga médica para decir que se había cortado las venas y desangrado hasta morir, y, ah, sí, la víctima estaba embarazada de trece semanas). Siempre se había preguntado qué habría pensado Debbie sobre lo que le había hecho a su novio infiel. Debbie había sido su mejor amiga antes de Sal, pero nunca le rezaba a ella del mismo modo que a él, como si Debbie perteneciera a algún otro universo. Puede que así fuera. Y quizá había otro universo donde su amiga no se había quitado la vida cuando el padre del bebé la rechazó y, por tanto, en el que no fuera necesario que Jane obligara a salir a las lágrimas del chico, en el que el virus wild card no se hubiera manifestado. Y tal vez había incluso otro universo en el que Sal no se había ahogado en la bañera y la había dejado sola con tanta necesidad de tener a alguien, algo, en quien confiar.

Quizá…

Observó al hombre que estaba sentado delante de ella. Quizá si los cerdos tuvieran alas, volarían como águilas. «Te necesitamos», había dicho. A saber quiénes la necesitaban. Masones egipcios, qué más daba. Qué bueno sería entregarse al cuidado de alguien y saber que velarían por ella y la protegerían.

«¿Lo entiendes, Sal?», pensó dirigiéndose al gran vacío. «¿Entiendes lo que se siente al estar completamente sola con un poder que te supera? Me necesitan, Sal, eso es lo que dicen. No me gustan —tú les odiarías— pero cuidarán de mí y ahora mismo es lo que necesito. Estoy sola, Sal, no importa dónde esté, y he llegado aquí por sendas perdidas y no hay otro sitio al que ir. ¿Sabes, Sal?»

No hubo respuesta del enorme vacío. Se encontró asintiendo al apuesto hombre.

—Está bien, me quedaré. Quiero decir, sé que no me dejaríais marchar pero me quedaré por voluntad propia.

La sonrisa con la que le respondió casi sosegó su corazón.

—Entendemos la diferencia. Rojo y Kim Toy te llevarán a tu cuarto. —Se levantó y alargó la mano por encima del escritorio para coger la suya—. Bienvenida, Jane. Ahora eres una de los nuestros.

La retiró, poniendo ambas manos como si fueran una pistola.

—No, no lo soy —dijo con firmeza—. Me quedo aquí por decisión propia pero eso es todo. No soy una de vosotros.

Aquella frialdad aterradora volvió a sus ojos. Dejó caer su mano.

—Muy bien. Te quedas pero no eres uno de nosotros. También entendemos esa diferencia.

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La habitación que le dieron estaba en la esquina de una zona más espaciosa de piedra lúgubre y fría convertida en un laberinto de estancias más pequeñas hechas con tabiques de yeso prefabricados. Fueron tan considerados de buscar sus pocos bienes mundanos al diminuto estudio que había alquilado y tan consideraros que le proporcionaron una televisión y una cama. Miró las noticias, buscando más imágenes de Jumpin’ Jack Flash. Por lo demás, se entretuvo produciendo pequeñas gotas de agua en las yemas de sus dedos y viendo cómo se estiraban y caían.

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—¿Es bonita? —preguntó el Astrónomo sentado en su silla de ruedas junto a la tumba de Jean d’Afluye. Aún había un poco de sangre en la figura de piedra; el Astrónomo había sentido recientemente la necesidad de recargar su poder.

—Bastante bonita. —Roman tomó un sorbo de vino con cierto desinterés y dejó a un lado la copa, cerca de la mesa del predicador. El anciano siempre le ofrecía cosas; bebida, drogas, mujeres; y él siempre lo probaba por cortesía para después dejarlo a un lado, fuera lo que fuera. Cuánto tiempo más permitiría el Astrónomo que aquello siguiera era una incógnita. Tarde o temprano, estaba condenado a que le hiciera alguna extraña petición degradante: nadie salía ileso de una asociación con el anciano. La atención de Roman vagó hasta centrarse en una zona sombría bajo un arco de ladrillo, donde un ser ruinoso, escuálido y maldito llamado Deceso permanecía encorvado y pensativo, con una mirada sin fondo fijada en algo que nadie más podía ver. En otra parte de la habitación, cerca de una de las farolas, Kafka susurraba con impaciencia. No podía evitar emitir susurros con aquel condenado exoesqueleto. Sonaba como una multitud de cucarachas rozando sus élitros. Roman no se molestaba en intentar esconder su disgusto ante la apariencia de Kafka. Y Deceso, vaya, estaba más allá del disgusto.

Pero ambos, Deceso y Kafka, ya habían pasado por las humillaciones que les había asignado el wild card, mientras que a él no le quedaba otra que esperar y ver qué tenía el Astrónomo en mente para él. Esperaba que hubiera tiempo suficiente para saber por dónde tirar. Y luego estaba Ellie… Pensar en su mujer era como un puñetazo en el estómago. No, por favor, ya no más para Ellie. Contempló la copa de vino y rechazó por millonésima vez sucumbir al deseo de anestesia. «Si caigo… No, cuando caiga… lo haré en plena posesión de mis facultades».

El anciano rió de repente.

—Lo tuyo es el melodrama, Roman. Es tu buena planta. Puedo imaginarte en otra vida rescatando a viudas y huérfanos de las ventiscas. —La risa menguó, dejando en su lugar una sonrisa maliciosa—. Ten cuidado con esa chica. Podrías acabar prematuramente convertido en el polvo que todos somos.

—Podría. —La mirada de Roman se elevó hasta la galería superior. Las esculturas de madera italianas ya no estaban; no podía recordar qué aspecto tenían—. Pero no lo haré.

—¿Y qué te hace estar tan seguro?

—Ella es cándida, una buena chica, una inocente joven de veintiún años. Su alma no contempla el asesinato. —Demasiado tarde, miró a Deceso, quien le contemplaba de un modo en que nadie querría que Deceso le mirara.

Roman se apoyó en un pedestal roto. Sería horrible, pero no duraría mucho, la verdad. La eternidad en unos pocos segundos. Al menos aquello le situaría fuera del alcance del Astrónomo para siempre. Pero también significaba que no podría ayudar a Ellie. «Lo siento, querida», pensó, y aguardó la oscuridad.

Un cuarto de segundo después, el anciano alzó un dedo. Deceso se hundió en sí mismo y continuó mirando a la nada. Roman se obligó a no suspirar.

—Veintiuno —musitó, como si uno de los suyos no acabara de escapar por poco de morir a manos de su máquina de asesinar—. Qué edad más hermosa. Llena de vida y de fuerza. No es la edad en la que se tiene la cabeza más centrada, es una edad impulsiva. ¿Estás seguro de que no estás ni un poquito asustado de sus impulsos, Roman?

Roman no pudo resistirse a echar un vistazo a Deceso, quien ya no le prestaba ninguna atención.

—No me importa jugarme la vida con alguien cuyo corazón está en el sitio adecuado.

—La vida. —Rió entre dientes—. ¿Y qué me dices de jugarte algo de valor?

Roman se permitió responderle con una sonrisa.

—Discúlpeme, señor, pero si mi vida no tuviera algún valor para usted, ya me habría entregado a Deceso hace mucho tiempo.

El anciano estalló en una sorprendente risotada.

—Cerebro y buena planta. Eso es lo que te hace tan condenadamente útil para todos nosotros. Debe de ser lo que le atrajo a tu mujer, ¿no crees?

Roman siguió riendo.

—Es muy probable.

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Sus sueños estaban llenos de imágenes extrañas, de cosas que nunca antes había visto. Le perturbaban el sueño, atravesándole la mente con una urgencia que sentía directamente y que le recordaba las apasionadas súplicas de Roman para que se uniera a ellos. Quienesquiera que fuesen. Masones egipcios: aquellos sueños se lo dijeron todo sobre ellos. Y el Astrónomo.

El Astrónomo. Un hombrecillo más bajo que ella, esquelético, con la cabeza demasiado grande. Con lo que Sal habría llamado ojos de hijodeputa, mientras hacía aquella señal con la mano, el índice y los meñiques extendidos y los centrales doblados sobre la palma, como cuernecillos, una especie de cosa italiana. El rostro de Sal flotó por sus sueños brevemente y luego desapareció arrastrado.

Vio la entrada a alguna especie de iglesia: no, un templo, definitivamente no era una iglesia. Lo veía pero no estaba allí, no podía haber estado allí; era una época de antes de que naciera. Su presencia etérea recorrió una calle, de noche, y después subió levitando las escaleras del templo, más allá del hombre que estaba en la puerta y que parecía estar congelado. Vislumbró una enorme estancia iluminada por velas, dos columnas y un hombre en una tarima, luciendo un extraño atavío blanco y rojo por delante, justo antes de que empezaran los gritos.

No sólo gritos, sino ¡GRITOS!, ¡GRITOS!, arrancados de la garganta de una alma perdida. El sonido la atravesó como una puñalada. Hubo tiempo para cambiar su perspectiva y girarla como si fuera una cámara para ver que era el hombrecillo, el Astrónomo, gritando y tambaleándose por el pasillo. Luego hubo una rápida sucesión de imágenes, la cara de un chacal, la cabeza de un halcón, otro hombre cuyo ancho rostro era pálido; la luz reflejándose en las gafas del hombrecillo y después una especie de cosa, una criatura… cosa… cieno… masa… condenada… cosa… cosa… cosa.

Se encontró sentada en la cama, con los brazos extendidos ante la cara. «TIAMAT». Inesperadamente, la palabra llegó hasta ella y se quedó allí, superflua, prendida en la oscuridad. Se restregó el rostro con ambas manos y volvió a estirarse.

El sueño regresó de inmediato, arrastrándola con una horrible fuerza. El hombrecillo de enorme cabeza le sonreía: no, a ella no, ella no estaba allí, y se alegraba por ello; no quería que jamás le sonriera de aquella manera. Su punto de vista giró hacia atrás y vio que ahora él estaba de pie en la plataforma y a su alrededor vio varias figuras: Roman, el hombre rojo, la mujer oriental, una ruina de hombre, escuálido, que desprendía una sensación de muerte, una mujer con el reproche tan marcado en sus rasgos que dolía mirarla (de algún modo supo que la mujer era enfermera), un joven albino con el rostro prematuramente envejecido, una criatura masculina que podría haber sido una cucaracha antropomórfica, pensó. «Que Dios me libre de algo así», pensó.

Dios aún está en la pausa del café, jovencita. Estaba cara a cara con el hombre que la había traído aquí, el que se llamaba Judas. Era el único que podía verla. Es sólo la suerte de la mano, cielo, y tú tuviste suerte. Y yo también. ¡Blackjack!

Todo se volvió oscuro. Hubo la sensación de un movimiento increíblemente rápido. Algo la estaba impulsando hacia un diminuto punto de luz que estaba mucho más allá, en las tinieblas.

Y entonces, de repente, estaba allí; la luz pasaba de ser un puntito a una masa ardiente, y ella impactaba de pleno a la velocidad del pensamiento. La luz se hacía añicos y ella caía suavemente por el suelo cubierto de musgo de un bosque. Rodó y acabó descansando dulcemente en la base de un gran árbol.

«Bueno, mucho mejor», pensó. «Debo de haber perdido al Conejo Blanco, pero el Sombrerero loco debería estar aquí cerca, por algún lado». Cambió de posición y descubrió que tenía que agarrarse a una enorme raíz, lo que le impedía alejarse a la deriva.

Mira, susurró una voz muy cerca de su oído. Giró la cabeza, su cabello flotaba a su alrededor como si estuviera bajo el agua, pero no vio a nadie. Mira. ¡Mira! ¡Mira y los verás!

Una nube de niebla voló entre dos alerces, ante ella, y se desintegró dejando atrás a un hombre vestido a la altura del refinamiento del siglo dieciocho. Su rostro era aristocrático, sus ojos tan penetrantes que la chica contuvo el aliento mientras descansaba la mirada en ella. Pero no tenía nada que temer. Él se dio la vuelta; el aire que le rodeaba tembló y una extraña máquina cobró vida. Parpadeó varias veces, tratando de verla con claridad, pero los ángulos se negaban a definirse. Por mucho que lo intentara, no podía decir si era grande y angulosa o pequeña y redondeada, esculpida en mármol o de madera y harapos claveteados. Algo resplandeció y se separó de la máquina. Se maravilló: una parte de ella acaba de levantarse y se alejaba.

No. Lo que creía que era parte del aparato era un ser viviente. Quería apartar la mirada sólo por un momento pero no podía, no se lo permitía. Era un alienígena, con reminiscencias de otros alienígenas que había visto en las noticias en el ataque: Jumpin’ Jack Flash. Dejó a un lado la idea firmemente.

El extraterrestre se volvió hacia el hombre y le tendió un brazo, o una especie de apéndice. Ahora parecía más una materia viviente que una parte de una máquina. Se transformó en algo vagamente bípedo, y parecía mantener la forma a base de pura voluntad: la hipótesis ergótica (¿de dónde había salido?). El apéndice rozó la máquina y se fundió con ella. Un momento después, una protuberancia salió por el lado más cercano al hombre. Él lo cogió y con extremo cuidado lo sacó. El alienígena se encogió un poco, empequeñecido. Se dio cuenta de que había gastado una buena parte de su fuerza vital para darle al hombre… ¿el qué?

El hombre se llevó la cosa a los labios, a la frente y luego la alzó sobre la cabeza. Brevemente, adoptó la forma de un hueso humano, de porra, de pistola y luego de algo más.

Shakti, susurró la voz. Recuerda esto. El dispositivo shakti.

Nunca lo olvidaré, pensó. El sentimiento de deriva empezó a abandonarla y ella fue asustándose.

Ahora, mira. Mira hacia arriba.

Sin querer, levantó la cabeza y miró al cielo. Su visión se disparó, corriendo a través de la luz del sol, a través del azul, a través de las nubes, hasta que dejó la Tierra por completo y se encontró contemplando nada más que las estrellas. Vio cómo los cuerpos celestes se dispersaron hasta que se encontró ante la oscuridad del espacio y, aun así, su visión seguía viajando.

Había algo delante, invisible en las tinieblas. Algo… Estaba tan lejos que no podía ni empezar a concebir la distancia. Estaba de camino a la Tierra. Había sido tan atrás en el tiempo como en 1777 cuando aquel hombre («Cagliostro», decía su mente, y no se preguntó cómo lo sabía) había aceptado el objeto shakti del alienígena y a partir de entonces había ejecutado muchas maravillas que se habían considerado milagrosas, incluyendo la lectura de la mente, la levitación o la transustanciación, que sorprendían a las cortes europeas, mientras apasionadamente reclutaba a francmasones egipcios.

Se esforzó por absorber la información que fluía a raudales desde su sueño. No es que importara, pues cuando se levantara no recordaría nada. Así es como funcionaban los sueños, ¿no?

… porque quería una organización que protegiera el dispositivo shakti y lo transmitiera de generación en generación sólo a los más dignos de confianza, hasta que sus misterios pudieran ser desvelados y completados, cuando se necesitaría para la llegada a la Tierra de…

Algo se agitaba en la oscuridad, por delante. O quizá la oscuridad misma se retorcía agónicamente por tener que contener esa cosa, esa…

… para la llegada a la Tierra de…

Estalló sobre ella sin advertencia ni piedad, mucho peor de lo que había sido cuando rozó la mente del Astrónomo. Era la concentración, la solidificación de la forma más alta, más baja, más desarrollada, depurada y refinada del mal en el universo, un mal que hacía que las mayores atrocidades humanas parecieran insignificantes en comparación, un mal que no podía entender sino con sus entrañas, un mal que había estado precipitándose hacia ese mundo durante miles de años, tragando todo lo que encontraba a su paso, un mal que llegaría en cualquier momento, en cualquier momento.

TIAMAT.

Se despertó gritando. Unas manos la sujetaban y trató de zafarse, retorciéndose, dando patadas. El agua la cubrió por completo, espesando el aire, empapando la cama y el colchón.

—Shhhhh, shhhh, no pasa nada —dijo una voz. No era una voz del sueño, sino una voz femenina. La mujer oriental llamada Kim Toy estaba allí, tratando de calmarla como si fuera un niño delirante. Una luz se encendió; Kim Toy la envolvió en un abrazo lleno de serenidad. Se dejó abrazar y deseó que el agua que fluía sobre ambas dejara de manar.

—Estoy bien —dijo cuando pudo hablar. Su pelo húmedo le goteaba en los ojos, mezclándose con lágrimas. La cama entera estaba empapada pero vio con cierto alivio que no se había extendido al resto de la estancia.

—Estabas gritando —dijo Kim Toy—. Pensaba que te estaban matando.

TIAMAT.

—He tenido una pesadilla.

Kim Toy le acarició suavemente el pelo mojado.

—¿Una pesadilla?

—Soñé que me tiraban un cubo de gusanos a la cara.

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El Astrónomo soltó una carcajada.

—¡Oh, la chica es excelente, realmente excelente!

El albino que estaba sentado en el suelo junto a la silla de ruedas le miró suplicante.

—¿Ha sido un buen sueño, pues?

—¡Oh, sí, el sueño también era excelente! —El Astrónomo le acarició el pelo blanco—. Lo has hecho bien, Revenante. —El hombre sonrió y la piel prematuramente envejecida alrededor de sus ojos rosas se contrajo con patética alegría.

—Roman.

Al otro lado de la sombría estancia, Roman apartó los ojos de la pantalla del ordenador.

—Le daremos un poquito más de tiempo para que el horror cale en ella antes de que la presente al resto de nuestra pequeña confederación. Y que Kim Toy siga cuidando de ella.

Roman asintió, mirando subrepticiamente al ordenador.

—Mañana por la noche, Revenante —le dijo el Astrónomo al albino—, lo harás una vez más. Quiero que se despierte gritando las dos próximas noches.

Bajó los ojos rosas avergonzado.

—Vamos, vamos. Sabes que eres mejor que antes, que cuando vendías sueños húmedos a pervertidos por diez dólares el chute. —El Astrónomo rió entre dientes—. Eres uno de mis ases más útiles. Ahora vete y descansa un poco.

Tan pronto como el albino desapareció por una galería oscura, el anciano se hundió en la silla de ruedas.

—Deceso. —Deceso se situó a su lado al instante—. Sí, Deceso, ambos lo necesitamos ahora mismo, ¿verdad? Llama al coche.

Roman se quedó ante el ordenador mientras Deceso empujaba la silla del Astrónomo y lo sacaba al exterior, para encontrar a alguna pobre desgraciada que hiciera la calle sin saber que ése sería su último trabajo. Se negó a pensar en ello. No sentiría pena por ninguno de ellos, no lo haría. Todos ellos: Revenante, Kim Toy, Rojo, Judas, John F X. Black, Coleman Hubbard (oh, había sido una buena pieza, la gran baza del Astrónomo, «uno-cero-cero-uno»), ni por aquel pedazo de inocencia que era Jane Water Lily; todos eran lo mismo, todos y cada uno de ellos. Peones en el juego del Astrónomo. Él también, pero sólo por Ellie, para tratar de protegerla.

«Ellie», tecleó, y las letras resplandecieron en el monitor. «TE QUIERO».

Las palabras «TE QUIERO» también centellearon brevemente en la pantalla antes de ser reemplazadas por «ENTRADA NO VÁLIDA. PROGRAMA NULO».

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En algún lugar de la ciudad, Fortunato despertó temblando, con la cara cubierta de sudor.

—Tranquilo. Tranquilo, cariño. —La voz de Michelle era amable, sus manos suaves y cálidas—. Michelle está contigo. Estoy aquí, cariño, estoy aquí.

Fortunato se permitió acurrucarse en sus brazos y apretar su cara contra sus pechos perfectos.

—Son esos sueños otra vez, ¿no? No te preocupes, estoy aquí. —La acarició besándola, acariciando su cálida piel y deseando que se durmiera. Después se deshizo de su abrazo y se encerró en el elegante baño.

Una vez que estás dentro, estás dentro. Lo que has aprendido, no puede desaprenderse. El conocimiento es poder, y el poder puede atraparte. Tendría que llamar a Tachyon; mejor, ir al Village y despertarle.

«Eileen».

Fortunato apretó los ojos muy fuerte hasta que su recuerdo pasó. Debería haber dejado que Tachyon le diera algo, alguna especie de droga que le hiciera olvidar para no seguir tropezándose con ella en su mente, pero no llegaba a decidirse a hacerlo. Porque entonces se habría ido del todo. Se refrescó la cara con agua y se paró en el momento en que se estaba secando con la toalla, mirándose en el espejo. Por una fracción de segundo, vio otro rostro cubierto de agua; joven, femenino, con enormes ojos verdes, pelo rojo oscuro, muy hermoso, desconocido para él, que pedía ayuda. No le llamaba a él exactamente, sino que se trataba de una llamada sin la menor esperanza de una respuesta, de una plegaria. Después el rostro desapareció y se quedó solo con su reflejo.

Presionó la cara en la toalla. Una toalla perteneciente a un conjunto suave y lujoso que Michelle había comprado. Cuando lo trajo a casa, se frotaron con todas ellas e hicieron el amor.

«Kundalini. Siente el poder».

(Lenore. Erika. Eileen. Las había perdido a todas). Salió al encuentro de Michelle.

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Jane aceptó una humeante taza de té verde de manos de Kim Toy y bebió de ella con delicadeza.

—Es la segunda noche seguida sin pesadillas —dijo con una débil sonrisa—. Espero.

La sonrisa con que le respondió Kim Toy era menos que afable. La chica debería estar como un flan después de los sueños que el Astrónomo le había enviado, apenas una pequeña muestra de TIAMAT. El contacto real la habría vuelto loca para siempre. Pero ahí estaba esa pequeña inocente y frágil bebiendo té y recuperando el color. Estaba hecha de una pasta más dura de lo que ninguno de ellos habría imaginado. Eran siempre los inocentes con quienes había que andarse con cuidado, pensó Kim Toy con ironía. Su fuerza era como la de diez porque sus corazones eran puros, y su sinceridad los hacía letales. Se preguntó si un pervertido retorcido como el Astrónomo tenía la menor idea o si estaba tan sumamente apartado de algo que se pareciera remotamente a la inocencia que ni siquiera podía concebir algo así. Cuando pensaba en cómo recargaba su poder el anciano, sí, podía llegar a creer que era del todo posible. ¿Qué sabría un puto viejo enfermo sobre la inocencia?

Dominaría el mundo. Claro.

Pero ella lo creía. Era inamovible en ese punto. Había sido inamovible en ese punto. No, aún lo era. ¿O no? ¿Y, en cualquier caso, a quién estaba llamando puto viejo enfermo? ¿Qué eras, pues, cuando alterabas el cerebro de un hombre para que se enamorara de ti y, después, tras cumplir con su finalidad lo licuabas y se deshacía de él la misma gente que se ocupaba de hacer desaparecer de los cadáveres del Astrónomo? Miró a Jane. No era de extrañar que prefiriera la compañía de las mujeres cuando no podía estar con Rojo.

Jane alargó el brazo y pulsó el botón de encendido del mando a distancia. La pantalla del televisor cobró vida entre centelleos.

—Vi «La atalaya de Peregrine» anoche y no tuve esos sueños —dijo con cierta timidez—. Ahora me he vuelto supersticiosa, siento que tengo que verla para evitar las pesadillas. Aunque sea una reposición.

Kim Toy asintió.

—Tú y más o menos un billón de gente.

—Sal adoraba estas tertulias. En especial «La atalaya de Peregrine». Decía que la miraba porque se moría por ver cómo volaban esas alas cada noche. —Hizo una pausa mientras un anuncio daba paso a los impresionantes rasgos de la propia Peregrine—. Sal decía que nunca le decepcionaban.

—¿Quién?

—El departamento de vestuario.

—Ah. —Kim Toy guardó silencio y obedientemente vio el programa con la chica. A la media hora de empezar, la imagen de un apuesto hombre pelirrojo con ojos castaño rojizo y un rostro afinado y esculpido apareció en la pantalla, lo que hizo que Jane diera un salto en la silla.

—¡Ahí está! —Se arrodilló cerca del televisor—. Jumpin’ Jack Flash. He seguido todas las historias sobre él, es uno de mis héroes.

Kim Toy subió el volumen. El rostro del hombre se desvaneció y fue reemplazado por el plato de la tertulia donde Peregrine estaba entrevistando a una mujer lijosamente vestida que sostenía una cámara de aspecto todavía más lujoso.

—Creo que ha capturado el espíritu de Jumpin’ Jack Flash a la perfección —decía Peregrine—. No debe de haber resultado fácil.

—Bueno, fue de lo más difícil porque fue una foto espontánea —contestó la otra mujer—. Lo creas o no, simplemente fui afortunada, estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado. J. J. no sabía que le estaba tomando una foto, aunque después me dio permiso para usarla.

—¿J. J? —dijo Peregrine.

La fotógrafa bajó los ojos recatadamente.

—Así es como le llaman sus íntimos.

—Seguro que sí —murmuró Kim Toy.

—¿Qué? —dijo Jane.

—Sus «íntimos». Y yo que me lo creo. Probablemente les dice a todas las mujeres con las que se acuesta que le llamen J. J., sólo para poder seguirles la pista. Es más fácil que recordar sus nombres y bastante menos problemático que marcarles las orejas o reunirías y ponerles una etiqueta.

Jane parecía un poco herida. Era uno de sus héroes, claro. Kim Toy sacudió la cabeza. A su edad, la chica ya tardaba en aprender que ciertos héroes no tenían, bueno, las pollas de barro, precisamente, sino muy hiperactivas, desde luego.

«¿Cómo sus héroes, señora? ¿Cómo el Astrónomo, quizá?» Kim Toy expulsó aquel pensamiento y se forzó a concentrarse en la entrevista. La fotógrafa parecía estar especializada en fotografiar ases. Aparecieron más imágenes en la pantalla; para deleite de Jane, Jumpin’ Jack Flash reapareció varias veces entre tomas de Modular Man, el Dr. Tachyon, el caparazón de la Gran y Poderosa Tortuga, Starshine y la propia Peregrine.

—Qué pena que no pueda hacerte una foto —dijo Kim Toy cuando aquel bloque del programa terminó y dio paso a otro anuncio.

Jane se encogió de hombros.

—Soy una joker.

—Empiezas a ponerme de los nervios.

—Es que tengo la negra. Una de las dos personas que más significaban para mí murió ahogada; la otra se desangró hasta morir. —Apartó los ojos de la televisión—. Sí, tengo la negra y no tiene un pelo de gracia.

Kim Toy estaba a punto de responder cuando algo onduló en el aire a la derecha del aparato de televisión. Ambas mujeres permanecieron muy quietas mientras la imagen del Astrónomo se materializó de entre las sombras.

—Kim Toy, Jane, quiero veros.

No hacía falta responder. Kim Toy permaneció en cierto estado de atención, esperando que no se evidenciara su fastidio. Teatro barato en beneficio de Jane. El anciano debía de pensar que la muchacha era lo más, para llegar tan lejos tratando de impresionarla; podía haber conservado su energía y enviado a Rojo a buscarlas.

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El Dr. Tachyon aparecía con su mejor estilo incluso pasada la medianoche.

—Sabía que tenía algunos ases. Pero la máquina que describes de tus sueños… bueno, existe y es muy antigua para nuestros parámetros.

Sus ojos se entornaron mientras estudiaba la frente abombada de Fortunato.

—Es bastante inusual en tu caso tener experiencias fuera del cuerpo de forma espontánea, ¿no es así?

Fortunato se apartó de Tachyon («puto mariquita, justo lo que necesitamos, mariquitas del espacio exterior») y observó por la ventana, en dirección a los Cloisters.

—Sólo he venido a contártelo. Hay un huevo de poder concentrándose ahí. Me llama. El poder llama al poder.

—En efecto —murmuró Tachyon. «Mariquitas del espacio exterior». Fortunato nunca le apreciaría pero nunca antes había visto a aquel alto y exótico terrícola en un estado tan abiertamente emocional.

—Están llamando a esa cosa de ahí fuera, TIAMAT. La organización ha existido durante siglos con el único fin de traer a ese horror sobre nosotros. —Tachyon exhaló un profundo suspiro. De repente se sentía muy cansado. Cuarenta años de un horror tras otro; tenía todo el derecho a sentirse fatigado. Supo que Fortunato, allí de pie en su elegante salón, con su frente abombada y el poder prácticamente chisporroteando en el aire, no habría estado de acuerdo con él. ¿El poder llama al poder?

«Vaya, lo que podría contarles sobre eso», pensó Tachyon. Y si pudiera retroceder lo bastante como para ver el gran diseño del universo, lo que podría haber aprendido de su propia gente y del Día Wild Card y de la proximidad de TIAMAT o el Enjambre o lo que fuera. Quizá había un verdadero gran diseño del universo; o quizá sólo eran los poderes del wild card llamando al Enjambre. Por supuesto, eso querría decir que el virus había llamado al Enjambre antes incluso de que el virus existiera siquiera, pero Tachyon estaba acostumbrado a tratar con los absurdos del espacio y el tiempo. Aunque no es que nada de todo aquello importara. Contempló a Fortunato, vigorizado por kundalini y la impaciencia. El momento de torturarse había pasado hacía mucho, mucho tiempo; ahora era la hora de hacer, hacer todo lo que pudiera y ni un poco menos; para expiar, tal vez, el tiempo en que podría haber hecho más pero había fallado.

Como cuando le falló a Blythe.

Después de tantos años, la sensación de pérdida no había disminuido. No se había escondido en el culo de una botella, ni oscurecido por un inacabable desfile de las amantes más hermosas. Sólo el trabajo en la clínica parecía proporcionarle algo de consuelo, inadecuado, pero mejor eso que nada.

Sus ojos se encontraron con los de Fortunato y reconoció la expresión en los del otro.

—El poder llama al poder y la pena a la pena. —Ofreció a Fortunato la más descarnada de las sonrisas—. Todos hemos perdido algo que nos era precioso en esta batalla contra el horror. Pero con todo debemos seguir adelante, seguir adelante y hacer retroceder la oscuridad. Si podemos.

Fortunato no le devolvió la sonrisa. Todo hacía prever uno de sus discursos sobre los condenados y puñeteros maricas.

—Sí, claro —dijo con brusquedad, dándose la vuelta—. Vayamos allá y pateemos unos cuantos culos, tú, yo y ¿qué ejército?

Tachyon cogió el teléfono.

—Tendremos que llamarles.

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El policía, en realidad, le tiró una red por encima. Fue muy sorprendente que volviera a su forma humana, golpeándose codos y rodillas y arañándose la piel mientras rodaba y rodaba por la acera. El policía rió incluso cuando sacó su pistola y la metió por la red.

—No te hagas ilusiones con volver a cambiar —dijo el policía— o tendré que sacarte de tu miseria. Jesús, espera a que comprueben tus fechorías en los Cloisters. Casi ni yo puedo creerlo.

Se estremeció dentro de la red, incapaz de apartar los ojos del cañón de la pistola. El agente sería capaz de dispararle, no lo dudaba. En silencio, se maldijo por no contentarse con sobrevolar la ciudad disfrutando de las luces y, de vez en cuando, dar sustos de muerte a alguna pareja que estuviera en alguna azotea. ¿Cuánta gente podía decir últimamente que un pterodáctilo les había pasado rozando?

El policía le metió a empujones en el maletero del coche y condujo por la ciudad, sin parar de reír.

—No sé qué querrá hacer contigo el Astrónomo, pero seguramente se divertirá un huevo. Eres el tiranosaurio más pequeño que jamás ha existido.

—Ornitosuco —murmuró tragando saliva. Otro iletrado en materia de dinosaurios que llevaba una pistola. No estaba seguro de a qué temer más: a la pistola, a ese tal Astrónomo o a su propio padre, quien pronto descubriría que no estaba durmiendo en su habitación. Tenía sólo trece años y se suponía que no debía estar fuera a aquellas horas de la noche entre semana, y mucho menos en forma de un veloz carnívoro del período triásico.

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—Ven aquí, querida, para que pueda verte mejor.

Jane vaciló. El aura de maldad que se había insinuado en sus sueños era definitivamente demasiado presente alrededor del hombre de la silla de ruedas. La humedad empezó a perlarle ligeramente el rostro y el cuello. Miró a Kim Toy pero la atención de la mujer estaba en el anciano, justo como la de todos los demás en la gran sala. Quienesquiera que fueran. Masones. Reconoció al hombre que la había traído; Judas, le había llamado Roman. Roman estaba sentado ante un ordenador en un lado, cerca de un murete de ladrillos que parecía haber sido atacado con un pico. Pintada con espray dorado había la leyenda «CÓMEME».

—Tienes un gran poder, querida —dijo el anciano—. Uno que podría ser muy útil para el visitante que viene hacia nosotros desde las estrellas. TIAMAT.

Se detuvo, aguardando su reacción. Permaneció de pie, incómoda bajo su mirada. La iluminación adicional que habían traído y que habían clavado tan descuidadamente sólo había conseguido que las sombras de los rincones más alejados fueran mucho más oscuras. Tuvo la sensación de que cosas horribles aguardaban una señal de ese Astrónomo para salir arrastrándose y devorarla. «Cómeme». Puso un codo en su puño, presionando la otra mano contra su boca para no empezar a reír sin parar.

—¿Te suena ese nombre, «TIAMAT»? —le pinchó el Astrónomo. Jane apretó aún más la mano contra la boca y se encogió de hombros con torpeza—. Bien —dijo el anciano inclinándose ligeramente hacia adelante—. Sería de gran ayuda si nos pudieras hacer una demostración de tu poder. Aparte de lo que hiciste en la calle con la boca de riego. —La miró entornando los ojos—. ¿O ya lo estás haciendo ahora, querida?

—Oh, qué sutil —dijo en tono sombrío el hombre delgado que estaba de pie a la derecha del Astrónomo. Sus ojos hicieron a Jane pensar en lápidas—. Justo lo que necesitamos, un as cuyo enorme poder es sudar a mares. Dominación mundial, allá vamos.

El Astrónomo rió entre dientes y Jane pensó que era el sonido más maléfico que jamás había oído.

—Vamos, vamos. Todos sabemos que es capaz de logros mucho mayores. O no. Sí. Por ejemplo, es de esperar que puedas extraer toda el agua de un cuerpo dejando… bueno, no mucho. —Señaló al resto de personas y rió de nuevo al ver la expresión de su cara—. No, creo que no. El único con el que no te importaría usarlo ahora mismo soy yo, y soy inmune.

Hizo una señal a Rojo, que desapareció tras uno de los arcos de ladrillo. Poco después reapareció guiando a un par de hombres que empujaban una jaula con ruedas hasta el centro de la estancia. Jane pestañeó varias veces, incapaz de creer lo que veían sus ojos con aquella luz tan escasa.

Había un dinosaurio en la jaula. Un tyrannosaurus rex, de unos noventa centímetros de alto.

Mientras le miraba, le enseñó unos dientes de aspecto amenazador y se movió detrás de las barras adelante y atrás, con los pequeños brazos replegados cerca de su cuerpo escamoso. Un ojo de reptil contempló a Jane con un destello de inteligencia.

—Es una criatura cruel —dijo el Astrónomo—. Si le dejáramos salir, te arrancaría la pierna de un mordisco. Mátalo, extráele toda el agua del cuerpo.

Jane bajó los brazos, aún tenía los puños apretados.

—Va, venga ya. —Otra de aquellas risitas malévolas—. No me digas que se te enternece el corazón con cada dinosaurio callejero que se te presenta.

—Hay alguien ahí —dijo ella—. ¿Quiere una muestra de mi poder? ¡Aquí tiene un primer plano!

Casi sucedió algo. Se había concentrado en una zona justo delante de la cara del Astrónomo, con la intención de lanzarle un galón de agua a los ojos. El aire se difuminó momentáneamente y después se aclaró. El anciano echó atrás la cabeza y estalló en carcajadas.

—Tenías razón, Roman, ¡le sale la bravuconería en los momentos más inesperados! Te dije, mi querida amiga, que tu poder no funcionará si yo no quiero. No importa cuánto poder tengas, yo tengo más. ¿No es cierto, Deceso?

El escuálido hombre dio un paso adelante, dispuesto a obedecer alguna orden. El anciano sacudió la cabeza.

—Hay otro esperándonos, mucho más receptivo. No intentará tirarnos un cubo de agua a la cara.

Jane se limpió la cara sin efecto. El agua empezaba a acumularse alrededor de sus pies. El Astrónomo la contemplaba impasible.

—Tener un poder de verdad es ser capaz de usarlo, de hacer ciertas cosas sin importar lo horribles que te parezcan. Hay más poder del que puedas imaginar en ser capaz de hacer tales cosas, o de hacer que alguien las haga. —Señaló la jaula. Jane siguió el movimiento y entonces tuvo que llevarse las dos manos a la boca para evitar que se le escapara un grito.

El tiranosaurio había sido sustituido por un chico de no más de doce o trece años, de pelo castaño claro, ojos azules grisáceos y con una pequeña marca de nacimiento rosa en la frente. Eso ya habría sido bastante sorprendente, pero además estaba completamente desnudo, acuclillado junto a las barras, haciendo lo que podía para taparse.

—No hay más tiempo para intentar cortejarte, querida mía —dijo el Astrónomo, y cualquier pretensión de amabilidad desapareció de su voz—. TIAMAT está muy cerca ahora y no podemos perder ni un instante tratando de seducirte para que te unas a nosotros. Es una pena; que hubieras matado a un niño, aún bajo la apariencia de un peligroso dinosaurio, te habría atado a nosotros, de un modo traumático pero completo. Si tuviera unas pocas semanas más, habrías sido nuestra sin dolor. Ahora es cuestión de elegir entre tu vida y tu pequeña y valiente ética. Tienes tanto tiempo para decidir como el que tarde en cruzar esta sala. No me cabe duda de que elegirás. Ojalá tu ética te sostenga en la otra vida, si es que la hay. —Hizo una señal al hombre delgado—. Deceso…

Varias cosas sucedieron a la vez. El hombre cucaracha se adelantó con un potente zumbido y gritando «¡no!» justo al mismo tiempo que el agua salpicaba el rostro de Deceso con la suficiente fuerza para derribarle y, entonces, otra voz, increíblemente alta, vociferó:

—¡SOY LA GRAN Y PODEROSA TORTUGA! ¡SALID TODOS EN SON DE PAZ, ESTÁIS RODEADOS Y NO HACE FALTA QUE NADIE SALGA HERIDO!

Y entonces, increíblemente, Jane creyó oír algo que se parecía al antiguo tema musical de los dibujos de Mickey Mouse: «¡Here-I-come-to-save-the-daaaaaaaay!» A ello le siguieron unos maullidos escandalosos que iban de los bajos más extremos a unos agudos que hacían estallar los tímpanos, sacudiendo todo el edificio. Hubo un estrépito cuando la jaula se estampó contra el suelo y el chico quedó en libertad. Jane se esforzó por mantener el equilibrio y alcanzar al muchacho en medio del caos general de gente tratando de huir en todas direcciones. Se convirtió en otro dinosaurio de poco más de medio metro, muy esbelto y de aspecto ágil, con dedos delgados y acabados en garras. Se forzó a agarrarle los dedos mientras se escabullía hacia ella.

—¡Tenemos que salir de aquí! —dijo sin aliento y de un modo algo más que innecesario, y miró a su alrededor. Deceso y el Astrónomo habían desaparecido. El pequeño dinosaurio la arrastró por la estancia hacia una sombría galería bajo las arcadas. «Voy de la mano de un dinosaurio», pensó mientras huían por la galería. «Esto sólo puede pasar en Nueva York».

No se dio cuenta de que Kafka se afanaba en seguirles.

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«Fue una visión de lo más bonita», dijo más tarde la Gran y Poderosa Tortuga. Ases de todas las clases emergiendo de entre los árboles que rodeaban a los Cloisters, abatiéndose sobre los masones que se desparramaron desde el edificio por los caminos de ladrillo, adentrándose en los arruinados jardines.

Había visto casi toda la batalla. Una de las cosas que se perdió, no obstante, fue a Jane y al chico dinosaurio deslizándose a lo largo de parte de una columnata que rodeaba un área exterior ahora tomada por las malas hierbas. Vieron a la Tortuga surcando el cielo por encima de ellos y varios ases con coloridas vestimentas aferrándose a su caparazón. Uno de los ases señaló hacia abajo; inmediatamente después, flotaba suavemente hacia la tierra, gracias al poder de la Tortuga. Jane oyó que el pequeño dinosaurio siseaba alarmado. Cuando se volvió para ver cuál era el problema, había vuelto a convertirse en niño, con la desnudez cubierta por las sombras.

—¡Es la Tortuga! —le susurró a Jane—. ¡Sólo con que pudiéramos atraer su atención, podría sacarte de aquí!

—¿Y qué pasa contigo?

Como respuesta, volvió a convertirse en dinosaurio, en uno musculoso y casi feroz, parecido al tiranosaurio. A Jane, quien no podía distinguir un cocodrilo de un caimán, le resultó vagamente familiar. Intentó recordar el nombre. «Ali-algo-loquesea». «Ali» o «¡hala!», pues aunque tenía un aspecto malhumorado no era mayor que un pastor alemán. Gruñó y la empujó con sus zarpas de tres garras, apremiándola por el sendero de piedra que rodeaba el jardín atestado de hierbajos. Se oyó otro de aquellos grotescos aullidos; Jane lo sintió vibrar a través de ella y el pequeño alosaurio —lo recordó de súbito, sin razón alguna— rugió en respuesta, agarrándose la cabeza con las zarpas, dolorido. Se inclinó tratando de confortarle o abrazarle, y entonces hubo una ráfaga de plumas, un destello de metal y después una mujer extraordinariamente hermosa posada en un muro bajo de mármol.

—¡Peregrine! —jadeó Jane.

El alosaurio emitió un pequeño sonido de excitación al observar a la mujer alada con ojos desorbitados.

—Mejor salid de aquí —dijo Peregrine de buen humor—. Aullador va a gritar hasta derribar este lugar. ¿Podéis arreglároslas, tú y tu, ehm, lagartito?

—Es un chico. Quiero decir, es un niño de verdad, un as…

El alosaurio bramó, bien manifestando su acuerdo bien su protesta porque se hubiera referido a él como «niño».

—Feroz, verdaderamente feroz. —Peregrine sonrió a Jane mientras se impulsaba hacia arriba, batiendo el aire con sus enormes alas—. Lo mejor es que salgáis ya. ¡Lo digo en serio! —gritó y se elevó, con sus famosas garras de titanio en alto.

Jane y el alosaurio corrieron por el descuidado jardín y tiraron por otra columnata. Oyó que el pequeño dinosaurio se caía y se detuvo, entrecerrando los ojos en la oscuridad.

—¿Qué pasa?

Apenas pudo distinguir una silueta humana.

—He de cambiar, necesito un corredor más rápido, me estoy cansando. El hypsilophodon es mejor que el alosaurio para correr.

Un momento después sintió unas largas zarpas que la agarraban con suavidad y tiraban de ella. Éste tenía, más o menos, el tamaño de un canguro grande.

—No creo que vayamos por el buen camino para salir de aquí —resopló cuando llegaron a una zona poco iluminada con una escalinata que bajaba. El dinosaurio se transformó en chico brevemente antes de tomar la forma de un pterodáctilo y deslizarse por las escaleras. Jane sólo pudo trotar tras él. Al pie de las escaleras, el pterodáctilo dio una repentina batida y volvió hacia ella. Como acto reflejo, se agachó, tropezó y cayó al suelo justo a tiempo para encontrarse cara a cara con un hombre aún más guapo que Roman. Llevaba un mono azul marino y un gorro pegado al cráneo y tenía armas que parecían estar fijadas a sus hombros.

—Hola —dijo—, ¿no nos vimos cuando el mono se escapó?

Jane pestañeó, negando con la cabeza, deslumbrada.

—¿Qué…? Yo… no…

Y entonces las armas de aquel hombre giraron siguiendo la trayectoria del pterodáctilo que volaba en círculo sobre ellos.

—¡No! ¡Sólo es un chico, un buen chico!

—Ah, vale, entonces bien —dijo el hombre, sonriéndole—. Vosotros dos, id tirando.

Jane pasó corriendo ante él, con el pterodáctilo rozando su cabeza.

—¿Estás segura de que no nos vimos cuando el mono se escapó? —le gritó por detrás.

No habría tenido aliento para contestarle aunque hubiera querido. El dinosaurio surcaba el aire por delante de ella cuando sintió que sus piernas empezaban a debilitarse. Jadeando, avanzó a trompicones, contemplando cómo el hueco entre ella y el pterodáctilo empezaba a aumentar.

El pterodáctilo viró bruscamente para doblar una esquina de la sala y desapareció. Medio segundo después hubo un destello de luz azul, un chirrido y un golpe sordo. Jane se paró de sopetón, apoyándose en la pared de piedra. «Por favor», rezó, «al niño no. Que no hagan daño al niño y que hagan lo que quieran conmigo». Se obligó a salir adelante, usando la pared como apoyo, y echó un vistazo desde la esquina.

Había cambiado de nuevo, cayó al suelo con la forma de niño, pero podía ver su pecho desnudo bajando y subiendo al respirar. El hombre cucaracha se cernía sobre él con un arma de aspecto repugnante parecido a un aguijón.

—Tuve que detenerle —dijo el hombre cucaracha, mirándola—. Aunque no está realmente herido, volverá en sí en pocos minutos, de verdad. Necesito tu ayuda.

Tendió la mano que tenía libre a Jane. Ella dio un paso adelante. El rostro era inhumano, pero los ojos no. Justo antes de que le estrechara mano, él se la retiró.

—Sólo pretendía que fuera un gesto, no me toques. Despiértale y ven conmigo.

Jane se arrodilló junto al chico inconsciente.

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Judas estaba junto a la tumba tapándose las orejas con las manos, incapaz de despejar su cabeza lo suficiente como para decidir qué hacer. Cada vez que intentaba pensar, uno de esos horribles aullidos le estremecían. Habría jurado que le sangraban los oídos.

El caos era más que increíble. La gente del Astrónomo había estado entrando y saliendo de la gran sala como un hatajo de perdedores cobardes, que es lo que eran de verdad. Supo que eran unos cobardes desde el principio: había sido policía el tiempo suficiente para reconocer esa clase de personas; el suficiente para hacer que una persona quisiera cambiar de bando y empezar a hacer limpieza él mismo, y quizá no era tan mala idea, con aquellos ases asaltando el lugar; claro: tenía la placa y la pistola y podía declarar que estaba de incógnito, ¿quién iba a molestarse en comprobarlo aquella noche? Claro.

Miró a su alrededor y vio a Rojo y Kim Toy dirigiéndose a una de las galerías que estaban en penumbra, tratando de encontrar una salida. Podía empezar por ellos o por cualquier otro, pensó, y desenfundó su pistola.

—¡Alto! ¡Alto o disparo!

Kim Toy giró la cabeza con brusquedad y su larga y lisa cabellera oscura voló con el movimiento. Judas cambió el blanco y apuntó a la cara de Rojo.

—¡He dicho que no os mováis!

Rojo se protegió la cabeza con la mano cuando Judas estaba a punto de apretar el gatillo y entonces, de repente, estaba enamorado. Los pájaros cantaban, anidaban en su cerebro y el mundo entero era hermoso, en especial Kim Toy, la más excitante y exótica de las mujeres. Tiró la pistola y avanzó trastabillándose hacia ella, amándola tanto que le dolió cuando se alejó de él junto a Rojo.

Le sangraban los oídos de verdad, pero ahora ya no le importaba como para reparar en ello.

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Como todas las estancias de aquel sitio, ésa le recordaba a una capilla. Vio un lugar dónde podría haberse alzado un altar o una pila bautismal; ahora estaba ocupado por una máquina.

—Viste esto en un sueño —dijo Kafka a Jane, posando una mano en uno de los ángulos imposibles del aparato. Jane tuvo que apartar la vista: la locura de aquella silueta amenazaba con descomponer su visión. Observó la forma más prosaica de la torre de un ordenador cercano que albergaba un gran monitor oscuro y silente encima de él.

—El dispositivo shakti —dijo ella.

—Sí, el dispositivo shakti. —Hizo una mueca cuando otro de aquellos horribles aullidos atravesó desgarradoramente el edificio—. Puede que esta noche muramos todos, pero esto debe ser protegido.

Los labios de Jane se retorcieron en un gesto de desagrado.

—Esa criatura TIAMAT

—Es nuestra única oportunidad…

Hubo un rumor cuando el chico —«Chico Dinosaurio», le había dicho— se envolvió con una sábana del catre de Kafka y se arropó con él. Le había pedido que permaneciera en su forma humana para que pudiera hablar con él y había aceptado a regañadientes siempre que el hombre cucaracha le diera algo con lo que envolverse.

—No sé cuánto crees que puedes confiar en este tipo —dijo el chico—, pero yo desde luego no lo haría.

Unas pisadas resonaron fuera, en el vestíbulo, y Roman entró a la carrera, con los ojos desorbitados.

—¿La torre del ordenador está bien?

Sin esperar respuesta, apartó a Kafka de un empujón y salió en desbandada hacia el ordenador.

—¡Ellie! ¡Estoy aquí, Ellie, estoy aquí!

Kafka se dirigió hacia él.

—¿Dónde está el Astrónomo?

—Que le jodan —dijo Roman y lo apartó—. ¡Que le jodan, a él y a todos vosotros!

Otro aullido hizo estremecer el edificio y ambos cayeron juntos sobre el ordenador. Uno de los paneles se desprendió y fue a parar a manos de Roman, exponiendo parte de los circuitos del ordenador.

—¡Puta mierda! —dijo el chico—. ¡Qué asco!

Incluso con la escasa luz, Jane pudo ver los latidos de los circuitos, la textura de los paneles y la humedad que había allí, la carne viviente mezclada con la maquinaria muerta, inorgánica. ¿O la misma carne se había hecho inorgánica? Jane se tapó los ojos con la mano, mareada.

—¡Water Lily!

La advertencia de Kafka llegó justo cuando sintió las manos que la agarraban por detrás. La hicieron girar y se encontró mirando fijamente los ojos sepulcrales de Deceso. Ella le puso las manos en los hombros y, durante un momento absurdo, fue como si se estuvieran abrazando.

—¿Tienes miedo a morir? —le preguntó a la joven.

En tal extremo, no encontró que su pregunta estuviera fuera de lugar.

—Sí —contestó sin más. Algo en el rostro de él cambió y soltó ligeramente su agarre.

—¡Water Lily! —volvió a gritar Kafka, con la voz llena de desesperación. Pero seguía en pie, viva, con una mano en el rostro demacrado de Deceso. Él se apartó de su toque.

—Duele, ¿verdad?

—Todo duele —dijo con brusquedad, y la apartó de un empujón. Cayó de espaldas al suelo cerca de la máquina de Kafka y empezó a incorporarse de nuevo cuando una gruesa vidriera explotó hacia dentro, rociando la estancia con esquirlas multicolores. Se cubrió la cabeza con ambos brazos mientras se echaba al suelo; una larga llama rugió por toda la sala, quemando madera y piedra. Oyó que alguien gritaba. Hubo una especie de rumor cuando Kafka se arrastró por el suelo hasta ella y la apremió para que se acercara a la máquina.

—Lo único que… —jadeó. Otro aullido les sacudió como si fuera un terremoto— TIAMAT… protege… necesito tu ayuda para que TIAMAT

Lo apartaron violentamente de ella; oyó como chillaba con el contacto. Entonces alguien la ayudó a ponerse de pie y vio a Kafka caer de espaldas por una patada en la cabeza.

—¡Nooooo! —gritó—. ¡No le hagas daño, no…!

Había visto aquellos ojos caobas un millar de veces, la más reciente, esa noche. Movió los labios pero no pudo articular ningún sonido. Los ojos caoba se arrugaron con una rápida sonrisa antes de que la empujara a un lado.

—Aparta, cielo, no quiero que te mezcles con… —Se giró y empezó a apuntar a Kafka, al dispositivo shakti y al chico, quien había vuelto a convertirse en dinosaurio, un estegosaurio esta vez, y que también estaba de una manera demasiado evidente en la línea de fuego. Jane se esforzó por recuperar su voz y las palabras adecuadas aparecieron, diciendo posiblemente la única cosa que podría haber evitado que los convirtiera a todos en cenizas.

—¡J.J., no!

Jumpin’ Jack Flash se giró hacia ella, con la mandíbula desencajada por la sorpresa.

Un momento después aún estaba más sorprendido al ver que estaba cubierta de agua.

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Fortunato entraba y salía de todas y cada una de las salas, galerías y recovecos, buscando ases o cualquier otra persona, con el marica del espacio exterior pisándole los talones. Por ahora sólo habían encontrado una especie de payaso arrastrándose por el suelo de piedra mientras le salía sangre de los oídos. El marica del espacio quiso pararse y examinarlo pero Fortunato arregló eso. «Esto no es la clínica al mediodía», le dijo, y arrastró al mariquita agarrándolo del elegante cuello de su abrigo de mariquita. «Marica, sí, claro, tío, hablemos de mariquitas, mariquita se lo llamas a tu tío Crowley, y ya que estamos, cómo es que has levantado a ese chico de entre los muertos, hablando de mariquitas», cortó el flujo de pensamiento firmemente mientras corría por un estrecho corredor.

—Fortunato, ¿dónde… qué intentas hacer? —resopló Tachyon.

—Le siento —dijo Fortunato por encima del hombro.

—¿A quién?

—El mató a Eileen. Y a Balsam. Y a muchos otros. —Se tambaleó mientras Aullador lanzaba uno de aquellos largos y horribles gritos. Tachyon se tropezó con él y casi cayeron los dos.

—Mierda, ojalá se callara de una puta vez —murmuró Fortunato. De repente paró y cogió a Tachyon por la pechera de su abrigo de mariquita—. Escucha, quédate atrás. Es todo mío, ¿lo entiendes?

Tachyon alzó los ojos hasta la frente abombada de Fortunato; sus ojos oscuros estaban llenos de ira. Después se quitó de encima las manos de Fortunato.

—Nunca te había visto así.

—Sí, bueno, pues entonces es que no has visto una mierda —gruñó Fortunato y siguió avanzando, con el marica del espacio detrás de él.

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Durante varios momentos inacabables, pareció como si nadie supiera qué hacer. Roman se había puesto de pie y estaba escudando el desprotegido ordenador con su cuerpo. Kafka se había escabullido hasta la máquina shakti; el pequeño estegosaurio miraba a un lado y otro. Hasta Jumpin’ Jack Flash parecía paralizado, mirando a Jane y a la extraña máquina y a Kafka y a Roman y de nuevo a Jane.

Después se apartó de ella y el tiempo se reanudó, y estiró un brazo hacia la máquina de Kafka.

—A él no —dijo Jane desesperada, y trató de alcanzarle justo cuando Deceso decía, casi demasiado flojo para oírlo:

—Ey, tú.

Antes de que Jumpin’ Jack Flash pudiera reaccionar el estegosaurio fluctuó adoptando la forma de un niño desnudo y luego la de un tiranosaurio y se lanzó al otro lado de la estancia para enterrar sus dientes en el muslo de Deceso. Gritó y cayó de espaldas, forcejeando con el tiranosaurio. Kafka empezó a gritar; hubo un remolino de luz, un destello, y de pronto el Astrónomo se alzaba en medio de la sala. Ahora su cabeza parecía salida de una pesadilla: tenía un hocico extrañamente curvado, orejas rectangulares y ojos rasgados, pero Jane sabía que era el anciano. Oyó que Kafka decía «¡el dios Setekh!», ya fuera con miedo o alivio. El Astrónomo sonrió a Jane y vio que la sangre manchaba sus labios y dientes. Ahora no había ninguna silla de ruedas; parecía estar lleno de vitalidad y energía. Como si confirmara sus pensamientos, de repente la levantó metro y medio en el aire.

Jumpin’ Jack Flash dio un paso atrás, alzó las dos manos y entonces pareció desconcertado. El Astrónomo agitó un dedo ante él como si fuera un niño travieso y centró su atención en Deceso, que seguía revolcándose por el suelo con el dinosaurio. Un momento después, el reptil volvía a ser un chico desnudo.

—¡Jo, mierda! —chilló el chico, y se retorció hasta librarse de Deceso, luchando por alcanzar la puerta. Justo cuando la alcanzó, un hombre negro y alto con la frente abombada apareció en el umbral. Jane se quedó sin aliento, no por su apariencia sino por el aura de poder que le envolvía; podía sentir las fuerzas desatadas saturando el aire.

—Te he percibido —dijo el Astrónomo—, agitándote en los bordes, aquí y allá.

—Algo más que agitándome, hijo de puta.

El hombre se irguió, de modo que parecía incluso más alto, y extendió los brazos hacia el anciano, como si fuera a abrazarle. El Astrónomo descendió levemente, sin dejar de sonreír.

—Disfrutaría mucho haciéndote pasar por tus pasos… —dijo el chacal, y de repente se echó hacia atrás, flotando por la habitación hasta la máquina de Kafka. Giró los puños hacia arriba con brusquedad. El hombre alto avanzó tambaleándose unos pocos pasos, paró y se quedó plantado con los pies bien separados.

—No seas tímido, Fortunato, acércate más.

La fuerza sobre Fortunato se hacía más fuerte.

Jumpin’ Jack Flash miró a Jane:

—Si conoces algún otro truco además de ahogarte solita, cielo, será mejor que lo uses —dijo en voz baja.

Otro hombre apareció de repente en el umbral. Jane apenas tuvo tiempo de reparar en el improbable cabello rojo y la llamativa ropa antes de que hubiera incluso más rojo, un cuerpo entero de color rojo derribando a aquel hombre. Las dos formas rodaron y rodaron por el suelo. Rojo trataba de sujetar al otro hombre, más pequeño. Entonces Kim Toy estaba allí tirando de su marido, diciéndole que se olvidara, que se olvidara y punto y que se fueran de allí.

Cerca de la máquina de Kafka, el Astrónomo y Fortunato continuaban con una lucha equilibrada. Jane tuvo la impresión de que el anciano estaba ganando por poco. La tensión en el rostro de Fortunato se intensificó con el extraño resplandor que le rodeaba y después con los cuernos que se proyectaron desde su frente abombada. Como respuesta, el cuerpo del Astrónomo asumió una forma animal, como de galgo, con una enorme cola bífida alzándose, con pinta de venenosa. El miedo de la joven empezó a acrecentarse y no había nadie a quien asirse, nadie que le ofreciera refugio, consuelo o escape.

El chico dinosaurio, delgado y con una larga cola, volvió a entrar a la carga en la habitación y aterrizó sobre Rojo, quitándoselo de encima al hombre con el traje elegante. Kim Toy saltó hacia atrás y entonces una cuarta persona apareció para confundir más las cosas, lanzándose sobre Kim Toy. Con conmoción, Jane vio que era Judas. La sangre manaba de sus oídos pero no parecía darse cuenta mientras se arrodillaba sobre las piernas de Kim Toy, le sujetaba el pecho con una mano y entonces, de un modo absurdo, empezaba a desabrocharse los pantalones.

Jane meneó la cabeza, incrédula. Era una extraña visión del infierno: el Astrónomo, Roman, aquel ordenador obsceno, Kafka, la máquina shakti, el dinosaurio, Rojo, el hombre negro con cuernos… El otro hombre —«Tachyon», ahora lo reconoció— estaba aturdido—. Jumpin’ Jack Flash, incapaz de hacer nada y aquel sórdido cabronazo que les había llevado hasta allí —«a quien había permitido llevarla allí», se corrigió a sí misma, como un perro con una correa corta—, el cabronazo que intentaba violar a Kim Toy en medio de una lucha por todas sus vidas.

Todo esto le pasó por la mente en un segundo, el poder se acumuló sin esfuerzo y brotó de ella.

Esta vez Judas fue el único que no se dio cuenta de lo que hacía. Nunca supo, ni siquiera cuando le golpeó, que lo único que pretendía era cegarle llenándole los ojos de lágrimas, pero que el poder se había acumulado sin una liberación adecuada durante demasiado tiempo, ella estaba demasiado asustada y su miedo era demasiado intenso. Nunca lo supo, ni siquiera cuando le levantó. Y entonces ya no estaba, y en su lugar había una forma hecha de polvo que quedó brevemente suspendida en el aire durante un momento imposible antes de desintegrarse. La humedad salpicó las paredes, el suelo y Kim Toy.

Jane intentó gritar pero solo emitió un débil suspiro. Todo se paró; hasta la lucha entre el Astrónomo y Fortunato pareció disminuir ligeramente. Entonces Jumpin’ Jack Flash gritó:

—¡Que nadie se mueva o volverá hacerlo!

Jane estalló en lágrimas. Toda la estancia estalló en lágrimas; de repente, había un aguacero en la habitación, el agua se aspergía en todas las direcciones. Jumpin’ Jack Flash se lanzó a la ventana y se quedó suspendido en medio del aire.

—¡Ahógales o para! —gritó. Y entonces lo detuvo un gesto del Astrónomo, quien obsequió a Jane con otra de sus aterradoras sonrisas.

—Hazlo otra vez. Por mí.

Sintió como la manejaba una mano invisible y que el poder se concentraba en su interior, apuntando al hombre negro, quien ya no estaba allí sino tras el Astrónomo, de pie sobre la máquina shakti con ambos brazos levantados. Y Kafka gritó «¡No!» y la palabra reverberó en la mente de Jane mientras el poder salía de ella contra su voluntad, desviado en el último momento con la última brizna de fuerza, de modo que pasó de largo de todos, incluido el Astrónomo, y golpeó el ordenador justo cuando la máquina shakti se desplomaba con un sonido que se parecía demasiado a un grito humano.

La fuerza de Fortunato se descargó de nuevo sobre la máquina y hubo otro grito, esta vez muy humano, cuando el horrible circuito viviente del ordenador se convirtió en polvo que cayó sobre los brazos y el pecho de Roman.

Fortunato se giró hacia el Astrónomo, tratando de alcanzarle. La forma animal se desvaneció, dejando de nuevo al anciano en su forma humana, muy pequeña. Gesticuló en el aire por unos instantes y la luz que le rodeaba empezó a atenuarse.

—¡Estúpido! —susurró, pero el susurro penetró la habitación entera y a todos quienes estaban en ella—. Estúpido negro ciego e idiota. —Les miró a todos—. Todos moriréis gritando. —Y entonces, como el humo, se esfumó.

—¡Espera! Espera, ¡maldita sea! —Deceso luchaba por ponerse en pie, apretándose la pierna que ya casi estaba curada—. Me lo prometiste, maldito seas, ¡me lo prometiste!

Bajo sus coléricos alaridos, los sollozos de Roman ofrecían un extraño contrapunto.

Jane sintió que sus rodillas empezaban a ceder. No le quedaba nada. Incluso con su poder, no tenía más fuerza. Tachyon estaba a su lado, ayudándola a mantenerse en pie.

—Vamos —dijo suavemente, tirando de ella hacia la puerta. Sintió que algo fluía sobre la incipiente histeria que se apoderaba de su mente, como una cálida manta. Medio en trance, dejó que la sacara de la sala. Con otra parte de su mente, oyó que Kafka la llamaba y, en la distancia, sintió pena por no poder responderle.

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Desde el refugio de una arboleda, observó el final de lo que se había acabado conociendo como la Gran Batida de los Cloisters. De vez en cuando atisbaba a Peregrine cayendo en picado cerca de la torre o volando en círculos alrededor del caparazón de la Tortuga, a veces acompañada por un grácil aunque bastante pequeño (a sus ojos) pteranodon. Columnas de fuego salieron disparadas en la noche, explotando por los tejados, quemando la piedra. Intentó vislumbrar a Kafka o a Deceso en los grupos de masones, en vano, pensó, sacudiendo la cabeza ante lo absurdo de la idea; masones agrupados con esmero y puestos fuera de peligro por el poder de la Tortuga.

—Al final intenté cuidar de alguien. Intenté cuidar del niño —murmuró sin preocuparse por si Tachyon, que estaba a su lado, sabía de qué estaba hablando o no. Pero lo sabía.

Podía sentir su presencia navegando entre sus pensamientos, rozando sus recuerdos de Debbie y Sal, y sobre cómo Judas la había encontrado. Y allá donde tocaba, dejaba la calidez del consuelo y la comprensión.

Aullador soltó otro de sus horribles vagidos, pero fue corto. Debería haber llorado, pero al parecer por ahora no le quedaban lágrimas.

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Un poco después, unas voces familiares la devolvieron a la conciencia. Jumpin’ Jack Flash estaba allí con el chico dinosaurio, quien había escogido otra extraña forma que no conocía. («Iguanodon», le susurró Tachyon. «Haz como que te interesa», y de algún modo lo hizo). Fortunato emergió de una entrada que parpadeaba con un fuego en extinción; pasó por encima de fragmentos incandescentes y encontró el modo de llegar hasta ellos, con un aspecto de cansancio incluso mayor del que Jane sentía.

—Los hemos perdido —le dijo a Tachyon—. La cucaracha, ese tío muerto, el otro. Ese tipo rojo y su mujer. Se han escapado, a menos que la Tortuga los haya recogido. —Señaló con la barbilla a Jane—. ¿Cuál es su historia?

Miró más allá de él, hacia los Cloisters en llamas, trató de recomponerse, buscó el poder. Aún quedaba una cantidad sorprendente y suficiente para lo que quería hacer.

El agua se derramó sobre lo peor de las llamas, con un tanto de éxito, no demasiado. Al final había un incendiario cuando lo necesitabas, pensó mirando a Jumpin’ Jack Flash.

—No gastes tu energía —dijo, y como una confirmación, oyó el sonido de los coches de bomberos acercándose.

—Nací en un parque de bomberos —dijo—. A mi madre no le dio tiempo de llegar al hospital.

—Fascinante, pero tengo que irme pronto. —Miró a Tachyon—. Yo, ehm, me gustaría saber cómo sabías, ehm, por qué me llamaste J. J.

Se encogió de hombros.

—J. J., Jumpin’ Jack. Es más rápido. —Esbozó una levísima sonrisa—. Eso es todo, no nos conocemos, de verdad.

Su cara expresó un gran alivio.

—Ah. Bien, escucha, algún día, pronto, podríamos quedar y…

—Sesenta minutos —dijo Tachyon—. Diría que está punto de acabársete el tiempo. Lo que llamaríamos el factor Cenicienta, cuando alguien se tropieza.

Jumpin’ Jack Flash le dedicó una mirada asesina antes de elevarse en el aire. Un halo de llamas ardió a su alrededor mientras desaparecía rugiendo en la oscuridad. Jane se quedó mirándolo durante un momento y después bajó los ojos con tristeza:

—Casi le he hecho daño antes. De hecho le hice daño a alguien. Yo…

—Tachyon la rodeó con sus brazos.

—Apóyate en mí, todo irá bien.

Retiró sus brazos con suavidad.

—Gracias, pero ya basta de apoyarme. —¿De acuerdo, Sal?

Se giró hacia los Cloisters en llamas y siguió vertiendo agua en lo peor de las llamas.

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Acurrucado en un callejón, Deceso se estremeció. Su pierna estaba bastante mal pues no estaba completamente curada, pero sanaría; sabía cuánto odiaba al Astrónomo por abandonarle, por atraerle con sus promesas y sus favores en un primer lugar. «TIAMAT», demonios. Se prometió a sí mismo que conseguiría poner a ese viejo cabrón y retorcido ante TIAMAT si llegaba ahí. Se llevaría a aquel viejo cabrón en una danza que los llevaría juntos al infierno.

Cayó en un semidelirio. No muy lejos, pero sin que lo supiera, Kafka observó la destrucción de los Cloisters. Cuando el agua se derramó sobre las llamas de la nada, se alejó, deseando que la fría esterilidad del odio se quedara en él.

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