Jube: Cinco


El rastro era inconfundible.

Jube permaneció sentado ante la consola mientras las lecturas se deslizaban por el holocubo, con sus corazones latiendo desbocados, con miedo y esperanza. Había pasado la mayor parte de sus primeros cuatro meses en la Tierra en oscuros cines, viendo las mismas películas decenas de veces, reforzando su inglés y ampliando el alcance de los matices culturales humanos según se reflejaban en sus ficciones. Había aprendido a amar las películas, en especial las del Oeste, y su parte favorita siempre había sido cuando la caballería llegaba atronando sobre la colina, con las banderas al viento.

La Red no tenía banderas; aun así, Jube creyó que en aquella telaraña de filigranas de luz que había en el holocubo podía oír el débil sonido de las cornetas y el resonar de los cascos de la caballería.

¡Taquiones! ¡Cornetas y taquiones!

Los satélites de observación habían detectado una estela de taquiones y aquello sólo podía significar una cosa: una nave espacial cerca de la órbita de la Tierra. La salvación estaba al alcance. Ahora los satélites barrían el firmamento buscando el origen. No era la Madre del Enjambre, Jhubben lo sabía. La Madre se deslizaba entre las estrellas a velocidades menores que la luz; el tiempo no significaba nada para ella. Sólo las razas civilizadas usaban naves propulsadas por taquiones.

Si Ekkedme había emitido una transmisión antes de que la nave fuera borrada del firmamento… Si el Señor del Comercio había decidido comprobar los progresos sobre los humanos antes de lo previsto… Si la Madre había sido detectada de algún modo por alguna tecnología nueva con la que Jhubben no podía ni soñar cuando empezó con su misión en la Tierra… Si, si, si… Entonces bien podría ser que la Oportunidad estuviera allí arriba, que la Red hubiera vuelto para liberar aquel mundo y sólo quedaran por determinar los medios y el precio. Jube sonrió mientras los satélites sondeaban y los ordenadores analizaban.

Entonces el holocubo se volvió violeta y su sonrisa se desvaneció. Emitió un sonido grave, como un gorgoteo, desde el fondo de la garganta. Los sofisticados sensores de los satélites eliminaron las pantallas que hacían invisible a la nave para el instrumental humano y mostraron su imagen en el ominoso violeta del cubo. Giraba lentamente y estaba grabada con líneas rojas y blancas como un terrible constructo de fuego y hielo. Las lecturas centelleaban bajo la imagen: dimensiones, producción de taquiones, rumbo. Pero lo único que necesitaba saber Jube estaba en las líneas de la nave: escrito en cada retorcido chapitel, proclamado por cada fantástica excrecencia, pregonado por cada barroca espiral y proyección, gritado por aquella panoplia de luces innecesarias. Parecía el resultado de una tremenda colisión entre una decoración de Navidad y un higo chumbo. Los taquisianos eran los únicos que tenían una estética tan rococó.

Jube se puso en pie tambaleándose. «¡Taquisianos!» ¿Les habría llamado el Dr. Tachyon? Le costaba creerlo, después de todos los años que el doctor había pasado en el exilio. ¿Qué significaba aquello? ¿Acaso Takis había estado monitorizando la Tierra todo ese tiempo, observando el experimento wild card aun cuando la Red lo estaba haciendo? Si era así, ¿por qué Jhubben no había encontrado ningún rastro de ellos hasta ahora y cómo se las habían arreglado para esconderse de Ekkedme? ¿Destruirían a la Madre del Enjambre? ¿Podían destruirla? La Oportunidad tenía, más o menos, el tamaño de la isla de Manhattan y transportaba decenas de miles de especialistas que representaban a incontables culturas, castas y vocaciones: mercaderes y buscadores de placer, científicos y sacerdotes, técnicos, artistas, guerreros y mensajeros. La nave taquisiana era poquita cosa, tal vez no contenía más de una cincuentena de seres sensibles, quizá la mitad. A menos que la tecnología taquisiana hubiera progresado astronómicamente en los últimos cuarenta años, ¿qué podía hacer aquella cosita, sola, contra la devoradora de mundos? ¿Y desde cuándo los taquisianos se preocupaban de las vidas de sus cobayas?

Mientras Jhubben observaba detenidamente los contornos de la nave con creciente ira y confusión, sonó el teléfono.

Por un instante, en un momento de locura, pensó que los taquisianos le habían descubierto de algún modo, que sabían que estaba observándoles y que le habían telefoneado para castigarle. Pero aquello era ridículo. Aporreó la consola con un dedo y el holocubo se oscureció mientras Jube prorrumpía en el salón. Tuvo que sortear la tortuosa geometría del transmisor de taquiones a medio construir que dominaba el centro de la estancia como una enorme pieza de escultura vanguardista. Si aquello no funcionaba cuando lo pusiera en marcha, Jube planeaba titularlo Lujuria Joker y venderlo a alguna galería del Soho. Incluso a medio montar, sus ángulos eran curiosamente engañosos y siempre se tropezaba con ellos. Esta vez lo esquivó limpiamente y cogió el auricular de la mano de Mickey.

—Hola —dijo tratando de sonar tan jovial como siempre.

—Jubal, soy Chrysalis. —Era su voz pero nunca le había oído un tono así. Tampoco le había llamado nunca a casa.

—¿Qué pasa? —La semana anterior le había pedido que le proporcionara otro lote de microchips y el matiz de su voz le hizo temer que su agente hubiera sido detenido.

—Jay Ackroyd acaba de llamar, no había podido informar hasta ahora. Ha descubierto algunas cosas sobre la gente que contrató a Darlingfoot.

—Eso es bueno. ¿Ha localizado la bola?

—No. Y no es tan bueno como crees. Sé que parece una locura, pero Jay dice que esta gente estaba convencida de que el cuerpo era de origen extraterrestre. Al parecer esperaban usar el cadáver en alguna especie de ritual repugnante para conseguir poder sobre un monstruo alienígena que está ahí fuera.

—La Madre del Enjambre —dijo Jube perplejo.

—Sí —dijo Chrysalis con sequedad—. Jay dice que tienen algún vínculo o algo. Cree que adoran a esa cosa. Mira, no deberíamos estar hablando de esto por teléfono.

—¿Por qué no?

—Porque esta gente es peligrosa —dijo Chrysalis—. Jay va a venir esta noche al Palacio a entregarme el informe completo. Ven. Retiro mis cartas de este asunto, Jubal. Puedes tratar con Jay directamente de aquí en adelante. Si quieres, le pediré a Fortunato que se deje caer. Creo que estará interesado en lo que Jay ha descubierto.

«¡Fortunato!» Jube estaba horrorizado. Conocía a Fortunato sobre todo de oídas. El proxeneta de ojos almendrados y frente abombada era una imagen familiar en el Palacio de Cristal que Jube siempre se había esforzado en evitar. Los telépatas le ponían nervioso. El Dr. Tachyon nunca entraba en la mente de nadie sin una buena razón pero Fortunato era harina de otro costal. Quién sabe cómo y por qué usaría sus poderes o qué haría si descubriera qué era en realidad Jube, la Morsa.

—No —se apresuró en decir—, definitivamente, no. ¡Esto no tiene nada que ver con Fortunato!

—Sabe más de esos masones que ninguna otra persona en la ciudad —dijo Chrysalis. Suspiró—. Bueno, tú pagas el funeral, así que supongo que tú eliges el ataúd. No diré una palabra. Hablamos después del cierre.

—Después del cierre —repitió Jube. Ella colgó antes de que pudiera preguntarle qué había querido decir con lo de los masones. Jube sabía cosas de los masones, por supuesto. Había hecho un estudio de las hermandades humanas hacía una década, comparando a la Antigua Orden Árabe de los Nobles del Sepulcro Místico, los Caballeros de Colón, la Orden Independiente Odd Fellows y la francmasonería entre sí y con las hermandades de las lunas Thdentien. Reginald era un masón, creía recordar, y Denton había intentado unirse a los Ciervos pero le habían rechazado por culpa de sus astas. ¿Qué tenían que ver los masones con todo esto?

Aquel día Jube estaba demasiado inquieto para contar chistes. Entre Madres del Enjambre, naves de guerra taquisianas y masones, apenas sabía a qué temer. Incluso si la caballería aparecía a la carga sobre la colina, ¿sería capaz de reconocer a los indios?, pensó Jube. Alzó la vista al cielo y negó con la cabeza. Cuando cerró por la noche hizo sus entregas en la Casa de los Horrores y el Club del Caos y entonces decidió acortar su paseo por Jokertown y encaminarse al Palacio de Cristal tan pronto como le fuera posible. Pero primero tenía que hacer una última parada, en la comisaría.

El sargento de guardia cogió un Daily News y lo hojeó hasta llegar a la página de deportes mientras Jube dejaba un Times y un Jokertown Cry para el capitán Black. Ya se estaba dando la vuelta para marcharse cuando un policía de paisano le vio.

—¡Eh, gordito! —le gritó el hombre—. ¿Tienes un Informer?

Estaba tirado en el banco junto a la pared de azulejos, casi como si estuviera esperando a alguien. Jube le conocía de vista: un tipo desaliñado y anodino con una sonrisa desagradable. Nunca se había molestado en llamarle por su nombre pero aparecía en el quiosco de vez en cuando para coger un tabloide. A veces incluso pagaba.

Pero no esa noche.

—Gracias —dijo mientras aceptaba la copia del National Informer que Jube le ofrecía. «¿INVENTARON EL HERPES LOS TAQUISIANOS?», pregonaba el titular. Aquello le sentó mal. Debajo, otra historia preguntaba si Sean iba a dejar a Madonna por Pregerine. El policía de paisano ni siquiera echó un vistazo a los titulares: miraba detenidamente a Jube de un modo extraño.

La comisura de sus labios se retorció en una peculiar sonrisita.

—Tú no eres más que un joker feo, ¿verdad? —preguntó el policía.

Jube le ofreció una sonrisa colmilluda y zalamera.

—¿Qué? ¿Feo yo? ¡Si tengo más tetas que Miss Octubre!

—Ya he perdido suficiente tiempo escuchando tus gilipolleces —espetó el policía de paisano—. Pero ¿qué esperaba? No eres muy brillante, ¿no?

«Lo bastante brillante para engañar a tu gente durante treinta y cuatro años», pensó Jube, pero no dijo nada.

—Bueno, ya sabes cuántos jokers se necesitan para cambiar una bombilla —dijo.

—Quita tu culo joker de aquí —dijo el hombre. Jube anadeó hacia la puerta. En lo alto de las escaleras se giró y gritó «¡ese periódico es mío!» antes de salir hacia el Palacio de Cristal.

Era primera hora de la noche y el Palacio ya estaba abarrotado. Jube cogió un taburete de camino al fondo del bar, donde podía apoyar la espalda en la pared y ver toda la estancia. Era la noche libre de Sascha y Lupo estaba atendiendo la barra:

—¿Qué te pongo, Morsa? —preguntó, una larga lengua roja le colgaba de una comisura de la boca.

—Una piña colada, con doble de ron.

Lupo asintió y se dispuso a hacer el combinado. Jube miró alrededor con cautela: se sentía inquieto, como si le vigilaran. Pero ¿quién? La taberna estaba llena de extraños y no se veía rastro de Chrysalis. A tres taburetes de distancia, un hombre enorme con máscara de león le estaba encendiendo un cigarrillo a una chica joven cuyo escotado traje de cóctel mostraba un amplio escote de tres pechos. Más allá de la barra, una forma acurrucada vestida con un velo gris observaba su bebida. Una esbelta y vivaz mujer verde estableció contacto visual cuando Jube la miró y deslizó provocativamente la punta de una lengua rosa por el labio inferior (al menos habría resultado provocativa para un macho humano), pero obviamente era una prostituta y la ignoró. En otro punto de la sala vio a Yin-Yang, cuyas dos cabezas mantenían una encendida discusión, y también al Viejo Señor Grillo. Floater se había desmayado y de nuevo flotaba a la deriva cerca del techo. Pero había muchos rostros y muchas máscaras que Jube no reconocía; cualquiera podría ser Jay Ackroyd. Chrysalis no le había dicho qué aspecto tenía, sólo que era un as. Podía ser incluso el hombre con la máscara de león, quien ahora —Jube lo observó de un vistazo— había pasado un brazo alrededor de la chica de tres pechos y le rozaba con las yemas de los dedos la teta derecha.

Lupo limpió la barra, colocó un posavasos y depositó la piña colada encima. Jube acababa de tomar el primer trago cuando un extraño se situó en el taburete de al lado.

—¿Es usted el que vende esos periódicos?

—El mismo.

—Bien. —La voz quedaba amortiguada por la máscara, una calavera blanca. Llevaba una capa negra con capucha sobre un traje raído que no le sentaba muy bien a su cuerpo escuálido, de pecho hundido.

—Cogeré un Cry, pues.

Jube pensó que había algo desagradable en sus ojos. Apartó la mirada, encontró una copia del Cry y se la entregó. El encapuchado le dio una moneda.

—¿Qué es esto? —dijo Jube.

—Un penique —respondió el hombre.

Era más grande de lo normal, y de un rojo vivido que destacaba contra la palma azul negruzca de Jube. Nunca había visto algo así.

—No sé si…

—No importa —interrumpió el hombre. Retiró el penique de la mano de Jube y en su lugar le dio un dólar con la efigie de Susan B. Anthony—. ¿Y mi cambio, Morsa? —demandó.

Jube le devolvió tres cuartos.

—Me has devuelto de menos —dijo el hombre con rencor una vez se hubo guardado las monedas.

—No —dijo Jube indignado.

—Mírame a la cara y repítemelo, imbécil de tres al cuarto.

Tras el hombre con cara de calavera, la puerta se abrió y Troll fue abriéndose paso por la taberna seguido de un hombre bajo y pelirrojo con un traje verde lima. «Tachyon», dijo Jube con aprensión al recordar de súbito la nave de guerra taquisiana en órbita.

El desagradable acompañante de Jube giró la cabeza tan bruscamente que se le cayó la capucha, que escondía un fino pelo castaño y un caso grave de caspa. Se puso de pie de un salto, vaciló y corrió hacia la puerta tan pronto como Tachyon y Troll se dirigieron al fondo.

—¡Eh! —gritó Jube por detrás—. ¡Eh, señor, su periódico!

Se había dejado el Cry en la barra. El hombre salió tan rápido que casi se enganchó la punta de la larga capa negra en la puerta. Jube se encogió de hombros y volvió a su piña colada.

Varias horas y una docena de copas después, Chrysalis aún no había hecho acto de presencia y Jube tampoco había divisado a nadie que se pareciera a Popinjay, al aspecto que él imaginaba. Cuando Lupo anunció el cierre, Jube le hizo señas.

—¿Dónde está? —preguntó.

—¿Chrysalis? —inquirió Lupo. Sus intensos ojos rojos centellearon a ambos lados de su largo y peludo hocico—. ¿Te está esperando?

Jube asintió.

—Tengo cosas que decirle.

—Vale —dijo Lupo—. En la habitación roja, tercer reservado a la izquierda. Está con un amigo. —Sonrió—. Finge que no lo has visto, ya me entiendes.

—Como ella quiera.

Pensó que el amigo tenía que ser Popinjay pero no dijo nada. Se bajó con cuidado del taburete y se dirigió a la habitación roja, a la derecha de la sala principal. El interior estaba oscuro y lleno de humo. Las luces eran rojas, la gruesa moqueta de lana era roja y las pesadas cortinas de terciopelo que rodeaban los reservados eran de un intenso y rico tono borgoña. La mayoría de los reservados estaban vacíos a estas horas de la noche. No obstante, pudo oír a una mujer quejándose en uno de ellos.

Se encaminó al tercer reservado de la derecha, apartó la cortina y asomó la cabeza.

Estaban hablando en voz baja y tono serio y la conversación se interrumpió abruptamente. Chrysalis le miró.

—Jubal —dijo secamente—. ¿Qué puedo hacer por ti?

Jube miró a su acompañante, un hombre musculoso y macizo con una camiseta negra y una chaqueta de cuero oscura. Llevaba una máscara de lo más sencilla, una capucha negra que le cubría todo menos los ojos.

—Debes de ser Popinjay —dijo Jube antes de recordar que al detective no le gustaba que le llamaran de ese modo.

—No —respondió el enmascarado con una voz sorprendentemente suave. Echó una mirada a Chrysalis—. Podemos seguir más tarde con esta conversación si tienes que negocios que atender.

Salió del reservado y se alejó sin decir palabra.

—Entra —dijo Chrysalis. Jube se sentó y cerró las cortinas.

—Sea lo que sea lo que me tengas que contar, espero que sea algo bueno. —Era evidente que estaba molesta.

—¿«Que yo te tenga que contar»? —Jube estaba confuso—. ¿A qué te refieres? ¿Dónde está Popinjay, no tendría que estar ya aquí?

Ella le miró fijamente. Cubierta de piel transparente y músculos de un gris fantasmal, su calavera le recordaba al desagradable hombre que se había sentado a su lado en la barra.

—No sabía que conocías a Jay. ¿Qué pasa con él? ¿Hay algo sobre Jay que tenga que saber?

—El informe —espetó Jube—. Iba a hablarnos de esos masones que contrataron a Devil John para robar el cuerpo de la morgue. Dijiste que eran peligrosos.

Chrysalis se rió de él, descorrió las cortinas del reservado y se levantó lánguidamente.

—Jubal, no sé cuántas copas exóticas con ron te has permitido esta noche pero sospecho que unas pocas de más. Eso siempre es un problema cuando Lupo está detrás de la barra. Sascha reconoce cuándo un cliente tiene bastante pero nuestro pequeño hombre lobo, no. Vete a casa y duerme la mona.

—¡«Vete a casa»! —dijo Jube—. ¿Qué pasa con el cuerpo, con Devil John y esos masones…?

—Si quieres unirte a una logia, opino que encajarías mejor en los Odd Fellows —dijo Chrysalis en tono aburrido—. Aparte de eso, no tengo ni la más remota idea de lo que dices.

El camino a casa fue largo y malhumorado y Jube tenía una sensación de inquietud, como si le estuvieran vigilando. Se paró y miró alrededor furtivamente varias veces, tratando de alcanzar a quienquiera que le estuviera siguiendo, pero nunca había nadie a la vista.

En la privacidad de su apartamento, se sumergió agradecido en su baño de agua fría y encendió la televisión. La última película era ¡Treinta minutos sobre Broadway! No era la versión de Howard Hawks, sino el horrible remake de 1978, con Jan-Michael Vincent como Jetboy y Dudley Moore interpretando a un cómico Tachyon con una horrible peluca roja. Acabó mirándola de todos modos; la evasión sin sentido era justo lo que necesitaba. Ya se preocuparía por Chrysalis y el resto mañana.

Jetboy acababa de estrellar el JB-1 en los dirigibles cuando la imagen crepitó de súbito y se volvió negra.

—¡Eh! —exclamó Jube aporreando el mando a distancia. No pasó nada.

Entonces, un perro del tamaño de un caballo pequeño salió del aparato de televisión.

Era flaco y terrible, con un cuerpo de color gris humo horriblemente demacrado y unos ojos como ventanas que se abrían a un osario. Una larga cola bífida se curvaba sobre su espalda, como el aguijón de un escorpión, y se retorcía de lado a lado.

Jube retrocedió tan rápido que salpicó de agua todo el suelo del dormitorio y empezó a gritarle a aquella cosa. El perro le enseñó unos dientes como dagas amarillas. Jube se dio cuenta de que estaba balbuceando en la lengua comercial de la Red y pasó al inglés.

—¡Largo! —le dijo—. ¡Fuera de aquí!

Se aferró con desespero al borde de la bañera, salpicando más agua, y retrocedió. Aún tenía el mando a distancia en la mano; si pudiera llegar a su santuario… Pero ¿de qué serviría eso contra una cosa que atravesaba las paredes? Su carne se encendió con un repentino terror.

El perro le siguió con sigilo y después se detuvo. Tenía la mirada fija en la entrepierna. Pareció momentáneamente desconcertado por el pene doblebífido y los genitales femeninos que había debajo. Jube decidió que su mejor oportunidad consistía en correr hacia la calle. Caminó poco a poco hacia atrás.

—¡Gordinflón! —gritó el sabueso con una voz que era pura malicia untuosa—. ¿Piensas huir de mí? Tú me buscabas, idiota. ¿Crees que tus gruesas piernas de joker pueden correr más rápido que Setekh el destructor?

Jube se quedó boquiabierto.

—¿Quién…?

—Soy aquel cuyos secretos quieres conocer —dijo el sabueso—. Pequeño y patético joker, ¿crees que no nos daríamos cuenta, que no nos preocuparíamos? Hemos sacado el conocimiento de las mentes de tus secuaces y seguido el rastro hasta ti. Y ahora vas a morir.

—¿Por qué? —dijo Jube. No dudaba que la criatura pudiera matarle pero, si tenía que perecer, al menos esperaba entender el motivo.

—Porque me has acabado la paciencia —contestó el perro. Su boca se combaba en formas obscenas y antinaturales cuando hablaba—. Pensé que encontraría un gran enemigo y lo que me encuentro es un joker regordito que se gana la vida vendiendo rumores a una tabernera. ¿Cuánto crees que valdrían los secretos de nuestra orden? ¿Quién crees que pagaría por ellos, Morsa? Dímelo y no me entretendré contigo. Miénteme y tu muerte se prolongará hasta el amanecer.

Jube se dio cuenta de que el sabueso no tenía idea de que no era un joker. Tampoco tenía modo de saberlo: había descubierto quién era a través de Chrysalis, a través de la calle; no había logrado ver más allá de su falsa pantalla. De repente, por motivos que no habría podido explicar, supo que Setekh no debía saberlo, que debía apartarle de sus secretos.

—No quería entrometerme, poderoso Setekh —dijo en voz alta. Se había hecho pasar por joker durante treinta y cuatro años, sabía cómo arrastrarse—. Os ruego misericordia —dijo, retrocediendo hacia la sala de estar—. No soy vuestro enemigo —le explicó.

El sabueso avanzó sin hacer ruido hacia él, con los ojos ardiendo y la lengua colgando de su largo hocico. Jube cruzó de un salto el salón, salió dando un portazo y corrió.

El perro atravesó saltando la pared, para cortarle el paso, y Jube perdió el equilibrio al retroceder. Cayó como un saco de patatas y el sabueso alzó una terrible zarpa para golpear… y se detuvo mientras Jube se alejaba a rastras del golpe mortal. Su boca se retorció y se llenó de fantasmagóricas babas; Jube se dio cuenta de que estaba riendo. Estaba contemplando algo que tenía detrás y riendo. Estiró la cabeza y lo único que vio fue el transmisor de taquiones. Cuando volvió a mirar, el perro ya no estaba. En su lugar, un frágil hombrecillo en una silla de ruedas le observaba.

—Somos una orden antigua —dijo el hombrecillo—. Los secretos han pasado por muchas bocas y algunos han seguido caminos equivocados, por lo que algunas ramas se han perdido y han sido olvidadas. Alégrate de que no te haya matado, hermano.

—Oh, sí —dijo Jube poniéndose de rodillas. No tenía ni idea de por qué se había librado pero no iba a discutir ese punto—. Gracias, maestro, no volveré a molestarles.

—Te dejaré vivir pero vivirás para servirnos —le dijo la aparición en la silla de ruedas—. Incluso alguien tan estúpido y débil como tú puede ser de utilidad en la gran lucha que está por venir. No digas nada de lo que sabes o no serás iniciado.

—Ya lo he olvidado —dijo Jube.

El hombre de la silla de ruedas pareció encontrar esa respuesta tremendamente divertida. Su frente palpitó mientras reía. Un momento después, ya no estaba. Jube se puso de pie con cautela.

A primera hora de la mañana siguiente, un joker con una vivida piel carmesí compró una copia del Daily News y le pagó con un brillante penique rojo del tamaño de medio dólar.

—Yo de ti lo conservaría, amigo mío —dijo, sonriendo—. Puede que sea tu moneda de la suerte.

Entonces le explicó dónde y cuándo tendría lugar la próxima reunión.

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