En el tercer piso del Palacio de Cristal estaban las habitaciones privadas que Chrysalis se reservaba. Estaba esperándole en un salón Victoriano, sentada en un sillón de terciopelo rojo tras una mesa de roble. Chrysalis le indicó un asiento. No perdía el tiempo.
—Has despertado mi interés, Jubal.
—No sé qué quieres decir —dijo Jube, acomodándose en el borde de una silla de madera.
La mujer abrió un antiguo monedero de satén y sacó un puñado de gemas. Las alineó sobre el mantel blanco.
—Dos zafiros de estrella, un rubí y un impecable diamante azul blanquecino —dijo con su voz seca y serena—. Todas sin tallar, de la máxima calidad, ninguna por debajo de los cuatro quilates. Han ido apareciendo en las calles de Jokertown en las últimas semanas. Curioso, ¿no te parece? ¿Qué opinas?
—No lo sé —respondió Jube—. Tendré la oreja puesta. ¿Has oído hablar de ese joker que tiene el poder de apretar un diamante hasta que se convierte en un trozo de carbón?
Estaba mintiendo y ambos lo sabían. Empujó un zafiro por encima del mantel con el meñique de la mano izquierda, una mano tan clara como el cristal.
—Éste se lo diste a un basurero por una bola para jugar a los bolos que había encontrado en un contenedor.
—Sí —dijo Jube—. Era magenta y blanca, perforada a medida para algún joker, con seis agujeros dispuestos en círculo. No era de extrañar que la hubieran tirado.
Chrysalis empujó el rubí con el meñique y lo movió un par de centímetros.
—Éste fue para un archivero de la policía. Querías ver los informes relativos a un cuerpo liberado del depósito y todo lo que tuvieran sobre esa bola perdida. No sabía que tenías tal afición por los bolos, Jubal.
Jube se dio una palmada en la tripa.
—¿No parezco un jugador de bolos? Nada me gusta más que hacer unos cuantos strikes y tomarme unas cervezas.
—No has puesto el pie en una bolera en tu vida y no sabrías distinguir un strike de un touchdown. —Los huesos de sus dedos nunca habían tenido un aspecto tan aterrador como cuando cogió el diamante.
—Este objeto se lo ofrecieron a Devil John Darlingfoot en mi propio salón rojo. —Lo hizo rodar entre sus dedos transparentes y los músculos de su cara se retorcieron en lo que debió ser una sonrisa irónica.
—Era de mi madre —espetó Jube.
Chrysalis rió entre dientes.
—¿Y nunca se molestó en hacérselo tallar o engastar? Qué raro. —Dejó el diamante y cogió el segundo zafiro—. Y éste… ¡de verdad, Jubal! ¿En serio pensaste que Elmo no me lo diría?
Devolvió la gema junto a las otras, con cuidado.
—Necesitas contratar a alguien para que ejecute ciertas tareas e investigaciones. Estupendo. ¿Por qué no acudes a mí sin más?
Jube se rascó uno de los colmillos.
—Haces demasiadas preguntas.
—No está mal. —Pasó una mano por encima de las joyas—. Tenemos cuatro aquí. ¿Hay otras?
Jube asintió.
—Una o dos. Te has dejado las esmeraldas.
—Qué pena, me gusta el verde, el color británico de las carreras. —Suspiró—. ¿Por qué gemas?
—La gente era reacia a aceptar mis cheques y era más fácil que llevar grandes cantidades de efectivo —le explicó Jube.
—Si hay más en el lugar de donde has sacado estas, será mejor que se queden ahí. Si se extendiera el rumor en Jokertown de que Morsa tiene una reserva secreta de piedras preciosas, no daría un puñetero duro por ti. Puede que ya hayas agitado las aguas; esperemos que los tiburones no se hayan dado cuenta.
»Elmo no se lo ha dicho a nadie más aparte de mí y Devil John tiene su propio y peculiar sentido del honor, así que creo que podemos confiar en que guardará silencio. En cuanto al basurero y al funcionario de policía, cuando les compré las gemas también compré su silencio.
—¡No tenías por qué!
—Lo sé —dijo—. La próxima vez que quieras información, ya sabes dónde está el Palacio de Cristal, ¿verdad?
—¿Cuánto sabes ya? —le preguntó Jube.
—Lo bastante como para saber cuándo estás mintiendo —contestó Chrysalis—. Sé qué buscas una bola para jugar a los bolos por razones incomprensibles para cualquier hombre, mujer o joker. Sé que Darlingfoot robó ese cadáver joker del depósito, seguramente por dinero. No es el tipo de cosa que haría por su cuenta. Sé que el cuerpo era pequeño y peludo, con patas como de saltamontes, y que estaba bastante quemado. Ninguna de mis fuentes conoce a un solo joker que encaje con esa descripción, un dato curioso. Sé que Croyd hizo un depósito de efectivo considerable el día en que robaron el cuerpo y otro incluso mayor al día siguiente, y que entre medio tuvo una confrontación pública con Darlingfoot. Y sé que pagaste una generosa suma a Devil John para que te revelara los intereses a los que se había prestado en este pequeño melodrama, y que intentaste sin éxito hacerte con sus servicios. —Se inclinó hacia adelante—. Lo que no sé es qué significa todo esto y ya sabes cuánto aborrezco los misterios.
—Dicen que cada vez que un joker se tira un pedo en algún lugar de Manhattan, Chrysalis lo huele —dijo Jube. La miró con atención pero la transparencia de su carne hacía que su expresión fuera indescifrable. La calavera bajo la piel cristalina del rostro le contemplaba implacable con ojos azul claro—. ¿Qué interés tienes en todo esto? —le preguntó.
—Incierto, hasta que sepa qué es «esto». En cualquier caso, me has resultado muy valioso durante mucho tiempo y detestaría perder tus servicios. Sabes que soy discreta.
—Hasta que te pagan para ser indiscreta —señaló Jube.
Chrysalis rió y tocó el diamante.
—Dados tus recursos, callar puede ser más lucrativo que hablar.
—Es cierto —dijo Jube. Decidió que no tenía nada que perder—. En realidad soy un espía alienígena de un planeta lejano —empezó.
—Jubal —le interrumpió Chrysalis—, me estás agotando la paciencia. Nunca he apreciado demasiado tu sentido del humor. Ve al grano: ¿qué pasó con Darlingfoot?
—No mucho —admitió Jube—. Sabía por qué quería yo el cuerpo pero no entendía por qué alguien más podría quererlo. Devil John no supo decírmelo. Creo que deben de tener la bola. Intenté contratarle para que me la recuperara pero dijo que no quería tener nada más que ver con ellos. Imagino que les tiene miedo, quienesquiera que sean.
—Opino que estás en lo cierto. ¿Y Croyd?
—Durmiendo otra vez. ¿Quién sabe de qué me servirá la próxima vez? Puede que le espere seis meses y que despierte siendo un hámster.
—Por una comisión —dijo Chrysalis con voz tranquila y segura— podría contratar los servicios de alguien que te consiguiera las respuestas que necesitas.
Jube decidió ser franco, visto que las evasivas no le estaban llevando a ninguna parte.
—No sé si confiaría en alguien contratado por ti.
Ella rió.
—Querido, es lo más inteligente que has dicho en meses. Y tendrías razón. Eres un blanco demasiado fácil y algunos de mis contactos son sin duda menos respetables que tú. De todos modos, conmigo como intermediaria la ecuación cambia, tengo cierta reputación. —Junto al codo tenía una pequeña campana de plata. La hizo sonar con suavidad—. En cualquier caso, el hombre más adecuado para esto es una excepción a la regla. En realidad, tiene sentido de la ética.
Jube estaba tentado.
—¿Quién es?
—Se llama Jay Ackroyd, es un as. Es detective privado, en ambos sentidos de la palabra. A veces se le llama Popinjay pero no a la cara. Jay y yo nos hacemos favores mutuos de vez en cuando. Ambos negociamos con el mismo producto, al fin y al cabo.
Jube tironeó de un colmillo pensativamente.
—Ya, y ¿qué me impide contratarle directamente?
—Nada —dijo Chrysalis. Un camarero alto con impresionantes cuernos de marfil entró con una antigua bandeja de plata en la que había un amaretto y un Singapore sling. Cuando se fue, prosiguió—: Si prefieres despertarle la curiosidad sobre ti en vez de sobre mí, es cosa tuya.
Aquello le hizo pensar.
—Quizá sería mejor que yo me mantuviera en un segundo plano.
—Coincido —dijo Chrysalis, sorbiendo de su amaretto—. Jay ni siquiera sabrá que tú eres el cliente.
Jube miró por la ventana. Era una noche oscura, sin nubes, podía ver las estrellas. Sabía que en algún lugar, ahí fuera, la Madre aún esperaba. Necesitaba ayuda y dejar la cautela a un lado.
—¿Conoces a un buen ladrón? —le preguntó sin rodeos.
Aquello la sorprendió.
—Puede —dijo.
—Necesito —empezó con incomodidad—… componentes, ehm, instrumentos científicos y, esto…, electrónicos, microchips y cosas así. Podría hacerte una lista. Eso implica entrar a la fuerza en laboratorios de empresas y tal vez en algunas instalaciones federales.
—Intento evitar llegar a algo tan ilegal —dijo Chrysalis—. ¿Para qué necesitas componentes electrónicos?
—Para construirme un aparato de radio —dijo Jube—. ¿Lo harías para salvar al mundo?
No respondió.
—¿Lo harías por seis esmeraldas perfectamente a juego del tamaño de huevos de paloma?
Chrysalis sonrió poco a poco y propuso un brindis.
—Por una larga y sobre todo provechosa asociación.
«Casi podría ser una Señora del Comercio», pensó Jube con cierta admiración. Sonrió mostrándole los colmillos, alzó el Singapore sling y se llevó la pajita a la boca.