Jube: Seis


El metro era una perversión humana a la que Jube nunca se había acabado de acostumbrar: era sofocadoramente caliente; el olor de orina en los túneles era, a veces, abrumador; y odiaba el modo en que las luces parpadeaban, encendiéndose y apagándose con el traqueteo de los coches. El largo trayecto en el metro A hasta la calle 190 era peor que la mayoría. En Jokertown, Jube se sentía a gusto, era parte de la comunidad, alguien familiar y aceptado. En Midtown y Harlem y algunos puntos más allá, era un bicho raro, algo a lo que los niños pequeños miraban fijamente y cuyos padres se esmeraban en ignorar. Casi… bueno, definitivamente le hacían sentirse extraño.

Pero no había modo de evitarlo. A un quiosquero llamado Morsa no le pegaría llegar a los Cloisters en taxi. A veces, durante aquellos últimos meses, había tenido la sensación de que su vida estaba en ruinas, pero sus asuntos iban mejor que nunca. Había descubierto que los masones también leían los periódicos, así que llevaba un buen fajo a cada reunión, y los leía en el metro A (cuando las luces estaban encendidas) para quitarse de la cabeza los olores, el ruido y las miradas de desagrado en los rostros de los viajeros que le rodeaban.

La historia principal del Times anunciaba la formación de un grupo de trabajo especial federal para hacer frente a la amenaza del Enjambre. Las disputas jurisdiccionales entre la NASA, el Estado Mayor Conjunto, SCARE y la secretaría de defensa, quienes habían reclamado al Enjambre como propio, acabarían por fin, se esperaba, y de aquí en adelante todas las actividades anti-Enjambre estarían coordinadas. El grupo de trabajo lo encabezaría un hombre llamado Lankester, un diplomático de carrera del Estado que prometió empezar las audiencias de inmediato.

El grupo de trabajo esperaba requisar los radiotelescopios del VLA en Nuevo México para localizar a la Madre del Enjambre, pero la idea estaba recibiendo intensas críticas por parte de la comunidad científica.

El Post destacaba el último asesinato del as de picas con fotografías de la víctima, a la que una flecha le había atravesado el ojo. El muerto era un joker con un expediente tan largo como su cola prensil y tenía vínculos con una banda de Chinatown conocida por varios nombres: los Pájaros de Nieve, los Chicos de Nieve y las Garzas Inmaculadas. El Daily News —que trataba el mismo asesinato pero sin imágenes— especulaba con que el asesino del arco y las flechas era un asesino a sueldo de la mafia, pues se sabía que las Garzas de Chinatown y los Príncipes Diablos de Jokertown habían estado interfiriendo en las operaciones de los Gambione, y Frederico «El Carnicero» Macellaio no era alguien que se tomara a las buenas tales intromisiones. La teoría no conseguía explicar por qué el criminal usaba arco y flechas, por qué dejaba un naipe con un as de picas en cada cadáver y por qué no había ni tocado un kilo de polvo de ángel que llevaba su última víctima.

El National Informer tenía una fotografía de portada a todo color del Dr. Tachyon en un laboratorio junto a un compañero desgarbado y patilludo con el traje del Tío Sam en color púrpura. Era una fotografía muy poco favorecedora. El titular decía «Dr. Tachyon y Capitán Trips rinden homenaje al Dr. Warner Fred Warren. “Su contribución a la ciencia no tiene parangón”, dice el geniopsíquico alienígena». El artículo que lo acompañaba sugería que el Dr. Warren había salvado el mundo e instaba a que su laboratorio fuera declarado monumento nacional, una sugerencia atribuida al Dr. Tachyon. La hoja central del tabloide estaba dedicada a recoger el testimonio de una limpiadora del Bronx que decía que un retoño del Enjambre había intentado violarla en los túneles del PATH hasta que un trabajador del metro se transformó en un caimán de cuatro metros de largo y se comió a la criatura. Aquella historia inquietó a Jube. Alzó los ojos y estudió a los demás pasajeros del metro, con la esperanza de que ninguno de ellos fuera un retoño del Enjambre o un caimán.

También tenía el nuevo número de la revista Ases, con la portada dedicada a Jumpin’ Jack Flash, «El nuevo rostro de la Gran Manzana». Flash había sido un completo desconocido hasta hacía dos semanas, cuando apareció de repente —enfundado en un mono naranja con una raja hasta el ombligo— para extinguir el incendio de un almacén en South Street que amenazaba con arrasar la cercana clínica de Jokertown, atrayendo las llamas hacia sí y, de algún modo, absorbiéndolas. Desde entonces, estaba en todas partes: atronando en el cielo de Manhattan sobre una rugiente columna de fuego, disparando ráfagas de fuego de sus dedos, concediendo sardónicas y crípticas entrevistas y escoltando hermosas mujeres al Aces High, donde su afición a asar sus propios bistecs sacaba a Hiram de quicio. Ases era la primera revista que inmortalizaba su astuta sonrisa en portada, pero no sería la última.

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En la estación de la calle 59, un hombre esbelto con calvicie incipiente y traje de tres piezas tomó el tren y se sentó frente a Jube, al otro lado del vagón. Trabajaba para el Servicio de Impuestos Internos y era conocido en la Orden como Vest. En la calle 125, se les unió una mujer de raza negra robusta, pelo gris y un uniforme de camarera rosa. Jube también la conocía. Eran gente corriente, ambos. Ninguno tenía poderes de as o deformidades de joker. Los masones habían resultado estar llenos de gente así: trabajadores de la construcción y contables, estudiantes universitarios y transportistas, trabajadores del alcantarillado y conductores de autobús, amas de casa y prostitutas. En las reuniones, Jube se había topado con un abogado muy conocido, un hombre del tiempo de la tele y un exterminador profesional que adoraba hablar de negocios y que no dejaba de insistirle en que se cambiara de trabajo («apuesto a que hay un montón de cucarachas en Jokertown»). Algunos eran ricos, unos pocos muy pobres, la mayoría simplemente trabajaba duro para ganarse la vida. Ninguno parecía muy feliz.

Los líderes tenían un corte más extraordinario, pero todo grupo necesita sus tropas, todo ejército sus soldados rasos. Ahí era donde Jube encajaba.

Jay Ackroyd nunca sabría qué error había cometido. Era un detective privado profesional, astuto y experimentado que fue extremadamente cuidadoso una vez que se dio cuenta de qué tenía entre manos. Si hubiera sido un hombre con menos talento, si Chrysalis hubiera enviado a un tipo de persona más corriente, se podrían haber salido con la suya. Fue su habilidad lo que le había hecho caer, su poder de as oculto. Popinjay, ése era el nombre por el que se le conocía y que detestaba: era un proyector de teletransporte que podía señalar con un dedo y hacer que la gente se apareciera en cualquier otro sitio. Había hecho todo lo posible por pasar inadvertido, no había llegado a teletransportar a un solo masón, pero Judas percibió el poder igualmente y aquello fue suficiente. Ahora Ackroyd no tenía más recuerdos de los masones que Chrysalis o Devil John Darlingfoot. Sólo la evidente condición de joker de Jube y su visible falta de poder le habían salvado la mente y la vida…, eso y la máquina de su sala de estar.

Cuando el metro A se paró en la calle 190, estaba oscuro. Spoons y Vest salieron a paso ligero del metro mientras Jube caminaba penosamente tras ellos, con los periódicos bajo el brazo. El arnés le rozaba debajo de la camisa.

No tenía aliados. Chrysalis y Popinjay lo habían olvidado todo. Croyd se había despertado como una cosa hinchada, grisácea y verdosa, con carne como la de una medusa, y pronto se había vuelto a dormir, sudando sangre. Los taquisianos habían ido y venido, sin hacer nada, preocupándose aún menos por el asunto. El modulador de singularidad, de seguir intacto y funcional, se había perdido en algún punto de la ciudad y su transmisor de taquiones no servía de nada sin él. No podía acudir a las autoridades humanas. Los masones estaban en todas partes; habían penetrado en la policía, el departamento de bomberos, el fisco, las autoridades de tráfico, los medios de comunicación. En una reunión, Jube incluso atisbo a una enfermera que trabajaba en la clínica de Jokertown.

Aquello le causó una profunda turbación. Había pasado varias noches sin dormir, flotando en su bañera de agua fría, preguntándose si tendría que decirle algo a alguien. Pero ¿a quién? Podía dejar caer el nombre de la enfermera Gresham a Troll, podía informar de Harry Matthias a su capitán, podía desgranar toda la historia a Crabcakes, en el Cry. ¿Pero y si Troll era un masón? ¿O el capitán Black, o Crabcakes? Los masones ordinarios tan sólo veían a sus líderes a lo lejos y a menudo llevaban máscaras, y había rumores acerca de otros iniciados de alto rango que nunca acudían a las reuniones, ases, agentes del poder y otros en posiciones de autoridad. El único en quien podía confiar era él mismo.

Así que acudió a sus reuniones, escuchando, aprendiendo. Observó con fascinación cuando se ponían las máscaras y ejecutaban sus desfiles y sus rituales, investigó los atributos de los dioses de la mitología que imitaban, contó sus chistes y rió con ellos, hizo amigos con los que no tenían problema en trabar amistad con un joker y observó a otros que sí lo tenían. Y empezó a sospechar algo, algo monstruoso y turbador.

Se preguntó, no por primera vez, por qué estaba haciendo eso. Y se encontró recordando un pasado muy lejano, a bordo de la nave de la Red, la Oportunidad. El Señor del Comercio había acudido a su cabina bajo la apariencia de un antiguo glabberiano, su encrespado pelo se había vuelto negro con la edad y Jhubben le había preguntado por qué le honraban con aquella misión. «Eres como ellos», le había dicho el Señor del Comercio, «tu forma es diferente, pero entre los que han sido deformados y retorcidos por la biociencia taquisiana, pasarás desapercibido, serás otra víctima sin rostro. Tus modelos de pensamiento, tu cultura, tus valores y tu moral están más cerca de las normas humanas que las de cualquier otro ser que pudiera escoger. Con el tiempo, cuando mores entre ellos, serán aún más parecidos y acabarás por entenderles y serás de un gran valor cuando vuelvas».

Todo había sido cierto, absolutamente cierto; Jube era más humano de lo que jamás habría imaginado. Pero el Señor del Comercio se había descuidado una cosa; no le había dicho a Jhubben que acabaría por querer a los humanos, por sentirse responsable de ellos.

A la sombra de los Cloisters, dos jóvenes con los colores de una banda salieron a su encuentro. Uno de ellos tenía una navaja. A estas alturas ya le conocían, pero aún tenía que mostrarles el penique rojo brillante que llevaba en el bolsillo. Ésas eran las reglas. Le hicieron un gesto en silencio y Jube pasó al interior, al enorme vestíbulo donde aguardaban con sus mandiles y sus máscaras, con sus palabras, rituales y secretos que temía aprender, donde aguardaban su llegada para proceder a su iniciación.

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