por George R. R. Martin
Al fin llegó el día, como esperaba. Era un sábado frío y gris con un viento gélido soplando desde el Kill. Mister Coffee tenía una cafetera lista cuando se levantó a las diez y media; a Tom le gustaba despertarse tarde los fines de semana. Mezcló generosamente su primera taza con leche y azúcar y se la llevó al salón.
El correo viejo estaba esparcido por la mesita de café; un montón de facturas, publicidad del supermercado anunciando rebajas caducadas hacía tiempo, una postal que le había enviado su hermana cuando había ido a Inglaterra el verano anterior, un largo sobre negro que decía que el señor Thomas Tudbury podría haber ganado tres millones de dólares y un sinfín de correo comercial con el que pronto tendría que lidiar. Debajo de todo estaba la invitación.
Bebió un sorbo de café y contempló la carta. ¿Cuántos meses había estado allí tirada? ¿Tres? ¿Cuatro? Ahora ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto. Incluso confirmar la asistencia sería deplorablemente inapropiado a estas alturas. Recordó cómo acababa El graduado y saboreó la fantasía; pero no era Dustin Hoffman.
Como un hombre que se arranca una costra, Tom hurgó en el correo hasta que encontró de nuevo aquel pequeño sobre cuadrado; la tarjeta que contenía era dura y blanca.
EL SEÑOR Y LA SEÑORA STANLEY CASKO SE COMPLACEN EN INVITARLE
AL ENLACE MATRIMONIAL DE SU HIJA, BARBARA,
CON EL SEÑOR STEPHEN BRUDER, DE WEEHAWKEN,
QUE SE CELEBRARÁ EL 8 DE MARZO A LAS DOS DEL MEDIODÍA
EN LA IGLESIA DE ST. HENRY.
A CONTINUACIÓN SE CELEBRARÁ UNA RECEPCIÓN
EN EL TOP HAP LOUNGE.
SE RUEGA CONFIRMACIÓN DE ASISTENCIA 5 5 5-68 5 3
Tom toqueteó el papel en relieve durante un buen rato; después lo volvió a depositar con cuidado en la mesita de café, tiró el correo comercial al cesto de mimbre para la basura que estaba en el extremo del sofá y se puso a mirar por la ventana.
Al otro lado de la Primera, había montones de nieve negra apilados a lo largo de los senderos del pequeño y estrecho parque junto al mar. Un carguero con bandera noruega estaba bajando por el Kill van Kull hacia el puente de Bayonne y Port Newark, arrastrado por un remolcador azul achaparrado. Tom se quedó de pie junto a la ventana del salón, con una mano en el alféizar y la otra hundida en el bolsillo, viendo a los niños en el parque, contemplando el majestuoso avance del carguero, observando las verdes aguas del río y los muelles y las colinas de Staten Island más allá.
Muchísimo tiempo atrás, su familia había vivido en las viviendas de protección oficial que estaban al final de la Primera, y la ventana del salón daba al parque y al Kill.
A veces, por la noche, cuando sus padres estaban durmiendo, se levantaba y se preparaba un chocolate y contemplaba desde allí las luces de Staten Island, que parecían imposiblemente lejanas y llenas de promesas. ¿Qué sabía él? Era un niño pobre que no había salido de Bayonne.
Los grandes barcos pasaban incluso por la noche, cuando no podías ver las vetas de óxido en los laterales o el aceite que vertían en el agua; por la noche los barcos eran mágicos, con destino a fantásticas aventuras e historias de amor, a fabulosas ciudades donde las calles brillaban oscuras con peligro. En la vida real, hasta Jersey City era una tierra desconocida en lo que a él respectaba, pero en sus sueños conocía los páramos de Escocia, los callejones de Shanghai y la arena de Marrakech. Cuando cumplió diez años, había aprendido a reconocer las banderas de más de treinta naciones distintas.
Pero ya no tenía diez años. Cumpliría cuarenta y dos este año, y lo más lejos que había llegado era a cuatro manzanas de las viviendas de protección, a una casa de ladrillos naranjas de la Primera. Durante los veranos había trabajado arreglando televisores en el instituto. Seguía en la misma tienda, aunque había ascendido hasta ser gerente y poseía casi un tercio del negocio; ahora la tienda se llamaba Broadway Electro Mart y en ella se comerciaba con aparatos de vídeo, reproductores de CD y ordenadores, además de aparatos de televisión.
«Has recorrido un largo camino, Tommy», pensó con amargura. Y ahora Barbara Casko iba a casarse con Steve Bruder.
No podía culparla. No podía culpar a nadie excepto a sí mismo. Y quizá a Jetboy y al Dr. Tachyon… Sí, también podía culparles un poquito.
Se dio media vuelta y dejó caer las cortinas sobre la ventana, sintiéndose como una mierda. Se dirigió a la cocina y abrió la típica nevera de soltero; nada de cerveza, sólo unos centímetros de cola Shop Rite desbravada en el fondo de una botella de dos litros. Quitó el papel de plata de un cuenco de ensalada de atún, con la intención de prepararse un emparedado para desayunar, pero le estaba creciendo una cosa verde por encima. De repente perdió el apetito.
Descolgando el teléfono del soporte de pared, marcó siete números familiares. Al tercer tono, un niño respondió:
—¿Hoya?
—Eh, Vito —dijo Tom—, ¿está el viejo en casa?
Se oyó cómo descolgaban otra extensión.
—¿Hola? —dijo una mujer. El niño rió alegremente—. Ya lo tengo, cariño —dijo Gina.
—Adiós, Vito —se despidió Tom mientras el niño colgaba.
—«Vito» —dijo Gina en un tono que sonaba tan molesto como divertido—. Tom, estás loco, ¿sabes? ¿Por qué quieres confundirle todo el tiempo? La última vez fue Giuseppe. Su nombre es Derek.
—Bah —replicó Tom—, Derek, ¿qué clase de nombre macarroni es ése? Dos buenos chicos italianinis como Joey y tú y le ponéis el nombre de algún payaso de telenovela. A Dom le habría dado un ataque. «Derek DiAngelis»… suena a una crisis de identidad andante.
—Pues ten un hijo tuyo y le llamas Vito —dijo Gina. Sólo era una broma. Gina sólo estaba bromeando, no quería decir nada con eso. Pero saberlo no le ayudaba, le sintió como una patada en el estómago de todas formas.
—¿Está Joey? —preguntó bruscamente.
—Está en San Diego. Tom, ¿estás bien? Suenas raro.
—Estoy bien. Sólo quería decir hola. —Por supuesto que Joey estaba en San Diego. Joey viajaba mucho en estos días, por el curro. Junkyard Joey DiAngelis era un piloto estrella del circuito del derbi de demolición, y en invierno el evento se desplazaba a climas más cálidos. Era un tanto irónico. Cuando eran niños, incluso sus padres habían supuesto que Tom era el que viajaría por ahí mientras Joey se quedaría en Bayonne y llevaría el desguace de su padre; y ahora Joey era casi famoso, mientras que el viejo desguace de la familia pertenecía a Tom. Debió habérselo imaginado; incluso en primaria, Joey era un demonio en los coches de choque—. Bueno, dile que he llamado.
—Tengo el número de su hotel —ofreció.
—Gracias de todos modos pero no es tan importante. Nos vemos, Gina. Cuida de Vito.
Tom devolvió el teléfono a su soporte. Las llaves del coche estaban en el mostrador de la cocina. Se subió la cremallera de una chaqueta de ante marrón deforme y bajó al garaje del sótano. La puerta se cerró automáticamente tras su Honda verde oscuro. Se dirigió al este por la Primera, más allá de las viviendas de protección oficial, y giró por Lexington. En la Quinta dio un quiebro a la derecha y dejó atrás los barrios residenciales.
Era un sábado gris y frío de marzo, con nieve en el suelo y el frío del invierno en el aire. Tenía cuarenta y un años, Barbara se iba a casar y Thomas Tudbury necesitaba meterse en su caparazón.
Se conocieron en Junior Achievement, cursaban el último año de secundaria en institutos distintos.
Tommy tenía escaso interés en aprender cómo funcionaba el sistema de libre cambio, pero tenía mucho interés en las chicas. En su escuela preparatoria eran todo chicos pero JA seleccionaba alumnado de todos los institutos locales y Tom, en su penúltimo año, se unió por primera vez.
Le resultaba difícil trabar amistad con los chicos y las chicas le aterrorizaban. No sabía qué decirles y temía soltar algo estúpido o quedarse del todo callado. Tras unas pocas semanas, algunas chicas empezaron a burlarse de él. La mayoría se limitaron a ignorarle. Las reuniones de los martes por la noche se convirtieron en algo a lo que temió durante todo aquel curso.
El último año fue diferente. La diferencia era una chica llamada Barbara Casko.
En su primer encuentro, Tom estaba sentado en una esquina, sintiéndose rellenito y abatido, cuando Barbara se acercó y se presentó. Era honestamente amigable; Tom estaba perplejo. Lo realmente increíble, incluso más sorprendente que el hecho de que a la chica le saliera ser amable con él, era que se trataba de la chica más guapa del grupo y quizá de todo Bayonne. El pelo rubio oscuro le caía sobre los hombros y se doblaba hacia arriba en las puntas y tenía los ojos azul pálido y la sonrisa más cálida del mundo. Llevaba jerséis de angora, nada demasiado ajustado, pero mostraban su bonita figura de la mejor manera. Era lo bastante guapa para ser animadora.
Tommy no era el único que estaba impresionado con Barbara Casko. En muy poco tiempo, se convirtió en la delegada de la clase de JA. Y cuando después de Navidades acabó su mandato y tocaban nuevas elecciones, ella le nominó para sucederle como presidente y, al ser tan popular, al final lo eligieron de verdad.
—Pídele que salga contigo —dijo Joey DiAngelis en octubre, cuando Tom se armó de valor para hablarle de ella. Joey había dejado la escuela el año antes. Se estaba formando como mecánico en una estación de servicio en la Avenida E—. Le gustas, imbécil.
—Vamos —dijo Tom—, ¿por qué saldría conmigo? Tendrías que verla, Joey, podría salir con quien quisiera. —Thomas Tudbury no había tenido una cita en su vida.
—Quizá tiene un gusto de mierda —dijo Joey sonriendo.
El nombre de Barbara volvió a salir más de una vez. Joey era el único con quien Tom podía hablar y aquel año Barbara era todo acerca de lo que podía hablar.
—Dame un respiro, Tuds —dijo Joey una noche de diciembre mientras se tomaban una cerveza dentro de un viejo Packard destrozado, junto a la bahía—. Si no le pides para salir, lo haré yo.
Tommy odiaba esa idea.
—No es tu tipo, puto macarroni.
Joey sonrió.
—Pensaba que habías dicho que era una chica.
—Irá a la universidad, para ser profesora.
—Ah, a mí no me importa esa mierda. ¿Tiene las tetas grandes?
Tom le dio un porrazo en el hombro.
Hacia marzo, como aún no le había pedido una cita, Joey dijo:
—¿A qué cojones esperas? Te nominó para que fueras el delegado de vuestra puta clase de mariquitas, ¿no? Le gustas, idiota.
—Que pensara que sería un buen delegado de clase no quiere decir que vaya a salir conmigo.
—Pídeselo, imbécil.
—A lo mejor lo hago —dijo Tom incómodo.
Dos semanas después, un miércoles por la noche, tras una reunión en la que Barbara se había mostrado especialmente amigable, fue tan lejos como para intentar buscar su número en la guía telefónica. Pero nunca llegó a hacer la llamada.
—Hay nueve Caskos listados —le dijo a Joey la siguiente vez que le vio—. No estaba seguro de cuál era el suyo.
—Llámalos a todos, Tuds. Joder, son todos parientes.
—Me sentiría como un idiota —dijo Tom.
—Eres un idiota —le dijo Joey—. Así que, mira, si tan difícil es, la próxima vez que la veas, le pides el número de teléfono.
Tom tragó saliva.
—Entonces se pensaría que quiero pedirle una cita.
Joey rió.
—¿Y? ¡Es que quieres pedirle una cita!
—Es que aún no estoy listo, eso es todo. No sé cómo… —Tom se sentía desdichado.
—Es fácil. La telefoneas y cuando responda dices: «Hola, soy Tom, ¿quieres salir conmigo?»
—¿Y si me dice que no?
Joey se encogió de hombros.
—Pues llama a todas las pizzerías de la ciudad y haz que le lleven comida toda la noche. Anchoas. Nadie es capaz de comerse las de anchoa.
Hacia mayo, Tom descubrió a qué familia Casko pertenecía Barbara: la chica había hecho un comentario casual sobre su barrio y reparó en él, del mismo modo obsesivo en que reparaba en todo lo que decía. Fue a casa, arrancó aquella página de la guía telefónica y dibujó un círculo alrededor del número con un bolígrafo Bic. Incluso empezó a marcar. Cinco o seis veces. Pero jamás llegó a completar la llamada.
—Joder, ¿por qué no? —preguntó Joey.
—Es demasiado tarde —dijo Tom con desánimo—. O sea, nos conocemos desde septiembre y no le he pedido salir; si se lo pido ahora pensará que he sido un gallina o algo.
—Y lo eres —dijo Joey.
—¿Y de qué serviría? Vamos a ir a universidades diferentes. Lo más seguro es que no nos volvamos a ver jamás después de junio.
Joey aplastó una lata de cerveza en su puño y dijo tres palabras.
—Baile de graduación.
—¿Qué pasa con eso?
—Pídele que vaya contigo al baile de graduación. Quieres ir a tu baile de graduación, ¿no?
—No lo sé, es que, no sé bailar. ¿Y a qué coño viene esto? ¡Tú nunca has ido a ninguno!
—Los bailes son una mierda —dijo Joey—. Cuando salgo con una chica, prefiero llevarla a la carretera 44 y ver si puedo pillar tetas, en vez de cogerla de la mano en un gimnasio, ¿sabes? Pero tú no eres yo, Tuds. No me des la plasta. Quieres ir a ese estúpido baile y si entraras con la cita más guapa de todo el lugar, estarías en el puto cielo.
—Es mayo —dijo Tom hoscamente—. Barbara es la chica más guapa de Bayonne, es imposible que aún no tenga pareja.
—Joder, Tuds, vais a institutos diferentes. Tal vez ya tiene cita para su baile, sí, pero ¿qué probabilidad hay de que tenga una en el tuyo? A las chicas les encanta esa mierda de los bailes: vestirse de gala, llevar un ramillete y bailar. Ve a por ello, Tuds. No tienes nada que perder. —Sonrió—. Sin contar con tu virginidad.
En la semana que siguió, Tom no pensó en otra cosa que no fuera esa conversación. Se acababa el tiempo. Junior Achievement se estaba terminado y, después de eso, no volvería a ver a Barbara a menos que le pusiera remedio.
Joey tenía razón; tenía que intentarlo. El martes por la noche tenía un nudo en el estómago mientras ensayaba mentalmente la conversación en el largo trayecto del bus hacia el extrarradio. No le saldrían las palabras correctas, no importaba cuántas veces las reordenara, pero estaba decidido a decir algo, como fuera. Le aterrorizaba que le plantara un «no», y aún más que le dijera que sí, pero tenía que ir a por ello. No podía dejar que se fuera sin más, sin hacerle saber lo mucho que le gustaba.
Su mayor preocupación era cómo diantres podría apartarla, llevarla lejos de todos los otros chicos. Desde luego no quería preguntárselo delante de todo el mundo. Sólo con pensarlo se le ponía la piel de gallina. Las otras chicas pensaban que él en sí ya era motivo de hilaridad; la idea de que le pidiera a Barbara Casko que lo acompañara al baile de graduación haría que se partieran de risa. Esperaba que no se lo contara después; no creía que lo hiciera.
El problema se resolvió solo. Era la última reunión y los tutores estaban entrevistando a los delegados de todos los cursos. Daban una beca al chico elegido presidente del año. Barbara había sido la delegada de su curso la primera mitad del año, Tom la segunda; se encontraron esperando en un pasillo, los dos solos, los dos juntos, mientras los demás chicos estaban en la reunión y los tutores andaban ocupados con las entrevistas.
—Espero que ganes —dijo Tom mientras esperaban.
Barbara le sonrió. Llevaba un jersey azul pálido, una falda plisada que le llegaba justo por debajo de la rodilla y alrededor del cuello tenía una fina cadena de oro con un medallón en forma de corazón. Su pelo rubio parecía tan suave que le daban ganas de tocarlo, pero por supuesto no se atrevió. Estaba bastante cerca de él y podía oler su aroma limpio y fresco.
—Estás realmente guapa —espetó con torpeza.
Se sentía como un idiota, pero Barbara no parecía darse cuenta. Le miró con aquellos ojos tan azules.
—Gracias. Ojalá se dieran más prisa. —Y entonces hizo algo que le dejó estupefacto: alargó el brazo y le tocó, le puso la mano en su brazo y le dijo—: Tommy, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Una pregunta —repitió—. Claro.
—Es sobre tu baile de graduación —dijo Barbara.
Se quedó como un zombie durante un buen rato, consciente del frío que hacía en el pasillo, de las risas distantes de la clase, de las voces de los tutores que provenían del otro lado de la puerta de cristal esmerilado, de la leve presión de la mano de Barbara y, sobre todo, de su cercanía, de aquellos profundos ojos azules que le miraban, del medallón colgando entre las pequeñas formas redondas de sus pechos, de su aroma a limpio y fresco. Por una vez, no estaba sonriendo. La expresión de su cara casi podría haber sido de nerviosismo: la hacía parecer incluso más guapa.
Quería abrazarla y besarla. Estaba desesperadamente atemorizado.
—El baile —consiguió decir por fin. Flojito. De un modo absurdo, fue repentinamente consciente de la erección que presionaba el interior de sus pantalones. Deseó que no se diera cuenta.
—¿Conoces a Steve Bruder? —le preguntó.
Tom conocía a Steve Bruder desde segundo. Era el delegado de la clase y jugaba en el equipo de baloncesto. En la escuela de primaria, Stevie y sus amigos solían humillarle a base de puñetazos. Ahora eran sofisticados estudiantes de secundaria y sólo lo acosaban con palabras.
Barbara no esperó a que respondiera.
—Hemos estado saliendo juntos —le explicó—. Pensé que me iba pedir ir al baile promoción, pero no lo ha hecho.
«¡Podrías ir conmigo!», pensó Tom enloquecido, aunque todo lo que dijo fue:
—¿No?
—No. ¿Sabes, ehm, sabes si se lo ha pedido a otra persona? ¿Crees que me lo va a pedir?
—No lo sé —dijo Tom con voz apagada—. No hablamos mucho.
—Vaya —dijo Barbara. Su mano cayó y entonces se abrió la puerta y le llamaron.
Aquella noche Tom ganó 50 dólares en bonos como delegado del año de Junior Achievement.
Su madre nunca comprendió por qué parecía tan infeliz.
El desguace estaba en Hook, en la explanada entre la refinería abandonada y las aguas verdes de la bahía de Nueva York. La cerca de alambre de tres metros de alto estaba caída y había óxido en el rótulo del lado derecho de la puerta, que advertía a los intrusos que el paso estaba prohibido. Tom salió del coche, abrió el candado, quitó las pesadas cadenas y aparcó dentro.
La cabaña en la que Joey y su padre Dom habían vivido ahora estaba en plena decadencia. La pintura del tejado había desaparecido hasta el punto de ser ilegible, pero Tom aún podía distinguir las débiles letras: Di ANGELIS CHATARRA & PIEZAS DE AUTOMÓVIL. Había comprado y cerrado el desguace hacía diez años, cuando Joey se casó. Gina no había querido vivir en un desguace y, además, Tom se había cansado de toda la gente merodeando durante horas buscando la transmisión de un DeSoto o un parachoques para un Edsel de 1957. Ninguno de ellos había llegado a descubrir sus secretos pero habían estado cerca, y más de una vez se había visto forzado a pasar la noche en algún sucio tejado de Jokertown porque había moros en la costa.
Ahora, tras una década de negligencia benigna, el desguace era una extensa tierra baldía de óxido y desolación y nadie se molestaba en conducir todo el camino hasta allí.
Tom aparcó el Honda detrás de la cabaña y se dirigió a grandes trancos hacia el desguace, con las manos metidas en los bolsillos y el gorro bien calado para protegerse del frío viento cargado de salitre que venía de la bahía.
Aquí nadie había apartado la nieve ni había habido tráfico alguno que la convirtiera en un sucio légamo marrón. Parecía como si hubieran espolvoreado azúcar sobre las colinas de chatarra y basura, y pasó por delante de montones más altos que él, heladas olas blancas que se desplomarían cuando las temperaturas aumentaran con la primavera.
Muy al fondo, entre dos imponentes pilas de automóviles convertidos en puro óxido, había un espacio despejado. Tom pateó la nieve con el talón del zapato hasta que descubrió la lisa placa metálica. Se arrodilló, encontró la argolla y tiró de ella. El metal estaba helado y jadeó hasta que se las arregló para levantar la tapa poco menos de un metro para abrir el túnel que había debajo. Habría sido mucho más fácil usar la telequinesia, moverlo con la mente. Hubo un tiempo en que lo habría hecho. Ahora no. El tiempo te hace cosas curiosas. En el interior del caparazón, se había hecho más y más fuerte pero, en el exterior, su telequinesis se había ido apagando con el paso de los años. Era todo psicológico y lo sabía; el caparazón se había convertido en una especie de muleta y su mente se negaba a dejarle usar la telequinesia sin ella, eso era todo. Pero había días en que casi podía sentir como si Thomas Tudbury y la Gran y Poderosa Tortuga se hubieran convertido en dos personas distintas.
Se dejó caer en la oscuridad, en el túnel que él y Joey habían excavado juntos, noche tras noche, muchos años atrás; ¿cuándo había sido eso? ¿En el 69? ¿En el 70? Algo así. Encontró la gran linterna de plástico en su gancho, aunque la luz era pálida y débil. Tendría que acordarse de traer pilas nuevas de la tienda la próxima vez que saliera; y cambiar a las alcalinas, que duraban mucho más.
Caminó unos veinte metros más antes de que el túnel acabara y la oscuridad del búnker se abriera a su alrededor. No era más que un enorme agujero en el suelo que había excavado con su telequinesia, con un tosco techo cubierto de una fina capa de tierra y basura para esconder lo que yacía debajo. El aire era espeso y rancio y se oía a las ratas escabulléndose lejos de la luz de la linterna. En el cómic, la Tortuga tenía una Cueva Tortuga secreta bajo las aguas de la bahía de Nueva York, un lugar maravilloso con techos abovedados, consolas de ordenadores y un mayordomo que vivía allí y quitaba el polvo a todos los trofeos y preparaba manjares deliciosos. Los escritores de Cosh Comics hacían que las cosas le fueran jodidamente mejor de lo que él se las había arreglado.
Caminó más allá de dos de los caparazones más viejos, hasta el último modelo; pulsó la combinación y abrió la escotilla. Arrastrándose en el interior, Tom selló la abertura tras de sí y encontró su butaca. Buscó a tientas el arnés y se lo ajustó. El asiento era amplio y confortable, con apoyabrazos acolchados y un reconfortante olor a cuero. Los paneles de control estaban engastados en los extremos de ambos reposabrazos para permitir el acceso a ellos con sólo mover un dedo. Sus dedos toquetearon las teclas con la facilidad de una larga familiaridad, encendiendo los ventiladores, la calefacción y las luces. El interior del caparazón era cómodo y acogedor y estaba cubierto de moqueta de lana verde. Tenía cuatro televisores a color de 24 pulgadas montados en las paredes tapizadas, rodeados por bancos de pantallas más pequeñas y otros instrumentos.
Hundió el índice izquierdo y las cámaras exteriores cobraron vida y llenaron sus pantallas de vagas formas grises, hasta que activó los infrarrojos. Tom giró lentamente, revisando las imágenes, probando las luces, asegurándose de que todo funcionaba. Rebuscó en la caja de casetes hasta que encontró a Springsteen. «Un buen chico de Jersey», pensó Tom. Metió la casete en el reproductor, lo cerró de golpe y Bruce se arrancó con Glory Days. Aquello le dibujó una sonrisa dura y plana en el rostro.
Tom se inclinó hacia adelante y pulsó un conmutador. Desde algún lugar del exterior, llegó un zumbido. A juzgar por el sonido, habría que cambiar pronto la puerta del garaje. En las pantallas vio cómo la luz se derramaba en el búnker desde arriba. Una cascada de nieve y hielo cayó sobre el sencillo suelo de tierra. Se impulsó hacia arriba con la mente; el caparazón blindado se elevó y empezó a moverse hacia la luz. ¿Así que Barbara Casko iba a casarse con el capullo de Steve Bruder?, pues le importaba una mierda; la Gran y Poderosa Tortuga saldría a patearle el culo a algún monstruo.
Una cosa que Tom Tudbury había descubierto hacía tiempo era que la vida no te da muchas segundas oportunidades. Él había tenido suerte: tuvo una segunda oportunidad con Barbara Casko.
Sucedió en 1972, tras una década sin haberse visto. En aquel entonces la tienda aún se llamaba Broadway Television and Electronics y Tom era el ayudante del gerente. Estaba detrás de la caja registradora ordenando algunos estantes de espaldas al mostrador cuando una voz femenina dijo:
—Disculpe.
—¿Sí? —dijo y se giró y se quedó mirándola fijamente.
Su pelo rubio oscuro era mucho más largo, le caía hasta media espalda y llevaba gafas tintadas con una enorme montura de plástico, pero tras las lentes sus ojos eran exactamente igual de azules. Llevaba un jersey de punto de colores y un par de vaqueros gastados; su figura a los veintisiete era incluso mejor de lo que lo había sido a los diecisiete. Le miró la mano y lo único que vio fue un anillo de graduación universitaria.
—Barbara —dijo. Ella pareció sorprendida.
—¿Te conozco?
Tom señaló el pin de McGovern que llevaba en el jersey.
—Una vez me nominaste para presidente —dijo.
—Yo no… —empezó, con un leve mohín de desconcierto en la cara, que aún era la cara más hermosa que le había sonreído a Tom Tudbury en toda la vida.
—Llevaba el pelo cortado a cepillo —dijo—. Y una chaqueta de pana con doble abotonadura, negra. —Se tocó las gafas de aviador—. Estas tenían montura de carey la última vez que me viste. Pesaba más o menos lo mismo pero debía de medir unos cinco centímetros menos. Y no te creerías lo enamorado que estaba de ti.
Barbara Casko sonrió. Por un momento pensó que estaba fingiendo pero sus ojos se encontraron y él lo supo.
—¿Cómo estás, Tom? ¡Cuánto tiempo!, ¿eh?
«Mucho tiempo», pensó. Y tanto. Todo un eón.
—Estoy bien —le dijo. Era al menos media verdad. Eso era al final de la década más emocionante de la Tortuga.
La vida de Tom no iba a ninguna parte: después del asesinato de JFK había dejado la universidad y desde entonces había estado viviendo en un sótano de mala muerte en la calle 31. No le importaba un comino. Tom Tudbury y su miserable trabajo y su miserable apartamento eran secundarios en su verdadera vida; eran el precio que tenía pagar por aquellas noches y fines de semana en el caparazón. En el instituto había sido un gordito introvertido con el pelo a cepillo, un montón de inseguridades y un poder secreto que sólo Joey conocía. Y ahora era la Gran y Poderosa Tortuga, un héroe misterioso, una celebridad, as de ases y, en definitiva, la pera.
No podía decirle nada de eso, claro.
Pero no importaba: el mero hecho de ser la Tortuga le había cambiado, le había dado más confianza. Durante diez años había tenido fantasías y sueños húmedos sobre Barbara Casko, reprochándose su cobardía, preguntándose por el camino que no había tomado y el baile de graduación al que no había asistido. Una década después, Tom Tudbury por fin consiguió pronunciar las palabras:
—Estás increíble —dijo con toda sinceridad—. Salgo a las cinco. ¿Estás libre para cenar?
—Claro —dijo. Después rió—. Me preguntaba cuánto tardarías en pedirme una cita. Nunca me hubiera imaginado que serían diez años. Debes de acabar de establecer un nuevo récord.
Los monstruos eran como los policías, concluyó Tom: nunca estaban cerca cuando los necesitabas. Diciembre había sido una historia diferente. Recordaba la primera vez que los vio, recordaba el largo trayecto surrealista por la Jersey Turnpike hacia Philadelphia. Tras él había una columna de blindados; delante, la autopista estaba desierta. No se movía nada salvo unos pocos periódicos arrastrados por el viento en los carriles vacíos de la calzada. A los lados de la carretera, los vertederos de residuos tóxicos y las plantas petroquímicas se alzaban como tantas ciudades fantasmas. De vez en cuando se cruzaban con refugiados demacrados que huían del Enjambre, pero nada más. Era como una película, pensó. Casi no podía creérselo.
Hasta que entraron en contacto.
Un gélido escalofrío le subió por la espalda cuando el androide volvió como un rayo a la columna con las noticias de que el enemigo estaba cerca, avanzando hacia Philadelphia.
—Esto es lo que hay —le dijo Tom a Peregrine, que había hecho el trayecto con él en el caparazón para descansar las alas. Tuvo tiempo suficiente para encontrar una casete («Creedence Gold») y meterla en la pletina antes de que los retoños del Enjambre aparecieran en el horizonte como una marea negra. Las criaturas voladoras llenaban el aire hasta donde podían ver sus cámaras, eran una nube de oscuridad en movimiento, como una descomunal nube de tormenta que se les echaba encima. Recordó el Tomado de El Mago de Oz y cuánto le había asustado la primera vez que había visto la película.
Debajo de aquellas alas oscuras, las demás criaturas del Enjambre avanzaban reptando sobre vientres anillados, corriendo sobre patas arácnidas de un metro de largo, supurando como la Masa Devoradora sin Steve McQueen a la vista. Llenaban la carretera de un lado a otro, sobresaliendo por los bordes, y se movían más rápido de lo que habría podido imaginar.
Peregrine alzó el vuelo. El androide ya estaba lanzándose de nuevo hacia el enemigo y Tom vio que Mistral bajaba desde lo alto: un centelleo azul entre las delgadas y frías nubes. Tragó saliva y puso el volumen de sus altavoces a tope; Bad Moon Rising atronó en el oscuro cielo. Recordaba haber pensado que la vida no volvería a ser lo mismo y casi quería creerlo, pues quizá el nuevo mundo fuese mejor que el viejo.
Pero aquello era diciembre, y ahora era marzo, y la vida era mucho más fuerte de lo que hubiera podido imaginar. Como aves de paso, los retoños del Enjambre habían amenazado con tapar el sol y, como aves de paso, se habían ido en lo que había parecido un instante. Tras aquel primer momento inolvidable, hasta la guerra de los mundos se había convertido en una tarea más. Era más exterminio que combate, como matar cucarachas especialmente grandes y feas. Zarpas, pinzas y garras venenosas atacaban su coraza; el ácido secretado por las criaturas voladoras le jodió las lentes considerablemente, pero era más un incordio que un peligro. Se encontró tratando de pensar maneras nuevas e imaginativas de matar a aquellas cosas para aliviar el aburrimiento. Las lanzaba por los aires, bien alto; las partía por la mitad, las agarraba con puños invisibles y las apretaba hasta convertirlas en guacamole. Una y otra vez, día tras día, sin parar, hasta que dejaron de venir.
Y después, de vuelta a casa, se sorprendió de lo rápido que la Guerra del Enjambre desaparecía de los titulares y de cuán fácilmente la vida volvía a su viejo curso. En Perú, el Chad y las montañas del Tibet, grandes infestaciones de alienígenas seguían causando estragos, y restos menores seguían causando molestias a los turcos y los nigerianos; pero los enjambres del Tercer Mundo eran un simple relleno de la cuarta página en la mayoría de los periódicos americanos. Mientras tanto, la vida seguía. La gente pagaba la hipoteca e iba a trabajar; quienes habían perdido casa y trabajo habían presentado las debidas reclamaciones al seguro y solicitado el paro. La gente se quejaba del tiempo, contaba chistes, iba al cine y discutía sobre deporte.
La gente hacía planes de boda.
Los retoños del Enjambre no habían sido eliminados del todo, claro. Un pequeño remanente de monstruos acechaba aquí y allá, en lugares aislados o no tan aislados. Tom deseaba con desespero encontrarse con uno hoy. Uno pequeño bastaría, que volara o reptara…, no le importaba. Se habría conformado con algún delincuente común, un incendio, un accidente de coche, algo que le quitara de la cabeza a Barbara.
No había nada que hacer. Era un día gris, frío, depresivo y apagado incluso en Jokertown. Su monitor de la policía no informaba de nada, salvo de algunos conflictos domésticos, y había autoestablecido la regla de no involucrarse en estos casos. Con el paso de los años había aprendido que incluso la mujer más maltratada tendía a entrar en shock cuando un caparazón blindado del tamaño de un Lincoln Continental se empotraba en la pared de su dormitorio y le decía a su marido que le quitara la mano de encima.
Cruzó todo Bowery, flotando por encima de las azoteas, proyectando una larga sombra negra que le seguía el paso por debajo, en la acera. El tráfico transcurría sin siquiera aminorar la marcha. Todas las cámaras hacían barridos exploratorios, ofreciéndole perspectivas desde más ángulos de los que posiblemente necesitaba. Tom observaba sin descanso una pantalla y otra, contemplando a los peatones. Ya apenas reparaban en él. Una fugaz ojeada hacia arriba cuando el caparazón entraba en su visión periférica, un destello de reconocimiento, y luego volvían a sus propios asuntos, aburridos. «Sólo es la Tortuga», se imaginó que decían. Noticias de ayer: los días de gloria ya habían pasado.
Veinte años antes, las cosas habían sido distintas. Había sido el primer as en saltar a la opinión pública tras una larga década de clandestinidad y todo lo que hacía o decía era celebrado. Los periódicos estaban llenos de sus hazañas y, cuando la Tortuga pasaba por encima, los niños gritaban y le señalaban, y todos los ojos se giraban en su dirección. Las multitudes le aclamaban entusiasmadas en los incendios, en los desfiles y en las asambleas públicas. En Jokertown, los hombres se quitaban la máscara para saludarle y las mujeres le lanzaban besos a su paso. Era el héroe de Jokertown. Al esconderse en un caparazón blindado y no mostrar nunca el rostro, muchos jokers habían asumido que era uno de ellos y le amaban por eso. Era un amor basado en una mentira, o al menos en una confusión, y a veces se sentía culpable por ello, pero en aquellos días los joker habían necesitado desesperadamente tener a alguien de los suyos a quien aclamar, así que había dejado que los rumores continuaran. Nunca se decidió a hacer público que en realidad era un as; en algún punto, no podía recordar exactamente cuándo, al mundo había dejado de importarle quién o qué podía estar dentro del caparazón de la Tortuga.
En la actualidad había setenta u ochenta ases sólo en Nueva York, quizá incluso cien, y él era la misma vieja Tortuga de siempre. Ahora Jokertown tenía héroes jokers de verdad: Oddity, Troll, Quasiman y las Twisted Sisters y otros ases jokers a quienes no les asustaba mostrar su rostro al mundo. Durante años se había sentido mal por el hecho de aceptar una adulación por parte de los jokers que se basaba en premisas falsas, pero ahora que había desaparecido descubrió que la echaba de menos.
Al pasar por encima del parque Sara Roosevelt, Tom reparó en un joker con cabeza de cabra agachado en la base de la abstracta figura de acero rojo que habían alzado como monumento a los caídos en la Gran Revuelta de Jokertown en 1976. El hombre contempló el caparazón con una aparente fascinación. «Quizá no me han olvidado por completo, después de todo», pensó. Acercó el objetivo para tener una buena imagen de su fan. Entonces se percató de la gruesa hebra de moco verde que colgaba de la comisura de la boca del hombre cabra y del vacío en aquellos pequeños ojos negros. Una pesarosa sonrisa torció los labios de Tom. Encendió el micrófono:
—Eh, chico —anunció por sus altavoces—. ¿Va todo bien ahí abajo?
El hombre cabra movió la boca, sin proferir sonido alguno.
Tom suspiró. Proyectó su mente y levantó al joker en el aire con facilidad. El hombre cabra ni siquiera se resistió: se limitó a mirarle con expresión de asombro desde la distancia, viendo quién sabe qué, mientras le caía la baba. Tom le situó en un lugar bajo el caparazón y partió hacia South Street.
Depositó suavemente al hombre cabra entre los erosionados leones que guardaban las escaleras de la clínica de Jokertown y subió el volumen de los altavoces.
—Tachyon —dijo al micrófono y «TACHYON» retumbó por toda la calle, haciendo temblar las ventanas y sobresaltando a los motoristas de la autovía FDR. Una enfermera de aspecto feroz apareció en la puerta principal y le miró con el ceño fruncido.
—Os he traído a un paciente —dijo más bajo.
—¿Quién es? —preguntó.
—El presidente del Club de Fans de la Tortuga —dijo Tom—. ¿Qué cuernos voy a saber? Pero necesita ayuda, mírale.
La enfermera hizo un examen superficial al joker y después llamó a dos ordenanzas para que la ayudaran a meterlo dentro.
—¿Dónde está Tachyon? —preguntó Tom.
—Comiendo —dijo la enfermera—. Tiene que volver a la una y media. Lo más probable es que esté en el Peludo.
—No importa —dijo Tom. Se impulsó y el caparazón se elevó directo al cielo. Abajo, la autopista, el río y los tejados de Jokertown fueron empequeñeciéndose.
Curioso: cuanto más alto subías, más bonito parecía Manhattan. Los magníficos arcos de piedra del puente de Brooklyn, los retorcidos callejones de Wall Street, la Estatua de la Libertad en su isla, los barcos en el río y los ferris en la bahía, las elevadas torres del edificio Chrysler y el Empire State Building, la vasta extensión verde y blanca de Central Park; la Tortuga lo admiraba todo desde lo alto. El intrincado entramado del tráfico fluyendo por las calles de la ciudad era casi hipnótico si lo contemplabas el tiempo suficiente. Mirándola desde el frío cielo de invierno, Nueva York era magnífica y formidable, más que ninguna otra ciudad en el mundo. Sólo cuando descendías entre aquellas gargantas de piedra veías la suciedad, olías los desechos podridos de un millón de cubos de basura abollados, oías las maldiciones y los gritos y sentías la profundidad del miedo y la miseria.
Ascendió bien alto, sobrevolando la metrópoli, donde un viento helado azotaba su caparazón. El monitor de la policía crepitaba con trivialidades. Tom sintonizó con la frecuencia de la Marina, pensando que tal vez podría encontrar alguna lancha en apuros. Una vez salvó a seis personas de un yate que había volcado en una tormenta de verano. Más tarde, el agradecido propietario le recompensó; el tipo era listo: le pagó en efectivo, con billetes pequeños y usados, ninguno de más de veinte, repartidos en seis putos maletines. Los héroes sobre los que Tom había leído cuando era un niño siempre rechazaban las gratificaciones, pero ninguno de ellos vivía en un apartamento de mala muerte ni conducía un Plymouth con ocho años de antigüedad. Tom cogió el dinero, tranquilizó su conciencia donando un maletín a la clínica y usó los otros cinco para comprarse una casa, algo que de ningún modo habría podido hacer con el sueldo de Tom Tudbury. A veces le preocupaba que le hicieran una auditoría fiscal, pero por ahora no había ocurrido.
Su reloj marcaba las 13. 03. Hora de comer. Abrió la pequeña nevera que había en el suelo: una manzana, un emparedado de jamón y un pack de seis cervezas. Cuando acabó de comer eran las 13. 17. «Menos de cuarenta y cinco minutos», pensó, y recordó aquella vieja película de Cargney sobre George M. Cohan y la canción Forty-Five Minutes From Broadway. A esa hora salía un bus de Port Authority que tardaría cuarenta y cinco minutos en llegar a Bayonne, aunque era más rápido por aire. Diez minutos, quince a lo sumo, y estaría de vuelta.
Pero ¿para qué?
Apagó la radio, volvió a poner la cinta de Springsteen y rebobinó hasta que encontró de nuevo Glory Days.
La segunda vez las cosas habían ido mucho mejor. Tras la graduación ella había ido a Rutgers, le dijo Barbara aquella primera noche, entre pepitos de ternera y jarras de cerveza en Hendrikson’s. Había obtenido una licencia para la docencia, vivido dos años en California con un novio y vuelto a Bayonne al romper. Ahora daba clases allí en la localidad, en un jardín de infancia, irónicamente en la antigua escuela de primaria de Tom.
—Me encanta —dijo—. Los niños son fantásticos. Los cinco son una edad mágica.
Tom la dejó hablar de su vida durante un buen rato, feliz por el simple hecho de estar allí sentado con ella, escuchando su voz. Le gustaba la forma en que le brillaban los ojos cuando hablaba de los niños. Cuando al fin sus historias fueron aminorando, le hizo la pregunta que le había estado atormentando todos aquellos años:
—¿Te pidió Steve Bruder ir al baile?
Hizo una mueca.
—No, el hijo de puta fue con Betty Moroski. Lloré toda una semana.
—Era un idiota. Por Dios, no era ni la mitad de guapa que tú.
—No —dijo Barbara con un mohín irónico en la boca—, pero ella fue al baile y yo no. No importa. ¿Y qué hay de ti? ¿Qué has estado haciendo los últimos diez años?
Habría sido infinitamente más interesante si le hubiera hablado de la Tortuga, de la vida en los fríos cielos y las míseras calles, de las situaciones arriesgadas, de los momentos de euforia o los titulares. Se podría haber jactado de capturar al Gran Simio durante el gran apagón de 1965, podría haberle contado que había salvado la vida y la cordura del Dr. Tachyon, podría haber dejado caer casualmente nombres de famosos y villanos, de ases y jokers y de celebridades de toda clase. Pero todo aquello formaba parte de otra vida, pertenecía a un as que aparecía resguardado en un caparazón de hierro. Lo único que tenía para ofrecerle era Thomas Tudbury. Mientras hablaba sobre sí mismo se dio cuenta por primera vez de lo vacía y deprimente que era su vida «real».
No obstante, de algún modo parecía bastar.
La primera cita dio pie a una segunda, la segunda a una tercera y pronto estuvieron viéndose con regularidad. No era el cortejo más excitante del mundo. Entre semana iban al cine, al DeWitt o al Lyceum; a veces simplemente miraban la televisión juntos y se turnaban para hacer la cena. Los fines de semana iban a Nueva York: obras de Broadway cuando podían permitírselo y cenas tardías en Chinatown y Little Italy. Cuanto más estaba con ella, más incapaz se sentía de estar sin ella.
A ambos les gustaba el vino tinto, la pizza y el rock and roll. Ella se había manifestado en Washington el año anterior para que retiraran a las tropas de Vietnam y él también había estado allí (dentro del caparazón, flotando por encima del parque con símbolos de la paz pintados en la coraza y una impresionante rubia con un top sin mangas y tejanos sentada en lo alto, cantando un sinfín de canciones pacifistas que atronaban desde sus altavoces; pero no le podía explicar esa parte). Adoraba a Gina y Joey y sus padres parecían aprobarle. Era fan del béisbol, educada para abominar a los Yankees y amar a los Brooklyn Dodgers, justo igual que él. Al llegar octubre, estaba sentada a su lado en las gradas del Ebbets Field cuando Tom Seaver llevó a los Dodgers a la victoria sobre los Oakland A’s en el séptimo y decisivo partido de la serie. Un mes después, él estaba allí para compartir su angustia por la aplastante derrota de McGovern. Tenían tanto en común.
¿Cómo no se dio cuenta hasta la semana después de Acción de Gracias, cuando vino a su casa a cenar? Había ido a la cocina para abrir el vino y vigilar la salsa de los espaguetis y cuando volvió la encontró de pie junto a la librería, hojeando una copia de bolsillo de El día del Wild Card, de Jim Bishop.
—Sí que te interesa este rollo —dijo señalando los libros. Su colección sobre el wild card ocupaba casi tres estantes. Lo tenía todo: las biografías de Jetboy; la antología de discursos de Earl Sanderson y las memorias de Archibald Holmes; Wild Card Chic, de Tom Wolf; la autobiografía de Ciclón según Robin Moore; el Almanaque de Ases del «Information Please», y mucho más. Incluyendo, por supuesto, todo lo que se había publicado sobre la Tortuga.
—Sí —dijo—, ehm, siempre me ha interesado. Esa gente. Me encantaría conocer a un wild card algún día.
—Ya conoces a uno —dijo sonriendo y devolviendo el libro a la estantería, junto a El hombre invisible de Ralph Ellison.
—¿Ah, sí? —Estaba confuso y un poco alarmado. ¿Se había delatado de algún modo? ¿Se lo había dicho Joey?
—¿Quién?
—Yo —dijo Barbara. Debió de parecer incrédulo—. Sí, en serio. Lo sé, no es evidente. No soy un as ni nada, no me hace nada, por lo que sabemos. Pero lo tengo. Sólo tenía dos años, así que no recuerdo nada. Mi madre dijo que casi me muero. Los síntomas… debieron de ser todo un espectáculo. Al principio nuestro médico pensó que eran paperas pero mi cara siguió hinchándose hasta que parecí una pelota de baloncesto. Entonces me llevaron al Mount Sinai. El Dr. Tachyon trabajaba allí en aquella época.
—Sí —dijo Tom.
—Sea como sea, salí adelante. La hinchazón duró un par de días pero me tuvieron todo un mes en el hospital, haciéndome pruebas. Sin duda era el wild card pero, para el caso, podría haber sido la varicela. —Sonrió—. Con todo, fue un oscuro y profundo secreto de la familia. Papá dejó el trabajo y nos mudamos a Bayonne, donde nadie lo sabía. La gente recelaba el wild card por aquel entonces. Yo ni siquiera lo supe hasta que estuve en la universidad, ya que mi madre temía que se lo contara a alguien.
—¿Y lo hiciste?
—No —dijo Barbara. Parecía extrañamente solemne—. A nadie. No hasta esta noche, vaya.
—¿Y por qué me lo cuentas a mí? —le preguntó Tom.
—Porque confío en ti —dijo en voz baja.
Casi se lo contó entonces, allí mismo, en su sala de estar. Quería hacerlo. Después, cada vez que pensaba en aquella velada, se descubría deseando haberlo hecho y se preguntaba qué habría pasado.
Pero cuando abrió la boca para pronunciar las palabras, para hablarle de la telequinesia, las Tortugas y los secretos del desguace, fue como si hubiera vuelto atrás en el tiempo y estuviera de nuevo en el instituto, de pie junto a ella en aquel corredor, anhelando pedirle que le acompañara al baile pero incapaz de ello. Había guardado su secreto demasiado tiempo, las palabras no le saldrían. Lo intentó, durante un inacabable momento lo intentó. Después, vencido, la abrazó y murmuró «me alegro de que me lo hayas contado», antes de retirarse a la cocina para recuperar la compostura. Observó la salsa de los espaguetis cociéndose a fuego a lento y, de repente, se acercó y apagó el fogón.
—Coge el abrigo —dijo cuando volvió con ella—. Cambio de planes. Voy a sacarte a cenar.
—¿Sacarme? ¿Dónde?
—Al Aces High —dijo mientras descolgaba el teléfono para reservar mesa—. Vamos a ir a ver a esos wild cards esta noche.
Cenaron entre ases y estrellas. Le costó dos semanas de su sueldo pero valió la pena, aunque el maître, tras echarle un vistazo a su traje de pana, los sentó en una mesa al fondo, junto a la cocina. La comida era casi tan extraordinaria como la luz de los ojos de Barbara. Estaban disfrutando de un aperitivo cuando el Dr. Tachyon entró luciendo un esmoquin de terciopelo verde y escoltando a Liza Minnelli. Tom fue a su mesa y ambos le firmaron un autógrafo en la servilleta de papel.
Aquella noche él y Barbara hicieron el amor por primera vez. Después, mientras dormía acurrucada junto a él, Tom se aferró intensamente a su calidez, soñando en los años venideros y preguntándose por qué diablos había tardado tanto.
Estaba dando un giro por encima del lago de Central Park, escuchando a Bruce y comiéndose una bolsa de Doritos con sabor a queso, cuando se dio cuenta de que le seguía un pterodáctilo.
A través de un teleobjetivo, Tom observó que volaba en círculos por encima de él, cabalgando los vientos con unas alas coriáceas de dos metros de envergadura. Frunció el ceño, apagó el casete y encendió los altavoces.
—¡EH! —bramó al aire de invierno—. ¿NO HACE DEMASIADO FRÍO PARA TI? ERES UN REPTIL, CHICO, SE TE VA A CONGELAR EL CULO ESCAMOSO.
El pterodáctilo respondió con un alarido agudo y estridente, trazó un amplio giro y vino a aterrizar encima del caparazón, aleteando enérgicamente al posarse para evitar caer por el borde. Sus garras arañaron el metal y encontraron asidero en las hendiduras entre las placas blindadas.
Entre suspiros, Tom contempló en una de las grandes pantallas cómo el reptil fluctuaba, mudaba y se convertía en Chico Dinosaurio.
—Igual de frío que para ti —dijo Chico Dinosaurio.
—Aquí dentro tengo calefactores —dijo Tom. El chico ya se estaba poniendo azul, lo que no era de extrañar, considerando que estaba desnudo. Tampoco parecía muy estable: la parte superior del caparazón era bastante ancha pero tenía una pendiente pronunciada y los dedos humanos no podían, ni por asomo, aferrarse a las hendiduras de entre los paneles tan bien como las garras de un pterodáctilo. Tom empezó a descender.
—Te vendría bien que hiciera un círculo y te tirara al lago.
—Cambiaría de forma otra vez y echaría a volar —dijo el Chico. Tiritó—. Pues sí que hace frío, no me había dado cuenta.
En su forma humana, el único as adolescente de Nueva York era un desgarbado chico de trece años con una marca de nacimiento en la frente. Era torpe y descoordinado, con el pelo desgreñado cayéndole sobre los ojos. La despiadada mirada de la cámara mostraba las espinillas de su nariz con absoluto detalle; tenía un enorme grano en la punta de la barbilla. Y no estaba circuncidado, observó Tom.
—¿Dónde diablos está tu ropa? —preguntó Tom—. Si te dejo en el parque, te arrestarán por exhibicionista.
—No se atreverían —dijo Chico Dinosaurio con la certeza arrogante de un adolescente—. ¿Qué estás haciendo? ¿Estás con un caso? Puedo ayudarte.
—Has leído demasiados libros raros —le contestó Tom—. Ya me enteré de lo que pasó la última vez que ayudaste a alguien.
—Bah, le volvieron a coser la mano y Tacky dice que le quedará muy bien. ¿Cómo iba a saber que aquel tío era un policía de incógnito? De haberlo sabido, no le hubiera mordido.
No tenía la menor gracia, pero Tom sonrió. Chico Dinosaurio le recordaba a sí mismo. También había leído muchos libros raros.
—Chico —dijo—, tú no estás siempre dando vueltas por ahí desnudo y convirtiéndote en dinosaurio, ¿verdad? ¿Tienes otra vida?
—No voy a decirte cuál es mi identidad secreta —dijo Chico Dinosaurio de inmediato.
—¿Tienes miedo de que se lo diga a tus padres?
La cara del chico se puso roja; el resto, estaba más azul que nunca.
—No tengo miedo de nada, pedorro viejuno.
—Pues deberías —dijo Tom—. De mí, para empezar. Sí, ya sé que puedes convertirte en un tiranosaurio de un metro y clavar los dientes en mi blindaje. Lo único que puedo hacer yo es romperte todos los huesos por doce o trece sitios, o entrar dentro de ti y estrujarte el corazón hasta convertirlo en papilla.
—No harías algo así.
—No —admitió Tom—, pero hay gente que sí. Te estás metiendo en un buen fregado, pequeño idiota. Joder, no importa en qué clase de dinosaurio de juguete puedas convertirte, puedes morir de un balazo igual.
Chico Dinosaurio le miró, hosco.
—Que te jodan. —El énfasis con que lo dijo dejaba claro que no utilizaba a menudo un lenguaje como ése en casa.
«Esto no va bien», pensó Tom.
—Mira —empezó con tono conciliatorio—, sólo quiero explicarte algunas cosas que yo tuve que aprender por las malas. No quieres que te pillen, te lo aseguro. Es genial que seas Chico Dinosaurio, pero también eres, ehm, quienquiera que seas, no lo olvides. ¿En qué curso estás?
El chico gimió.
—¿Qué os pasa a todos, tíos? Si vas a empezar a hablar de álgebra, ¡olvídame!
—¿Algebra? —repitió Tom, desconcertado—. No he dicho nada de álgebra. Las clases son importantes pero tampoco lo son todo. Haz amigos, maldita sea, ten citas, asegúrate de que vas a tu baile de graduación. Ser capaz de convertirte en un brontosaurio del tamaño de un dóberman no te va a servir de nada en la vida, ¿entiendes?
Aterrizaron con un ligero ruido sordo en la hierba cubierta de nieve de Sheep Meadow. Cerca, un vendedor de galletas con orejeras y abrigo miraba perplejo el caparazón blindado y el chico desnudo y tembloroso que estaba encima.
—¿Me has oído? —preguntó Tom.
—Sí, eres igual que mi padre. Los vejestorios os pensáis que lo sabéis todo.
Su risa aguda y nerviosa se convirtió en un largo silbido de reptil mientras sus huesos y músculos cambiaban y fluían, y su suave piel endureció y se hizo escamosa. Con mucha delicadeza, el pequeño triceratops depositó un protocropolito en lo alto del caparazón, se deslizó por uno de los lados y anadeó por el prado proyectando con arrogancia sus cuernos en el aire.
Aquel fue el mejor año de la vida de Tom Tudbury. Pero no por la Grande y Poderosa Tortuga.
En los tebeos parecía que los héroes nunca necesitaban dormir. Sin embargo, las cosas no eran tan simples en la vida real. Con un trabajo a tiempo completo de nueve a cinco que le mantenía ocupado, Tom casi había dejado todos sus tortugueos para las noches y los fines de semana, y ahora Barbara estaba ocupando ese espacio. Como su vida social le llevaba cada vez más tiempo, su carrera como as sufrió en la misma proporción y el caparazón de hierro cada vez se vio con menor y menor frecuencia sobre las calles de Manhattan.
Por fin llegó el día en el que Thomas Tudbury se dio cuenta, con cierta conmoción, de que habían pasado casi tres meses y medio desde la última vez que había ido al desguace y salido con sus caparazones. El detonante de esa revelación fue una pequeña nota en la página veinticuatro del Times con un titular en el que se leía «tortuga desaparecida. Se teme su muerte». La nota mencionaba que durante los últimos meses docenas de llamadas a la Tortuga habían quedado sin respuesta (no había encendido su radio amateur desde Dios sabe cuándo) y que el Dr. Tachyon estaba especialmente preocupado, hasta el punto de que había puesto anuncios por palabras en los periódicos y ofrecido una pequeña recompensa por notificar cualquier avistamiento de la Tortuga (Tom nunca leía los anuncios por palabras y en aquella época apenas leía los periódicos).
Debería meterse en su caparazón y contactar con la clínica, pensó cuando lo leyó. Pero no tenía tiempo, pues le había prometido a Barbara que llevaría a su clase a una excursión al campo hasta Bear Mountain y tenían que salir en dos horas.
En su lugar, fue a una cabina y llamó.
—¿Quién es? —preguntó Tachyon irritado cuando Tom consiguió por fin que se pusiera al teléfono—. Aquí estamos bastante ocupados y no puedo perder mucho tiempo con gente que se niega a dar su nombre.
—Soy la Tortuga. Quería que supieras que estoy bien.
Hubo un momento de silencio.
—No suenas como la Tortuga —dijo Tachyon.
—El sistema de sonido del caparazón está diseñado para distorsionar mi voz. Por supuesto que no sueno como la Tortuga, pero lo soy.
—Tendrás que convencerme.
Tom suspiró.
—Dios, eres un pelma, aunque tendría que haber imaginado algo así. Me estuviste lloriqueando durante diez años porque te rompiste el brazo aunque fue tu puñetera culpa. No me dijiste que te ibas a esconder debajo de una carretilla elevadora, joder, no soy un telépata como otros. —Remarcó esas dos últimas palabras.
—Tampoco te dije que te cargaras más de la mitad del almacén —replicó Tachyon—. Tuviste mucha suerte de no morir aplastado. Un hombre con poderes como los tuyos debería… —Hizo una pausa—. Eres la Tortuga.
—Ajá —dijo Tom.
—¿Qué has estado haciendo?
—Ser feliz. No te preocupes, volveré de vez en cuando. Pero no tan a menudo como antes, estoy bastante ocupado. Creo que me voy a casar. Tan pronto como reúna el coraje para pedírselo.
—Felicidades —dijo Tachyon. Parecía complacido—, ¿quién es la afortunada?
—Uy, eso sería revelador. Sólo te diré que la conoces. Fue paciente tuya hace mucho, mucho tiempo. Tuvo un pequeño episodio de wild card cuando tenía dos años, nada serio. A día de hoy es completamente normal. Te invitaría a la boda, Tacky, pero sería algo así como descubrir el pastel, ¿no? Quizá le pongamos tu nombre a uno de nuestros hijos en tu honor.
Hubo un largo e incómodo momento de silencio.
—Tortuga —dijo finalmente el alienígena con una voz que resultaba algo desanimada—, tenemos que hablar. ¿Puedes encontrar un hueco para pasarte por la clínica? Ajustaré mi agenda a la tuya.
—Estoy ocupadísimo —dijo Tom.
—Es importante —insistió Tachyon.
—Vale, está bien. Bien entrada la noche, pues. Ésta no, estaré demasiado cansado. Mejor mañana, después del programa de Johnny Carson.
—De acuerdo —dijo Tachyon—. Te veré en la azotea.
A estas alturas la boda ya habría acabado con toda seguridad. Podía estarle agradecido a Chico Dinosaurio al menos por eso; el pequeño mamoncete le había distraído durante la peor parte.
Su caparazón subió lentamente por Broadway hacia Times Square, pero su mente estaba al otro lado de la bahía de Nueva York, en el Top Hat. La última vez que había estado allí había sido en la recepción que siguió a la boda de Joey y Gina. Había sido el padrino. Había sido una gran noche. Lo recordaba todo, cada detalle, desde el papel de pared estampado hasta el sabor de la kieIbasa y el sonido de la banda.
Barbara llevaría el vestido de novia de su abuela. Se lo había enseñado una vez, hacía una década. Incluso ahora, si cerraba los ojos veía la expresión de su rostro al pasar la mano por el encaje antiguo.
Desatada, su imagen le llenó la mente. Bárbara con el vestido, el pelo rubio bajo el velo, la cara bien alta. «Sí, quiero». Y a su lado, Steve Bruder. Alto, moreno, perfecto. Había que aceptar que el hijodeputa era mucho más apuesto ahora que en el instituto. Tom sabía que era un fanático del squash. Tenía una sonrisa infantil y un bigote a la moda, como el de Tom Selleck. Debía de tener un aspecto impresionante con el esmoquin. Serían la pareja perfecta.
Y sus hijos, una maravilla.
Tenía que acudir al evento. ¿Y qué si no había respondido a la invitación?, aún le dejarían entrar. Dejar el caparazón en el desguace… dejar el caparazón en el puto río, por la cuenta que le traía, coger el coche… y llegaría en un abrir y cerrar de ojos. Bailar con la novia, sonreírle y desearle felicidad, toda la felicidad del mundo. Y estrechar la mano al afortunado. Estrechar la mano de Bruder. Sí.
Bruder tenía un gran apretón de manos. Ahora estaba metido en los negocios inmobiliarios, en Weehawken y Hoboken, sobre todo; había sido de los primeros en comprar y ya estaba perfectamente posicionado cuando todos los yupies de Manhattan se despertaron una mañana y descubrieron que Nueva Jersey estaba justo al otro lado del Hudson. Estaba amasando toda una fortuna, sería un puto millonario a los cuarenta y cinco. Él mismo se lo había dicho aquella espantosa noche en la que Barbara los había llevado a ambos a cenar. Guapo y seguro de sí mismo, con aquella vivaz sonrisa infantil, y futuro millonario, pero su vida no era un camino de rosas, su enorme televisor le estaba dando algunos problemillas y «quizá Tom podría echarle un vistazo, ¿eh? Por los viejos tiempos».
En la escuela primaria se habían estrechado las manos una vez y Steve había apretado tan fuerte que Tom había caído de rodillas, llorando, incapaz de soltarse. Incluso ahora, el sofisticado y adulto apretón de manos de Bruder era mucho más firme de lo necesario. Le gustaba ver una mueca de dolor en el otro.
«Me gustaría que la Tortuga le estrechara la puta mano», pensó Tom despiadadamente. Agarrarle la mano con la mente y darle un apretón amistoso hasta que se le empezara a acalambrar y retorcer, hasta que aquella suave piel bronceada se abriera y los dedos se le partieran como palillos rojos, con el hueso desgarrando la carne. La Tortuga podría sacudirle el brazo arriba y abajo hasta desencajárselo, y arrancarle los dedos uno a uno: «Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere, ME QUIERE».
Tom tenía la garganta seca y se sentía mareado y asqueado. Abrió la nevera y sacó una cerveza; sabía bien. El caparazón se movía por encima de la sordidez de Times Square. Sus ojos pasaban de una pantalla a la otra sin cesar. Peep shows y cines porno, librerías para adultos, sexo en vivo, luces de neón que pregonaban «CHICAS, CHICAS, CHICAS DESNUDAS», «EL SHOW MÁS CALIENTE DE LA CIUDAD» o «MODELOS ADOLESCENTES DESNUDAS», chaperos con pantalones vaqueros y sombreros de cowboy, chulos con largos abrigos de visón y navajas en los bolsillos, putas con rostro severo y medias de rejilla y faldas de cuero con raja. Podía coger una puta, pensó de repente. Literalmente: levantarla a seis metros del suelo y hacer que le mostrara lo que vendía, que se desnudara allí mismo, en medio de Times Square, y le diera a los putos turistas un espectáculo de verdad. O desnudarla él mismo, quitarle la ropa pieza a pieza y dejar caer las prendas flotando hasta el suelo. Podía hacer eso, sí. Que Bruder tuviera su noche de bodas con Barbara, la Tortuga tendría la suya propia. Bebió otro trago de cerveza.
O quizá debería limitarse a limpiar toda aquella basura. Todo el mundo se quejaba siempre de que Times Square se había convertido en una cloaca pero nadie hacía nada al respecto. Joder, él lo haría por ellos. Les enseñaría cómo limpiar un mal barrio, si eso era lo que querían: derribar aquellas marquesinas una a una, tirar a las jodidas putas, a los macarras y a los chaperos al río, atravesar con unos cuantos coches de proxenetas las ventanas de aquellos estudios fotográficos del tercer piso donde había modelos adolescentes desnudas, levantar las malditas aceras si le daba la gana. Ya era hora de que alguien lo hiciera. «Mira este sitio, míralo, y está apenas a un tiro de piedra de Port Authority, de modo que es lo primero que los chicos ven al coger el autobús».
Tom apuró la cerveza. Tiró la lata al suelo, se giró y buscó otra, pero ya no quedaba nada del pack de seis salvo el plástico.
—¡Joder! —dijo.
De repente, estaba furioso. Encendió el micrófono y puso el volumen a tope. «Joder», gritó, y la voz de la Tortuga retumbó por encima de la calle 42, distorsionada y amplificada hasta convertirse en un brutal rugido. La gente se quedó muerta de miedo en la acera, con los ojos posados en él. Tom sonrió. Parecía que tenía su atención. «¡A LA MIERDA TODO. QUE OS JODAN A TODOS Y CADA UNO!»
Paró y, cuando estaba a punto de extenderse sobre el tema, la voz de un operador de policía captó su atención. Repetía el código que se usa cuando un agente tiene problemas; lo repetía una y otra vez.
Tom los dejó boquiabiertos mientras se concentraba en escuchar los detalles. Una parte de él sentía pena por el pobre idiota que iba a recibir su merecido. El caparazón se elevó por encima de las calles y los edificios y salió disparado hacia el sur, hacia el Village.
—Pensé que simplemente eras lento —dijo Barbara cuando se hubo compuesto—. Siempre necesitabas tu tiempo para reunir valor para algo. No lo entiendo, Tom.
No podía mirarla a los ojos. Recorrió con la mirada su salón, con las manos en los bolsillos. Sobre el escritorio tenía colgado el título universitario y el certificado para la docencia. A su alrededor se alineaban las fotografías: de Barbara haciendo una mueca mientras cambiaba el pañal de su sobrina de cuatro meses de edad, de Barbara y sus tres hermanas, de Barbara enseñando a su clase cómo recortar brujas negras y calabazas naranjas de cartulina para Halloween, de Barbara supervisando a seis bailarines para una representación escolar, de Barbara cargando un proyector para poner dibujos animados. Y una de Barbara leyendo un cuento. Ésa era su favorita: ella con una diminuta niña negra en el regazo y docenas de niños alrededor, mirándola con caras de éxtasis mientras les leía en voz alta El viento en los sauces. Él mismo había tomado la foto.
—No hay nada que entender —espetó cuando apartó la vista de las fotografías—. Se acabó, eso es todo. Vamos a acabar bien, ¿de acuerdo?
—¿Hay alguien más? —dijo ella.
Podría haber sido menos cruel mentirle, pero no se le daba bien.
—No —dijo.
—Entonces, ¿por qué?
Estaba desconcertada y herida pero su rostro nunca había sido más hermoso, pensó. No podía mirarla a la cara.
—Es lo mejor y punto —dijo girándose para mirar por la ventana—. No queremos las mismas cosas, Barbara. Tú quieres casarte, ¿no? Yo no. Olvídalo, da igual. Eres increíble, no eres tú, es… Joder, es que no funciona. Niños; cada vez que me giro hay una horda de niños. ¿Cuántos tiene tu hermana? ¿Tres? ¿Cuatro? Estoy cansado de fingir. Odio los niños. —Levantó el tono de voz—: Desprecio a los niños, ¿entiendes?
—No lo dices en serio, Tommy. Te he visto con los niños de mi clase. Te los llevabas a casa para enseñarles tu colección de cómics. Ayudaste a Jenny a hacer aquella maqueta del avión de Jetboy. Te gustan.
Tom rió.
—Joder, ¿cómo puedes ser tan ingenua? Sólo intentaba impresionarte. Quería llevarte al catre. Yo no… —Su voz se quebró—. Maldita sea, si tanto me gustan los putos niños, ¿cómo es que me he hecho una vasectomía? ¿Cómo, eh? Dímelo.
Cuando se dio la vuelta, ella tenía la cara tan roja como si la hubiera pegado.
La pista de baloncesto estaba rodeada por seis patrullas de policía con las luces parpadeando en rojo y azul en la creciente oscuridad. Los agentes estaban agazapados detrás de los coches con las pistolas desenfundadas. Más allá de la alta verja de alambre, dos formas oscuras yacían bajo la canasta y una tercera quedaba oculta por uno de los barriles. Alguien gemía de dolor.
Tom divisó a un detective que conocía, agarrando del cuello a un joven joker delgaducho cuya cara era tan suave y blanca como un pudín de tapioca, zarandeándole tan fuerte que las mandíbulas le castañeteaban. El chico lucía los colores de los Príncipes Diablos, según vio Tom en un primer plano. Descendió. «AQUÍ ARRIBA —atronó—. «¿CUÁL ES EL PROBLEMA?»
Se lo explicaron.
Una disputa entre bandas, nada más. Unos chavales nats que operaban en la periferia de Jokertown habían traspasado el territorio de los Príncipes Diablos y éstos habían reunido a quince o veinte miembros y habían ido al East Village a enseñar a los intrusos un poco de respeto por los límites territoriales. Había sucedido todo en la cancha. Cuchillos, cadenas, alguna pistola… Mal asunto.
Y entonces la cosa se había puesto rara.
Los nats tenían algo, gritaba el cara tapioca.
Habían quedado como amigos. Estaba orgulloso de ello. Lo más duro fue cuando sus heridas aún no habían cicatrizado y durante los primeros once meses evitaron verse. Pero Bayonne era una ciudad pequeña, a su manera; tenían demasiados conocidos en común y no podrían seguir así para siempre. Tal vez fueron los once meses más duros que Tom Tudbury había vivido. Tal vez.
Una noche le llamó sin esperarlo. Se alegró. La había echado de menos desesperadamente pero sabía que no podía volver a llamarla después de lo que había ocurrido entre ellos.
—Necesito hablar —dijo. Sonaba como si se hubiera tomado unas cuantas cervezas—. Eras mi amigo, Tom. Además de todo lo demás, eras mi amigo, ¿verdad? Esta noche necesito un amigo, ¿vale? ¿Puedes venir?
Compró un pack de cervezas y fue. Su hermana menor había muerto aquella tarde en un accidente de moto. No había nada que decir o que hacer pero Tom hizo y dijo todas las cosas inútiles habituales, estuvo con ella y dejó que hablara hasta que rompió el alba y después la metió en la cama. Él durmió en el sofá.
Se despertó bien entrada la tarde; Barbara estaba de pie junto a él, con una bata de felpa y los ojos enrojecidos por el llanto. «Gracias», le dijo. Se sentó a los pies del sofá, le cogió la mano y la sostuvo en silencio durante un largo rato.
—Te quiero en mi vida —dijo por fin, con dificultad—. No quiero perderte ni que me pierdas otra vez. ¿Amigos?
—Amigos —dijo. Quería cogerla en brazos y comérsela a besos. En cambio, le apretó la mano—. Pase lo que pase, Barbara, siempre, ¿de acuerdo?
Barbara sonrió. Él fingió un bostezo y enterró la cara en una almohada para evitar que viera la expresión de sus ojos.
«QUIETOS», advirtió la Tortuga a los policías. No hizo falta decírselo dos veces. El chico estaba escondido dentro de uno de los barriles de cemento y habían visto lo que le había ocurrido al agente que había intentado entrar en la pista para perseguirle: desapareció; desapareció como si nunca hubiera existido, en un abrir y cerrar de ojos, sumido en una oscuridad repentina y, de algún modo…, eliminado.
—Estábamos machacando a esos cabrones —dijo el Príncipe Diablo—, dándoles una buena lección, enseñándoles el precio que tiene venir a molestar a Jokertown, putos cobardes nats, y entonces ese sudaca viene para nosotros con una puta bola de jugar a bolos, y nosotros sólo nos reímos del capullo, «¿qué vas hacer, vas a jugar a los bolos con nosotros, estúpido pendejo?», y entonces le tendió la pelota a Waxy y creció, tío, como si estuviera viva. Salió una especie de mierda negra, muy rápido, una luz negra o una mano negra supergrande o algo que no sé, sólo que se movía muy rápido y Waxy ya no estaba. —Su voz se hizo estridente—. Se había esfumado, tío, ya no estaba ahí. Y el cabronazo nat le hizo lo mismo a Razot y a Ghoul. Ahí fue cuando Heehaw le disparó y casi se le cayó la bola, le dio en el hombro, creo, pero entonces se lo hizo a Heehaw. No puedes luchar contra algo así. Ni siquiera ese puto policía pudo hacer una mierda.
El caparazón se deslizó por encima del cercado de alambre que rodeaba la pista de juego, en silencio y con calma.
—Tenemos algo —dijo Barbara—… tenemos algo especial.
Su dedo trazaba dibujos en el vaho del exterior de su copa. Alzó los ojos hacia él, unos ojos azules, valientes y francos, como si le estuviera desafiando.
—Me ha pedido que me case con él, Tom.
—¿Y qué le has dicho? —le preguntó Tom tratando de mantener la voz tranquila y firme.
—Le he dicho que lo pensaría —dijo Barbara—. Por eso te he pedido que nos viéramos, quería hablar contigo primero.
Tom pidió otra cerveza.
—Es tu decisión —dijo—. Me gustaría que me dejaras conocer a ese tipo pero por lo que me has contado parece buen tío.
—Está divorciado —dijo.
—Como medio mundo —dijo Tom mientras llegaba su bebida.
—Menos tú y yo —dijo Barbara sonriendo.
—Sí. —Miró el cuello de la cerveza con el ceño fruncido y suspiró incómodo—. ¿El misterioso galán tiene hijos?
—Dos. Su ex tiene la custodia. Pero los he conocido y les gusto.
—No hacía falta decirlo —dijo Tom.
—Quiere tener más, conmigo.
Tom la miró a los ojos.
—¿Le quieres?
Barbara le sostuvo la mirada con serenidad.
—Supongo. A veces, a estas alturas, no estoy tan segura. Quizá no soy tan romántica como solía ser. —Se encogió de hombros—. A veces me pregunto qué habría sido de mi vida si las cosas hubieran ido de otra manera entre tú y yo. Estaríamos celebrando nuestro décimo aniversario.
—O quizá el noveno aniversario de un agrio divorcio —dijo Tom. Se inclinó sobre la mesa y le cogió la mano—. Las cosas no nos han ido tan mal, ¿verdad? No habría funcionado de la otra manera.
—Los caminos que no hemos escogido —dijo con nostalgia—. He tenido demasiados «y si…» en mi vida, Tom, demasiados reproches por cosas que no hice y decisiones que no tomé. Mi reloj biológico está sonando y, si espero más, esperaré para siempre.
—Me gustaría que antes lo conocieras un poco más a fondo, nada más —dijo Tom.
—Oh, le conozco desde hace mucho tiempo —dijo rompiendo una esquina de una servilleta de papel.
Tom estaba confuso.
—Pensaba que habías dicho que le conociste el mes pasado en una fiesta.
—Sí, pero nos conocíamos de antes, del instituto. —Volvió a mirarle a la cara—. Por eso no te he dicho su nombre. Te habrías enfadado y al principio no sabía si llevaría a alguna parte.
A Tom no le hizo falta que se lo dijera. Él y Barbara habían sido buenos amigos durante más de una década. Miró en las profundidades azules de sus ojos y lo supo.
—Steve Bruder —adivinó aturdido.
Se cernió sobre la pista de juego e hizo levitar a los guerreros caídos por encima del cercado, uno a uno, hasta dejarlos en manos de la policía, que esperaba en el exterior. Los dos de la cancha de baloncesto eran carne muerta. Habría que frotar mucho para quitar las manchas de sangre del cemento. El chico escondido en el barril resultó ser una chica. Gimoteó de dolor cuando la levantó con la telequinesia y, por el modo en que se estaba agarrando, parecía que le habían abierto las entrañas. Esperaba que pudieran hacer algo por ella.
Los tres eran nats. No había jokers caídos en el campo de batalla. O bien los Príncipes Diablos habían estado de puta madre o sus muertos estaban en otra parte. O ambas cosas.
Pulsó un control del brazo de la butaca y todas las luces se encendieron y bañaron la pista de un intenso resplandor blanco.
—SE ACABÓ —dijo, y los altavoces rugieron las palabras al crepúsculo. Con el paso de los años había descubierto que el volumen desmedido asustaba un huevo a los malos—. Vamos, chico, sal. SOY LA TORTUGA.
—Lárgate —le respondió a gritos una voz aguda y ronca desde el interior del barril de cemento—. Te desintegraré, joker de mierda. Tengo la cosa aquí conmigo.
Tom había estado buscando todo el día alguien a quien herir, un monstruo al que hacer pedazos, un asesino al que golpear, un blanco para su ira, una esponja que absorbiera su dolor. Ahora que finalmente había llegado el momento descubrió que ya no quedaba más ira en su interior. Estaba cansado y quería irse a casa. Bajo su bravuconería, el chico del barril era obviamente joven y estaba asustado.
—ERES DURO DE PELAR, ¿EH? —dijo Tom—. ¿QUIERES JUGAR CON EL CAPARAZÓN? ESTUPENDO.
Se concentró en el barril de la izquierda del escondite del chico; lo sujetó con la mente y lo estrujó. Se desplomó de súbito, como si lo hubiera aplastado una bola de demolición, y astillas y polvo salieron volando por todas partes cuando el cemento se desintegró.
—NO ERA ÉSE, CARAY. —Hizo lo mismo con el barril del otro lado del chico—. TAMPOCO ÉSTE. CREO QUE VOY A PROBAR CON EL DE EN MEDIO.
El chico salió con tanta prisa que se golpeó la cabeza contra el saliente del barril al incorporarse. El impacto le aturdió durante unos segundos. La bola que había estado agarrando con las dos manos quedó, de repente, fuera de su alcance. Rebotó hacia arriba. El chico gritó obscenidades a través de unos brillantes dientes recubiertos de acero y dio un salto desesperado tratando de coger su arma, pero todo lo que logró hacer fue rozar la parte inferior con sus dedos. Después cayó de pleno, raspándose manos y rodillas.
Para entonces los policías ya estaban entrando. Tom contempló cómo lo rodeaban, tiraban de él para ponerlo de pie y le leían los derechos. Tenía diecinueve años, puede que menos, lucía los colores de una banda y un collar de perro tachonado y llevaba su hirsuto pelo negro peinado en pinchos. Le preguntaron dónde estaba toda la gente y él gruñó toda clase de maldiciones y gritó que no lo sabía.
Mientras lo empujaban en dirección a los coches patrullas que estaban aguardando, Tom abrió una puerta blindada y metió la bola dentro del caparazón para verla más de cerca, temblando con la ráfaga de aire frío que llegó con ella. Era una cosa rara. «Demasiado ligera para ser una bola de bolos», pensó cuando la sopesó: unos dos kilos, tal vez. Tampoco tenía agujeros. Cuando le pasó la mano, los dedos le hormiguearon y en la superficie brillaron brevemente algunos colores, como las irisaciones en una mancha de aceite. Le hizo sentir inquieto. Quizá Tachyon sabría qué hacer con ella. La puso a un lado.
La oscuridad estaba cayendo sobre la ciudad. Tom ascendió más y más, hasta que flotó incluso por encima de la lejana torre del Empire State Building. Estuvo allí un buen rato, observando cómo se encendían las luces y transformaban Manhattan en un país de hadas eléctrico.
Desde esa altura, en una noche fría y despejada como aquella podía ver incluso las luces de Jersey al otro lado de las gélidas aguas negras. Sabía que uno de aquellos puntos era el Top Hat Lounge. No podía flotar hasta allí sin más, pensó. Debería llevar la bola a la clínica; eso era el siguiente punto de la orden del día. No se movió. Lo haría al día siguiente; Tachyon no iba a ir a ninguna parte, y la bola tampoco. Tom sentía que no podía enfrentarse a Tachyon esa noche. Entre todas las noches, ésa no.
En aquella época su caparazón era mucho más primitivo. Nada de teleobjetivos, nada de zooms, nada de cámara de infrarrojos: sólo un anillo de focos tan brillantes que hicieron bizquear a Tachyon. Pero los necesitaba, ya que en la azotea de la clínica, donde el caparazón había acabado por posarse, estaba oscuro.
Aunque las fotografías que Tachyon sostenía no eran del tipo que Tom quería ver al detalle. Permaneció sentado en la oscuridad, mirando fijamente a las pantallas sin decir nada, mientras Tachyon las iba pasando una a una. Habían sido tomadas en el pabellón de maternidad de la clínica. Uno o dos niños habían vivido lo suficiente para ser trasladados a la guardería. Al final, logró encontrar su voz.
—Las madres de esos niños son jokers… —dijo con voz enfática y falsa convicción—. Barb… Te digo que es normal, una nat. Lo tuvo cuando tenía dos años, joder; es como si nunca hubiera pasado.
—Pasó —dijo Tachyon—. Puede que parezca normal pero el virus sigue ahí, latente. Lo más probable es que nunca se manifieste, y genéticamente es recesivo, pero cuando tú y ella tengáis…
—Sé que mucha gente cree que soy un joker —interrumpió Tom— pero no lo soy, créeme, soy un as. Soy un as, ¡mierda! Así que si el niño porta el gen wild card, tendrá una telequinesia de primera. Será un as, como yo.
—No —dijo Tachyon. Guardó las fotografías en el archivador, apartando los ojos de las cámaras… ¿deliberadamente?—. Lo siento, amigo mío. Las posibilidades en contra son de dimensiones astronómicas.
—Ciclón —dijo Tom al borde de la histeria. Ciclón era un as de la costa Oeste cuya hija había heredado su capacidad de dominar los vientos.
—No —dijo Tachyon—, Mistral es un caso especial. Ahora estamos casi seguros de que su padre manipuló de forma inconsciente su plasma germinal cuando ella aún estaba en el útero, no sabemos cómo. En Takis… Bueno, el proceso no nos es desconocido, pero es raro que salga bien. Eres el telequinético más poderoso que jamás he conocido pero algo así demanda un exquisito control que está a varios órdenes de magnitud más allá de tu alcance, por no hablar de siglos de experiencia en microcirugía e ingeniería genética. Y aunque tuvieras todo eso, lo más probable es que fracasaras. Ciclón no tenía ni idea de lo que estaba haciendo a ningún nivel consciente y tuvo una suerte desmesurada al coronarlo. —El taquisiano negó con la cabeza—. Tu caso es completamente distinto. Lo único que está garantizado es que le tocará un wild card y las posibilidades son las mismas que si…
—Conozco las posibilidades —dijo Tom con voz ronca. De cada cien humanos a los que les tocaba un wild card, sólo uno desarrollaba los poderes de un as. Había diez jokers horrorosamente deformados por cada as y diez muertes causadas por una reina negra por cada joker.
Imaginó a Barbara sentada en la cama, con las sábanas enredadas en la cintura, el pelo rubio cayéndole en una suave cascada sobre los hombros y su rostro dulce y solemne mientras amamantaba a un bebé. Y cuando el niño alzaba la carita, le veía unos dientes y unos ojos prominentes y unos rasgos monstruosos y retorcidos; y cuando le siseaba, Barbara lloraba llena de dolor mientras la leche y la sangre fluían a raudales de su pezón abierto, desgarrado.
—Lo siento —repetía el Dr. Tachyon, azorado.
Pasaba de la medianoche cuando Tom volvió a su casa vacía de la Primera.
Se quitó la chaqueta, se sentó en el sofá y miró por la ventana el Kill y las luces de Staten Island. Había empezado a caer una lluvia helada. Las gotas golpeaban contra los cristales con un sonido afilado y cristalino, como tenedores tintineando en copas de vino vacías cuando los invitados de una boda quieren que los recién casados se besen. Tom permaneció en la oscuridad durante un largo rato.
Finalmente encendió la lámpara y descolgó el teléfono. Marcó seis números, sin conseguir pulsar el séptimo. «Como un chaval de instituto aterrorizado por pedirle una cita a una chica guapa», pensó sonriendo con tristeza. Pulsó el botón con firmeza y escuchó el tono.
—Top Hat —dijo una voz torva.
—Me gustaría hablar con Barbara Casko —dijo Tom.
—Querrá decir la nueva señora Bruder —contestó la voz.
Tom respiró hondo.
—Sí —dijo.
—Ehm, los recién casados se fueron hace horas, para su noche de bodas. —Era obvio que el hombre había bebido—. Se van a París de luna de miel.
—Ya —dijo Tom—. ¿Su padre aún está por ahí?
—Voy a ver.
Hubo un largo silencio antes de que volvieran a coger el teléfono.
—Soy Stanley Casko, ¿con quién hablo?
—Tom Tudbury. Siento no haber podido asistir, señor Casko. Estaba, ehm, ocupado.
—Ah, Tom. ¿Estás bien?
—Bien, sí. No podría irme mejor. Sólo quería…
—¿Sí?
Tragó saliva.
—Sólo dígale que sea feliz, ¿de acuerdo? Eso es todo. Dígale que quiero que sea feliz.
Colgó el auricular.
Fuera, en la noche, un enorme carguero bajaba por el Kill. Estaba demasiado oscuro para ver qué bandera enarbolaba. Tom apagó las luces y contempló cómo pasaba.