por Victor Milan
«CONTROVERTIDO CIENTÍFICO BRUTALMENTE ASESINADO EN SU LABORATORIO», decía el titular.
—Debería ver lo que dicen en el Daily News —dijo.
—Joven —dijo el Dr. Tachyon alejando el fajo de New York Times con escrupulosos dedos y recostándose peligrosamente en su silla giratoria—, no soy policía. Yo soy doctor.
Ella le miró frunciendo el entrecejo desde el otro lado del meticuloso rectángulo de su escritorio, se aclaró la garganta y emitió un pequeño carraspeo inquieto.
—Usted tiene una reputación como padre y protector de Jokertown. Si no actúa, un joker inocente cargará con el asesinato.
Esta vez fue él quien la miró con mala cara. Clavó el tacón de una bota en el reborde metálico del escritorio.
—¿Tiene pruebas? Si es así, es al abogado de ese infeliz a quien debe llevárselas.
—No. Nada.
Arrancó un narciso amarillo de un jarro que estaba junto a su codo y agitó su corona bajo la nariz.
—Me pregunto… Creo que usted es lo bastante perspicaz como para sacar partido de mi sentimiento de culpa.
Ella le sonrió y le hizo un gesto despectivo con la mano, como de animal salvaje, casi furtivo pero ligeramente envarado. De un modo irrelevante, cayó en lo muy aculturado que había llegado a ser en este pesado mundo; su primera reacción había sido pensar que estaba dolorosamente delgada, y ahora de repente podía apreciar lo cerca que estaba del pálido ideal elfico de belleza taquisiana. Casi albina, piel pálida como el papel, pelo rubio blanquecino, ojos casi azules. Para su gusto, vestía sin ninguna gracia: un traje de chaqueta color melocotón, de corte serio, sobre una blusa blanca y una cadena en el cuello, tan blanca y delicada como uno de sus cabellos.
—Es mi trabajo, doctor, como bien sabe. Mi periódico espera que sepa qué está pasando en Jokertown.
Sara Morgenstern había sido la experta del Washington Post en materia de ases desde que su cobertura de los disturbios de Jokertown, diez años atrás, le había reportado una nominación para el Pulitzer.
No respondió y ella bajó los ojos.
—Doughboy nunca haría algo así, no podría matar a nadie. Es amable. Es retrasado, ¿sabe?
—Lo sé.
—Vive con un joker al que llaman Shiner, en Eldridge. Shiner cuida de él.
—Es inofensivo.
—Como un niño. Ah, fue arrestado en el 76 por atacar a un policía, pero eso fue… diferente. Él… aquello fue en el aire.
Parecía que quería decir algo más pero su voz se entrecortó.
—Lo fue sin duda.
Él ladeó la cabeza.
—Se la ve muy implicada.
—No soporto ver que le hacen daño a Doughboy. Está desorientado y asustado. Simplemente no puedo mantener mi objetividad de periodista.
—¿Y la policía? ¿Por qué no acude a ellos?
—Tienen a su sospechoso.
—¿Y su periódico? Es bien sabido que el Post no carece de influencia.
Se echó para atrás la gélida cascada de pelo.
—Sí, podría escribir un artículo mordaz, doctor. Quizá los periódicos de Nueva York la recojan. Quizá incluso en Sixty Minutes. Quizá… vaya, en un año o dos haya una protesta pública, quizá se haga justicia. Entretanto, él estará en The Tombs. Un niño, solo y asustado. ¿Tiene idea de lo que es que le acusen a uno injustamente, que le arrebaten la libertad sin razón?
—Sí, la tengo.
Ella se mordió el labio.
—Lo olvidé, lo siento.
—No importa.
Tach se inclinó hacia adelante.
—Soy un hombre ocupado, querida. Tengo que dirigir una clínica. Estoy intentando convencer a las autoridades de que la Madre del Enjambre no va a irse por la sencilla razón de que la hayamos derrotado en su primera incursión, al contrario, debemos prepararnos para un nuevo ataque incluso más letal. —Suspiró—. Bueno, supongo que tendré que echarle un ojo a esto.
—¿Ayudará?
—Sí.
—Gracias a Dios.
Se levantó y dio la vuelta para situarse a su lado. Ella echó la cabeza hacia atrás, con los labios curiosamente entreabiertos, y tuvo la sensación de que estaba intentando ser atractiva sin saber muy bien cómo hacerlo.
«¿Qué pasa?», se preguntó. Aunque no era alguien que soliera dejar pasar la invitación de una mujer atractiva, notó que ahí había algo oculto y los viejos instintos taquisianos en los conflictos familiares le hicieron alejarse. No es que percibiera una amenaza: sólo un misterio, y eso en sí mismo resultaba amenazador para uno de su casta.
Por capricho, medio irritado porque ella le estaba haciendo una oferta que le resultaba imposible aceptar, alargó la mano y agarró la cadena de su cuello. Un sencillo medallón de plata emergió, con las iniciales A. W grabadas en cobre. Ella trató de cogerlo al instante pero el doctor, con la agilidad de un gato, lo abrió.
Había la fotografía de una niña, de no más de trece años, con el pelo rubio y una sonrisa altiva, y un indudable parecido a Sara Morgenstern.
—¿Su hija?
—Mi hermana.
—¿A. W?
—Morgenstern es mi apellido de casada, doctor. Lo conservé después del divorcio. —Empezó a dar media vuelta para marcharse, con las rodillas juntas y los hombros hundidos—. Su nombre era Andrea. Andrea Whitman.
—¿«Era»?
—Murió. —Se levantó rápidamente.
—Lo siento.
—Fue hace mucho tiempo.
—¡Tío Tachy! ¡Tío Tachy! —Un proyectil de pelo rubio le golpeó en la espinilla y le envolvió como un alga marina al entrar por la puerta de la Calabaza Cósmica (Alimentos para el Cuerpo, la Mente y el Espíritu) Tienda de Cáñamo y Alimentos Selectos, en la calle Fitz-James O’Brien, cerca de los límites de Jokertown y el Village. Riéndose, se inclinó hacia la niña, la cogió en brazos y la abrazó.
—¿Qué me has traído, tío Tachy?
Hurgó en un bolsillo de su abrigo y sacó un caramelo.
—No le digas a tu padre que te he dado esto.
Asintió con la cabeza, con los ojos solemnemente abiertos.
La condujo al amigable desorden. En el interior, se tensó. Costaba creer que aquella hermosa niña de nueve años fuera mentalmente retrasada, como Doughboy, permanentemente relegada a los cuatro años.
Con Doughboy había sido más fácil, en cierto modo. Era inmenso, medía más de dos metros de alto y era una masa casi esférica de carne blanca, con una cara lampiña, ligeramente azulada, hinchada hasta casi borrar los rasgos, y unos ojos saltones que miraban entre grasa y lágrimas. Se acercaba a la treintena. No podía recordar que le llamaran de otro modo que no fuera el cruel apodo que se refería a una marca registrada de bollería. Estaba asustado. Echaba de menos al señor Shiner y al señor Benson, el vendedor de periódicos que vivía debajo, y quería el Go-Bot que Shiner le trajo poco antes de que los hombres se lo llevaran. Quería volver a casa, escapar de aquellos hombres extraños y severos que le clavaban el dedo y le llamaban con nombres burlones. Estaba patéticamente agradecido de que Tachyon le hubiera venido a ver; cuando Tach hizo ademán de irse de la sala de visitas de color verde bilis de The Tombs, se aferró a su mano y se echó a llorar.
Tach también lloró, pero después, cuando Doughboy no podía verle.
Pero Doughboy era un joker, una víctima del virus wild card que el propio clan de Tachyon había traído a ese mundo. Sprout Meadows era físicamente una niña perfecta, exquisita incluso según los estándares más exigentes de los linajes de Ilkazam o Alaa o Kalimantan, con un carácter más dulce que el de cualquier hija de Takis. Pero no estaba menos deformada que Doughboy, no era menos monstruosa, según los parámetros del planeta natal de Tach, y, al igual que él, habría sido destruida al instante.
Miró a su alrededor: un par de secretarias mordisqueaban su almuerzo tardío en el escaparate, bajo el desgastado marco de un estanco indio.
—¿Dónde está tu papá?
Cerró la boca llena de caramelos y señaló con la cabeza a su izquierda, hacia la tienda de marihuana.
—¿Qué miras? —preguntó una voz. Parpadeó y tardó en centrarse en una joven robusta que llevaba una sudadera gris manchada de la CUNY, situada detrás del expositor de delicatessen.
—¿Perdón?
—Escucha, machista de mierda, sé quién eres. Vete con cuidado.
Recordó demasiado tarde el par de dependientas intercambiables de Mark Meadows.
—Ahm, Brenda, ¿verdad?
Asintió belicosa.
—Muy bien, Brenda, te aseguro que no tenía ninguna intención de mirarte.
—Ah, ya lo pillo. No soy una señorita como Peregrine, no soy tu tipo en absoluto. Soy una de esas mujeres que los hombres como tú no sabéis ver. —Se pasó la mano por una tiesa mata de pelo rojizo con raíces de color té y se sorbió la nariz.
—¡Doc! —Una figura familiar de cigüeña asomó por la puerta de la tienda de marihuana.
—Mark, me alegro mucho de verte —dijo Tachyon con sinceridad. Besó a Sprout en la frente, revolvió su coleta y la dejó en el oscuro linóleo—. Vete a jugar, bonita, me gustaría hablar con tu padre.
La niña se escabulló.
—¿Tienes un momento, Mark?
—Oh, claro, tío. Para ti, siempre.
Un par de chicos con chaquetas de cuero y pelo supercardado acechaban entre la parafernalia y los pósteres antiguos en el otro lado, pero Mark no era una persona suspicaz. Indicó a Tach una mesa en la pared del fondo, cogió una tetera y un par de tazas y, con andares desmañados, fue moviendo la cabeza ligeramente mientras andaba. Llevaba una vieja camiseta rosa de Brooks Brothers, un chaleco de cuero con flecos y un par de enormes pantalones de pata de elefante desgastados hasta casi el mismo tono blancuzco de sus estampados desteñidos. El pelo rubio hasta el hombro quedaba ceñido a las sienes por una tira de cuero trenzado. Si Tachyon no le hubiera visto en el gran esplendor de su identidad secreta, habría pensado que el tipo no tenía ni idea de cómo vestirse.
—¿Qué puedo hacer por ti, tío? —preguntó Mark sonriendo alegremente a través de los cospeles de vidrio de sus gafas de alambre.
Tach apoyó los codos en el mantel, también con estampados tye-die, y frunció los labios mientras Mark servía el té.
—Han arrestado a un joker llamado Doughboy por asesinato. Una joven reportera ha acudido a mí sosteniendo que es inocente. —Inspiró—. Yo también lo creo. Es un alma cándida, por muy enorme y monstruoso que sea y por mucho que posea una fuerza metahumana. Es… retrasado.
Esperó un momento, con el corazón en la boca, pero todo lo que Mark dijo fue:
—O sea que es una estafa, tío. ¿Por qué esos cerdos dicen que ha sido él? —Usó el apelativo sin rencor.
—El hombre que asesinaron es el Dr. Warner Fred Warren, un popular astrónomo —por usar el término de manera laxa— que escribía en los tabloides. Para que te hagas a la idea, escribió un artículo el año pasado titulado «¿Trajo el cometa Kohoutek el SIDA?»
Mark hizo una mueca. No era el hippy habitual que desdeñaba o desconfiaba de toda la ciencia. Por otra parte, había llegado tarde a la fe, pues se había adherido al Flower Power cuando todos los demás del área de la Bahía se estaban poniendo a tope con Stalin.
—Los últimos pronósticos del Dr. Warren son que un asteroide está a punto de colisionar con la Tierra y que acabará con toda la vida o, al menos, con la civilización tal y como la conocemos. Eso creó cierta controversia; es sorprendente la atención que los terrícolas prodigáis en semejantes disparates. La policía supone que Doughboy oyó a sus amigos hablar del tema, se asustó y una noche de la semana pasada entró en el laboratorio del doctor y lo golpeó hasta matarlo.
Mark silbó flojito.
—¿Alguna prueba?
—Tres testigos. —Tach hizo una pausa—. Uno de ellos dijo que vio a Doughboy saliendo del edificio de apartamentos de Warren la noche del crimen.
Mark agitó una mano.
—No hay problema, le sacaremos, tío.
Tachyon abrió la boca; la cerró. Por fin dijo:
—Necesitamos ver qué otra información han acumulado en el caso. La policía no se está mostrando muy cooperativa. ¡Casi me dicen que me meta en mis asuntos!
Los ojos de Mark vagaron fuera de la línea de visión de Tach. Tach bebió un sorbo de su té; era intenso y tenía un punto fresco, como de algún tipo de menta.
—Sé cómo puedes arreglar esto. ¿Doughboy, esto, tiene un abogado?
—De oficio.
—¿Por qué no contactas con él y te ofreces como experto médico voluntario?
—Es una idea espléndida. —Miró con curiosidad a su amigo, con la cabeza ladeada como un pájaro fisgón—. ¿Cómo se te ha ocurrido?
—No sé, tío. Me vino y ya está. Así que, no sé, ¿dónde entro yo?
Tach estudió la mesa. En el fondo había tenedores, clavo y tofu desparramado en el plato de loza sobre un lecho de lechuga romana. Había acudido allí desde The Tombs sobre todo por el efecto tranquilizador que Mark ejercía en él. Pero aun así…
Se sentía como pez fuera del agua; tal y como le había asegurado a Sara, no era ningún detective. Mark Meadows, el Último Hippy, tampoco parecía a simple vista un candidato a sabueso mucho más prometedor, pero también resultaba que era Marcus Aurelius Meadows, doctor, el bioquímico más brillante vivo. Antes de dejarlo había sido el responsable de un buen número de avances y había sentado las bases de otros muchos. Estaba formado para observar y para pensar. Era un genio.
Además, a Tach le gustaba el corte de su abrigo, que en sí mismo era bastante adecuado para un taquisiano.
—Ya me has ayudado, Mark. Éste es tu mundo, al fin y al cabo. Entiendes cómo funciona mejor que yo («aunque yo haya estado más tiempo aquí», se dio cuenta). Además están tus amigos. ¿Tienes otros, ehm, además de los que nos encontramos en la nave de mi primo?
Mark asintió.
—Tres más, por ahora.
—Bien. Espero que estos resulten más tratables que los otros.
Esperaba que uno u otro de los álter ego del Capitán tuviera habilidades que pudieran venirles a mano; por suerte, no podía imaginarse ninguna finalidad para la que la hosca marsopa que era Aquarius pudiera servir, y el jactancioso cobarde del Viajero Cósmico era otro asunto. Ni siquiera para salvar al pobre Doughboy de una muerte en vida, no estaba listo para soportar al Viajero tan pronto.
Retiró la silla arrastrándola y se puso en pie.
—Juguemos juntos a los detectives, tú y yo.
El muchacho llevaba pantalones de camuflaje y un pañuelo a lo Rambo y estaba plantado en la esquina de Hester y Bowery tratando de sujetar las páginas de una revista ante el azote del viento. Tach miró por encima del hombro. El artículo se titulaba «Dr. Muerte: soldado de fortuna cíborg lucha contra los rojos en Salvo». El chaval alzó los ojos cuando los dos hombres se situaron a ambos lados en el quiosco y la agresividad tensó sus finos rasgos portorriqueños. Su expresión se moduló, como si fuera cera, hasta convertirse en asombro.
Contemplaba el botón central de un chaleco amarillo con estampado de cachemira. Por encima de su frente, una inmensa pajarita verde con topos amarillos florecía desde un cuello de camisa rosa. Por ambos lados, colgaba un frac de color púrpura. Un sombrero de copa púrpura con una enorme cinta verde estampada con símbolos de la paz amenazaba el cielo lechoso.
Unos dedos enfundados en un guante amarillo mostraron una fugaz V.
—Paz —dijo la aguileña cara del norteamericano flotando en medio de todo aquel color. El chico tiró la revista al propietario y huyó. El Capitán Trips se quedó atrás, pestañeando, herido.
—¿Qué he dicho, tío?
—No importa —rió entre dientes el ser que estaba detrás del mostrador—, de todos modos no lo habría comprado. ¿Qué puedo hacer por usted, doctor? ¿Y por su extravagante amigo?
—Mmmm —exclamó Mark, olfateando, con las fosas nasales bien abiertas—, palomitas recién hechas.
—Eso soy yo —dijo Jube—, es mi olor.
Tachyon hizo una mueca.
—¡Genial!
Por un momento, con unos ojos como canicas, la piel azul negruzca de la frente de Jubal se arrugó: sorpresa orogénica. Entonces rió.
—¡Ya lo tengo! Eres un hippy.
El Capitán sonrió.
—Así es, tío.
La grasa se le agitaba.
—Vamos, vamos, Jube —vociferó—. Soy la Morsa. Encantado de conocerte.
Sí se parecía a una morsa: metro y medio exacto, grasa colgando, un cráneo suave y grande, con algunos mechones de pelo saliendo por aquí y por allá como brochas de afeitar oxidadas que se metía dentro del cuello de una camisa hawaiana verde, negra y amarilla sin que hubiera cuello en sí. Tenía pequeños colmillos blancos en cada extremo de su sonrisa. Extendió una mano digna de los dibujos de la Warner Brothers (tres dedos y un pulgar) que el Capitán estrechó con entusiasmo.
—Éste es el Capitán Trips. Un as, un nuevo socio. Capitán, te presento a Jubal Benson. Jube, necesitamos cierta información.
—Dispare.
Hizo el gesto de una pistola con su mano derecha y miró con complicidad a Trips.
—¿Qué sabes del joker llamado Doughboy?
Jube frunció el ceño tectónicamente.
—Le han castigado injustamente, no mataría a una mosca. Incluso vive en la misma casa de huéspedes que yo. Le veo casi cada día… solía, vamos, antes de que pasara todo esto.
—¿Crees que pudo oír hablar a alguien de un asteroide, no sé, que se iba a estrellar contra la Tierra y que se pusiera nervioso por el tema? —preguntó Trips. Un viento que aún no se había dado cuenta de que era primavera arrastró un trozo de papel de periódico contra sus pantorrillas. Lo ignoró, y también al frío.
—Si hubiera oído algo así, se habría escondido debajo de la cama y no lo habrían logrado sacar de ahí hasta convencerle de que era una broma. ¿Eso es lo que dicen? —Trips asintió.
—Lo primero es hablar con Shiner. Él paga el alquiler, alimenta a Doughboy y deja que se quede allí. Tiene un puesto de limpiabotas en Bowery, casi tocando a Delancey, por donde Jokertown es más turístico.
—¿Estará ahí ahora? —preguntó Tach.
Jube consultó el reloj de Mickey Mouse cuya correa prácticamente quedaba oculta entre su gomosa muñeca.
—Ya ha pasado la hora del almuerzo, por lo que probablemente esté pirándoselas para comer ahora mismo. Debería estar en casa. Apartamento seis.
Tachyon le dio las gracias. Solemne, Trips se quitó el sombrero. Se pusieron en marcha.
—Doc.
—Dime, Jubal.
—Aclarad esto cuanto antes mejor. Las cosas podrían ponerse muy calentitas por aquí este verano si Doughboy consigue un empleo en la cárcel. Dicen que Gimli ha vuelto a las calles.
Arqueó una ceja.
—¿Tom Miller? Pensaba que estaba en Rusia.
La Morsa se llevó un dedo a su ancha y chata nariz.
—Eso es lo que quiero decir, Doc. Eso es lo que quiero decir.
—Lo encontré, vaya, hace quince o dieciséis años. —Shiner estaba sentado en su camastro en la única habitación del apartamento de la calle Eldridge, meciéndose adelante y atrás con las manos entrelazadas entre sus flacas rodillas—. Allá en 1970, en invierno. Estaba allí sentado, al lado de un contenedor, en un callejón detrás de una tienda de máscaras, llorando a moco tendido. Su mamá lo llevó allí y lo abandonó.
—Eso es terrible, tío —dijo Trips. Él y Tach estaban de pie en el suelo de madera meticulosamente barrido del apartamento. El catre de Shiner y un enorme colchón con la tela manchada eran el único mobiliario.
—Ah, supongo que puedo entenderlo. Tenía once o doce años, casi me doblaba en tamaño y era más fuerte que la mayoría de los adultos. Debía de ser tremendamente duro ocuparse de él.
Era pequeño para ser un terrícola, más bajo que Tach. De lejos era un hombre negro normal y corriente, de cincuenta años, con el pelo canoso y un incisivo de oro. De cerca, uno se daba cuenta de que brillaba con un lustre anormal, más parecido a la obsidiana que a la piel.
—Es como si yo mismo me anunciara —le explicó a Trips cuando Tachyon les presentó—. Anima el negocio de mi puesto de limpiabotas.
—¿Qué tal se mueve Doughboy solo por la ciudad? —preguntó Tachyon.
—No podría. Moverse por Jokertown, vale, siempre hay jokers que cuidan de él, ya sabéis, vigilando que no se pierda. —Durante un instante se quedó sentado contemplando un rayo de sol en el que un diminuto Ferrari de metal yacía de lado—. Dicen que mató a ese tal científico en el parque. Sólo ha estado dos veces allí, y no sabe nada de astronomía.
Cerró los ojos y se le derramaron las lágrimas.
—Oh, doctor, tiene que hacer algo. Es mi chico, es como mi hijo, y le están haciendo daño. Y no hay nada que pueda hacer.
Tachyon cambió el peso de su cuerpo de una bota a la otra. El Capitán arrancó una margarita, en bastante mal estado, de su solapa, se agachó y se la tendió a Shiner. El hombre abrió los ojos entre sollozos. Los entornó de inmediato, suspicaz, confundido. Trips simplemente se quedó allí agachado, ofreciéndole la flor. Tras un momento, Shiner la cogió.
Trips le apretó la mano. También se le cayó una lágrima. Él y Tachyon se fueron en silencio.
—El Dr. Warren no era sólo un científico —dijo Martha Quinlan mientras les guiaba por el apartamento—, era un santo. La empresa de buscar la verdad antes que los demás nunca terminaba para él. Es un mártir de la búsqueda del conocimiento.
—¡Oh, vaya! —dijo el Capitán Trips.
Por lo que Tachyon había podido averiguar, el fallecido Warner Fred Warren no tenía familia. Empezaba a perfilarse una batalla legal por la posesión del fondo fiduciario que le había permitido mantener un ático en Central Park y dedicar su vida a la ciencia —su abuelo había sido un petrolero millonario de Oklahoma que atribuía su éxito a la radiestesia y que murió proclamando que era la Reina Victoria—, pero la señora Quinlan, en calidad de jefa de redacción del National Informer, al parecer actuaba como la albacea de los bienes de Warren.
—Es maravilloso que venga a presentar sus respetos a un colega caído, Dr. Tachyon. Habría significado mucho para el bueno de Fred, saber que nuestro distinguido visitante de las estrellas se había interesado personalmente por él.
—La contribución del Dr. Warren a la causa científica no tenía parangón —dijo Tachyon sonoramente… «Desde Trofim Lysenko», corrigió mentalmente. «Ah, Doughboy, nunca imaginé lo que tendría que soportar para hacerte justicia». La historia que Tachyon le había contado a Quinlan cuando la llamó para ver si podían echar un vistazo a la escena del crimen fue, por reflejo taquisiano, un tanto incierta.
—«It’s a terrible thing…»[2] —canturreó Quinlan guiándoles por el corredor decorado con grabados de perros de caza sacados de revistas de los años veinte. Era un poco más alta que Tach, llevaba un vestido que era como un saco negro, desde el cuello y los codos hasta los muslos, medias escarlatas, zapatos blancos y gruesos brazaletes de plástico. Tenía el pelo rubio ceniza alisado y cortado al bies. Sus ojos estaban maquillados como los de Theda Bara; no llevaba carmín—. Una tragedia. Por suerte han cogido al tipo que lo hizo. No está bien de la cabeza, dicen, y era un joker, para empezar. Probablemente algún tipo de pervertido sexual. Nuestros reporteros están siguiendo la historia con muchísimo cuidado, se lo puedo asegurar.
Trips dio un respingo. Quinlan se detuvo al final del pasillo.
—Aquí es, caballeros. Preservado tal cual estaba el día en que murió. Pretendemos convertir esto en un museo, para el día en que la grandeza del pobre Fred sea por fin reconocida por la institución científica que tanto le ha perseguido. —Les indicó pomposamente que entraran.
La puerta del laboratorio del Dr. Fred había sido de madera, muy sólida incluso para un apartamento lujoso de Nueva York. No parecía haber supuesto ningún obstáculo para su última visita. Los concienzudos gnomos del laboratorio forense de la torre de ladrillo del One Police Plaza habían barrido la mayor parte de las astillas pero un pedazo roto de la puerta aún colgaba de las bisagras de latón.
Tachyon todavía tenía ciertas dificultades al ajustar la vista a las formas utilitarias y rectilíneas del equipamiento científico terrestre. La ciencia en Takis era territorio de unos pocos, incluso entre los Señores Psi; su equipo se cultivaba con organismos diseñados genéticamente, como sus naves, o creado a medida por artesanos que se preocupaban por hacer de cada pieza una obra única y relevante. Aquí no tenían muchos problemas. El equipo que ocupaba los bancos de trabajo recubiertos de caucho se había ido al cuerno. Había papeles y cristales rotos esparcidos por todas partes.
—¿Tenía, esto, su observatorio aquí? —preguntó Trips, estirando el cuello a un lado y a otro con su estupendo sombrero en la mano.
—Oh, no. Lo tenía en Long Island, donde desarrollaba la mayor parte de su observación del firmamento. Analizaba los resultados aquí, supongo. Hay un cuarto oscuro y todo eso. —Se pasó una larga uña por el contorno de la mandíbula—. ¿Cuál era exactamente su nombre? ¿Capitán…?
—Trips.
—¿Cómo en ese libro de Stephen King? ¿Cómo era? ¿Apocalipsis?
—Ah, no. Así es como solían llamar a Jerry Garcia. —Al ver que no mostraba signos de reconocimiento, continuó—. Era el líder de Grateful Dead. Bueno, ehm, aún lo es. No le tocó un as como, ya sabe, a Jagger o Tom Douglas y… —Se dio cuenta de que sus ojos se habían vuelto vidriosos, centrados en el olvido; dejó que sus palabras se desvanecieran y se alejó por el perímetro de la considerablemente grande, abarrotada y destrozada estancia.
—Dígame, doctor, ¿qué son estas salpicaduras oscuras que hay por toda la pared?
Tach levantó la mirada.
—Ah, ¿eso? Sangre seca, claro.
Trips palideció y se le desorbitaron los ojos un tanto. Tachyon se dio cuenta de que, una vez más, había pisoteado sin miramientos las sensibilidades terrícolas. Para ser gente tan robusta, los humanos tenían un estómago muy delicado.
Con todo, incluso él estaba sorprendido por la ferocidad desatada en el laboratorio del ático. Había una cualidad irracional en ello, una emanación psíquica palpable de furia y malicia. Dada la limitada imaginación de la mayoría de los policías con los que se había encontrado, a Tachyon ya no le sorprendía que consideraran a Doughboy un sospechoso plausible; imaginaban que era un monstruo demente, una caricatura sacada de una peli de terror, y eso ciertamente describía al agresor del Dr. Warren Fred Warren. Pero Tach estaba más convencido que nunca de que aquel enorme y dulce niño era incapaz de cometer un acto así, por mucho que le provocaran.
La editora del Informer se había esfumado, sobrecogida por la emoción, sin duda.
—Eh, Doc, ven a ver esto —le llamó Trips. Estaba inclinado sobre una mesa de dibujo salpicada de fotografías de estrellas, observando detenidamente un borde.
Tach se inclinó junto a él. Había una delgada fibra gris y arrugada, como un trozo de celulosa humedecida extendida en la superficie de plástico y puesta a secar. Tenía una curiosa cualidad membranosa que cosquilleaba en los límites del reconocimiento.
—¿Qué es esto? —preguntó Trips.
—No lo sé.
Sus ojos revolotearon con curiosidad por las fotografías. Había una fecha a lápiz en el borde de una que llamó su atención: 5 de abril del 86, el día en que Warren había sido asesinado.
El Capitán Trips sacó un pequeño vial del bolsillo y un escalpelo en una funda de plástico desechable.
—¿Siempre llevas esta clase de utensilios? —preguntó Tach mientras empezaba a raspar unos pocos copos de la materia gris.
—Pensé que podrían venirnos bien, tío. Si íbamos a ser detectives y todo eso.
Encogiéndose de hombros, Tach se concentró en la fotografía que le había llamado la atención. Estaba encima de un pequeño montón. Al cogerla, descubrió una docena o más de fotos que, a sus ojos desentrenados, le parecían el mismo campo de estrellas.
—Muy bien: Doc, Capitán —sonó por detrás una voz—, una gran sonrisa para la posteridad.
Con una destreza que le sorprendió hasta a él, Tach medio enrolló las fotos y las deslizó en una de las voluminosas mangas de su abrigo en el mismo momento en que se giraba para encararse al intruso. Martha Quinlan estaba en la puerta sonriendo mientras un joven negro apoyaba una rodilla en el suelo y le bombardeaba con el flash de una cámara que podría haber conducido un rayo láser a Marte.
Con cierta reluctancia, Tach dejó que sus dedos se deslizaran de la descomunal culata de madera de la magnum 357 que llevaba cuidadosamente escondida en una sobaquera de su abrigo amarillo.
—Imagino que esto tiene una explicación —dijo con perfecta frialdad taquisiana.
—Oh, éste es Rick —canturreó Quinlan—. Es uno de los fotógrafos de nuestra plantilla. Tenía que hacerle venir para que dejara constancia de este evento.
—Señora, me temo que no hago esto por la publicidad —dijo Tach, alarmado.
Mientras se incorporaba, Rick agitó una mano, como tranquilizándoles.
—No se preocupe, hombre —dijo—, es sólo para nuestros amigos. Confíe en mí.
—Tezcatlipoca —dijo el Dr. Allan Berg tirando la impresión de vuelta a lo alto del montón de libros, papeles y fotos bajo el cual supuestamente se escondía su escritorio.
—¿Cómo dice? —preguntó Trips.
—El 1954C-1100. Es una roca, caballeros. Nada más y nada menos.
El pequeño despacho tenía un intenso olor a sudor y tabaco de pipa. Desde la ventana, Trips contempló la tarde en el campus de Columbia, observando una ardilla gris que estaba a medio camino de un arce, maldiciendo a un chico negro que se le cruzó con el estuche de una trompa lleno de rasguños.
—Un nombre curioso —dijo Tachyon.
—Es una deidad azteca. Una bastante arisca, imagino; así es como va la cosa: encuentras un asteroide y le pones nombre. —Berg sonrió—. He pensado en buscar uno para ponerle mi nombre. Por aquello de la inmortalidad y eso.
Parecía un chico judío afable, con ojos ávidos, cara ovalada y gran nariz, aunque su despeinado pelo rizado era gris. Llevaba una camisa azul y una corbata marrón bajo un jersey de punto tan suelto que podría usarse para pescar. Su actitud era contagiosa.
—¿Es lo bastante grande para, esto, causar algún daño si impacta? —preguntó Trips—. ¿O es más bien una exageración?
—No, ehm, Capitán, le aseguro que no. —Se trabó un poco al usar el título honorífico. Los norms, en especial en el área de Nueva York, se habían acostumbrado bastante a los ases, sobre todo a aquellos que decidían emular a los héroes de los cómics de antaño, con atuendos coloridos. Y el Capitán Trips era más raro que la mayoría.
—Tezcatlipoca es una forma oblonga de níquel y hierro de aproximadamente un kilómetro por un kilómetro y medio y que pesa un buen millón de toneladas. Dependiendo del ángulo en que impactara, crearía devastadores maremotos y terremotos y podría producir efectos como los que se especulan en el caso de un invierno nuclear; incluso podría romper la corteza terrestre o cargarse la mayor parte de la atmósfera. Desde luego sería la mayor catástrofe registrada en la historia: podría darle una mejor estimación si me tomara algún tiempo para elaborarlo todo en un artículo.
»Pero no lo haré. Porque no va a impactar en el planeta. —Bebió un poco de café de una taza desportillada—. Pobre Fred.
—Admito que me sorprendió bastante que hablara de él con tanta compasión cuando le llamé, Dr. Berg —dijo Tachyon.
Berg dejó la taza y se quedó mirando la tibia superficie de color negro.
—Fred y yo fuimos juntos al MIT, doctor. Fuimos compañeros de habitación durante un año.
—Pensaba que todo el mundo decía que el Dr. Warren sólo era un chiflado —dijo Trips.
—Eso es lo que decían. Y era un chiflado, aunque odie decirlo. Pero no se trataba de un chiflado cualquiera.
—No consigo entender cómo un científico bien formado podría abrazar las teorías por las que el Dr. Warren tenían tan… ehm…
—Mala reputación, doctor. Adelante, dígalo. ¿Seguro que no quieren café?
Lo rechazaron educadamente. Berg suspiró.
—Fred tenía lo que se podría llamar una voluntad de hierro. Y tenía una vena romántica. Siempre tuvo la sensación de que había cosas fantásticas ahí fuera: antiguos astronautas, máquinas alienígenas en la luna, criaturas desconocidas por la ciencia. Quería ser el primero en salir y demostrar con rigor muchas cosas de las que los científicos respetables se burlaban. —Sus labios se contrajeron en una triste sonrisa—. Y ¿quién sabe? Cuando Fred y yo éramos niños, la gente creía que la idea de vida inteligente en otros planetas era inverosímil. Tal vez podría haberlo logrado.
«Pero Fred era impaciente. Cuando no veía los resultados que quería, empezaba a verlos de todos modos, ¿me explico?
—Por eso el Dr. Sagan dijo en un artículo en el Times que el Dr. Warren estaba obsesionado con una roca que caería sobre la Tierra a intervalos regulares y que lo teñía con tintes amenazadores —apuntó Tachyon.
Berg frunció el ceño.
—Con el debido respeto, el Dr. Sagan se equivocó esta vez. Caballeros, el Dr. Warren tenía una infinita capacidad para autoengañarse pero no era un mero imbécil al que el Informer sacó a rastras de la Séptima Avenida. Sabía cómo utilizar una efeméride, seguramente conocía la historia del 1954C-1100.
«Era un astrónomo cualificado y, en lo que a técnica y detalles de la observación se refiere, era condenadamente bueno. —Sacudió su lanuda cabeza—. Sólo Dios sabe cómo pudo llegar a tragarse este sinsentido sobre Tezcatlipoca.
Trips se estaba limpiando las gafas con su fantástica pajarita.
—¿Hay alguna posibilidad de que estuviera en lo cierto, tío?
Berg rió.
—Disculpe, Capitán. La aproximación más reciente de Tezcatlipoca fue divisada y seguida hace ocho meses por astrónomos japoneses. Se cruza con la órbita de la Tierra, en efecto, pero bien lejos del planeta en sí.
Se levantó y se alisó el jersey, que se le había subido hasta el centro del vientre.
—Ésa una pena, caballeros. Oh, esto no —dijo dándose unas palmaditas en la incipiente barriga—, si no el flaco favor que Fred le hizo a sus colegas científicos. Nuestros instrumentos son mucho más sofisticados de lo que lo eran la última vez que Tezcatlipoca pasó, en 1970. Y aun así, cualquier astrónomo que se atreva a orientar su telescopio en esa dirección acabará en el mismo saco que Daniken y Velikovsky para siempre.
Era bien entrada la noche. Tach estaba hundido en un sillón de su piso, con un esmoquin marrón, en semipenumbra, escuchando una pieza de violín de Mozart, bebiendo brandy y avanzando bastante lejos en el sentimentalismo cuando sonó el teléfono.
—¿Tío? Soy yo, Mark. He descubierto algo.
El tono de su voz cortó la neblina provocada por el brandy como una manguera de bomberos.
—Dime, Mark, ¿el qué?
—Creo que es mejor que vengas a verlo.
—Ya voy.
Quince minutos después estaba en el piso que había encima de la Calabaza Cósmica, mirando a su alrededor boquiabierto, absolutamente de piedra.
—Mark, ¿tienes un laboratorio completo encima de tu tienda de marihuana?
—No está completo, tío. No tengo nada extraordinario, ni microscopio electrónico ni nada. Sólo lo que he podido ir recogiendo a lo largo de los años.
Parecía una especie de cruce entre Crick y Watson y un apartamento hippy de 1967, metido con calzador en un espacio apenas mayor que el de un cuarto de la limpieza. Diagramas de las cadenas de ADN y polisacáridos compartían la pared con pósteres de los Stones, Jimi, Janis y, por supuesto, el héroe de Mark, Tom Marion Douglas, el Rey Lagarto (sintió una punzada, pues aún se culpaba por la muerte de Douglas en 1971). Los instrumentos de los bioquímicos terrestres le resultaban más familiares que los de los astrónomos, así que reconoció una centrifugadora aquí, un micrótomo allá, ETCÉTERA. Buena parte del instrumental ya había experimentado un uso intenso antes de pasar a manos de Trips, alguno estaba arreglado de un modo chapucero, pero todo parecía útil. Mark llevaba una bata de laboratorio y tenía una expresión adusta.
—No necesité nada muy sofisticado, una vez que vi la cromatografía de gases de la muestra de tejido.
Tach pestañeó y meneó la cabeza, dándose cuenta de que la enorme y retorcida pieza del equipo, cuya identidad le había estado desconcertando en el último minuto, era posiblemente la cachimba más intrincada del mundo.
—¿Qué has descubierto, pues? —le preguntó.
Mark le pasó una hoja de papel.
—No tengo, no sé, suficientes datos para confirmar la estructura de la cadena de proteínas. Pero la composición química, las proporciones…
Tachyon sintió un escalofrío en la nuca.
—Biomasa del Enjambre —dijo sin aliento.
Mark señaló un fajo de papeles apilados en un banco.
—Puedes comprobar las referencias con esto, un análisis de la invasión del Enjambre. Yo…
—No, no. Me fío de ti, Mark, más que de ningún otro, a excepción de mí. —Sacudió la cabeza—. Así que los retoños del Enjambre asesinaron al Dr. Warren. ¿Por qué?
—La pregunta es «cómo», tío. Pensaba que los retoños eran enormes, como en las pelis de monstruos japonesas.
—Al principio, sí. Pero una cultura del Enjambre, una Madre, ¿cómo te lo diría…? Evoluciona en respuesta a los estímulos. Su primer ataque, con fuerza bruta, fracasó. Ahora refina su enfoque, como ya les he intentado advertir a esos idiotas de Washington todo este tiempo. —Sus labios se tensaron—. Sospecho que ahora trata de emular la forma de vida que previamente le rechazó. Ése es el patrón habitual en estos monstruos.
—Así pues, ¿tienes un montón de experiencia con estos bichos?
—Yo no, pero mi gente sí. Podría decirse que son nuestros más encarnizados enemigos, y nosotros los suyos.
—¿Y ahora están, esto, infiltrándose? —Mark se estremeció—. Pensaba que estaban muy lejos de ser capaces de volverse indetectables.
—Pero hay algo en todo esto me inquieta. Normalmente, en esta etapa de incursión, no son tan selectivos.
—¿Y por qué escogieron al pobre Fred?
—Empiezas a hablar como esa horrible mujer, amigo mío. —Tach sonrió y le dio unas palmaditas en el hombro—. Espero que encontremos la respuesta cuando sigamos el rastro de estos horrores…, que es lo siguiente que debemos hacer.
—¿Y qué hay de Doughboy?
Tach suspiró.
—Tienes razón. Llamaré a la policía y les explicaré lo que hemos descubierto, será lo primero que haga por la mañana.
—No se lo van a tragar.
—Puede, pero lo intentaremos. Ve a descansar, amigo mío.
No se lo tragaron.
—Así que encontraron tejido del Enjambre en el laboratorio de Warren —rezongó la teniente de Homicidios Sur que estaba a cargo del caso. Por teléfono parecía una mujer joven, puertorriqueña y agobiada que no sentía mucho aprecio, de momento, por Tisianne brant Ts’ara de la casa de Ilkazam—. Está mostrando mucho interés en el caso para ser un experto médico voluntario, doctor.
—Intento cumplir con mi deber como ciudadano: evitar que un hombre inocente siga sufriendo; y, de paso, alertar a las autoridades competentes del terrible peligro que puede que esté amenazando al mundo entero.
—Aprecio su preocupación, doctor, pero yo soy una investigadora de homicidios. La defensa planetaria no entra en mi jurisdicción. Tengo que pedir permiso hasta para entrar en Queens.
—¡Pero le he resuelto un homicidio!
—Doctor, el caso de Warren está siendo investigado por las autoridades competentes, que somos nosotros. Tenemos un testigo que ha identificado a Doughboy abandonando la escena del crimen a la hora precisa.
—Pero las muestras de tejido…
—Quizá lo estaba cultivando en una placa de Petri, no lo sé, doctor. Tampoco conozco las credenciales de quienquiera que haya identificado este supuesto tejido del Enjambre…
—Le aseguro que soy un experto en bioquímica alienígena.
—En varios sentidos. —Se apartó un poco del receptor; de forma ilógica, la mujer le estaba empezando a gustar—. No estoy diciendo que dude de usted, doctor. Pero no puedo chasquear los dedos y hacer que suelten a su hombre sin más. Esto es asunto de la fiscalía. Llévele lo que tenga al abogado de Doughboy y que él lo presente. Y, si de veras ha encontrado más retoños del Enjambre, le sugiero que se los lleve al general Meadows, a SPACECOM.
«El padre de Mark».
—Y una cosa más, doctor.
—¿Sí, teniente Arrupe?
—Manténgase al margen del caso o le meteré en la cárcel de una patada en el culo. No necesito aficionados removiendo las aguas.
Chrysalis le miró con un rostro claro como el cristal y huesos de porcelana.
—¿Qué algo raro ocurre en Jokertown? —preguntó arrastrando las palabras con aquel acento británico hermafrodita que la caracterizaba—. ¿Qué te hace pensar eso?
Estaba sentado en una punta de la barra, bien lejos de los habituales de la mañana. No era exactamente un extraño en el Palacio de Cristal, aunque tampoco se sentía del todo relajado.
—Y no sólo en Jokertown, también en esta parte de Manhattan, en la zona sur. —Ella dejó un vaso que estaba limpiando.
—¿Hablas en serio?
—Cuando digo «raro», me refiero a algo raro para lo que es Jokertown. No al último escándalo en el Jokers Wild. Ni a Black Shadow colgando por los pies a un atracador de una farola. Ni siquiera a otro asesinato con arco y flechas de ese maníaco con su baraja. Algo que se sale fuera de lo que es habitual por aquí.
—Gimli ha vuelto.
Tach bebió un trago de su brandy con soda.
—Eso dicen.
—¿Cuánto piensas pagar? —Él arqueó una ceja—. ¡Maldita sea, no soy una simple cotilla! Pago por mi información.
—Y también te pagan bien por ella. Yo ya he aportado bastante, Chrysalis.
—Sí, pero hay muchas cosas que no me cuentas. Cosas que pasan en la clínica…, confidenciales.
—Que seguirán siendo confidenciales.
—Muy bien. La buena voluntad en esta comunidad mutante también forma parte de mis mercancías y no hace falta que me recuerdes lo influyente que eres. Pero algún día te pasarás de la raya, pequeño zorro alienígena de pelo metálico.
Le sonrió y se fue.
Ring Tach entreabrió un ojo. El mundo estaba oscuro, excepto por la usual neblina de Manhattan y tal vez un poco de luz de luna que se derramaba entre las cortinas abiertas, tiñendo de plata el trasero femenino desnudo que se giró, a su lado, encima de la colcha marrón de su cama de agua. Parpadeó con pereza y trató de recordar el nombre de la persona a la que pertenecían las nalgas. Eran unas nalgas de veras sobresalientes.
Ring. Más exigente esta vez. Una de las invenciones más satánicas de este mundo: el teléfono. A su lado, las gloriosas nalgas se movieron ligeramente y un par de hombros aparecieron bajo un borde del edredón.
Rrrr… Cogió el teléfono.
—¿Diga?
—Soy Chrysalis.
—Encantado de oírte. ¿Tienes idea de qué hora es?
—La una y media, y lo sabía mejor que tú. Tengo algo para ti, querido doctor.
—¿Qué pasa, Tach? —murmuró la mujer que yacía junto a él. Le palmeó el trasero distraído, tratando de recordar su nombre. ¿Janet? ¿Elaine? ¡Pam!
—¿El qué? —¿Cathy? ¿Candy? ¿Sue? Chrysalis tarareaba una melodía—. ¿Qué? ¡En nombre del Ideal! ¿Qué es eso? —preguntó. ¿Mary? Jopé con Chrysalis y su puñetero canturreo.
—Una canción que solíamos cantar cuando iba de campamentos, Johnny Rebeck.
—¿Me llamas a la una y media de la madrugada para cantarme la típica canción de fogata de campamento? —¿Belinda? Esto empezaba a ser demasiado.
—«Y los perros y gatos del barrio nunca más se verán convertidos en salchichas en la máquina de Johnny Rebeck».
Tach se incorporó.
—¿Qué pasa? —le preguntó la mujer de la cama, ahora en tono petulante y girando hacia él un rostro enmascarado por el sueño y una cabellera oscura.
—Has descubierto algo.
—Como te dije, cielo. No en Jokertown, sino en las cercanías. Por Division, cerca de Chinatown. Perros y gatos están desapareciendo, callejeros y domésticos; la gente de esa zona no hace mucho caso de las ordenanzas sobre las correas. Y palomas. Y ratas. Y ardillas. Varias manzanas carecen de la fauna urbana habitual. Dejando las bromas sobre la comida oriental aparte, he pensado que esto podría servirte como el evento extraño que estabas buscando.
—Sí. —¡Ancestros, y tanto que sí!
Ella ronroneó:
—Me debes una, Tachyon.
Empezó a sacar las piernas de la cama, deseando por cortesía poder recordar el nombre de la joven para despacharla.
—Sin duda.
—Y por cierto —dijo Chrysalis—, se llama Karen.
—Doctor —dijo Trips entre una vaharada de su propio aliento—, ¿tienes idea de qué me ha llamado Brenda cuando la he telefoneado para que viniera a cuidar de Sprout a estas horas de la noche?
En las semanas que hacía que conocía a Mark, era la primera vez que le oía quejarse. Se compadeció de él.
—No me lo quiero ni imaginar, querido Mark. Pero esto es crucial. Y presiento que no tenemos tiempo que perder.
Mark se atemperó.
—Sí, tienes razón. A Doughboy le ha caído algo mucho peor que cualquier cosa que yo haya conocido. Lo siento, Doc.
Tachyon miró a aquel hombre, un científico brillante cuyos demonios personales le habían llevado a ser poco más que un indigente, y sinceramente se maravilló. Le apretó el brazo.
—No pasa nada, Mark.
No muy lejos, los coches silbaban sobre el Puente de Manhattan. Ahí estaban, en una calle oscura en una zona de la ciudad no muy apetecible, entre tiendecitas, sombras, prestamistas y mansiones deshabitadas, edificios grises hacinados cuyas ventanas rotas titilaban aquí y allá bajo la luz mortecina de una única farola. No eran horas para andar por allí, ni siquiera sin la expectativa de una amenaza alienígena.
—Podría ser una falsa alarma —dijo Tach—. Cuando Chrysalis me habló de las desapariciones de animales, caí en que los retoños del Enjambre necesitan alimentarse y, a menos que esta cultura avance más rápido de lo supuesto, dudo que pudieran acudir al súper. —Se paró y encaró a su amigo, agarrándole por los bíceps—. Entiende lo que te voy a decir, Mark: quizá no haya nada aquí, pero si encontramos lo que estamos buscando, nos enfrentaremos a un monstruo como los de las películas de terror, pero de carne y hueso. Es el enemigo de todos los organismos vivos de este planeta y carece de todo escrúpulo.
Con suavidad, Mark hizo un gesto señalando el bloque.
—¿Se parece algo a esto, tío?
Tach se le quedó mirando un momento. Lentamente giró la cabeza a la derecha.
Había una figura de pie en una esquina, al final de la manzana más próxima al paso elevado. Una capa se extendía a su alrededor y llevaba un sombrero bien calado, pero aún camuflado como estaba no podía esconder que sus proporciones no eran las de un ser humano normal.
—Disculpa un momento, tío —dijo Trips. Se apartó y, sujetándose el sombrero en la cabeza, echó a correr, alejándose de la aparición, doblando la esquina con desgarbadas y estrepitosas zancadas.
«¡Cobarde!» Una nova llameó en el pecho de Tach y, entonces, «no, no puedo ser tan duro con él, porque no es un luchador y esto es una amenaza desconocida para su especie». Se cuadró de hombros, se arregló la corbata y se dio la vuelta para enfrentarse a la criatura.
Un paso vacilante, otro. Una de las pisadas produjo un ruido de succión al despegarse del asfalto. De la oscuridad, por detrás de aquel ser, otra figura apareció tambaleándose; vestida del mismo modo, su silueta era diferente pero claramente afín. «Ah, Benaf’saj, tenías razón al dudar de mí. No imaginé que podría haber dos». Preparó su espíritu para la muerte.
—Doctor.
Giró la cabeza en redondo. Junto a él vio a una joven vestida de negro de los pies a la cabeza, con la única excepción de los contornos del yin y el yang dibujado en su pecho. El emblema hacía conjunto con una máscara negra que ascendía en curva desde el pómulo izquierdo hacia el lado derecho de la frente, dejando descubierta la mitad de su cara. Era más alta que él. Tenía el pelo negro y brillante. La parte visible de sus rasgos parecían orientales y arrebatadoramente hermosos.
Ejecutó una cortés aunque breve reverencia.
—Creo que no tengo el placer de conocerle.
—Soy Moonchild, doctor. Yo sí que tengo el honor de conocerle…, aunque no exactamente de primera mano.
Empezó a penetrar su barrera hematoencefálica.
—Eres uno de los amigos del Capitán Trips.
—Así es.
El peligro siempre hacía que se le calentara la sangre. Al menos, ésa fue la excusa que usó a posteriori para justificar la lujuria que se apoderó de él en aquel momento.
—Querida niña —jadeó, cogiéndola de las manos—, eres la visión más adorable que estos ojos han contemplado en años…
Incluso bajo el difuso resplandor pudo notar su rubor.
—Haré lo que humildemente pueda para ayudarle, doctor —dijo sin entenderlo… quizá.
Se apartó de él con un giro y se deslizó calle abajo, relajada, preparada y letal: parecía un leopardo al acecho. Se maravilló ante su aura de fuerza, su gracia líquida, el juego de sus nalgas bajo el ajustado traje negro: esta noche le acompañaban mucho las nalgas. Como buen taquisiano, trotó tras ella pues se negaba a dejar que una mujer afrontara el peligro.
Cuando la joven estuvo a veinte metros del retoño más próximo, pasó a la carga y, a los diez, se lanzó por la calle con un estilo que le dejó sin respiración. Hizo una pirueta en pleno vuelo y volteó el tacón derecho por detrás, pivotando, descargando una patada giratoria perfecta en el hombro de la bestia. Hubo un seco chapoteo, como una calabaza al chocar contra el suelo. La cosa retrocedió. Aún en mitad del giro, Moonchild rebotó, tocó tierra con ligereza y recuperó su posición de batalla.
El brazo del monstruo cayó, deslizándose por la manga, y ella se asustó.
De repente se quedó en medio de la calle sin ni siquiera moverse: gritando, aullando, retorciéndose como si fuera una pelea a tres bandas, cayendo en el pavimento todo el tiempo. Tachyon se la quedó mirando. «Había empezado tan potente…», pensó con melancolía.
Durante unos instantes, los retoños también se la quedaron mirando. Entonces, se dieron la vuelta al unísono para encararse a Tachyon, los quimiorreceptores que les habían alertado de su proximidad les guiaron inexorablemente hacia el odiado y temido taquisiano. Una manga vacía aleteó grotescamente en el costado de uno de ellos. Tach trató de alcanzar su mente: fue como intentar atrapar la niebla. Su pensamiento pasaba infructuosamente a través de la difusión de señales electroquímicas que formaban la mente de aquella cosa. Sin sorprenderse, sacó la chata Smith & Wesson, se apoyó en una posición irregular agarrando el arma con las dos manos y con el punto de mira alineado con el centro de aquella desagradable masa, inhaló, apuntó y apretó dos veces. La pistola produjo una cantidad muy satisfactoria de llamas, retroceso y ruido; ningún otro resultado.
Conmocionado, bajó la pistola. La bestia estaba a veinte metros; no podía haber fallado. Entonces vio dos pequeños agujeros, justo donde debían estar, uno en cada lado de la botonadura del abrigo. Los ataques mentales no eran lo único que pasaba de largo a través de un retoño del Enjambre.
—Estoy en un apuro —anunció. Apuntó a la sombra bajo el sombrero de ala ancha y disparó dos veces más. El sombrero salió volando, así como grandes pedazos de la masa con aspecto de patata podrida que servía al ser como cabeza. La cosa siguió adelante.
Moonchild había dejado de gritar y golpearse y permanecía sentada con las manos entre las rodillas, mirando detenidamente.
—Las balas no les hacen daño —dijo con la voz ronca después de tantos gritos—. Ellos, ellos… no son humanos.
—Muy observadora.
Disparó las dos últimas balas y empezó a retroceder, rebuscando a tientas en el bolsillo con la esperanza de tener un recargador de velocidad.
—Pensé que había mutilado a un ser humano, un joker —dijo. Estaba de pie. Corrió hacia un edificio a la derecha de Tach, cruzando por detrás de los pesados retoños, de nuevo a la carga, esta vez en una trayectoria que Tach hubiera jurado que la llevó al tercer piso de la estructura. Pero no lo vio, porque cuando entró en la sombra del edificio se desvaneció.
Reapareció segundos después, de pie, justo en medio del segundo retoño. La ropa se desgarró, la biomasa cedió y la mayor parte del ser se desmoronó cuando ella impactó en el asfalto y rodó.
Tras un instante estaba de pie otra vez, corriendo hacia adelante, agachándose para apoyarse en una mano mientras su pierna efectuaba un barrido por delante, en un movimiento en forma de guadaña. Las piernas del primer retoño se partieron por las rodillas. Cayó sobre los muñones y siguió avanzando poco a poco, imperturbable. Con determinación, Moonchild le cerró el paso.
Las sirenas se sucedían en el cielo cuando acabó. Tachyon le dedicó unos suaves aplausos mientras caminaba hacia él.
—Te debo una disculpa por haber dudado de ti, adorable dama.
Quiso retirarse el pelo, cuando vio sus dedos y, en su lugar, usó la muñeca.
—Usted no tiene que pedirme nunca disculpas, doctor. Tenía razón al pensar como lo hizo. El caso es que jamás debo usar mis artes para herir de forma permanente a un ser pensante, y pensé que lo había hecho.
La tomó entre sus brazos. Ella apoyó la cabeza en su hombro. «No me digas…», pensó. No estaba seguro de cómo le iba a explicar esto a Mark…
Ella se apartó.
—No me conviene que me encuentren aquí. Demasiadas preguntas.
—Pero, espera, ¡no te vayas, hay mucho de lo que hablar!
—Pero no hay tiempo para ello. —Le besó en la mejilla—. Ten cuidado, Padre —dijo, y una vez más desapareció.
—Así que de veras encontró a los retoños, doctor —dijo la teniente Pilar Arrupe, sacándose un cigarrillo con boquilla de plástico negra de la boca—. Desde luego, es el testigo experto más activo que he visto nunca.
«Padre», pensaba él, «es un título honorífico, nada más».
—Desde luego dejó una buena marca en esas hijaputas —observó un patrullero que sujetaba una pistola antidisturbios como si fuera un talismán.
—Con un poco de ayuda de sus amigos, el Dr. Smith y el Dr. Wesson —apuntó alguien más.
La calle estaba llena de luces azules intermitentes y uniformes y equipos de televisión.
—Las pistolas no son muy efectivas con estos mamones del Enjambre —dijo el primer policía.
—Así pues, ¿cómo consiguió vencer a esas criaturas, doctor? —preguntó un reportero poniéndole la forma fálica de espuma de un micro debajo de la nariz.
—Artes marciales místicas.
—Saca a estos idiotas de aquí —dijo Arrupe. Para decepción de Tach, no era guapa. Era achaparrada y de piernas gruesas, con cara de bulldog y pelo corto y tieso, como el de Brenda, de la Calabaza. Tenía pecas oscuras generosamente repartidas sobre su nariz respingona. Pero sus ojos eran tan agudos como esquirlas de cristal.
—Bueno, teniente —dijo—, ¿soltará a Doughboy ahora?
—Supuestamente encontró materia del Enjambre en el laboratorio de la víctima y tiene toda una calle llena de partes de retoños del Enjambre del todo indistinguibles, sólo que, mientras que antes parecían hijos de Godzilla, ahora parecen indigentes, lo que puede o no ser una mejora. Es una situación infernal.
—No lo soltará.
—Tengo un testigo, doctor.
—Por los cielos ardientes, mujer, ¿es que no tiene compasión? ¿No le importa la justicia?
—¿Se cree que acabo de bajar del barco que me trajo de San Juan? Un buen ciudadano que no distingue a Doughboy del Papa y que no tiene ningún rencor contra los jokers viene y lo describe personalmente. Y no me diga que los testigos no son fiables, porque no lo son, pero éste es bueno.
Tach se peinó el pelo hacia atrás con dedos crispados.
—Déjeme hablar con él.
Ella puso los ojos en blanco.
—Es importante. Algo está pasando, no se trata sólo de Doughboy. Lo sé.
—Usted tiene una especie de brujería alienígena en mente.
El donjuán sonrió:
—Por supuesto.
Ella cedió.
—Se ha convertido en un héroe con este asunto de los retoños del Enjambre, doctor. Y sabe más de esta clase de cosas que yo. —Y de soslayo dijo—: Pero como venga a joderme con quejas sobre las libertades civiles en este asunto, hermanito, le dispararé sin más.
Tan pronto como rozó su mente, lo supo.
Era dentista, un hombre bajo, atlético y rubicundo de unos cincuenta años que vivía en el edificio contiguo al de Warren. Había salido a pasear el perro alrededor de la manzana —un acto desafiante a esas horas de la noche— y había visto a un hombre de aspecto peculiar saliendo del callejón que había detrás de los apartamentos. El individuo se paró un momento, a menos de tres metros, miró al intrépido dentista directo a los ojos y se adentró en el parque arrastrando los pies.
La historia coincidía con la de los otros dos testigos, uno de los cuales era el portero del edificio de Warren, quien había estado investigando una puerta de servicio rota cuando le aporrearon por detrás; la otra, una mujer que había estado mirando el callejón desde los apartamentos del otro lado por razones que sólo ella sabía. Ambos habían vislumbrado una forma presuntamente humana, grande y pálida, saliendo por la puerta trasera y tambaleándose por el callejón. Pero ninguno podía aportar nada salvo una descripción de lo más general.
Tachyon no tuvo más que rozar la mente del dentista para saber que la historia no era cierta. No era una mentira en sí; él la creía implícitamente: porque se la habían implantado en la mente. Con reluctancia, Tach cavó más hondo. El viejo dolor vinculado a Blythe había menguado, ya no experimentaba aquella sensación fría y húmeda con el simple hecho de pensar en usar sus poderes mentales; no era eso. La naturaleza del implante revelaba con claridad qué clase de ser lo había hecho. Todo lo que quedaba era desenmascarar al individuo entre unas posibilidades muy reducidas. Tuvo una idea.
En cierto modo, no importaba. Las implicaciones eran ya ineludibles, y más monstruosas de lo que Tach había imaginado.
—No me gusta ese sitio —gruñó Durg at’Morakh bo Zabb Vayawand-sa mientras subían por la desvencijada escalera de servicio que conducía a su piso situado en una esquina menos que popular del Village.
Rabdan le miró con desprecio por encima de una charretera dorada.
—¿Cómo puedes poner reparos? Nunca has entrado.
—El guardián de la puerta, el que tiene ese extraño rostro de muerto, no me dejaría.
—¡Ja! ¿Qué diría el Vayawand si supiera que uno de sus queridos morakh permite que un terrícola le diga que no? En serio, qué esperma tan débil.
Durg flexionó una mano que podía convertir el granito en polvo. La resistente sarga blanca de su uniforme se partió a la altura de su bíceps con un sonido parecido a un disparo.
—Zabb brant Sabina sek Shaza sek Risala ordena que luche sólo cuando sea necesario para la misión —masculló entre dientes—. Incluso cuando me ordena servir a alguien tan indigno como tú, para probar mi devoción. Pero te lo advierto: algún día tu incompetencia te hará perder el favor de tu amo. Y ese día te arrancaré los miembros, hombrecillo, y aplastaré tu cabeza como si fuera un grano.
Rabdan intentó reír. Se trabó, así que volvió a intentarlo.
—Eres tan hostil. Qué pena que no lo hayas podido ver: una mujer desollada, una criada conmocionada; un entretenimiento bastante sofisticado. Debo admitir que cuando los terrícolas sean destruidos se perderán algunos raros talentos.
Llegaron al último rellano, a su puerta. Rabdan se detuvo en el exterior y frunció el ceño mientras tanteaba el interior con su mente.
No sería cuestión de que les tendieran una emboscada unos ladrones terrícolas. Durg se quedó en silencio a unos pocos pasos por debajo. Su linaje pertenecía a la clase de los Señores Psi pero, como la mayoría de los morakh, carecía prácticamente de poderes mentales. Si Rabdan detectaba peligro, entonces cumpliría su misión.
Satisfecho, Rabdan abrió la puerta y entró. Durg le siguió, muy cerca de él. Del pasillo que conducía a los dormitorios salió una figura.
—¡Tisianne! Pero si he buscado…
—De toda la gente de mi primo, tú nunca serías capaz de lanzar una sonda que yo no pudiera desviar —dijo Tachyon—. Es un mal presagio para todos nosotros que os haya encontrado aquí. De hecho, quizá para todo Takis.
—Pues peor para ti —dijo Rabdan. Se hizo a un lado—. Burg, desmiémbralo.
—¡El monstruo de Zabb! —siseó Tach sin querer.
—El pequeño príncipe —dijo Durg—. Esto será tierno.
Una segunda figura apareció junto a Tachyon.
—Doctor, ¿quién es este? —preguntó Moonchild, entrecerrando un poco los ojos en la brillante luz de la única lámpara de la mesita baja.
Vio a un hombrecillo: incluso para ella, resultaba inconfundiblemente taquisiano, con hermosos rasgos afilados, pelo rubio metálico y ojos pálidos que se abrieron de par en par y rápidamente parpadearon. El ser que se alzaba como una mole al otro lado de la alfombra raída del pequeño salón lo encontró difícil de clasificar. Era bajo, apenas medía metro y medio, pero era terroríficamente musculoso, casi tan alto como ancho, de un modo literal. Pero su cabeza era propia de un señor elfico taquisiano: larga y esbelta, austera en sus rasgos, hermosa. El contraste era chocante.
—El pelota de mi primo, Rabdan —dijo Tach—, y su monstruo, Durg.
Aunque había vivido durante décadas entre jokers, Tach apenas pudo soportar la visión del asesino morakh. Eso no era un terrícola parecido a un taquisiano retorcido en una grotesca malformación; aquello era la visión más aborrecible para la gente de Tach, una perversión de la misma forma taquisiana. Parte de lo que hacía a los morakh tan terribles en la guerra era la repulsión que inspiraban a sus enemigos.
—Es una criatura engendrada por una familia hostil a la mía. Una máquina de matar orgánica, poderosa como un elefante, entrenada a la perfección. —Durg se había detenido, con un perfecto ceño fruncido ante la recién llegada—. Incluso para nuestros estándares es casi indestructible. Zabb lo capturó en una batida cuando era un cachorro; le transfirió su lealtad.
—Doctor, ¿cómo puedes hablar así de un ser humano?
—No es humano —farfulló entre dientes—, ¡y mírale!
Achaparrado como un trol, Durg se abalanzó con una velocidad que ningún humano podía igualar. Moonchild tampoco era estrictamente humana; fuera lo que fuera, viniera de donde viniera, era un as. Cogió la manga recamada en oro bajo la mano que trataba de agarrarla, se agachó e hizo girar sus caderas. Durg salió disparado para estamparse en la pared en una explosión de yeso.
—¿Cómo nos habéis encontrado? —preguntó Rabdan, apoyándose en el quicio de la puerta.
—En cuanto encontramos a aquel hombre cuya mente manipulasteis, supe que los taquisianos seguíais en la Tierra —dijo Tach, apartándose de Durg con agilidad—, y por la ineptitud de la técnica deduje que no podía ser nadie más que tú. Una vez que supe qué buscaba, no costó mucho seguiros el rastro. Tu apariencia es característica y difícilmente te esconderías en un almacén abandonado subsistiendo a base de ratas y gatos callejeros como los retoños del Enjambre.
»Eso sí —señaló el traje blanco y dorado de Rabdan—, nunca me habría imaginado que serías lo suficientemente idiota como para aventurarte a salir con los colores de Zabb.
—Los paletos de la Tierra nos consideran la cumbre de la moda. ¿Dejarías que los cisnes fueran por ahí como si fueran gansos?
—Si la misión de los cisnes… —Durg apareció por el surco que había hecho en el tabique, gimiendo y sacudiéndose el yeso como si fuera agua— consistiera en hacerse pasar por gansos, entonces sí.
La mano de Durg descargó un malintencionado golpe que dio a Moonchild en las costillas y la lanzó a la barra que separaba el salón de la cocina. La madera se partió. Tach saltó hacia adelante con un grito. Riendo, Durg fue a por él.
Moonchild arremetió desde la destrozada barra: dio un par de delicados pasos hacia delante y le propinó un puntapié a Durg en el lado de la rodilla. Su pierna se dobló. Descargó un segundo puntapié en su mandíbula. Gimió, su mano se movió en un destello, la cogió por el tobillo y tiró de ella para poder alcanzarla con el otro brazo.
Luchó para hacerle una llave inmovilizadora. Tach volvió a lanzarse hacia adelante. La mano de Rabdan salió de la túnica con el apagado destello negro de una placa de detención.
—Ve a por él y acabo contigo ahora mismo, Tis.
Moonchild golpeó con el codo, de abajo a arriba, la cabeza de Durg. Tach oyó los dientes entrechocándose como un cepo. La joven estampó las manos ahuecadas con saña contra sus oídos. Él gimió, sacudió la cabeza y ella se retorció hasta zafarse.
… Durg estaba de pie, frente a ella. La chica dio una patada, buscando su pecho, que él bloqueó sin esfuerzo. Se lanzó sobre él con la furia de unas boleadoras, pateándole la cabeza, la rodilla y la entrepierna. Durg retrocedió varios pasos; después, cuando ella volvió a impactar saltó y atacó con ambos pies, lanzando a Moonchild de una patada al otro lado de la habitación para estrellarla contra el muro exterior.
Tachyon vaciló. Podía intentar apoderarse de la mente de Durg, pero se toparía con la única habilidad psiónica que el morakh poseía: una resistencia absolutamente insuperable a la manipulación mental. Mientras se concentrara en Durg, Rabdan le mataría… Si intentaba derribar las defensas bastante más débiles de Rabdan, Durg mataría a Moonchild. Agarró su pistola, con la esperanza de que la chica no pensara demasiado mal de él.
Ella se agitó. Durg estaba muy sorprendido; cuando golpeaba a alguien con tanta fuerza, no se levantaba. Se precipitó hacia adelante, sin prestar atención a nada más.
Ella le encontró a medio camino. Agarrando la parte delantera de su túnica, cayó de espaldas con su bota en el vientre, proyectándolo por encima de ella. La fuerza combinada del salto y el tirón le hicieron salir como un remache a través de la pared, cuatro pisos por encima de la calle.
—Madre mía —dijo poniéndose de pie—, espero no haberle hecho daño. —Corrió hacia el agujero—. Aún se mueve. —Salió trepando sin vacilación alguna.
Deduciendo que podría cuidar de sí misma, Tach la dejó marchar, estupefacto todavía. Durg era tan fuerte como algunos de los ases humanos más poderosos. Moonchild, aunque tenía una fuerza metahumana, no era en modo alguno rival para él: y lo había dominado sólo con sus habilidades, a Durg, el maestro asesino.
Rabdan salió de su parálisis y abrió la puerta. La mente de Tachyon asió la suya como un puño de hierro. Y apretó.
—Y ahora, amigo Rabdan —comentó—, vamos a hablar.
No salió bien. Rabdan era un incompetente y algo más que un cobarde. Pero era un Señor Psi y al final se comportó como tal, lo que fue peor para él. Ningún escudo normal que pudiera erigir podría evitar que el sutil Tisianne fisgoneara hasta en la última migaja de información de su cerebro. No obstante, in extremis, Rabdan se puso heroico, echó el cierre e invocó su nombre. Se opuso con todo su ser a Tachyon, y ninguna sutileza, ningún artificio ni ninguna fuerza podían vencer aquella oposición y dejar a Rabdan intacto.
Quizá fue el último ardid de Rabdan: conociendo el corazón blando de su primo lejano, apostó que Tisianne rechazaría la horrible finalidad de devanar su mente hilo a hilo.
El juicio de Rabdan nunca fue muy acertado.
Alegría, alegría, alegría. Mi amo ha vuelto muy pronto. ¿O algo va mal, que de repente tiene tanto tiempo para mí?
Ya basta, Baby.
—Ey, Baby, ¿qué tal? —Hizo centellear sus luces a modo de alegre saludo y abrió un cierre en su costado. La maldita roca se dirigía a la Tierra, por supuesto. La gente de Zabb la había desviado hacía algunos meses; no mucho: harían falta tremendas cantidades de energía para alterar el curso de semejante masa de manera significativa. Una mínima parte de un grado, apenas perceptible; pero con el tiempo, suficiente.
Era una roca que a los terrícolas les resultaba familiar y su reaparición no tenía nada de particular. No obstante, Rabdan y Durg habían sido enviados para asegurarse de que los receptores no se habían dado cuenta de que su itinerario había cambiado. Qué suerte, pues, que la alteración del curso fuera percibida por un hombre a quien nadie con cierta autoridad escucharía y que al reclamar la roca como propia, por decirlo así, provocara que cualquier otro científico del planeta la rechazara como un despojo.
Los taquisianos no podrían haber soñado con nada mejor para sellar el destino del planeta. Nadie se daría cuenta de lo que estaba pasando hasta que el asteroide estuviera tan cerca que su rumbo fuera inconfundible. Y entonces sería demasiado tarde: ni todas las armas termonucleares de todos los arsenales del planeta podrían impedir la furia que se iba a desencadenar.
Pero su aliado había sufrido un ataque de pánico. El aliado de Zabb. Por mucho que odiara a su primo, Tachyon apenas podía llegar a creérselo. La vasta mole de maldad que era la Madre del Enjambre había detectado a la Arpia mientras flotaba en órbita alrededor del mundo que ella pretendía conquistar mediante su táctica tenue e insistente, y había atacado. Y de algún modo, por sus propias razones locas, una vez que el ataque fue repelido, el perro de guerra de los Ilkazam había hecho una alianza con el mayor enemigo de su casa, de todos los taquisianos.
Juntos habían trazado un plan. Semisentiente, la Madre no percibió que el plan había sido detectado hasta que el Dr. Warren hizo su anuncio. Actuó con precipitación, dejando a Rabdan poco menos que un rato de placer tratando de deshacer el daño que había causado.
Resultó una suerte extraordinaria divisar en las calles de Jokertown a un ser que podría ser confundido por un retoño del Enjambre. Así que Rabdan y Durg fueron a Central Park y fabricaron un testigo. «Un plan infalible», se enorgullecieron Rabdan y su compañero.
Tach concedió a Rabdan la misericordia final que ningún taquisiano podía negar a un semejante. Moonchild aceptó que su corazón se había parado inesperadamente al estar bajo la sonda mental, y Tach se sintió sucio por haberle mentido. Tach llevó las fotografías que había robado del laboratorio de Warren a Baby. Su análisis astrogacional confirmó la historia de Rabdan. Una sesión haciendo planes apresurados, una noche tratando de conciliar el sueño.
Ahora Trips y Tachyon estaban listos para poner en marcha un plan verdaderamente descabellado para salvar el mundo. No daba tiempo a que se les ocurriera ninguno mejor, y quizá ya era demasiado tarde. Y ahí fuera, Zabb aguardaba. Zabb, que había asesinado a la kibr de Tach y traicionado a todo Takis. Zabb en su nave de guerra.
Jake vagaba por la calle con una botella de La Copita en su bolsa de papel en la mano. En el paseo marítimo de Jokertown, siendo un nat, no había una mierda que hacer tan tarde por la noche, y menos si andabas como una cuba. Pero Jake no estaba seguro de por dónde había estado callejeando desde que aquel gran mamón con la cabeza de iguana le echara del bar por ensuciar el suelo. Por suerte había pensado en llevar una reserva en el bolsillo de su abrigo.
Un rumor le llamó la atención. Se paró y observó cómo la parte superior de un edificio se levantaba, justo delante de él: no explotó, ni se desplomó, sino que se levantó de una pieza, tan limpiamente como uno pueda imaginarse, como la tapa de una caja; se depositó suavemente en la azotea de al lado y entonces aquella caracola gigantesca cubierta de pequeños puntos de luz se elevó flotando. No se produjo ni un sonido. Levitó recortándose contra el naranja apagado del cielo mientras el tejado volvía a su sitio. Después se inclinó hacia arriba y desapareció, más allá de Long Black.
Con total deliberación, Jake se dirigió al sumidero más próximo y con gran puntería tiró su botella de La Copita medio vacía en él. Después se alejó muy rápido de Jokertown.
—Nunca pensé, no sé, que volaría en una nave espacial desde tu dormitorio, tío —dijo el Capitán Trips, claramente encantado.
—Creo que tu gente lo llamaría «camarote», ¿no?
De hecho parecía un cruce entre un harén otomano y las Cavernas de Carlsbad. En medio de todo aquello, había una enorme cama con dosel y montones de cojines voluminosos y, con un batín, en medio de todo aquello, yacía Tach. Tiempo atrás juró que moriría en la cama; la biotecnología taquisiana hacía posible alcanzar esa meta y una muerte heroica al mismo tiempo, si eso era lo que querías.
—En una nave como ésta no hay un centro de… ¿«puente de mando»? propiamente dicho. En la mayoría de las embarcaciones de guerra lo hay, como en la de mi primo, la Arpía, pero en un yate no. —Percibió una chispa de furia en Baby al mencionar el nombre de Arpía. Eran rivales desde hacía tiempo.
«Una nave simbionte taquisiana se controla psiquiónicamente. El piloto puede recibir información de forma directa, mental o visual. Por ejemplo… —Tach gesticuló y una imagen de la Tierra cobró vida en un tabique membranoso curvo que estaba junto a la cama. Una línea amarilla partía de ella, describiendo su órbita. Después, como una animación por ordenador, el orbe giró y disminuyó hasta que una imagen fuera de escala de su totalidad exhibió las trayectorias de vuelo de la Tierra hacia el 1954C-1100.
Trips aplaudió.
—Es fantástico, tío. Guay.
—Sí que lo es. Vosotros, los terrícolas, estáis intentando crear ordenadores capaces de sentir; nosotros hemos desarrollado sofontes que son capaces de desempeñar funciones propias de un ordenador. Y mucho más.
—¿Y a Baby qué le parece todo esto?
La imagen se desvaneció. Unas palabras aparecieron; «Me siento honrada por transportar a unos amos como el amo Tis y usted mismo, aunque temo que pueda darme un golpe con ese sombrero, es muy alto».
Trips dio un salto.
—No sabía que podía hacer eso.
—Ni yo tampoco. Me está robando conocimientos del inglés escrito con un drenaje de baja potencia, lo que es un poco travieso. No obstante, sabe que soy indulgente y que la perdonaré.
Trips meneó la cabeza con asombro. Estaba sentado en una silla que se había formado del mismo suelo para él y que se había ajustado a su cuerpo después de que Tach lograra convencerle de que se sentara en ella.
—No es que no tenga fe en Baby pero ¿la nave de tu primo no es, esto, una nave de guerra?
—Sí. Y no hace falta que preguntes lo que esperas no tener que preguntar: en circunstancias normales, Baby no tendría ninguna oportunidad contra la Arpía. Y no me llenes la cabeza de estática de esta manera, Baby, o te daré una azotaina. De verdad.
«Pero Baby es rápida, incluso sin usar la velocidad fantasmal, no hay ninguna más rápida ni más maniobrable. Y, francamente, es más lista que la Arpía. Pero el factor importante es que la Arpía quedó malherida por el ataque del Enjambre. Lo normal es que una Madre del Enjambre tan antigua y vasta como ésa haya desarrollado armas biológicas, casi anticuerpos, contra los taquisianos y sus naves fantasmales. Usamos armas similares contra ellos, puesto que sólo una flota de guerra entera puede transportar la potencia de fuego suficiente para dañar apenas a una Madre pequeña, mientras que la infección puede extenderse sola. Zabb rechazó un abordaje con espada, pistolas y armamento biológico y fue capaz de repeler a los retoños. Pero la Arpía quedó infectada y dañada y, aunque detuvieron el avance de la enfermedad, tardará mucho tiempo en curarse.
En voz baja:
—Y Zabb sintió cada una de sus heridas como propias, aunque no lo parezca.
Le ardían los ojos. Con tristeza, Trips meneó la cabeza:
—Hablar de combates me deprime, tío.
—Debe de ser duro para ti, dadas tus convicciones pacifistas. Pero tu papel en lo que tenemos por delante no es marcial y yo sólo lucharé si nos atacan.
—Pero Moonchild luchó. Muchos de los otros también lo harían. Yo no me he peleado en mi vida. Sólo pegué a una persona, que paró el golpe y me rompió la nariz y luego, esto, de repente un día estoy en el cuerpo de otra persona que tira a un alienígena musculoso por una pared.
—Fue un espectáculo glorioso —dijo Tach, riendo entre dientes aun sin querer.
—Ser un as está resultando ser un gran colocón.
Tisianne, ¡la noto! La Arpía se acerca.
Tach se revolvió el pelo y suspiró.
—Me temo que ya es la hora, amigo mío.
Sacó las piernas de la cama y se levantó.
—Me ocuparé del cierre.
La luminosidad les siguió a través del curvo corredor.
—¿Estás seguro de que tú… él puede encontrar la roca? —dijo Tachyon.
—No es que vaya a haber muchas más por los alrededores, Doc.
La muy zorra está formando una órbita de intercepción. A tiro de las armas de alcance máximo en veinte minutos.
Intercéptala, Baby.
Se pararon junto al eyector interno de la tripulación. Tach y Trips se abrazaron, ambos llorando, ambos tratando de no mostrarlo.
—Buena suerte, Mark.
—Igualmente, Doc. A ver, toda esta nave es Baby, ¿no?
—Así es.
Tímidamente, Trips se inclinó y besó ligeramente un soporte cuya forma fluía como una estalagmita.
—Adiós, Baby. Paz.
—Adiós, Capitán, buen viaje.
Satisfaciendo supersticiones primitivas…, la regañó Tach mientras se retiraban educadamente tras una curva. Sonrió.
¿Cómo será la nueva persona, Tis?
No lo sé, estoy ansioso por verlo.
Otra Moonchild era esperar mucho. Ya era bastante fortuito que tuvieran acceso a un as con una combinación de poderes que les diera una pequeña posibilidad de éxito.
—¿Doctor? —La voz se derramó a su alrededor como ámbar líquido, profunda e intensa. Tachyon avanzó.
El impacto visual le detuvo en seco. Un as como un dios griego: alto, elaboradamente musculoso, una mandíbula como el contrafuerte de un puente y un nimbo de cabello rubio rizado, todo envuelto en un ajustadísimo traje amarillo con un sol ardiente en el pecho.
—Yo —dijo la aparición— soy Starshine.
—Encantado de conocerte, es un gran honor —dijo Tach por reflejo.
—Muy correcto. Usted es militarista, representante de una civilización decadente y represiva. Estoy a punto de intentar evitar un horror traído a mi mundo por su tecnología desatada mientras usted entabla combate con otra facción de la misma banda de tecnócratas que castigaron a la Tierra con su virus satánico. Bajo estas circunstancias, se me hace difícil desearle éxito, doctor. No obstante, se lo deseo. —Tachyon perdió la voz mientras Baby le provocaba pequeñas explosiones estáticas de fosfeno en su cabeza.
—Le estoy muy agradecido —consiguió decir por fin.
—Sí. —Starshine se acarició la heroica mandíbula—. Quizá debería componer un poema, sobre el dilema moral que afronto…
—¿No sería mejor que afrontara primero el asteroide? —Tach casi gritó.
Starshine puso mala cara, como Zeus sorprendido por Hera, pero dijo:
—Supongo que sí.
La abertura se dilató.
—Adiós —dijo Tach.
—Gracias. —Dio un paso adelante.
Mientras la abertura exterior se abría en un giro, Baby transmitió la vista desde el exterior a la mente de Tach (cada centímetro cuadrado de su piel podía ser fotosensible si la situación lo requería). Starshine salió flotando al vacío, volvió la cara hacia la plena luz del sol, ahora más o menos por la popa, e inspiró profundamente. Después se alejó de la nave, con los brazos y el cuerpo alineados, y se convirtió en un único haz brillante y amarillo, dividiendo en dos la noche eterna.
—Transformación de fotones —dijo Tachyon impresionado—. Es como la transformación de taquiones de nuestro propulsor fantasmal, sólo que permite la velocidad de la luz. Increíble. —Por un instante, casi se sintió orgulloso del wild card.
Se quitó la sensación de encima,
—Creo que me costará que me guste ése.
Desde luego es un capullo. Me gustaba mucho más el Capitán… Tis, ya vienen.
Flotando, fuera del tiempo. Pura liberación, la nada coexistiendo con todo el universo. La consumación final: la iluminación en rayo láser. Pero la duración debe existir. Resolución, de vuelta al ego. A la materia.
El asteroide aguardó. Una desagradable masa indolente de escoria que parecía caer hacia Starshine, aunque su línea de visión discurría perpendicular a su trayectoria.
Se frotó la mandíbula y frunció el ceño. Tenía mucho más que decirle a aquel doctor alienígena, sobre el mal que su especie había llevado al mundo, sobre su propia culpabilidad al atraer a aquel patético colgado de Trips a grandes peligros. Pero tendría que esperar; el tiempo pasó.
Se preguntó cuánto tiempo tenía. Por los recuerdos que compartía con Mark y el resto, sabía que la droga duraría una hora. Esperaba poder hacer lo que tenía que hacerse en aquel lapso.
Extendió una mano y un rayo de luz salió de ella hacia la superficie irregular de Tezcatlipoca, ardiendo al rojo vivo. Un círculo de rocas recorrió todo el espectro e hirvió desde la superficie en un chorro candente.
Era fabulosamente fuerte. Pero ni con toda su fuerza podía desviar la maligna masa. Tampoco tenía el poder para destruirla. Lo que podía hacer era usar su rayo de sol para calentar una zona del flanco para que la materia del asteroide se encendiera como el escape de un cohete y así apartarla en los ángulos adecuados de la órbita. Incluso ahora, a un millón de kilómetros de la Tierra, una pequeña deflexión lo cambiaría todo.
Pero incluso la más diminuta desviación en el rumbo del asteroide requeriría fantásticas cantidades de energía. Y una cantidad de tiempo desconocida.
Starshine incrementaba su rendimiento por momentos. Se sentía vivo, grande y lleno de energía; no podía fallar aquí, ante el ojo desnudo del sagrado Sol, que lo sostenía con su energía. Estaba en juego un planeta, su planeta, la Tierra, verde y grávida.
E, incidentalmente, su propia vida y la de Mark Meadows y las otras entidades cuya existencia estaba de algún modo encerrada en la suya.
En el instante de la detección, Tach supo que el arma más letal de la Arpía estaba fuera de combate. De seguir funcionando, los taquiones coherentes de su lanza fantasmal habrían dispersado sin advertencia alguna los átomos que componían a Baby y los suyos propios en una docena de dimensiones en un attosegundo. Pero Tach supuso que el ataque del Enjambre había inhabilitado el rayo de taquiones. Debía de haber sido el objetivo más urgente de la Madre; los seres planetoides temían la lanza, incluso las pequeñas como las que llevaban las naves Courser como la Arpía.
Sin embargo, la nave de Zabb estaba lejos de ser indefensa. Mientras Baby se lanzaba a un rumbo de trayectoria tangencial respecto a ella, desviándose totalmente de la senda que había tomado Starshine, un pulso de luz púrpura parpadeó en el puerto. Lo estaba esperando, dijo Baby con aire de suficiencia mientras se entregaba a una danza de evasión, tan intrincada como un minueto, que la mantenía cruzándose reverencias con la Arpía mientras la otra nave trataba de rodearla.
Juntos enviaron una sonda: Tach dirigió el enorme poder psiónico de Baby para hacer un barrido de la otra nave. Percibió un daño que le llenó de bilis la garganta, heridas sin cerrar con los bordes quemados o marchitos abriendo los flancos de la Arpía. «Busca nuestras vidas», pensó, «pero ninguna nave fiel de Takis merece la maldición de un contagio del Enjambre».
Antes de que pudiera acceder a una visión más precisa, una fuerza mental le cerró el paso como la hoja de una guillotina. Ningún problema: Baby había percibido lo suficiente para evaluar qué capacidad poseía aún su rival. Con todo, estaba sorprendido.
¡Zorra decrépita, consorte de ineptos! Tach notó cómo la cólera de la Arpía atravesaba a Baby como una lanza.
Este sol cetrino os gustará a ti y a tu señor enclenque.
Valiente chachara, ¡pero no puedes alcanzarme con tus andares de pato!
Tus poderes mentales han crecido, primo, proyectó. Una risita seca llegó a su mente.
La adversidad agudiza el ingenio. Has venido, Tisianne. Imagino que encontraste a mis emisarios en la Tierra.
Baby informaba del estado de la Arpía:
Tegumento debilitado en varias secciones, una lesión en el órgano de navegación principal.
… Así es, pensó Tach.
Rabdan era un imbécil. ¿Te has deshecho de él? Percibo que sí. ¿Y Durg? Confío en que su muerte fue limpia.
Sigue vivo, primo. Ha transferido su lealtad al terrícola que le venció. Tu antiguo cautivo, el Capitán Trips, añadió con malicia.
Un pico de ira al rojo vivo:
¡Mientes! Un momento. No. Quizá empieces a entender por qué he dado los pasos que he dado, pues, Tis.
De acuerdo con el plan, Baby trazó una órbita curva a velocidad constante. A pesar de todos sus esfuerzos, la Arpía no pudo conseguir tenerla a su alcance. El control de armas también había sufrido; a esta distancia, la abrumadora superioridad de su potencia armamentística quedaba anulada por la puntería más precisa del único láser pesado de Baby, que la hostigaba y la forzaba a cambiar la persecución por la evasión.
Entiendo que has traicionado a nuestro clan y a nuestra gente, pensó Tach.
Eso parece, Tis. Pero considéralo: el virus que perdiste en ese mundo cálido y pesado amenaza nuestra existencia mucho más que el Enjambre, que no tiene raciocinio. El experimento fue un éxito. Ahí radica el peligro. Estos terrícolas alterados, los ases, te ayudaron a escapar pese a toda nuestra fuerza. Ahora me dices que un débil mortal desgarbado ha vencido al luchador cuerpo a cuerpo más letal que Takis ha producido. ¿No ves en esto el eclipse de nuestra raza, Tisianne?
Quizá ya sea hora de que caigan los Señores Psi.
¿Y tú me llamas traidor? Aquel pensamiento le pareció más divertido que indignado, con un toque de cansancio.
Habrías destruido la especie entera.
Por supuesto. Son terrícolas.
El dolor salpicó el cerebro de Tach como si fuera ácido. Salió despedido de espaldas hasta la mitad de la cama cuando el compensador de aceleración de Baby patinó.
¡Baby! ¿Estás bien?
Una herida superficial, amo Tis. Estoy bien. Pero había un punto de inseguridad; nunca antes la habían herido en una batalla. La acarició con un breve y curativo roce mental y se dirigió ferozmente a Zabb.
¿Así que hiciste frente común con el asqueroso Enjambre?
Ya has visto lo que le hicieron a la pobre Arpía. Esta Madre ya había encontrado taquisianos antes, o compartió plasma con otro que los había encontrado y sobrevivió: lo que debería decirte muchas cosas, primo mío. Una vaina con semillas del Enjambre en órbita en el extremo más alejado de ese mundo adoptivo tuyo, donde permanecieron inertes hasta que nos metimos entre ellas. Entonces se nos echaron encima, con ácido, patógenos fulminantes y fuerza bruta. Los ahuyentamos.
La mente de Tach se llenó de imágenes robadas de la de Rabdan: de una batalla bajo una luz vacilante contra seres amorfos cuyo roce podía significar la muerte por disolución irreversible; de hojas de espada brillando, gritos y la defensa más desesperada de todas, pistolas de láser fulgurando en los corredores mientras espasmos peristálticos atormentaban todo el tejido de la Arpía.
Perdimos a cuatro de tus antiguos maestros de armas. El siguiente ataque habría acabado con nosotros, así que escogí la negociación.
Unos ojos violetas se cerraron. «Sedjur».
Tras repeler el ataque, continuó Zabb, me las arreglé para rozar la hinchada penumbra que es la conciencia de la Madre mientras atendíamos a nuestros heridos y rociábamos los corredores con una emulsión antibiótica, para darle la impresión de que quería negociar. Ella lo entendió, aunque vagamente; creo que sintió algo parecido a la curiosidad ante mi insolencia, quería examinarme más de cerca. Viajé hasta ella en una nave monoplaza y entré.
Baby había recuperado el control de sí misma; su violenta maniobra de alta-G ya no era más que una ondulación en la superficie del brandy que quedaba en la copa junto a la cama. El sudor resaltaba en las frías bóvedas de la frente de Tach. A regañadientes, sentía asombro ante su primo, incluso admiración. Viajar solo y desarmado al colosal cuerpo de la Madre, la antigua enemiga, el coco de un millón de historias para niños: aquello hacía palidecer a las canciones épicas. Y por encima de todo estaba el porqué, y Tach lo sabía: había sufrido una humillación a manos de su primo, él que jamás había conocido la derrota. Tenía que llevar a cabo algún hecho fabuloso o su relevancia, su virtud, escaparía de él como el agua de un jarrón roto. Y para un taquisiano, hasta la traición era gloriosa, si era lo bastante grandiosa.
En el interior de una gran caverna, salí de mi nave y permanecí sobre la sustancia misma de nuestro enemigo más antiguo. Las paredes a mi alrededor parecían festoneadas con hilos de musgo negro, iluminadas por fuegos fatuos en medio centenar de pálidas cubiertas; la pestilencia era tal que se me nubló la vista. Pero establecí contacto con una mente tan enorme y difusa como una nebulosa. En cierto modo, nos comunicamos.
»El monstruo y yo teníamos un interés común en destruir la vida en esa Tierra tuya. Así que llegamos a un trato. La bilis burbujeó en la boca de Tach, en un acto reflejo por la conmoción. «Llegamos a un trato». Con qué despreocupación le transmitió aquel pensamiento, como si no estuviera describiendo al mismo tiempo la mayor traición y el mayor acto heroico que su especie había conocido.
Te honro, Zabb. Debo hacerlo. Si ganas en este día, cantarán sobre ti durante mil generaciones. Pero… te desprecio.
Intentaré soportarlo.
Tach se estremeció en un suspiro.
Y asesinaste a Benaf’saj.
Tenía que hacerlo. Ella nunca habría consentido actuar contra ti y tu preciosa Tierra, por no hablar de negociar con el Enjambre. Todo indica que murió en el asalto del Enjambre; te gustará saber que Rabdan se encargó de ello. Una lágrima cayó sobre el cobertor de seda.
Zabb, te mataré.
Quizá aún puedas, pues la Arpía está muy debilitada. O quizá te mate yo a ti. Una risita cansada. Cualquier opción resulta satisfactoria, desde mi punto de vista. Baby gritó.
De repente, Tach estaba rebotando por la opulencia organiforme de su camarote. Olía a silicona caliente; en su mente reverberó la angustia de su nave.
Ahora, zorra, ya no puedes volar, llegó el pensamiento de la Arpía, chisporroteando con odio. Un fulgor azul y blanco se desplegó mientras la Arpía impulsaba su navegación a una terminante y triunfal velocidad de crucero, lanzándose a matar.
¡Baby, Baby! La mente de la nave era un ruido blanco de terror y dolor. Las naves simbiontes tenían ventajas sobre los artefactos no vivientes, podían pensar por sí mismas, podían curarse los daños. Pero tenían una voluntad propia, y podía quebrarse.
Tach agarró una proyección, se aferró a ella y extendió su mente para acompasarla con la de su atormentada nave. El aire entró en tromba a través de un corte de dos metros en su casco, lo que la hizo rodar por el espacio.
¡Oh, Baby, contrólate!
Sintió el aliento demoníaco de un láser atravesándola.
¡Papi, papi, no puedo, no puedo!
La luz palpitó en las paredes, en salpicaduras aleatorias de color. Invocó toda su fuerza sanadora, todo su amor y empatía por la nave y vertió todo su ser en las aterrorizadas llamas de su interior.
Te quiero, Baby. Pero debes dejar que te ayude.
¡No!
Nuestras vidas están en juego. Todo un mundo está en juego. Poco a poco, el terror menguó. Los giros salvajes de la nave aminoraron y Tach sintió que su compensador del campo telequinético le envolvía de nuevo. Respiró una vez más.
La Arpía había moldeado, ahora sin magnificación, una oscuridad puntiaguda y viviente con pequeñas luces, cabalgando una ola de fuego. Su triunfo llenó la mente de Tach cuando un láser se disparó hacia delante y uno de los estabilizadores de Baby se evaporó en un instante.
¡Pide piedad, cobarde! ¡Flotarás para siempre sin amigo alguno!
¡MALDITA SEAS! Las luces interiores de Baby se atenuaron cuando canalizó toda la energía hacia su láser. Una púa escarlata empaló a la Arpía justo por delante de su motor. Chilló; después, una vez más, más alto, se oyó un tumulto agónico que fue creciendo y creciendo hasta que Tach creyó que le iba a estallar el cerebro.
El 1945C-1100 estaba vomitando su propia sustancia en el espacio. Por un momento, Starshine casi deseó haber traído algún instrumento para medir su progreso. El tiempo se estaba agotando con rapidez y no había ninguna señal de que aquel alienígena tecnócrata y traicionero fuera a regresar. Sería bueno saber si su sacrificio iba a ser en vano.
Sofocó aquella idea con firmeza. Al menos moriría libre de las sutiles cadenas de la tecnología. Y la verde Tierra viviría bastante más, hasta que los violadores de tierras y los fanáticos de la tecnología la agotaran: pero habría cumplido con su cometido.
Empezó a componer su poema final: una pieza conmovedora, tanto más cuando no había nadie que la oyera por encima del silente grito fotónico del asteroide salvo las otras entidades que formaban el compuesto que era el Capitán Trips.
Cuando pudo volver a pensar; Baby, ¿estás bien?
¡Ganamos, amo Tis! ¡La he vencido! Una imagen de la Arpía, sin luces y destrozada, se alejaba dando vueltas en la trayectoria de un cometa, lejos del mundo que su amo había querido devastar.
¡Zabb! Zabb, ¿sigues vivo? No hubo respuesta, y se preguntó por qué su pulso latía con ansia.
Y entonces: Sí. Maldito seas. ¿No puedes hacer nada bien?
¿Qué le ha pasado a nuestra gente?
Tres murieron cuando hiciste estallar el motor: Aliura, Zovar S’ang y esa criada a la que le tenías tanto aprecio. Todos desaparecidos en una bola de fuego. ¿Estás orgulloso, Tisianne?
Se quedó paralizado por completo, con un frío vacío en su interior. Había asesinado a su propia estirpe, primero Rabdan, después el resto. Y Talli, su compañera de juegos, quien le había advertido de las intenciones de Zabb cuando él, la Tortuga y Trips estaban secuestrados. Por una buena causa, por supuesto. ¿No podía Zabb apelar a lo mismo?
Has ganado. Lleva a cabo tu venganza, Tisianne.
Baby, iguala tus vectores con la Arpía. Esto hay que hacerlo rápido.
Pero amo…
¿Qué?
Starshine está a punto de volver a convertirse en el Capitán Trips.
¿A qué estás esperando?
Un tono de voz creciente.
¿Te regodeas, Tisianne? No es propio de ti. Acaba.
Tach contempló ausente la pared membranosa que tenía delante, donde Baby formó una imagen de su enemigo abatido. Su orgullo exigía consumación; y pragmatismo: mientras Zabb viviera, Tachyon estaría en peligro mortal, y también la Tierra.
Tis, cuando mi madre tiró a esa perra callejera que te crió por las escaleras yo lo vi. Me quedé junto a la balaustrada y reí. El modo en que la cabeza le colgaba del cuello…
Pero Tachyon rió.
Basta. Guarda tu veneno para el vacío, Zabb.
Dispara, pues. Maldito seas, dispara.
No. Repara tu nave si puedes, vuelve renqueando a Takis, navega al espacio de la Red y vive como un renegado. Vive sabiendo que he vuelto a vencerte, que traicionaste a tu propio linaje y fracasaste.
Alzó un muro contra una oleada de furia.
Baby, busca al Capitán, rápido.
Ella se alejó, con los motores en un coma amarillo.
Te destruiré, Tisianne, lo juro…, percibió. Después Zabb quedó fuera de su alcance, dando vueltas en el infinito agujero de la noche.
El brillo de sus manos se apagó. Al hacerlo, Starshine sintió un malestar, un cambio en el mismo tejido de su ser. «Al menos, muero en brazos del Sol».
Trescientos segundos después, Baby frenó para igualar la velocidad con una forma que pendía aparentemente sin vida por encima de un cráter aún brillante en el flanco del asteroide. Suavemente, proyectó su campo de agarre, cogió la forma vestida de púrpura con sangre seca en círculos alrededor de la boca y las orejas y el sombrero de seda siguiéndole como un satélite púrpura, y los metió en su interior. Mientras su amo se inclinaba llorando sobre su amigo, puso la proa hacia el mundo que se había convertido en su hogar.
—¡Mark, Mark, viejo amigo! —El Dr. Tachyon irrumpió por la puerta de la Calabaza Cósmica, con los brazos llenos de ramos de flores y botellas de vino en bolsas de papel.
Mark hizo girar su silla de ruedas.
—¡Doc! Esto, es genial verte. ¿Qué celebramos?
Su rostro tenía un anormal tono rojizo donde el vacío había hecho estallar los capilares de la piel y, hasta que sus tímpanos sanaran, oía por una pequeña unidad de conducción ósea pegada a la apófisis mastoides, junto a su oreja izquierda, pero en conjunto no tenía mal aspecto, teniendo en cuenta a lo que había sobrevivido.
—¿Qué celebramos? ¿Qué celebramos? Doughboy ha sido absuelto de todos los cargos, vuelve a casa hoy. Eres un héroe, es decir, tu amigo el Capitán. Y yo, por supuesto. Hay una celebración en el Palacio de Cristal y la bebida corre a cuenta de la casa.
—¿Y esas botellas?
—¿Éstas? —Sonrió—. Había pensado en una celebración privada, por mi cuenta, después de la fiesta donde Chrysalis. —Le tendió un ramo de flores—. Es para ti. Deja que sea el primero en felicitarte.
Mark se puso tieso.
—Ehm, gracias, Doc.
—¿Nos vamos? ¿Por qué no te pones…, ya sabes…, una ropa más formal?
Mark miró hacia otro lado.
—Yo, ehm, esto, creo que mejor me quedo aquí. Tengo que cuidar de la tienda y de Sprout, y no me muevo muy bien.
—Tonterías, tú te vienes. Te has ganado la adulación, Mark. Tú. Eres un héroe.
Su amigo rehuyó su mirada.
—Brenda estará más que contenta de cuidar de la tienda y de Sprout por ti.
—No tan rápido, amigo —dijo la mujer que estaba tras el mostrador—. Además, soy Susan.
Tach la fulminó con una mirada penetrante. Tras unos instantes, cedió.
—Yo… supongo que puedo.
—Pero esta silla… —gimoteó Mark.
—¿Necesita ayuda, señora Isis? —preguntó una voz desde el fondo de la tienda, grave y resonante como un gong alienígena. Durg at’Morakh bo-Isis Vayawand-sa emergió en la tienda de comestibles, con una camiseta de coleccionista de Steppenwolf estirada hasta casi estallarle en el pecho. Cojeaba, sus mejillas estaban tumefactas y magulladas pero, por lo demás, no muy herido—. Puedo llevarla donde quiera, ama.
El rubor de borracho de Mark se intensificó.
—Me gustaría que dejaras de llamarme así, tío. Me llamo Mark.
Durg asintió.
—Como desee, ama. Si quiere que oculte su nombre de la envidia de sus colegas más débiles mientras oculta su forma, usaré su nombre de guerra cuando los terrícolas estén presentes.
—¡Dios! —dijo Mark. Por su parte, a Tach le molestaba que el morakh hubiera conseguido descubrir que el verdadero nombre de Moonchild (significara lo que significara) era Isis Moon, que era más de lo que él sabía. También estaba algo más que ligeramente divertido.
—Espléndido —dijo cambiando la carga de brazo—. Sube y cámbiate, nos veremos en el Palacio.
—¿Dónde vas?
—Primero tengo un compromiso.
Durg cogió a Mark, con su silla y todo, y lo subió por las escaleras.
En la penumbra vespertina del despacho de Tach, la cara de Sara Morgenstern mostraba un rubor casi tan intenso como el de Mark.
—Así que lo ha conseguido —jadeó. Era consciente de su aroma, sentía su excitación y apenas podía contener la suya.
—Fue simple —mintió.
—Dígame, ¿cómo se cometió el crimen?
Se lo explicó, con un mínimo de embellecimiento, puesto que la concupiscencia disfrutaba de mayor prioridad que inflar su ego. Y cuando acabó, vio con asombro que su expresión ansiosa había decaído como un soufflé desinflado.
—¿Alienígenas? ¿Fueron alienígenas?
Apenas podía pronunciar las palabras; su decepción golpeó en sus lóbulos frontales como una ola.
—Pues sí, retoños del Enjambre en nuevo estadio, aliados con mi primo Zabb. Y eso es una parte importante de la historia que vas a escribir, el peligro que representa esta nueva manifestación del Enjambre, que significa que la Madre no se ha conformado con irse y dejar este mundo en paz.
El ramo de flores que le había dado cayó al suelo. Una docena de rosas yacieron alrededor de sus pies como árboles derribados por una bomba de aire.
«Andi», sollozó con el rostro convulso, barnizada con lágrimas. Después se fue, taconeando distraídamente por el corredor.
Cuando se apagó el sonido de los tacones, Tach se arrodilló y recogió con ternura un único capullo rojo sangre. «Nunca entenderé a estos terrícolas», pensó.
Poniéndose la flor en el ojal de su chaqueta azul cielo, pisó delicadamente las otras flores, cerró la puerta con llave y salió silbando para unirse a la fiesta.