por Melinda M. Snodgrass
El Dr. Tachyon bajó brincando las escaleras de la Clínica Blythe van Renssaeler Memorial y se detuvo para dar unos golpecitos a uno de los erosionados leones de piedra arenisca que flanqueaban las escaleras. Reparó en que su compañero del norte aún tenía un tupé de nieve sucia adornándole la cabeza que se caía a trozos. Aunque ya llegaba tarde a una cita para el almuerzo con el senador Hartmann en el Aces High, no pudo resistirse a retirar la nieve con ternura. Un viento fuerte y frío soplaba desde el East River, empujando jirones de nubes blancas ante él y arrastrando el sonido de los cláxones desde el tráfico embotellado del puente de Brooklyn.
La insistencia de las bocinas le recordó que el tiempo no espera a nadie y bajó los dos últimos escalones de un gran salto. Una explosión rosa le paró en seco. «Un chaleco», identificó Tach antes de que su vista quedara tapada por un gladiolo que le pusieron bajo la nariz. Alzó y alzó la vista y se dio cuenta de que estaba frente a un extraño… y de que todo extraño era peligroso, o peligroso en potencia. Tres rápidos pasos atrás le pusieron fuera del alcance de todo salvo de un disparo o del poder esotérico de algún as y estudió con recelo la aparición.
El hombre era muy alto y su esquelética altura quedaba exagerada por la enormemente alta chistera púrpura que se había encasquetado sobre el pelo largo, lacio y rubio. Un abrigo, también púrpura, colgaba de sus estrechos hombros y producía —en opinión de Tach— un hermoso contraste con la camisa de cachemira naranja y violeta y los pantalones verdes. El sonriente espantapájaros le alargó una vez más la flor.
—Toma hombre, soy el Capitán Trips —le ofreció, y se quedó de pie balanceándose y mostrando una sonrisa brillante, como un faro borracho.
Fascinado, Tachyon se quedó mirando aquellos pálidos ojos azules bajo unas lentes que parecían estar hechas de culos de botellas de Coca-Cola. Incapaz de articular nada coherente que decir, se limitó a aceptar la flor.
—Ése no es mi nombre de verdad, hombre —le confesó confidencialmente el capitán en un susurro que podría haber llegado a la otra punta del Carnegie Hall—. Soy un as, así que he de tener una identidad secreta, ¿sabes?
El capitán se pasó una mano huesuda por la boca, alisándose un bigote un tanto manchado y los escasos y desaliñados mechones de su barba.
—Oh, vaya, esto, no puedo creérmelo, el Dr. Tachyon en persona. Soy un gran admirador tuyo, tío.
Tach, siempre dispuesto a recibir un cumplido, estaba complacido pero también era consciente de que se le iba pasando el tiempo. Se metió la flor en el bolsillo de la chaqueta y retomó la marcha, con su recién encontrado compañero situándose a su lado. El hombre desprendía una sensación agradable, envuelto en el tenue aroma del jengibre, el sándalo y el sudor rancio, y Tach no pudo evitar la sensación de que el Capitán no era más que un lunático amigable. Hurgando con la mano en los bolsillos de sus pantalones azul medianoche, lanzó a Trips una mirada por el rabillo del ojo y decidió que tenía que decir algo. Era obvio que no iba a librarse de aquel tipo en un buen rato.
—Así pues, ¿me buscabas por alguna razón en concreto?
—Bueno, creo que necesito consejo. No sé, ya sabe, usted parece la persona indicada.
Las manos del hombre toquetearon la gigantesca pajarita verde con topos amarillos y le dio un fuerte tirón, como si le apretara.
—No soy realmente el Capitán Trips.
—Sí, lo sé, ya lo has dicho —respondió Tach aferrándose a su paciencia, que ya empezaba a evaporarse con rapidez.
—En realidad soy Mark Meadows, el Dr. Mark Meadows. No sé, tenemos mucho en común, tío.
—¿Me tomas el pelo? —espetó Tach, y de inmediato lamentó su falta de educación.
La desgarbada figura de Mark Meadows pareció encogerse sobre sí misma, como si perdiera unos centímetros.
—Soy yo, tío, de verdad.
Diez años atrás, Mark Meadows había sido considerado el bioquímico más brillante del mundo, el Einstein de su campo. Hubo decenas de explicaciones diferentes para su súbita retirada: estrés, deterioro personal, una ruptura matrimonial, drogadicción… Pero pensar que el joven gigante se había visto reducido a ese tipo que arrastraba los pies…
—He estado, esto, buscando a Radical, tío.
La memoria se le disparó: ¿1970?, los disturbios en People’s Park, cuando un misterioso as apareció en escena, rescató al Rey Lagarto y desapareció para siempre.
—No eres el único. Intenté localizarle en el 70, sin éxito.
—Sí, es un rollazo —coincidió el Capitán con tristeza—. Una vez le tuve… bueno, creo que le tuve una vez, pero no he sido capaz de hacerle volver, así que igual no. A lo mejor sólo, no sé, me hago ilusiones, tío.
—¿Insinúas que tú eres Radical? —La incredulidad hizo subir la voz de Tachyon varias octavas.
—Oh, no, porque no tengo ninguna prueba, tío. Preparé unos polvos, tratando de encontrarle, de hacer que volviera, pero cuando me los como me convierto en la otra gente.
—¿Otra gente? —repitió Tach en un tono anormalmente tranquilo.
—Sí, mis amigos, tío.
Ya no cabía duda alguna: tenía un loco entre manos. Ojalá hubiera ido en limusina. Intentó encontrar un modo de dar esquinazo a aquel desagradable compañero y llegar a la reunión antes de que cancelaran su subvención o sólo el Ideal sabía de qué más podían privarle… Divisó un callejón que sabía que desembocaba en una parada de taxis. Allí lograría librarse de él…
Trips divagaba de nuevo.
—Eres una especie de padre para los ases, tío. Y siempre estás haciendo cosas para ayudar a la gente. Y a mí me gustaría ayudar a la gente, así que supuse que podrías, esto, enseñarme a ser un as y luchar contra el mal y…
Cualquier otra cosa que el Capitán quisiera se perdió en el chirrido de unos neumáticos de un coche que entró como un rayo en el callejón y se paró en seco. El instinto de supervivencia que tenía inculcado desde la infancia tomó el control y Tach se dio la vuelta violentamente y salió corriendo de lo que sabía que se había convertido en una trampa mortal. Trips se movió de un lado a otro, alternando la vista entre el coche y el taquisiano que huía, como una cigüeña desconcertada.
¡Niiiiiiii! ¡Bam! En efecto, otro coche le bloqueó la huida. Unas figuras —figuras familiares— salieron en tromba de los vehículos. No tenía tiempo de ponderar la inexplicable presencia de sus parientes en la Tierra; en cambio, desplegó su defensa mental justo a tiempo para repeler una poderosa explosión psíquica. Proyectó su poder, las protecciones del enemigo cedieron y cayeron y uno de los atacantes se desplomó.
Lo intentó con otro; las barreras resistieron. Eran demasiados. Llegó la hora de intentar eludirlos físicamente. Las filtraciones de las mentes de los asaltantes indicaban una simple captura, pero entonces vislumbró una placa de detención en la vaina de la muñeca de su primo Rabdan; era un arma bastante peligrosa, una herramienta muy común para asesinar: aplicando presión en el pecho se detenía el corazón de la víctima. Rápido, limpio y simple.
Una patada giratoria en la espalda envió a Rabdan tambaleándose a una hilera de cubos de basura. Los cubos abollados cayeron con un enorme estrépito y liberaron el olor a basura podrida y a cuatro o cinco gatos callejeros maullando y bufando. El disco plateado de la placa salió rodando de la mano de su primo y Tach saltó a por él.
Por el rabillo del ojo, vio cómo el Capitán se apretaba la cabeza y caía con un gemido sobre la resbaladiza acera. Recibió otro ataque mental que sus defensas rechazaron, las cuales se fueron a la mierda a causa de un porrazo esgrimido con pericia por Sedjur, su viejo maestro de armas; mientras su cráneo estallaba en fragmentos de luz y dolor, Tachyon experimentó una profunda sensación de dolor y traición y un fuerte deseo de tener una pistola.
—¿… traído también a éste?
—Dijiste que no dejáramos testigos ni cadáveres. —El tono de voz enojado y defensivo de Rabdan parecía como filtrado por varios metros de lana; y aquella otra voz… No podía ser. Tach apretó los ojos cerrados aún más fuerte, deseando volver a un estado de inconsciencia; cualquier cosa antes que estar ante la presencia de su kibr, Benaf’saj.
La anciana suspiró.
—Muy bien, quizá nos sirva para controlarle. Llevadle a la cabina con los demás. —Los pasos de Rabdan fueron apagándose, acompañados por un sonido de arrastre.
—El chico lo hizo muy bien —dijo Sedjur, una vez que Rabdan se hubo ido y no podía sentirse insultado por sus observaciones—. Los años que ha pasado aquí le han endurecido. Ha derribado a Rabdan.
—Sí, sí. Ahora vete. Debo hablar con mi nieto. —Los pasos de Sedjur se extinguieron y Tach siguió haciéndose el muerto. Proyectó su mente: palpó la presencia de la nave (definitivamente era una nave de guerra de clase Courser), sintió los patrones familiares de las mentes taquisianas y el pánico de dos… no, tres humanos; y, por último, una mente cuyo roce le trajo un arrebato de miedo, odio y reproche teñidos de tristeza. Su primo Zabb notó el levísimo tanteo, lo repelió y la imperfecta defensa de Tachyon dejó pasar el golpe. La jaqueca incrementó su intensidad.
—Sé que estás consciente —dijo Benaf’saj en tono familiar. Con un suspiro, abrió los ojos y contempló los rasgos bien cincelados de su pariente vivo más anciano. La opalina luminiscencia de las paredes de la nave formaba un halo alrededor de su cabello blanco plateado y acentuaba la red de arrugas que grababa su cara. No obstante, incluso con esos estragos era posible ver el rastro de la formidable belleza que había cautivado a varias generaciones de hombres. La leyenda contaba que un miembro de la familia Alaa lo había arriesgado todo para pasar una noche con ella. Uno se preguntaba si al menos él encontró que el gozo había valido la pena, puesto que ella le mató antes de que llegara la mañana (o eso decía la historia). Una mano nudosa recogió un mechón que se había liberado del elaborado peinado mientras unos marchitos ojos grises le estudiaban con una frialdad rayana en el desinterés.
—¿Piensas saludarme como es debido o los años que has pasado en la Tierra te han hecho olvidar los modales?
Se incorporó gateando, ejecutó una reverencia en su honor e hincó una rodilla ante ella. Sus dedos largos y secos rodearon su cara, acercándole, y los labios emblanquecidos depositaron un beso en su frente.
—No siempre has sido tan callado. En casa tu parloteo se consideraba un defecto.
Permaneció en silencio, pues no quería perder su posición haciendo la primera pregunta.
—Sedjur dice que has aprendido a luchar. ¿Acaso la Tierra también te ha enseñado a guardar silencio?
—Rabdan intentó matarme.
La franqueza de su afirmación no la desconcertó ni se sintió insultada por su tono inexpresivo y hostil.
—No todo el mundo recibiría de buen grado tu regreso a Takis.
—Y Zabb está a bordo.
—Puedes sacar tus propias conclusiones de eso.
—Ya veo. —Apartó la mirada, con un mal sabor de repulsión en la boca—. No volveré, y tampoco los humanos.
Sus finos dedos se cerraron como garras en sus mejillas y le forzaron a encararse a ella.
—A ver, muchachito enfurruñado, ¿qué hay de tu deber y tu responsabilidad para con la familia?
—¿Y qué hay de mi búsqueda de la virtud? —rebatió él, apelando al otro principio igual de importante y rotundamente contradictorio de la vida taquisiana.
—En casa el tiempo no se ha detenido mientras tú te divertías con los terrestres. Cuando te esfumaste, Shaklan sospechó que habías seguido la nave a la Tierra.
»Pero no eras el único preocupado por el gran experimento. Hubo otros que se pusieron en alerta, pero en vez de salir pitando para evitar la liberación, atacaron la fuente. L’gura, ese animal sin madre, forjó una alianza de quince familias y vinieron a por nosotros. —Se quedó mirando sus manos y de repente pareció muy mayor—. Muchos murieron en el ataque. De no ser por Zabb, creo que todos habríamos muerto.
Tach se mordisqueó el labio inferior, frenando las excusas por su ausencia.
—¿Nunca te preguntaste, según pasaban los años y no dábamos señales de vida, qué debió ocurrir?
Un filo helado le retorció el estómago y no pudo contenerse:
—¿Padre?
—Le hirieron en la cabeza. La carne vive pero su mente ya no está ahí.
Una sensación de letargia le embargó y el resto de palabras parecieron llegarle desde una gran distancia.
—Al no estar tú, Zabb reclamó su derecho al cetro, pero muchos temían su ambición. Para evitar que ascendiera, tu tío Taj mantuvo una regencia; sin embargo, decidieron que había que encontrarte, pues no se sabe cuánto más puede durar el cuerpo de Shaklan…
Mañanas amargas y frías, su padre metiéndole una papelina llena de nueces tostadas en la mano mientras un vendedor callejero hacía reverencias y sonreía a los nobles… Se columpiaba tristemente en una puerta mientras Shaklan se ocupaba de los negocios y olvidaba que había prometido enseñarle aquel día a su pequeño hijo cómo montar. El fin de la reunión y los brazos abiertos de par en par. Corría hacia aquel abrazo, sintiéndose a salvo cuando aquellos poderosos brazos se cerraban a su alrededor; el cosquilleo de un corbatín de encaje contra su mejilla y el aroma cálido y masculino mezclado con las notas especiadas de su colonia.
El dolor indescriptible cuando su padre le disparó en la parte superior del muslo durante una de las sesiones de entrenamiento psi. Las lágrimas se le escapaban mientras Shaklan intentaba explicarle por qué lo había hecho; que Tisianne tenía que ser capaz de soportar cualquier cosa a este lado de la muerte sin perder el control mental, pues algún día su vida podría depender de ello… El parpadeo de la lumbre del fuego en las surcadas llanuras de su rostro mientras compartían una botella de vino y lloraban, la noche que se enteraron del suicidio de Jadían.
Tach se tapó la cara con las manos y sollozó. Benaf’saj no hizo ningún gesto, físico o mental, para aliviar su angustia, y la odió. La tormenta amainó y se limpió los ojos llorosos y la nariz con un pañuelo que le proporcionó su recontratatarabuela. Sus ojos se encontraron y en ellos vio… ¿dolor? Le costaba creerlo, y el momento pasó antes de que pudiera asegurarse de que lo que había visto era real.
—Nos pondremos en marcha tan pronto como hayamos limpiado la zona de retoños del Enjambre. No estamos lo suficiente bien armados para rechazar un ataque de una de las devoradoras y debemos tener las pantallas bajadas para entrar en vuelo fantasmal. Es una pena —continuó murmurando— que sólo podamos salvar a tan pocos especímenes. Es probable que T’zan d’ran destruya este mundo.
Él negó con la cabeza al instante.
—Creo que los humanos te sorprenderían.
—Lo dudo. Al menos hemos reunido algunos datos. —Sus ojos grises le fulminaron con una mirada fría—. Por supuesto podrás moverte a tu antojo por la nave; pero, por favor, no te acerques a los humanos. Eso sólo les agitaría y les haría más difícil adaptarse a sus nuevas vidas.
Envió órdenes telepáticas y una esbelta mujer entró en la estancia. Tach se dio cuenta, con un sobresalto, de que la última vez que la había visto era una niña rolliza de cinco años que cuidaba de una bonita familia de muñecas y que le hizo prometer que se casaría con ella cuando creciera para que pudieran tener bonitos bebés. Dedujo que ya no podía casarse; el hecho de que estuviera en aquella nave, y no instalada en los seguros aposentos de las mujeres, significaba que era bitshuf’di, una de las esterilizadas, de quienes se consideraba que portaban peligrosos genes recesivos o material genético de escaso valor como para que se les permitiera tener progenie.
Sus ojos le miraron fugazmente (¿con tristeza?…, era difícil distinguir la emoción a aquella velocidad) y se inclinó sumisa.
—Acompáñeme, señor.
Hizo una última reverencia a Benaf’saj y siguió los pasos de Talli, debatiéndose sobre cómo romper el silencio. Decidió que una conversación trivial sería inapropiada («¡claro que había crecido, habían pasado décadas!»).
—Ni una palabra de bienvenida. —El pasillo se curvaba ante ellos, resplandeciendo como una madreperla pulida conforme se iban adentrando en las profundidades de la nave.
—Ninguna me diste como despedida.
—Tenía que hacer algo.
—También otros viven bajo ese imperativo. —Miró nerviosa a su alrededor y cambió al estrecho e íntimo modo telepático.
Zabb te quiere muerto. No comas o bebas nada que no te traiga yo misma y vigila tu espalda. Posó una pequeña daga en su mano y él se la guardó rápidamente bajo la manga.
Lo sospechaba. Gracias por la advertencia y el arma, de todos modos.
Si sospecha de mí me matará.
Por mí no lo sabrá; nunca me igualó en mentática. Sin embargo, no la vio muy convencida y se dio cuenta, con vergüenza, de cuán laxas eran sus defensas. Las reforzó y ella asintió aliviada.
Mejor.
No, es terrible. Esta situación es horrible. La miró circunspecto. No tengo ninguna intención de volver a Takis.
Llegaron a la puerta de la cabina y la nave amablemente se la abrió. Ella le puso las manos en los hombros y le apremió.
Debes volver, te necesitamos.
Y mientras la puerta se cerraba, determinó que quizá no era tan aliada como creía, al fin y al cabo.
Tom Tudbury estaba teniendo uno de los peores días de su vida. El peor con diferencia había sido el 8 de marzo, la fecha de la boda de Barbara y Steve Bruder, pero éste se estaba ganando a pulso la segunda plaza. Iba de camino a la clínica de Tachyon con el extraño dispositivo que le había quitado al pandillero cuando una extraña nave, que se parecía bastante a una caracola marina, salió orbitando de entre las nubes, se detuvo a su lado y le invitaron a subir a bordo. Quizá «invitaron» no era la palabra exacta; «forzaron» se acercaba más: unas garras gélidas se asentaron en su mente y lo hicieron flotar con calma hasta la nave, atravesando las puertas de una bahía de carga que se abría. No recordaba nada de lo que ocurrió hasta el momento en que se encontró de pie en medio de una enorme sala, con el caparazón agazapado tras él.
Varios hombres esbeltos, vestidos con uniformes blancos y dorados dignos de una opereta, se le habían acercado y le habían registrado, mientras otro se precipitaba en la nave y aparecía de nuevo con la extraña bola negra y el pack de seis cervezas a medio consumir. Gesticuló con las cervezas, lo que las hizo entrechocar débilmente, y hubo un estallido de risas. Después examinaron el dispositivo entre un murmullo de palabras musicales llenas de azarosas e inexplicables pausas. Con un gesto de despreocupación, colocaron el dispositivo en una estantería que se extendía a lo largo de un lateral de la sala curva. Uno de sus captores le señaló educadamente la puerta. La cortesía de aquel gesto eliminó su peor miedo: era obvio que no estaba en manos del Enjambre; los buenos modales no encajaban con los monstruos.
Salieron a un largo y serpenteante corredor cuyos muros, suelo y techo brillaban como un abulón pulido. Mientras avanzaban, el techo abovedado resplandecía por delante de ellos y se oscurecía tras sus pasos. Uno de los muros contenía una filigrana de líneas rosas, como los pétalos de una flor. La sección se abrió de súbito y apremiaron a Tom para que entrara en una lujosa cabina. Un estallido de risa frágil y femenina saludó su llegada y observó con ojos desorbitados a la hermosa mujer acurrucada en el centro de una enorme cama redonda.
—Bueno, no pareces gran cosa —dijo diseccionándole con los ojos. Tom metió tripa y deseó que su camiseta estuviera más limpia—. Soy Asta Lenser. ¿Quién demonios eres tú? —Estaba asustado y el miedo le hizo ser prudente. Meneó la cabeza—. ¡Venga, no me jodas! Somos del mismo bando, estamos en la misma situación.
—Soy un as, tengo que ser cauto.
—Pues vaya cosa, yo también.
—¿Tú también?
—Sí, bailo la danza de los siete velos. —Señaló su esbelta figura con unos brazos largos y gráciles—. Salgo en Salomé… ¡Salomé, hombre! ¿No vas nunca a ver ballet?
—No.
—Gilipollas…
Rebuscó en una enorme bolsa amorfa y sacó un paquete de polvo blanco, un espejo y una pajita. Le temblaban tanto las manos que le costó cinco intentos preparar las rayas. Aspiró la cocaína y se recostó con un largo suspiro de alivio.
—¿Por dónde íbamos? Ah, sí, mi poder. Hipnotizo a la gente con mi baile, a los hombres, en particular. Lo cierto es que resulta una habilidad inútil cuando te raptan unos alienígenas. Con todo, seguro que Él lo apreció. Le conseguí un montón de información valiosa con mi pequeño poder y lo mantuve… despierto. —Hizo un gesto obsceno señalando su entrepierna.
Tom se preguntó de quién y de qué narices estaba hablando pero francamente no le importaba descifrarlo. Cruzó la estancia con paso inseguro y se dejó caer en un banco bajo que parecía ser una extrusión de la propia nave. Al sentarse sobre los gruesos cojines bordados se oyó un crujido de hojas o pétalos secos y un intenso aroma especiado llenó el aire.
No estaba seguro de cuánto tiempo pasó acurrucado en el banco sufriendo por su situación; ¡Taquisianos! ¡Dios! ¿Qué les iban a hacer? ¿Y Tach? ¿Podría ayudar? ¿Sabía algo? ¡Oh, mierda!
—Oye —le llamó Asta—. Lo siento. Mira, los dos somos ases, deberíamos ser capaces de hacer algo para salir de este aprieto.
Tom se limitó a negar con la cabeza. ¿Cómo podía decirle que había dejados sus poderes atrás, en el caparazón?
El roce al prender la cerilla sonó rotundo en medio de la silenciosa estancia. Tach observó con innecesaria atención cómo la vela cobraba vida. La luz encendió el color de las paredes de la nave y derramó el dulce perfume de las flores. Sacó un cuarto de su bolsillo y lo depositó sobre el altar. Quedaba incongruente entre el oro de las monedas taquisianas. Sopesó el diminuto puñal con empuñadura de madreperla, murmuró una fugaz plegaria por la liberación del espíritu de su padre y se abrió un corte diminuto en la yema del índice. La sangre brotó lentamente y rozó la moneda con una brillante gota. Se agachó para sentarse con las piernas dobladas ante el altar familiar, chupándose el dedo cortado y jugando sin parar con el pequeño cuchillo de cinco centímetros.
—No te servirá de mucho como arma.
Zabb estaba apoyado contra la puerta, con los brazos cruzados sobre el pecho. Medía casi metro ochenta y cinco y tenía un cuerpo esbelto como una fusta y el pecho y los hombros fuertes propios de un nadador de larga distancia o de un artista marcial. El pelo ondulado de plata sobredorada estaba peinado hacia atrás, partiendo de una alta frente blanca, y apenas rozaba el cuello de la túnica blanca y dorada. Los fríos ojos grises se sumaban a la impresión de metal y cristal. No había calidez alguna en aquel hombre. Pero había poder y dominio y un carisma abrumador.
—No era eso en lo que pensaba.
—Pues deberías.
Hubo algo en aquel momento, la disposición de los hombros de Zabb, o quizá el gesto indulgente al ladear la cabeza, que a Tach le hizo recordar tiempos pasados…, antes de que la política familiar se entrometiera, antes de que entendiera los rumores que vinculaban a la madre de Zabb con la muerte de su madre… Un tiempo en el que un Tach de cinco años había adorado a su atractivo primo mayor.
—Me estaba acordando de que tú me diste mi primer cachorro, de la camada que había tenido la vieja Th’shula.
—No, Tis. Eso está muerto y enterrado.
—¿Igual que yo en breve?
Sus ojos se encontraron, gris con violeta. Los de Tach cayeron primero.
—Sí. —Con una mano hermosa, muy cuidada, se peinaba el bigote y las patillas—. Pretendo matarte antes de que lleguemos a Takis.
El tono de Zabb era despreocupado.
—No quiero la familia. Quiero quedarme en la Tierra.
—Eso no importa. Mientras vivas no podré tenerlo.
—¿Y los humanos?
—Son animales de laboratorio. No serán útiles si pasamos a la segunda etapa. —Se dio la vuelta para marcharse.
—Zabb, ¿qué ocurrió?
Los hombros de su primo se encogieron, después se relajaron y volvieron a su rigidez militar.
—Llegaste vivo a la madurez.
La puerta se cerró tras él con un susurro.
Tom y Asta se sobresaltaron cuando los dos hombres entraron arrastrando entre ambos una forma desgarbada y larguirucha vestida con un traje púrpura de Tío Sam. El más joven se apoyó en una rodilla, rebuscó rápido en los voluminosos bolsillos del hippy y sacó un pequeño vial lleno de un polvo azul con matices plateados. El mayor aceptó la botella, la destapó y olfateó con curiosidad los contenidos. Arqueó una ceja.
—¿Éste estaba con Tisianne? —dijo en inglés.
—Sí, Rabdan.
—¿Y parecían amigos?
Sus pálidos ojos se clavaron en Tom.
—S… sí.
—Esto es un tipo de droga. Y demasiada cantidad de una droga puede tener efectos terribles. Ciertamente, espero que mi estimado primo esté versado en el tratamiento de una sobredosis. Si no, su amigo podría morir.
Otra mirada secreta y felina hacia Tom.
Los dedos de su compañero oprimieron rápidamente los labios del larguirucho; luego, vacilante, dijo:
—¿No deberíamos preguntar a Zabb?
—Tonterías, no le importará lo que le pase a un amigo humano de Tisianne.
Arrodillándose, vertió los contenidos del vial entre los labios desencajados del hippy. Tom medio se incorporó, con una protesta en sus labios, pero una mirada de Rabdan le hizo volver a caer en el banco. Todos los ojos se posaron en la escuálida figura del suelo; Asta con excitación, con la punta de la lengua asomando entre sus labios; Tom con horror; el joven taquisiano con preocupación; y Rabdan con un jovial buen humor.
El hombre se retorció, se movió y por un instante todo el mundo contuvo el aliento al contemplar la figura de radiante azul que se alzó majestuosamente del suelo. Llevaba una capa que resplandecía con brillantes estrellas, nebulosas y remolinos de galaxias; bajo la capucha, del color de la oscuridad del espacio sideral, sus ojos eran rendijas de fuego blando. Los taquisianos dieron un salto adelante, tratando de sujetar la forma aérea y exótica que se hundía rápida y limpiamente a través del suelo.
Tachyon volvió a su cabina y se tendió boca abajo en la cama, con la barbilla entre las manos, y trató de decidir qué hacer. Su breve conversación con Zabb le había indicado no sólo el peligro que corría él, sino también el que corrían los humanos. Estaba claro que los usarían como cobayas, a pesar de las observaciones de Benaf’saj.
Le llevó bastante identificar la nave como la Arpía; la embarcación favorita y más querida de su primo. Por tanto, cualquier intento de apoderarse de ella sería infructuoso, pues no había modo de manejarla; aún podía recordar el día en que los productores habían mandado el recado de que sería mejor parar la construcción de la nueva nave de su primo y empezarla de nuevo. Era salvaje, arrogante y totalmente indomable. Aquello fue suficiente para Zabb. Incluso entre las otras familias, que eran notoriamente tacañas en los elogios, era conocido como el más brillante entrenador de naves del planeta. Así que no pudo resistir el reto. Con nueve años,
Tisianne estuvo presente junto a su padre en el centro de entrenamiento orbital. Zabb entró en la embarcación, los poderosos rayos de dominación quedaron liberados y la nave salió a toda velocidad en dirección al centro de la galaxia. Nadie esperaba volver a ver Zabb jamás pero, dos semanas más tarde, nave y hombre volvieron renqueando a casa y nada era más dócil que la Arpía cuando estaba bajo el mando de su conquistador. Era nave de un solo hombre.
«Más o menos como Baby conmigo», pensó Tach a la defensiva.
La cuestión era que no podría controlarla sólo con poderes psi. Aun así, no dejaba de ser una nave militar, lo que significaba que había consolas de mandos reales en el casco para que, si resultaba seriamente dañada, la tripulación pudiera ser capaz de cuidarla hasta casa. Pero si intentaba apoderarse de la nave usando las consolas, ella rechazaría sus órdenes sin más y llamaría a gritos a Zabb. Y aunque pudiera manejar a Zabb en una confrontación mental de uno contra uno, había otros diecinueve taquisianos a bordo.
Así pues, ¿qué podía hacer? Benaf’saj estaba claramente al mando. Y si diera la orden de devolver a Tachyon y los prisioneros a la Tierra… Salió de la cama y fue a buscar su kibr.
Sedjur estaba en el puente mirando a Andami cuando frunció el ceño al ver una lectura que la Arpía proyectó amablemente en el suelo. El joven se agitaba, inquieto.
—¿Podrías ser tan amable de explicarme por qué le administraste una sustancia desconocida a un prisionero?
—Fue Rabdan —dijo Andami enfurruñado.
—Entonces los dos sois unos bobos: él por hacerlo y tú por permitirlo. Ahora tenemos una criatura alienígena con capacidades desconocidas suelta por la nave.
—Se está desplazando de nuevo —espetó Sedjur—. Está en el nivel cinco. No, de vuelta al dos. Ahora está en tu cabina.
Los labios de Benaf’saj se combaron en un gesto de desaprobación.
—No sé por qué todo el mundo está tan molesto, la Arpía puede decirnos dónde está —se defendió el Andami.
—Porque se mueve a través de las paredes y los suelos y cuando llegamos al lugar ya se ha vuelto a mover —le explicó la anciana con deliberada paciencia, como si estuviera hablando con un niño retrasado.
Tach avanzó tratando de evitar atraer la atención de los tres que estaban en el puerto principal, agarró el respaldo de una silla de aceleración y envió una diminuta hebra. Tenía un don para insinuarse más allá de las defensas, aunque Benaf’saj había tenido más de dos mil años para perfeccionar las suyas. Tenía la boca seca y podía sentir su pulso martilleando en la garganta mientras se deslizaba más allá de la primera barrera.
«Segundo nivel. Aquí es más complicado. Trampas diseñadas para los incautos, para lanzar al infiltrado a infinitos bucles mentales hasta que Benaf’saj tuviera a bien liberarlos».
Astilló uno de los escudos y rápidamente tejió una guarda para cubrir su error. Permaneció como un copo de nieve danzando en medio de la mente de su kibr, suavizando el borde irregular que había dejado. Pasó uno más. ¿Cuántos niveles más tendría aquella diablesa?
¡¡Prrrrrrraaaam!! Ni siquiera vio venir el golpe. Tropezó con una alarma y un manto al rojo vivo se alzó como una ola de fuego y se desplomó. Sintió como si todas las sinapsis de su cerebro se dispararan simultáneamente y su mente pareció repiquetear dentro del cráneo como una nuez podrida dentro de la cáscara. Se dio cuenta de que retrocedía resbalando de culo por el suelo, arañando con los dedos el suelo nacarado de la Arpía. Impacto contra la pared y se quedó sin aire de golpe.
Benaf’saj le miraba fijamente; en su rostro aleteaban la diversión y la irritación. Podía sentir la sangre que se le acumulaba en las delgadas mejillas.
—¡Tenía mis defensas en alto! —anunció dolido, irracionalmente. Se sentía terriblemente maltratado.
—Mira que intentar controlar mi mente, niño estúpido. Además, no puedes construir defensa alguna que yo no pueda romper. ¡Te cambiaba los pañales cuando eras un mocoso llorón! ¡No hay nada que no sepa de ti!
Se dio la vuelta, con el desprecio escrito en cada arruga de su frágil cuerpo, y la humillación creció hasta asfixiarle.
—Lleváoslo —espetó a Sedjur por encima del hombro—. Y esta vez enciérrale en la cabina.
Esta última orden iba dirigida a la nave. Con rostro imperturbable, Sedjur le ofreció una mano para levantarse y lo escoltó de vuelta a su cabina. Se apresuró por delante, con la cabeza gacha y los hombros encogidos, hundido. El anciano se fue y Tach se consoló con varios y generosos tragos de su petaca de plata. Dio vueltas arriba y abajo por la lujosa cabina: tratando de idear un plan; presa del pánico y sin ideas; preguntándose qué cabos sueltos habría en la nave; preguntándose cosas.
Decidió determinar con precisión qué humanos tenían retenidos. Rozó una mente femenina familiar: Asta Lenser, la primera bailarina del Amrivan Ballet Theater; estaba pensando en un hombre, uno que estaba teniendo ciertas dificultades: mientras su cuerpo rechoncho y resbaloso por el sudor rebotaba encima de ella y se afanaba en alcanzar el clímax, ella pensaba en lo irónico que era que a un hombre con su poder no se le levantara. El hombre más temido en…
Avergonzado por la intrusión, sintiéndose como un voyeur, Tach se retiró y siguió buscando. No percibía nada que se pareciera al amigable lunático que se le había acercado en el exterior de la clínica y esperaba que no hubiera sido considerado inútil y se hubieran deshecho de él. Había algo raro. Una mente con un bloqueo tan intenso que casi era opaca. Nunca habría percibido algo así sin sentir un repentino terror, pero desapareció en seguida y perdió la fuente. Quizá ése era el intruso. Buscó más y se encontró con…
—¡La Tortuga! —profirió, y la sorpresa y la preocupación se desbocaron de golpe.
Estrechó el cerco y refino el tanteo; construyó una penumbra con el fin de crear la ilusión para cualquier intruso mental de que estaba durmiendo y estableció contacto. Fue más difícil de lo que esperaba. Aquel primer contacto fugaz le había mostrado una Tortuga que no conocía y no quería asustarle apareciendo de repente en su cabeza. Empezó a pensar modos de hacer que el hombre se fuera dando cuenta de su presencia de forma gradual, deprimiéndose por momentos. Emociones sombrías y pesadas caracoleaban como olas lóbregas y viscosas por la mente de la Tortuga: miedo, ira, pérdida, soledad y una abrumadora sensación de desesperanza y futilidad.
Sintiéndose como un intruso y sin querer que la Tortuga pensara que se estaba entrometiendo en asuntos privados que no le concernían, golpeó con firmeza en las primitivas defensas del hombre hasta que una chispa de sorpresa y desconfiado interés le mostró que había atraído la atención de la Tortuga.
Tortuga.
Tacky, ¿eres tú?
Sí.
Sintió desconfianza y suspicacia. Le dolió, y una vez más se preguntó qué le había pasado a su más viejo amigo en la Tierra.
Yo también estoy preso.
Vaya. ¿Es una de aquellas familias de las que siempre hablas?
No, es mi familia. Han venido a ver los resultados del experimento y a buscarme. Las dudas de la Tortuga le causaron la misma impresión que la afilada hoja de un cuchillo.
¿Qué puedo hacer para convencerte de que no formo parte de esto?
Tal vez no puedas.
Amigo mío, no solías ser así.
Ya. La amargura tiñó aquel pensamiento. Ni solía tener más de cuarenta años, ni estaba absolutamente solo y sin ningún sitio al que ir excepto la muerte.
Tortuga, ¿qué pasa? ¿Va algo mal? Déjame ayudarte.
¿Igual que cuando tú y el resto de los de tu especie nos ayudasteis al traer el virus a la Tierra? No, gracias.
El viejo dolor y la culpa volvieron, más fuertes de lo que habían sido en años; años en los que había construido la clínica, se había hecho famoso en vez de infame y era querido por muchos de sus «hijos»; años que habían amortiguado el filo de su culpabilidad. Estaban plenamente abiertos el uno al otro y Tach creyó percibir en la Tortuga una perversa satisfacción ante su dolor.
¿Cómo te capturaron?
No debió de costarles mucho. Usarían el control mental, porque volé directamente a ellos.
¿Qué hacías por ahí, de todos modos?, dijo Tach irritado, tratando irracionalmente de echarle la culpa a la Tortuga.
Te traía una puñetera bola para jugar a los bolos, pensé que a lo mejor querrías jugar unas cuantas rondas… ¿Qué coño crees que hacía?
No lo sé, por eso te lo preguntaba, espetó Tach con un tono mental tan hosco como el de la Tortuga.
Era una bola rara de cojones, se la quité a unos chavales de la calle.
¿Dónde está ahora?
La sacaron del caparazón y la depositaron en una estantería de la sala.
¿Qué sala?, enséñamela.
Sintió el ácido de la exasperación de la Tortuga en su mente, pero Tom cedió. Lo cierto es que Tach no sabía por qué insistía tanto en el dispositivo. Probablemente le ayudaba a olvidar la situación actual.
He estado considerando la viabilidad de una fuga, dijo tras una larga pausa. Entre tu telequinesia, mi control mental y la daga que mi tataratatarasobrina Talli me dio creo que podríamos lograrlo. Me alegra que no intentaras fugarte antes.
No puedo…
¿Perdona?
He dicho que no puedo.
Los años fluyeron hacia atrás y, de repente, era él y no la Tortuga quien pronunciaba esas palabras: de pie, temblando y llorando en la escalinata frente a la tumba de Jetboy tratando de explicar que por más que quisiera ayudar, no podía. La Tortuga le pegó, los poderes telequinéticos del as se habían desatado como un gran e invisible puño que le hizo caer por las escaleras. Pero él no quería pegar a la Tortuga, sólo quería entenderle.
¿Por qué, Tortuga? ¿Por qué no puedes?
No tengo mi caparazón. La Gran y Poderosa Tortuga podría hacer picadillo a estos asquerosos, pero yo no. No soy más que el viejo Tom T…, se echó hacia atrás pero el resto del pensamiento llegó con claridad a Tachyon.
Tom Tudbury.
Por suerte para Tom, a Tachyon el nombre no le decía nada. Así que la identidad secreta de la Tortuga seguía intacta.
De acuerdo, le tranquilizó. Probablemente tampoco habría funcionado. El plan dependía de encargarnos de ellos uno a uno, y en cuanto hubieses abierto la puerta la Arpía habría llamado a gritos a Zabb y se nos habrían echado todos encima. Incluso si tuviésemos éxito volvería al problema principal: cómo manejar a la Arpía.
¿A quién?
La nave. Es inteligente.
Entonces debe de estar un poco sobresaltada, porque tiene ahí a un tío flotando dentro de ella.
¿Lo viste? ¿Qué…?
—¡TÚ! —enunció una voz, llenando la palabra de una vibrante furia.
Tach abrió los ojos, perdiendo por completo la concentración necesaria para mantener un enlace telepático tan. Una inquietante figura azul resplandeciente se alzaba en el centro de la cabina. Salió rápido de la cama e hizo bajar la navaja por la manga hasta su mano. Se dejó caer en una posición de lucha con arma blanca, con la navaja y con la mano libre trazando unos movimientos intrincados y confusos ante él. Tras la barrera de sus defensas mentales, lanzó un tanteo telepático y encontró una poderosa mente impenetrable.
—Oh, suelta eso, horrible hombrecillo. No puedes hacerme daño.
—Eso no es lo que me inquieta. Me preocupan más tus intenciones hacia mí.
La criatura se irguió, con unos extraños ojos centelleando como bengalas en un rostro sin rasgos.
—Es todo culpa tuya. Intenté mantener a aquel hippy colocado de drogas al margen de este destino atroz, pero era intratable, ¡totalmente intratable! Eres el padre de los ases, en efecto. Tiene un padre perfecto y bueno que jamás le animaría a meterse en este tipo de irresponsabilidades juveniles. El mundo habría seguido perfectamente bien sin tu interferencia.
»No tuviste bastante con someternos a extrañas y antinaturales sustancias alienígenas que ahora te traes a la familia y nos los echas encima. ¡A tu tribu entera! Nuestra única esperanza es que sean tan torpes e ineficaces como tú. Primero perdiste el virus, luego permitiste su liberación, ayudaste a hostigar y acosar a tus amigos y amantes y los mandaste a la prisión, a instituciones mentales y…
—¡SILENCIO! —rugió Tachyon. «Oh, Blythe», sollozó, y el pensamiento actuó como el agua sobre el fuego, extinguiendo su flameante ira y dejando atrás nada más que una fría y fangosa mezcla de lodo y cenizas.
Con todo, su estallido pareció surtir efecto en su visitante: se le contrajo la boca, bien cerrada; respiraba en pequeñas y agudas inspiraciones por unas estrechas fosas nasales; después, con suprema dignidad, empezó a hundirse a través del suelo. Por un momento, Tachyon se lo quedó mirando con ojos desorbitados, tan sólo un instante. Aquel hombre podía serle útil e intentar ahuyentarlo había sido una estupidez. Él siempre se enorgullecía de su astucia y de su habilidad para leer y manipular a la gente; ahora era el momento de demostrar cuán real era esa habilidad.
Se precipitó hacia adelante.
—No, espera, te lo ruego, buen hombre. Permíteme que me disculpe por mi rudeza y mi falta de modales.
La aparición se detuvo; por encima del suelo ya sólo asomaban su cabeza y la parte superior del torso.
—No tengo el honor de conocerte. Soy el Dr. Tachyon.
—El Viajero Cósmico.
—Debes excusarme. Yo… hoy he sufrido un enorme estrés. Cuando llegaste estaba distraído y por eso no he sido consciente de la llegada de tu poder.
El Viajero sonrió con afectación y una expresión de calma olímpica y de sabiduría se extendió por sus rasgos. Tachyon se dio cuenta de que no tenía que esforzarse siquiera en ser sutil. Con aquel hombre, hasta la más evidente adulación funcionaría.
—¿Te quedas, por favor? Mi mente es un puro torbellino y estoy seguro de que conversar contigo, por poco que fuera, me ayudaría.
El Viajero salió flotando del suelo grácilmente y se sentó en una silla. Al hacerlo, todo el contorno de su cuerpo se volvió más firme y definido.
«Así que puede solidificarse», murmuró Tachyon.
—¿Has visto a los otros prisioneros?
—Sí. Cuando trajeron a ese patético imbécil de Trips a la cabina, reparé en un hombrecillo regordete con vaqueros y una camiseta y una mujer joven de extraordinaria belleza. —La punta de su lengua asomó, humedeció el labio superior y desapareció.
—¿Dónde estabas?
—Estaba… presente —dijo con cautela—. Por suerte, pude liberarme. No quiero ni pensar qué habría ocurrido si hubiera aparecido alguno de esos tontos presuntuosos. Mi bienestar no les importa lo más mínimo. —Echó un vistazo a Tachyon, incluyéndole de manera obvia en su afirmación.
Tach estaba bastante perdido en aquella conversación acerca de otras personas y hippies colocados. ¿Meadows, quizá? De momento no le preocupaban demasiado los problemas metafísicos expuestos por el Viajero Cósmico; más bien le interesaban sus habilidades únicas.
—Viajero, creo que con tu ayuda podríamos escapar y volver a la Tierra.
—¿Ehm? —La sospecha era palpable.
—Vuelve a la cabina donde retienen a la Tortuga, al Capitán y a la mujer…
—El Capitán ya no está allí.
—¿Cómo?
—Estoy aquí.
—Ah…, sí…, bueno, lo que sea. De todos modos, ve a la cabina y diles que se preparen. Después conduce a Zabb y sus secuaces al otro extremo de la nave. —Tachyon ladeó la cabeza y contempló a su extraño aliado—. Ahorraríamos tiempo si no tuvieras que volver aquí para informar; ¿estarías dispuesto a bajar tus bloqueos mentales para que pueda mantener contacto telepático contigo?
—¡No! No permitiré que un alienígena haga de mirón en mi cabeza. Ni hablar.
Tachyon le miró fijamente, exasperado.
—No hay nada en tu cabeza que me interese en particular. Lo que quiero es… —La puerta se abrió y el Viajero se fue hundiendo con elegancia a través de la silla y el suelo, aún sentado. Zabb y cinco de sus soldados entraron corriendo en la sala. Tach cerró la boca y recompuso su cara en una expresión de inocente interés.
—¿Dónde está? —preguntó Zabb con determinación.
Tach señaló con el dedo hacia abajo.
—Se fue por ahí.
Las cosas resultaban cada vez más confusas. Primero el hippy había desaparecido; luego la aparición azul resplandeciente se había desvanecido y los taquisianos se habían lanzado a una persecución intensa y algo desorganizada; después Tachyon había contactado con él y la conexión quedó interrumpida abruptamente en medio de su conversación telepática. Intentó recuperar el contacto con su amigo y llegó a murmurar «¿Tach?» en varias ocasiones. Alzó los ojos, encontró la mirada recelosa de Asta y se pasó una tímida mano por el pelo.
—Estaba… intentando contactar con Tach.
—Vale.
El hecho de que ella pensara claramente que estaba chiflado no ayudaba a subirle el ánimo, que ya estaba bastante decaído.
«Si la Tortuga estuviera aquí no le miraría así», pensó, dividido entre el resentimiento y el cansancio; se afanaría en buscar un lugar seguro en lo alto del caparazón mientras él salía en estampida de la cabina, derribaba a los taquisianos como si fueran bolos, rescataba a Tach y los trasladaba triunfalmente a casa. O, mejor dicho, obligaba a los taquisianos a llevarlos a casa, pues en el caparazón no había espacio para tantos pasajeros y tampoco sabía hasta qué punto estaba sellado; quedaría como un verdadero idiota si todos se asfixiaran…
Apretó un puño contra el muslo, cortando aquellos seductores pero inútiles pensamientos. No era la Tortuga; sólo era Tom Tudbury, el chico de Nueva Jersey que en treinta años tan sólo había conseguido desplazarse dos manzanas. Cerró los ojos y contempló las imágenes oscuras y fantasmales de los barcos navegando por el Kill, las luces reflejadas en las aguas negras e invisibles. Y se dio cuenta de que, por fin, estaba a punto de partir de viaje, aunque no por elección propia.
Un chillido de Asta le hizo levantar la cabeza. La criatura había vuelto.
—Soy el Viajero Cósmico —anunció, y entonces se detuvo como si estuviera esperando una fanfarria. Asta y Tom se lo quedaron mirando, fascinados—. Ese ridículo hombrecillo me ha enviado aquí para determinar el paradero de nuestros captores e informaros de que está tramando un plan de huida, sin duda altamente inviable y altamente peligroso.
Asta se escurrió hacia el borde de la cama y se apoyó sedosamente en sus rodillas.
—Puedes moverte a voluntad por la nave —musitó—. ¿También puedes regresar a la Tierra?
—Sí.
—¿Estarías dispuesto a llevarme contigo? —ronroneó.
Tom deseaba señalarle que, primero, ¿qué le hacía pensar que el hombre decía la verdad? y, segundo, aunque pudiera soportar el frío y el vacío del espacio, ¿cómo iba a llevarla?
Arqueó su cuello de cisne y se levantó el pelo con las manos. Los gestos forzaron sus pequeños y enhiestos pechos contra la malla, marcando unos pezones duros como botones bajo el fino material.
—Puedo ser muy generosa con quienes se prestan a ayudarme, y mi jefe podría hacerle una oferta muy interesante a un hombre con una habilidad tan extraordinaria como la tuya.
La total incongruencia de la situación dejó a Tom sin aliento. Se preguntaba si la mujer iba de veras a bajarle los pantalones a aquel extraño y a acostarse con él ante sus asombrados ojos.
Seguramente el tipo se daría cuenta de que tenían asuntos más urgentes de los que ocuparse. No obstante, el Viajero Cósmico parecía decantarse por aquella idea. Los vaivenes de Asta lo tenían jadeando; sus dedos se movían espasmódicamente a los lados. Lanzó una mirada nerviosa por encima del hombro hacia la puerta y Tom vio la lujuria y el miedo batallando en su suave cara azul. Ganó la lujuria.
Tras un susurrante «trato hecho» (más que palabras parecieron un gruñido), se tambaleó hasta el borde de la cama. Asta ya se estaba quitando los vaqueros azules. Debajo llevaba unas mallas rosa pálido. Se quitó los pantalones y las mallas rápidamente y extendió los brazos. El Viajero se desplomó con un gemido sobre su cuerpo esbelto y blanco y empezaron los preliminares frenéticamente.
Tom, violento pero fascinado, reparó —con aquella extraña atención al detalle que aflora cuando se está en una posición extremadamente incómoda— en que los pies de la mujer eran muy feos: tenía llagas y callos por doquier, y el dedo gordo negro por el constante roce con la punta de la zapatilla de ballet.
Diez minutos después seguían en ello; Asta, con creciente irritación, decía «¡vamos!, ¡vamos!». El Viajero profería sonidos ásperos y broncos mientras su trasero azul embestía con vigor y creciente desesperación, arriba y abajo, arriba y abajo.
El ruido de unos pasos entrando en la cabina arrancó un grito ahogado de Asta, seguido de un alarido salvaje del Viajero mientras se hundía atravesando el cuerpo tendido boca abajo de la mujer y desaparecía en las profundidades de la cama. Tom, que también estuvo a punto de perder el control, corrió a la cama para asegurarse de que Asta seguía viva. El cuerpo parecía inerte, por lo que alargó el brazo y le rozó un hombro desnudo. Asta volvió a chillar y Tom, sobresaltado por el estallido, perdió el equilibrio y cayó de cabeza a la cama. El taquisiano se quedó mirando boquiabierto la escena y entonces vociferó:
—¡Capitán, lo he encon…!
La puerta se cerró tras él y el resto de sus palabras quedaron cortadas. El Viajero Cósmico regresó.
—Bueno, espero sinceramente que no tengas que servir como esclava sexual para los taquisianos. Careces de toda habilidad erótica…
—¡¿Yo?! —bramó Asta, apartando a Tom de un empujón—. ¡Eras tú el que no se cor…!
—¿Y tú que de que te ríes, gordito? —rugió el Viajero. Tom no se había reído, en realidad, pero lo absurdo de la situación le había hecho proferir un sonido.
—¿Sabéis lo que planean haceros? —continuó el Viajero—. ¡Una vivisección! ¿Sabéis lo que significa? No sé por qué os capturaron, debéis de ser los ases más penosos de todos. Uno temblando como un cuenco de gelatina y la otra lloriqueando como una virgen reticente.
Lanzó una mirada ardorosa y resentida a Asta, quien le hizo un corte de mangas.
Tom explotó.
—¡Lárgate de aquí de una puta vez! ¡Que te jodan! Crees que eres la polla de listo pero también estás prisionero, como nosotros. No puedes salir de esta nave. Si pudieras, ya lo habrías hecho. Venga, largo. ¡Largo! —Tom cargó contra él, agitando los brazos con violencia, como espantando gallinas. El Viajero se fue con una expresión claramente agria.
—¿Dónde narices estabas? —Tachyon dejó de deambular nerviosamente—. ¿Cuánto se tarda en explorar una nave…?
El Viajero, en mitad de la pared de la cabina, empezó a retirarse. Tachyon corrió hacia él.
—No, por favor, espera. Lo siento. El estrés… ¿Qué has descubierto?
—Nuestros captores están haciendo batidas por la nave buscándome. Aunque no sé cómo logran rastrearme. Pronto estarán aquí, sin duda…
—¿Y mi kibr? La anciana con joyas en el cabello —explicó al ver la expresión vacía del Viajero.
—No tengo ni idea.
Tach se mordió la lengua y decidió que el paradero de Benaf’saj quizá no era tan importante.
—Vale, no importa, lo intentaremos. A la izquierda de las puertas de la cabina hay una pequeña protuberancia en la pared. Es un panel de control manual de las puertas. Abre la mía y nos…
—No.
—¿Discul…? —empezó educadamente; entonces paró y gruñó—: ¿Qué?
—Ya me has oído, he dicho que no. No tengo la más mínima fe en tu habilidad para ejecutar con éxito esta huida, así que no participaré en ella. Además, mientras fuera sólido y vulnerable al otro lado de la puerta, esos matones me cogerían y me harían daño.
—No será más que un segundo.
El Viajero cruzó los brazos sobre el pecho y contempló majestuosamente el muro del fondo.
—No.
—Por favor.
Tachyon dobló las manos sobre el pecho.
—Por favor, por favor, por favor.
—No.
—¡Eres un cobarde llorica y rastrero! —bramó Tach—. Nos estás poniendo en peligro a todos. Eres el único que…
Pero el Viajero se iba. Tachyon saltó hacia una hornacina de la pared, cogió un hermoso jarrón y se lo tiró al as, que se alejaba rápidamente. Pasó a través de él, se estrelló contra la pared y el Viajero le lanzó una mirada fulminante de odio y desprecio. Todo el incidente dejó a Tach temblando; en parte con ira y en parte con desesperación por su violenta reacción. Se deshizo el nudo del corbatín de encaje y se abrió el cuello de la camisa, boqueando en busca de aire. A lo largo de los años había intentado con todas sus fuerzas dejar atrás ese tipo de reacciones, tratar con amabilidad y gentileza a todo el mundo, y acababa de perder totalmente el control. Se estaba comportando como… Se detuvo, buscando una comparación apropiadamente repulsiva.
«Como Zabb».
Autoflajelarse para sentirse mejor estaba bien pero no eliminaba el problema principal. Estaban con el agua al cuello.
«Y todo esto también es culpa mía», pensó Tach sin pararse a considerar si podría persuadir al recalcitrante as con algún tipo de soborno o chantaje.
Su hora casi había llegado. Rabiando contra los caprichos de un universo cruel e insensible que lo había encerrado en el cuerpo de un hombre al que consideraba poco más que un vegetal, erró por la nave esquivando partidas de búsqueda taquisianas cada vez más histéricas. Pero no podría seguir así eternamente y, si se retrasaba, volvería a convertirse en aquel idiota de Meadows y los alienígenas podrían hacerle daño. Y por mucho que el Viajero pudiera despreciar el cuerpo de su anfitrión, se dio cuenta de que sin Mark no había vida posible. Se percató de que las puertas dejaban tenues líneas en las paredes, como la impronta fosilizada de antiguos pétalos de flores. Algunas se abrían automáticamente, otras parecían requerir una orden telepática, y otras funcionaban con los paneles de acceso que Tachyon le había descrito. Fue en busca de una que no pudiera abrirse de forma automática, una que pareciera firme y rotundamente cerrada desde el exterior.
Mark volvió en sí lentamente. Y parpadeó… Y parpadeó otra vez, pues estaba oscuro. Sus manos recorrieron intermitentemente su cara y su cabeza hasta que se cercioró de que estaba consciente. Pero aún estaba oscuro. Arrastró los pies hacia adelante y se estampó la nariz contra una pared. Sujetándose la accidentada nariz con una mano, contempló la oscuridad estigia. Alargó los brazos poco a poco, explorando las dimensiones de su prisión. Era pequeña, del tamaño de un armario; del tamaño de una moneda.
Aquel pensamiento resultaba deprimente, así que lo expulsó de su mente y trató de recomponer lo que había sucedido a través del nebuloso filtro de los recuerdos del Viajero. «¡Alienígenas, tío. Joder!»
¿Y Tachyon… estaba prisionero? Sí, eso estaba bien. Se había enfadado por algo que el Viajero había hecho o dejado de hacer… Mark suspiró y se frotó la cara con las manos. Sí, eso sonaba bastante bien en lo que respectaba al Viajero.
Por un momento contempló apenumbrado las carencias emocionales y sociales de su álter ego.
Se preguntó qué hora debía de ser. Sprout ya habría vuelto del parvulario a casa. Podía confiar en que Susan le echaría un ojo mientras la Calabaza estuviera abierta, pero una vez que la tienda cerrara, ¿quién la vigilaría? Seguramente Susan no la dejaría allí sola si Mark no había regresado. Intentó medir en pasos su diminuta prisión, pero seguía calculando mal en la espesa negrura y se estampaba contra las paredes.
—Tengo que salir de aquí y ayudar al Dr. Tachyon. Él sabrá qué hacer. —Empezó a rebuscar en su bolsa de cuero y sacó un vial. Lo sostuvo ante sus ojos y lo examinó detenidamente, en vano: estaba demasiado oscuro para ver el cristal y mucho menos el color del polvo que contenía—. Vaya mierda, tío. Si consiguiera a Flash podría tirar abajo la puerta; en cambio Starshine no funcionaría en la oscuridad. Y Moonchild —tanteó el sólido muro—… no sé si podría reventarlo.
Devolvió el vial a la bolsa y sacó otro. Titubeó, lo devolvió y probó con otro. Al final sacó dos. Movió la cabeza de una botella a otra como una cigüeña desconcertada. Las apartó y se estrujó las sienes.
—Tengo que hacer algo. Soy un as, tío, la gente depende de mí. Esto es como un examen, he de demostrar mi valía.
Volvió al infructuoso manoseo de la bolsa. Imaginó que podía sentir cómo se movía la nave, navegando a toda velocidad más allá de la órbita de Neptuno, alejándole de Sprout. Su hermosa hija de cabello dorado que mentalmente no pasaría nunca de los cuatro años de edad. Su querida Alicia en el País de las Maravillas que le necesitaba. Y él necesitaba que le necesitaran. Sus dedos se cerraron convulsivamente alrededor de un vial y lo sacó de un tirón murmurando:
—¡Bah, a la mierda!
Destapó la botella y se bebió el contenido. Más tarde sabría si su elección había sido la adecuada.
Talli le había traído comida. Delicada carne y crepes rellenas de fruta, sus favoritas cuando estaba en Takis. El primer bocado casi se le atragantó y tiró el resto por el retrete. Su incesante deambular no había servido para nada, excepto causarle un calambre en la pantorrilla izquierda, así que cogió un cepillo del tocador del lavabo y trató de serenarse cepillándose el pelo. El roce de las cerdas sobre el cuero cabelludo le hacía sentir bien y liberó algo de tensión de los hombros.
La Arpía se estremeció ligeramente y en su mente resonó un sonoro y ofendido «¡Ay!». Quedaba patente que la nave no creía en lo de sufrir en silencio. ¿Sería cosa del Viajero? ¿Había decidido aquel cobarde quejica hacer algo por fin? ¿O acaso era la Tortuga, sobreponiéndose a su bloqueo psicológico, irrumpiendo por la puerta y machacando a Zabb hasta hacerle papilla?
La Arpía estaba armando tanto alboroto psi que no creía que nadie percibiera una comunicación sin escudos con la Tortuga. Lanzó una sonda.
¡Ay, mierda!
Lo siento, no quería asustarte.
En la mente de la Tortuga no había sensación de peligro y Tach suspiró.
Deduzco que no estás en proceso de rescatarnos.
No puedo, dijo la Tortuga hoscamente. Ya te lo he dicho.
Tom, dijo con tacto, y al oír el gruñido ahogado de la Tortuga recordó que no debería haber revelado que conocía su identidad secreta. Se arriesgó.
¿No podrías al menos intentarlo? Estoy seguro de que si lo intentaras podrías…
¡NO PUEDO! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No puedo. Y creo recordar a un indigente empapado en alcohol que no dejaba de gimotear que no podía hacerlo y que se sintió herido cuando yo no fui demasiado comprensivo. Pues bueno, las Tomas han cambiado, Tachy. Deberías entenderlo.
La bofetada le dolió. Era plenamente consciente de cuánto le debía a la Tortuga pero no le gustaba que le restregaran los pecados del pasado. No eran más que eso…, el pasado.
El virus está codificado en tus mismísimas células.
Lo sé, ¿cómo olvidarlo? ¡Me ha jodido la puta vida! Y tú y Jetboy y tus malditos taquisianos de los cojones. Así que déjame en paz de una puta vez.
En realidad, la Tortuga carecía de las habilidades mentales necesarias para bloquear a Tachyon, pero podía recubrir cada pensamiento significativo con una capa de ira y dificultar enormemente cualquier lectura o emisión. Tach inspiró varias veces por la nariz y recordó que era su amigo más antiguo en la Tierra. Se preguntó si podría controlar mentalmente a la Tortuga y forzarle a superar su bloqueo emocional. No, el trauma estaba enterrado demasiado hondo como para alcanzarlo con una técnica tan brutal. Su padre, con sus habilidades, podría… Tach se abrazó a sí mismo, meciéndose adelante y atrás mientras la pena estallaba y lo enterraba de nuevo.
El sonido de gritos, golpes y maldiciones le devolvió a la realidad. Miró a la puerta con el ceño fruncido y empezó a retroceder lentamente hacia la cama al notar que los sonidos estaban cada vez más cerca. Mucho más cerca. Muy muy cerca. Un enorme puño gris atravesó la puerta. Los dedos palmeados se cerraron en los toscos bordes del agujero y tensaron una enorme sección de la puerta que se soltó. La Arpía chilló y el fluido claro y viscoso que servía de sangre a la nave sensible fluyó de la herida. Pronto se convirtió en regueros claros y helados. Tach observó con aterrorizada fascinación cómo la puerta caía cacho a cacho. Avanzando pesadamente a través del irregular agujero, apareció un hombre corpulento y fornido con una piel glabra y grisácea y una cabeza calva con una prominente frente. Los taquisianos colgaban de él como los adornos de un árbol de Navidad.
—¡Bombardeadle con la mente! —gritó Zabb, descargando un puño en la cara de la criatura. Retrocedió con agilidad mientras el monstruo se arrancaba un soldado de la espalda y se lo lanzaba.
La gran fuerza de la criatura no era suficiente para desbancar a un taquisiano. Apareció una cara delicadamente dibujada asentada sobre un cuerpo montañoso y una expresión de obstinada ferocidad. Durg at’Morakh bo Zabb: la monstruosa mascota de Zabb. El asco y el disgusto hincaron sus garras en la garganta de Tach, que salió disparado hacia la puerta destrozada mientras los pensamientos se sucedían en un torbellino.
Por esas manos no. Báñate en mi sangre si quieres, Zabb, pero no…
Y se alzó contra los noventa centímetros de acero templado. Lentamente alzó los ojos hacia los de su primo.
… no por mis propias manos.
Zabb esbozó una sonrisa pesarosa pero depredadora y embistió. Tach, escabulléndose hacia atrás, perdió el equilibrio en el suelo resbaladizo y cayó. Lo que le salvó la vida, pues la hoja pasó tan sólo a unos pocos centímetros por encima de su cabeza. Hubo más porrazos y golpes conforme la grotesca aparición gris se abría paso a trompicones por la sala desalojando a taquisianos y propinando zarpazos fútiles a Durg. Benaf’saj entró a grandes zancadas en la estancia y Zabb bajó su espada; al parecer aún no estaba preparado para cometer un asesinato en toda regla en presencia de una ajayiz’et. Tachyon nunca se había alegrado tanto de ver a alguien.
La anciana dio rienda suelta a una explosión de energía mental que sacudió las sinapsis de todos los que estaban en la sala y la criatura se desplomó como un árbol talado. Los magullados y aporreados miembros de la tripulación se abalanzaron sobre la forma que yacía bocabajo, atándole con gruesas cuerdas.
Fulminó a su comandante con una fría mirada de sus ojos grises.
—¿Tendrías la bondad de explicarme este tumulto?
—Encontramos a la criatura.
—¿De verdad? —El tono era gélido.
Zabb se mordisqueó las mejillas, rehuyendo la mirada de su abuela.
—Bien, parece que ha cambiado de forma otra vez.
Benaf’saj fulminó a Rabdan con una mirada.
—¿Y deberíamos deducir que esos viales tienen algo que ver con los cambios?
Carraspeó, nervioso.
—Eso tendría mucho sentido.
—Bueno, ¿y dónde están los viales?
—No lo sé, kibr. Quizá los ha escondido en algún lugar de la nave.
—O quizá sólo se materializan cuando está en su forma humana.
Observó la puerta hecha pedazos.
—Le llevará cierto tiempo a Che Chu-erh of Al Matraubi —dijo, refiriéndose a la nave por el nombre completo del linaje— reparar esa puerta. Apuesta a unos guardias. Que vigilen tanto a Tisianne como a esta criatura y, cuando vuelva a ser humano, registradle en busca de los viales. Confío, además, en que no haya ninguna otra pataleta de niño malcriado. —Se fue entre el rumor de sus faldas de brocado.
Tach sacó un pañuelo del bolsillo y se arrodilló ante el extraño cautivo.
—¿Y tú eres…? —preguntó mientras le limpiaba la sangre que fluía lentamente de una herida de espada.
El hombre alzó los ojos hacia él y, a regañadientes, gruñó:
—Aquarius.
—¿Cómo estás? Yo soy Tisianne brant Ts’ara sek Halima sek Ragnar sek Omian, también conocido como Dr. Tachyon.
—Lo sé —observó fríamente, más allá del hombro izquierdo de Tachyon. Se inclinó y susurró.
—¿Tienes algún otro truco bajo la manga? ¿Algo que pueda ayudarnos a librarnos de —hizo un gesto con la barbilla hacia la puerta— ellos?
Aquarius le miró con rencor.
—Me convierto en un delfín y nado muy rápido.
La expresión, junto con aquel tono rudo y enfadado, rompió el fino hilo de paciencia al que Tachyon había intentado aferrarse.
—Disculpa mi franqueza, pero eso no nos resulta de mucha ayuda en nuestra situación actual.
—No estoy aquí por gusto, habitante de la tierra. —Y cerrando los ojos, Aquarius procedió a ignorar a su compañero de cautiverio y a sus captores.
Tach desenfundó su petaca e ingirió sustanciales cantidades de brandy mientras andaba de aquí para allá. Veinte minutos más tarde, reparó en que la piel de Aquarius empezaba a cuartearse y pelarse.
—¿Estás bien?
—No. Si no me mantengo húmedo me deterioro.
—Vale, ¿por qué no lo dijiste hace quince minutos? —Aquarius no respondió y Tach, con un resoplido ofendido, fue trotando al aseo y salió con un vaso de agua. Aquello no causó ninguna gran impresión a la enorme masa del suelo.
—Andami, ¿puedes traerme una jarra o un cubo?
El joven manifestó su preocupación mordiéndose el labio inferior.
—Me han ordenado que permanezca aquí.
—Sois dos.
—Intentarás algo.
—Soy tu príncipe, ¿recuerdas?
—Sí, pero aun así intentarás algo y no estoy dispuesto a ganarme otra reprimenda de Zabb.
—Que tu línea se marchite —masculló entre dientes, y reemprendió su apresurado trote.
Los siguientes treinta minutos pasaron con lentitud mientras Tach intentaba adelantarse al rápido secado de la piel del sirénido. Estaba vertiendo un vaso de agua en la cara de Aquarius cuando de repente la forma se onduló y fluctuó, y allí apareció el Capitán Trips tosiendo y esputando mientras el agua le caía por la nariz. Sobresaltado por la abrupta transformación, Tach gritó, dejó caer el vaso y se echó atrás.
Trips observó confuso la cabina, después, su larga y desgarbada figura, aún adornada con cuerdas que ahora habían quedado sueltas; se le escurrieron debido a la pérdida de masa al cambiar de forma y cayeron una en una pila enredada en el suelo, alrededor de sus pies.
Se quitó las gafas y las limpió con furia, guiñando con ojos de miope a Tachyon. Volvió a colocarse las lentes y murmuró:
—¡Qué mierda, tío!
Andami se apresuró, se acercó a rebuscar en los bolsillos de Trips y localizó la bolsa de cuero con tres viales sin usar. Tachyon estiró la cabeza para ver pero los polvos de colores brillantes eran particularmente inocuos. Ardía en deseos de tener en sus manos aquellas sustancias y hacerles un análisis completo. Algo que podía transmutar una forma humana… Y entonces cayó en ello. El Capitán Trips no era un chiflado: era un as.
—Capitán —le tendió la mano—, te debo una disculpa.
—Eh…, ¿a mí, tío?
—Sí. —Tach cogió su mano inerte y le dio un sentido apretón—. Dudé de tu historia. De hecho, pensé que eras un lunático inofensivo. Pero eres un as, y uno de lo más inusual. ¿Esas pociones…?
—Me ayudan a llamar a mis amigos.
Se acercó y bajó la voz.
—Y supongo que no tienes más…
Le guiñó un ojo y Trips le miró ausente. Tach suspiró. Era amable, desde luego, pero no muy rápido pillando las ideas.
—¿Tienes alguna más escondida por ahí?
—Ah, no, tío. Cuesta un montón de tiempo fabricar ese rollo, y no esperaba encontrarme con alienígenas No sé, nos cargamos al Enjambre y no pensé que… Lo siento, de verdad, tío. No quería defraudarte.
—No, no. No podías saberlo y lo hiciste muy bien.
El Capitán sonrió y Tach se dio cuenta, con un abrumador sentimiento de fracaso y falta de mérito, de que aquel hombre le adoraba y le admiraba.
«Y voy a fallarle».
Tach fue a dejarse caer en la cama, con las manos colgando lánguidamente entre sus muslos. Trips, con una sensibilidad que el alienígena no esperaba, se retiró al otro lado de la habitación y le dejó solo con sus míseros pensamientos. Poco después notó un toque indeciso en su hombro.
—Perdona, tío, siento molestarte pero me estaba preguntando, esto, cuánto tiempo vas a tardar en… —se interrumpió y sus mejillas enrojecieron—. Verás, tengo una pequeña, que probablemente ya ha vuelto de la escuela y está en casa a estas horas y la tienda va a cerrar, y me da miedo que Susan no se quede con ella y Sprout es, esto, no sabe cuidarse sola. —Entrelazaba los dedos con desespero una y otra vez.
—Lo siento, ojalá pudiera hacer algo. Ojalá fuera el líder que todo el mundo cree que soy. Pero no es cierto, soy un fraude, Trips, tanto entre mi gente como entre la tuya.
El desgarbado hippy pasó un brazo por los hombros de Tach y apoyó la cabeza contra el huesudo hombro de Trips.
Trips sacudió la cabeza apenado.
—No es como en los cómics. En los cómics los buenos siempre ganan, siempre tienen, esto, el poder adecuado en el momento adecuado.
—Por desgracia la vida no funciona así. Estoy tan cansado.
—¿Por qué no duermes un rato? Yo vigilaré.
Tach quiso preguntarle «¿vigilar qué?» pero apreciaba la generosidad de la oferta y permaneció callado. Se quitó los zapatos y Trips le tapó con ternura con una colcha hasta la barbilla.
Un poco confuso, se dio cuenta, mientras el sueño le reclamaba, de que siempre había usado la cama y la bebida como válvula de escape y de que hoy había recurrido a ambas. «El poder adecuado en el momento adecuado». La idea cosquilleaba en los límites de su consciencia. «El poder adecuado».
—¡Por el Ideal! —Se incorporó de un salto y se quitó el cobertor de una patada.
—Eh, ¿qué pasa, tío?
Estrujó con afán las solapas del abrigo de Trips.
—Soy un idiota. Un idiota. Tenía la respuesta delante de mí y no la veía.
—¿Qué?
—El dispositivo de la Red.
—¿Ehm?
Andami le miró con curiosidad y Tach en seguida bajó el tono de voz hasta convertirlo en un susurro.
—No es una bola para jugar a bolos. Es un modulador de singularidad.
Se apresuró a calzarse las zapatillas.
—Hace años, antes de que partiera de mi hogar, uno de los Señores del Comercio discutió la posibilidad de vender a mi clan un nuevo dispositivo de transporte experimental. Nos hizo la demostración con uno y dijo que pronto estarían del todo disponibles, tras unas pocas pruebas más. Éste tiene que ser uno de esos dispositivos, y está en la bodega principal.
Trips quedó perplejo ante aquellos balbuceos y se agarró a la única observación que había comprendido.
—Sí, pero no, no sé, no estamos en la bodega principal.
—¿Cómo podríamos llegar todos hasta allí? —Los dedos de Tach jugueteaban con su pelo—. Si consiguiéramos encontrarnos todos, creo que podría activar el dispositivo y llevarnos a casa. «La mayor capacidad telepática, la máxima precisión y el tamaño de lo que puede transportarse». Ésa era la teoría. Por supuesto, el Señor del Comercio pudo haber exagerado. Es difícil saberlo, tratándose de la Red, tienen alma de comerciante avaricioso.
—Ehm… ¿qué es la Red?
—Otra raza que habita el espacio, más bien un grupo de razas, pero no hemos de preocuparnos por ellos. El asunto es que hay un modulador de singularidad aquí, en esta nave, y nos puede enviar a casa. Aunque si la Tortuga tenía ese dispositivo, quiere decir que la Red está presente en la Tierra y eso podría significar problemas. —Se restregó la cara—. No, vayamos problema por problema: cómo llegar a la bodega.
—Esto, ¿qué hay allí?
—Bueno, obviamente se usa para el almacenaje de carga, y cuando no hay carga, que es la mayor parte del tiempo en este tipo de embarcaciones, tiene usos recreativos. Danzas y así.
Al parecer Trips tenía sus dudas.
—No creo que podamos invitar a todos a bailar.
Tach rió.
—No —adoptó un semblante resuelto—, pero podemos invitarles a un duelo.
—¿Ehm?
—Calla un momento. Tengo que pensar en esto.
Y finalmente hizo lo que debería haber hecho desde el principio: pensar como un taquisiano en vez de como un terrícola.
—¿Lo tienes? —preguntó Trips cuando volvió a abrir los ojos.
—Sí.
Se tumbó y tanteó en busca de una mente familiar.
Tortuga, hay un modo de salir de aquí.
¿Sí? El tono mental era de rotunda derrota y desesperación.
El dispositivo que tenías puede enviaros de vuelta a casa.
Sí, pero está…
Haz el favor de callar y escucha. Estaremos todos en la bahía de carga.
¿Por qué?
¿Quieres parar? Porque yo haré que estemos allí. La atención quedará centrada en mí y mientras tanto deberás apoderarte del dispositivo.
¿Cómo?
Ya sabes cómo.
¡No puedo!
Tom, ¡debes hacerlo! Es nuestra única esperanza.
Imposible. La Gran y Poderosa Tortuga podría hacerlo, yo sólo soy Thomas Tudbury.
… la Gran y Poderosa Tortuga.
No, no soy más que un hombre corriente que pasa de los cuarenta, bebe demasiada cerveza, come mal y trabaja en una maldita tienda de reparación de electrónica. No soy un puto héroe.
Para mí lo eres. Me devolviste la cordura y probablemente la vida.
Esa era la Tortuga.
Tom, la Tortuga es un conglomerado de placas de hierro, cámaras de TV, luces y altavoces. Lo que hace que la Tortuga sea la Tortuga es el hombre que hay dentro. Tú eres el as. Tom, es hora de salir del caparazón.
El terror surgía de su mente en poderosas oleadas que golpeaban las defensas de Tach, haciéndole dudar de su propio plan.
No puedo. Déjame tranquilo.
No, voy a llevar esto a cabo y tú vas a tener que estar a la altura porque, si no lo haces, habré muerto para nada.
¿Muerto? ¿Qué es lo que…?
Rompió la conexión telepática preguntándose si no habría puesto demasiada presión en las frágiles emociones de la Tortuga. Ya era tarde para preocuparse.
¿Kibr?
¿Qué pasa, muchacho?
Tu tono resulta un tanto desagradable, ajayiz’et Benaf’saj.
Moderó su tono y añadió una formal capa de respeto, más que por él, por su posición.
¿Qué deseas, jefe del clan?
Convoca a la tripulación, presenciaremos una ceremonia de adopción.
¿Qué estás tramando?
Espera y verás, o deniégamelo y te quedarás con la duda para siempre, dijo con descaro.
La risa de la anciana fulguró en su mente.
Un desafío. Muy bien, mi pequeño príncipe, veamos qué te traes entre manos.
Se reunieron todos en la bahía. Tom miró a su alrededor y dejó escapar un grito angustiado.
—¡Mi caparazón!
Los labios de Zabb se abrieron en una sonrisa cruel.
—Nos deshicimos de él, ocupaba demasiado espacio.
Tach prestó escasa atención a la angustia de la Tortuga. Sus ojos recorrieron rápidamente la estancia para asegurarse de que el modulador de singularidad seguía en su sitio.
—Tenía infrarrojos, teleobjetivos, tapicería acolchada… —Zabb rió—. ¡Eres un capullo!
Zabb avanzó con el puño en alto.
—Zabb brant Sabina sek Shaza sek Risala, toca a mi estirpe y no te concederé la gentileza de enfrentarte a mí. Te mataré como a un perro callejero.
Zabb se quedó paralizado y se giró poco a poco para encararse con su pequeño primo.
—¿Qué es toda esta comedia?
—Como miembro criado en la casa de Ilkazam, ejerzo mi derecho de añadirles, con sangre y hueso, a mi linaje.
—¿Adoptarías a estos humanos? —preguntó Benaf’saj.
—Sí.
Le escrutó con una mirada imperiosa.
—En mi opinión, no mejorarán mucho tu posición.
Tach se situó entre Trips y la Tortuga y los agarró por las muñecas.
—Preferiría que estuvieran unidos a mí y estar unido a ellos más que muchos que pudieran reclamar ese derecho.
Sus ojos se deslizaron hacia Zabb.
—Muy bien, estás en tu derecho. —La anciana se sentó en un taburete que la Arpía generó amablemente para ella—. ¿Aceptáis esta adopción, entendiendo los deberes y las obligaciones de quienes son honrados de este modo?
Tres pares de ojos miraron fijamente a Tach y él asintió ligeramente.
—Aceptamos —dijo Asta con firmeza mientras los dos hombres se quedaron quietos, vacilando.
—Sabed, pues, que vosotros y todos vuestros herederos y cesionarios quedáis atados para siempre a la casa de Ilkazam, linaje de los Sennari, a través de su hijo Tisianne. Sed grandes en todos los aspectos y traed gloria y servid a esta casa.
—¿Esto, ahora somos taquisianos, tío? —preguntó Trips con un penetrante susurro.
—El ritual consiste en atar a quien no tiene poderes psi a una casa. No se os permite emparejaros con ningún miembro de la clase mentat pero siempre recibiréis nuestra ayuda y estaréis bajo nuestra protección.
—Vamos, que somos siervos —gruñó Tom.
—No, más bien escuderos. Los siervos no son formalmente adoptados. —Se dio media vuelta y fulminó a Zabb con una intensa mirada—. Pero por mis padres, tú, primo, me has insultado y has mostrado desprecio y maltratado a mi estirpe, y quiero mi compensación.
Antes de que Zabb pudiera moverse, Benaf’saj habló.
—No estás obligado a aceptar este desafío. La cortesía no se aplica retroactivamente a quienes carecen de poderes psi.
El comandante se inclinó ante ella con una reverencia.
—Ajayiz’et, será un enorme placer enfrentarme a mi querido primo. Rabdan, ¿me representarás?
—Sí, comandante.
—Y tú, Sedjur, ¿me representarás? —preguntó Tachyon. El anciano consiguió asentir.
Los dos hombres acudieron rápidamente al armero y Tach reunió a sus amigos. Mientras se quitaba los zapatos, se despojaba del abrigo y el chaleco de brocado y empezaba a remeterse los volantes, dijo en voz baja:
—Quedaos bien juntos. Tom, ya sabes lo que tienes que hacer, y por el amor de Dios, hazlo rápido. —Ignoró las frenéticas sacudidas de cabeza del humano—. Por fortuna, las espadas cortas dan ventaja en la defensa, pero me va a costar un mundo mantener a raya a Zabb. La atención de mi familia estará centrada en mí, así que nadie debería reparar en vuestras acciones; una vez tengáis el dispositivo, os enviaré a casa.
—¿Y qué pasa contigo? —murmuró Tom.
Tachyon se encogió de hombros.
—Me quedo aquí. Al fin y al cabo, es una cuestión de honor. No huiré.
—Odio a los putos héroes.
—¿Alguien tiene algo con lo que recogerme el pelo?
Asta apoyó una rodilla en el suelo y rebuscó en su enorme bolsa de danza. Sacó una zapatilla, le arrancó una cinta rosa y se la entregó al taquisiano. El contraste con sus rizos rojos metálicos era horrible.
—Señor —dijo Sedjur suavemente. Sostenía una cota de malla que cubría el brazo que sujetaba la espada hasta el codo y una espada hermosamente grabada y repujada. La empuñadura tenía incrustaciones de piedras semipreciosas y la filigrana en la guarda era tan elaborada que parecía encaje.
—No estés tan deprimido, viejo amigo.
—¿Cómo no voy a estarlo? No eres rival para él.
—Es un poco cruel que digas eso, sobre todo teniendo en cuenta que tú me entrenaste.
—Y a él, y vuelvo a decirlo, no eres rival para él.
—Debo hacerlo. —Su tono indicaba que el tema estaba zanjado y miró autocráticamente por encima de la cabeza del antiguo criado mientras le ajustaban la armadura al antebrazo derecho.
Asta soltó unas risitas histéricas cuando trajeron una caja de resina y Tach se recubrió cuidadosamente las plantas de los pies cubiertos con medias. Se tapó la boca con las manos y la risa disminuyó.
Tach, desplazándose hacia el centro de la sala, sopesó el estoque varias veces para acostumbrarse a su peso y recordar a sus músculos viejas habilidades que habían caído en el olvido. No culpaba a Asta por las risitas. Para los modernos humanos, aquel antiguo ritual librado con armas arcaicas debía de resultar extraño, en especial tratándose de una raza que viajaba por el espacio. Pero había sólidas razones tras la devoción taquisiana por las armas blancas. Tenían armas atómicas y láseres, pero para un combate cuerpo a cuerpo dentro de la piel de una nave viviente, resultaba más conveniente un arma que no excediera el alcance del brazo; el disparo indiscriminado de un proyectil o de un arma de luz coherente podría dejar muy malherida a la embarcación, y entonces no importaría quién hubiera ganado. Además estaba el amor taquisiano por el drama. Casi cualquier idiota podía aprender a disparar una pistola. En cambio, ser un buen espadachín requería una gran destreza.
Zabb se unió a Tach en el centro y con voz casi imperceptible le dijo:
—He estado esperando este momento durante años.
—En ese caso, encantado de darte el gusto. No sirve de nada negarse a un acontecimiento tan deseado.
Las espadas centellearon en un breve saludo y se sumergieron en un roce de acero contra acero.
Tom no era un experto en esgrima pero comprobó que aquella lucha no se parecía mucho a las pocas que había visto en las olimpiadas retransmitidas por televisión. La velocidad era la misma pero había una intensidad mortal alrededor de los dos hombres que luchaban por sus vidas. Sus miradas estaban trabadas y el movimiento de los pies enfundados en medias sobre el suelo producía un suave rumor que hacía de contrapunto a los trabajosos jadeos de Tach.
Sus compañeros le miraban fijamente: Trips con el aspecto de un cachorrito desesperado, Asta humedeciéndose los labios con la punta de la lengua; Tom giró lentamente la cabeza y observó la bola negra, que descansaba en la estantería, a escasos metros. Proyectó su mente y, se esforzó tanto que, el sudor le perló la frente y el labio superior y encontró un enorme y creciente vacío. El dispositivo ni siquiera tembló.
Trips gimió y Tom se dio la vuelta justo a tiempo para ver el filo de la espada de Zabb rebotando sobre la parte superior del brazo de Tach. Un rastro carmesí siguió su recorrido. Tach se retiró con más prisa que gracia y apenas esquivó un golpe feroz de su primo. Trips, con sus llorosos ojos azules enloquecidos bajo los gruesos cristales de sus gafas, se lanzó hacia adelante y aterrizó en los hombros de Zabb. Con un rugido, el taquisiano se lo quitó de encima y aventó al hippy al otro lado de la sala. Trips quedó aturdido en la luminosa cubierta, boqueando como un pez. Varios de los guardias de Zabb lo arrastraron y lo tiraron al suelo entre los otros humanos.
—No puedo, sencillamente no puedo —susurró Tom frenéticamente.
—Maldito cobarde —enunció Asta con voz alta y clara, y le dio la espalda, volviendo a centrar su atención en el duelo que se había retomado.
Tach parpadeó con fuerza, tratando de mitigar el escozor del sudor en sus ojos. Cada respiración quemaba, y parecía que unas pequeñas lenguas de fuego le estuvieran lamiendo los músculos del brazo con el que sostenía la espada. «Vigila, vigila…», se instó a sí mismo.
La hoja de la espada, de tan rápido que se movía, era un borrón.
La esquivó con un fuerte golpe y la intensidad del choque descendió vibrando por sus ya sobrecargados músculos.
Una «respuesta»… pero no con la hoja; con su mente. Una sección de la defensa fluctuó y vaciló. Acometió y golpeó y Zabb se tambaleó bajo el ataque mental. Volvió a la carga. Cuerpo a cuerpo. El cálido aliento de Zabb sobre su cara. Las espadas desesperadamente entrelazadas entre ellos. Tach tenso, tratando de hacer retroceder a Zabb, pero estaba muy desaventajado. Su mente era un muro gris e implacable. No… ¡no del todo!
Tach desplazó bruscamente su cuerpo a un lado, evitando una maliciosa rodilla que se dirigía a su entrepierna, saltó hacia atrás y dio un puntapié a la pierna en la que Zabb se había apoyado para darle la patada. ¡«Envolvimiento»! pero su primo era demasiado rápido para él. Zabb lo esquivó y lanzó una veloz respuesta, en forma de explosión cerebral. Se deslizó tras las defensas de Tach.
Su visión pareció difuminarse por los bordes. Sin resistencia, casi sin aire.
¡Tortuga!
Intentó una violenta y desesperada acometida en tercia. Zabb la interceptó y la desvió casi con desprecio. Era un demonio: su sonrisa seguía intacta y sólo unas pocas gotas de sudor se entremezclaban con sus rizadas patillas. Sus pestañas cayeron, ocultando sus ojos, y se lanzó al ataque. Una sensación pastosa de náusea se extendió en la lengua de Tach al darse cuenta de que Zabb sólo había estado jugando con él.
—¿Quieres que lo dejemos, querido primo? —susurró el torturador—. Eso te encantaría, pero no va a ocurrir. Tal y como prometí, te mataré.
Sin aliento para responder a la burla, se limitó a sacudir la cabeza, más para quitarse el sudor que para negar la afirmación. Atacó con un desesperado embate mental que rebotó en las defensas de Zabb y entonces, como un milagro, vio una abertura. Embistió y la hoja pasó rozando a Zabb. Zabb lanzó su filo en un fugaz esquive y siguió adelante, buscando el corazón con la punta. ¡«Arresto en tiempo»! ¡El cebo de los incautos! ¡Muerte!
No tenía duda de lo que estaba viendo: el breve ensanchamiento de las fosas nasales, la media sonrisa sardónica. Eran los mismos gestos de Steve Bruder mientras aplastaba la mano de Tom.
«¡Que te jodan!» Se lanzó contra Zabb con una oleada de poder que le recorría por dentro, hormigueando en sus extremidades. Alargó la mano y…
La espada, que avanzaba veloz y certera, fue milagrosamente desviada de su trayectoria. No mucho, ¡pero lo suficiente! Tachyon alzó su arma, parando el «forte».
Los blancos se ofrecían solos por doquier: el corazón, el vientre, ¿acaso un corte en el hombro?… Tach se mordisqueó los labios y en un momento violento y glorioso consideró hundir la punta en lo más hondo de aquel odiado cuerpo. Embistió y sus ojos se trabaron en un momento eterno, inmóvil. Dio un giro a la hoja con la mano y la empuñadura dio de pleno en la barbilla de Zabb con un sonido semejante al de un hacha golpeando la madera. La espada de Zabb cayó estrepitosamente al suelo y él de bruces. Un grito ahogado emergió como una ráfaga de viento entre los espectadores reunidos. Por un momento, Tach contempló fijamente su espada, después la tiró a un lado y se arrodilló junto a su primo. Le dio la vuelta con cuidado y acunó entre sus brazos a aquel hombre mayor que él.
—Ya ves, no he podido hacerlo —susurró. Se preguntó por qué había lágrimas agolpándose bajo sus párpados—. Sé que habrías preferido que te matara, pero no he podido. Y a pesar de lo que nos han enseñado siempre, la muerte no es preferible al deshonor.
Tom estaba de pie con las manos apretadas a los lados y se deleitaba en las olas de excitación y alegría que recorrían su cuerpo. Lo había hecho. Cierto, se había concentrado lo suficiente como para mover una apisonadora y al final el resultado había sido una mínima deflexión. ¡Pero había sido suficiente! En efecto, Tach viviría, y había ganado gracias a la actuación de Tom.
Con algo de arrogancia, se encaró al dispositivo alienígena, el cual centelleó por los aires y aterrizó con un satisfactorio plaf en las manos de Tom.
—¡Vamos, Tachy, es hora de irse! —gritó con sus redondas mejillas sonrojadas por la excitación.
Tach depositó con delicadeza a Zabb en el suelo y saltó hacia a sus amigos. Ninguno de los parientes hizo el menor movimiento.
Tom le tendió el dispositivo con una torpe reverencia. Tach devolvió el saludo.
—Bien hecho, Tortuga. Sabía que podías hacerlo.
Miró a Benaf’saj, hizo una exagerada reverencia, guiñó un ojo y entonces ordenó: «A casa».
Era como estar en el centro de un vórtice de nada. Frío helado y absoluta oscuridad, y para Tachyon la sensación de que su mente estaba siendo despedazada en diminutos jirones por la tensión de sujetar a los cuatro viajeros dentro de la envoltura del modulador de singularidad.
«Por los ancestros», se lamentó, «al menos que nos deje aterrizar en tierra firme».
Tachyon se desplomó y el dispositivo rodó de sus dedos inertes. Trips estaba en cuclillas en una cuneta, sujetándose la cabeza entre las manos y murmurando una y otra vez «oh, vaya». Tom vomitó un par de veces mientras su maltratado estómago decidía exactamente en qué espacio y tiempo residía en ese momento. Hubo un revuelo creciente: gente gritando, ventanas abiertas de par en par, cláxones pitando mientras los coches se paraban en seco y sus ocupantes observaban embobados el espectáculo de la acera. Tom se llevó los nudillos a los ojos, miró a Tach y rápidamente se arrodilló junto al taquisiano. La sangre fluía de la larga herida de su brazo y de la nariz, y estaba alarmantemente blanco. El alienígena apenas respiraba y Tom aceró el oído al pecho de su amigo. Él ritmo cardíaco palpitaba de forma errática.
—¿Se pondrá bien, tío? —farfulló Trips.
—No lo sé. —Tom levantó la cabeza y al hacerlo vio un círculo de caras negras.
—Que alguien llame a un médico.
—Mierda, tío, es que nos hemos aparecido en medio de la nada.
—Blancuchos que se teletransportan. ¿Creéis que son ases o qué?
—Un médico, traed a un médico —vociferó un hombre corpulento.
Asta se retiró poco a poco del círculo de espectadores, buscando rápidamente con sus ojos la bola negra. Un par de chiquillos estaban inspeccionando el dispositivo y se acercó a ellos.
—Os daré cinco dólares a cada uno por la bola.
—¡Cinco dólares! ¡Joder! Si es sólo una bola para jugar a los bolos sin ningún agujero. ¿De qué te va a servir?
—Oh, os sorprendería —dijo suavemente, y sacó su billetero de la bolsa de baile. El intercambio fue rápido y la mujer guardó el dispositivo alienígena.
El aullido de las sirenas anunció la llegada de la policía y una ambulancia. Metieron a Tach dentro y Tom se dispuso a entrar para ir con él.
—Eh, ¿dónde está ese chisme?
Asta abrió la boca, parpadeó varias veces y la cerró.
—¡Caramba, no sé!
Examinó los alrededores como si esperara que se materializara de la nada allí en Harlem.
—A lo mejor lo ha cogido alguien del gentío.
—Eh, colega, ¿quieres que llevemos a tu amigo al hospital o no? —rezongó uno de los asistentes de la ambulancia.
—Bien… búscala —ordenó Tom, y se metió en la ambulancia.
Asta se despidió con ironía de la ambulancia que ya se iba:
—Oh, claro que sí.
«Kien se va alegrar mucho con esto».
Se alejó en busca de una estación de metro que la llevara a los brazos de su amante y comandante.
El candado se abrió con un crujido chirriante y Tach empujó para abrir la pequeña puerta lateral del almacén. Trips y la Tortuga le siguieron por la palpitante oscuridad y Trips murmuró algo ininteligible al ver la nave que descansaba en el centro del vasto edificio vacío. Las débiles luces ámbar y lavanda de la punta de las espinas resplandecían en la penumbra y el polvo caracoleaba por todos lados mientras ella lo recolectaba y sintetizaba las diminutas partículas en combustible. Estaba cantando una de las muchas baladas heroicas que constituían una parte importante de la cultura de la embarcación pero paró en seco cuando percibió la entrada de Tach. La música, por supuesto, era inaudible para los dos humanos.
Baby, le dijo telepáticamente.
Señoría, ¿vamos a salir?, preguntó con patética ansiedad.
No, esta noche no. Abre, por favor.
Hay humanos con usted. ¿También pueden entrar?
Sí. Estos son el Capitán Trips y la Tortuga. Son como hermanos. Hónralos.
Sí, Tisianne. Me complace conocer sus nombres.
No pueden oírte. Como muchos de su especie, carecen de habilidades mentales.
Una pena.
Tach sintió una pena de otro tipo en su pecho al recorrer el camino hacia su salón privado. El recuerdo —que llegaba a ser enormemente claro— del día que su padre le había llevado a seleccionar su nave. «Ya ha acabado todo».
Se recostó entre los cojines de la cama y ordenó:
Busca y establece contacto.
¿Hay señorías presentes?
Sí.
¿Y uno de mi clase?, preguntó Baby, de nuevo con aquella patética ansiedad. Sí.
Los segundos se convirtieron en minutos: Tach descansando a sus anchas en la cama, Trips encaramado como un pollo nervioso en un canapé y Tom dando saltos nerviosos sobre las puntas de los pies. La pared que estaba ante Tachyon tembló y el rostro de Benaf’saj apareció. La nave aumentó su poderosa telepatía y la conexión quedó establecida.
Tisianne.
Kibr. ¿Esperabas mi llamada?
Por supuesto, te conozco desde que llevabas pañales.
Sí, lo sé.
Me has sorprendido, Tisianne. Creo que la Tierra ha obrado en ti un efecto beneficioso.
Me ha enseñado muchas cosas, le corrigió en un tono seco. Algunas más agradables que otras. Paró y jugueteó con el espumoso encaje bajo su mentón.
Así pues, ¿siguen existiendo puntos de fricción entre nosotros?
No, hijo. Puedes quedarte con tus rústicos humanos. Tras la derrota que le infligiste, Zabb no tiene esperanza alguna de conseguir el cetro. Sabes que deberías haberle matado.
Tach se limitó a negar con la cabeza. Benaf’saj se miró las manos con el ceño fruncido y se ajustó los anillos.
Bien, nos vamos. Es decepcionante que no tengamos especímenes, pero el éxito del experimento es innegable y a Bakonur le complacerá tener nuestros datos. Además, este esfuerzo será la salvación de la familia.
Sí, contestó Tachyon ausente.
Enviaré una nave cada diez años o así para ver cómo estás. Cuando estés preparado para volver, serás bienvenido. Adiós, Tisianne.
Adiós, susurró él.
—¿Y bien? —preguntó Tom.
—Nos dejarán en paz.
—No sé, estoy muy contento de que no tengas que irte.
—Yo también. —Pero su tono carecía de convicción y se quedó mirando con melancolía la refulgente pared, como tratando de recuperar la imagen de su abuela.
Una mano cálida y hábil de dedos cortos y regordetes se cerró firme sobre su hombro. Un momento después, Trips le cogió el otro brazo y él permaneció en silencio, disfrutando de la ola de amor y afecto que procedía de los dos hombres y que iba disipando su nostalgia.
Puso una mano sobre la de Tom.
—Mis queridos amigos, ¡vaya aventura hemos tenido!
—Sí, la vida, no sé, pinta bastante bien, tío.
—¿Por qué no le mataste? —preguntó Tom.
Tach se giró y miró a los ojos castaños de Tom.
—Porque me gustaría creer que la redención es posible.
Tom le apretó más fuerte.
—Créelo.