Volvíamos a celebrar la Noche de las Antorchas.
Sobre las nueve salí a mear. Cerca, en el bosque, estaba el gran depósito de agua que alimentaba nuestro río falso, y también un montoncito de armadura vieja apilada.
Don Murray pasó volando junto a mí, con pinta de sofocado. Entonces oí a alguien sollozar. Tumbada boca arriba, cerca de la armadura apilada, encontré a Martha, de Antecocina, con su falda de campesina levantada hasta la cintura.
Martha: «Ese tío es mi jefe. Oh Dios mío Dios mío».
Sabía que Don Murray era su jefe porque Don Murray también era mi jefe.
De pronto me reconoció.
«Ted, no lo cuentes», dijo. «Por favor. No ha sido nada. Nate no puede saberlo. Se moriría».
Luego salió pitando hacia Aparcamiento, con chorretones de rímel debajo de los ojos por haber llorado.
Cocina había dispuesto un festín sobre una tosca mesa cerca de Torre de Castillo IV: auténticas cabezas de cerdo, gallinas enteras y morcilla.
Don Murray estaba de pie inspeccionando de mala gana una ensalada de col.
Inclinó la cabeza con una amabilidad insólita por su parte.
«Mujeres», dijo.
«Ven a verme», ponía en una nota en mi taquilla al día siguiente.
En la oficina de Don Murray estaba Martha.
«Entonces, Ted», dijo Don Murray. «Anoche fuiste testigo de algo que, de mirarse con la óptica equivocada, podría parecer un poco incorrecto. A Martha y a mí eso nos hace gracia. ¿Verdad que sí, Mar? Acabo de darle a Martha mil dólares. Por si acaso hubiera habido cualquier malentendido. Ahora Martha opina que tuvimos un rollete. Algo que lamentamos, por estar los dos casados, claro. Con toda la bebida, y todo el romanticismo de la Noche de las Antorchas, ¿qué pasó, Martha?».
Martha: «Nos dejamos llevar. Tuvimos un rollete».
Don: «Un rollete voluntario».
Martha: «Un rollete voluntario».
Don: «Y ahí no queda la cosa, Ted. Martha, aquí presente, va a ascender. De Antecocina a Actriz Auxiliar. Pero recalquemos: tu ascenso, Martha, no es por nuestro rollete voluntario. Es una coincidencia. ¿Por qué asciendes?».
Martha: «Por una coincidencia».
Don: «Una coincidencia, además de tener siempre una ética laboral impresionante. Ted, tú también vas a ascender. De Conserjería a Cuerpo de Guardia».
Esto era algo alucinante. Llevaba en Conserjería seis años. Un hombre de mi categoría. Esa era una broma que solíamos hacer MQ y yo.
Erin gritaría desde arriba: «MQ, alguien acaba de potar en la Arboleda de los Lamentos».
Y MQ contestaría: «¡Un hombre de mi categoría!».
O Erin diría: «Ted, a una señora se le ha caído el collar en la pocilga y está montando un pollo tremendo».
Y yo diría: «¡Un hombre de mi categoría!».
Erin se pondría en plan: «Arreando. No tiene gracia. Me tiene hasta los huevos».
Nuestros cerdos eran falsos y la porquería era falsa y las cacas eran falsas pero, con todo, no era divertido tener que enfundarte unas botas de pescador y arrastrar el Cedazo-TotalDeLux hasta la pocilga para, por ejemplo, encontrar el collar de esa señora. Para un resultado óptimo con el CedazoTotalDeLux, uno debe apartar los cerdos falsos a un lado. Al estar en modo automático los cerdos siguen gruñendo mientras los mueves. Y eso podría ofrecer una estampa extraña si uno agarraba al cerdo de determinada forma.
Cualquiera podría decir: «¡Mirad, el tío le está dando de mamar a ese cerdo!».
Y puede que todo el mundo se riera.
Por lo tanto un ascenso a Cuerpo de Guardia era algo que, por mi parte, se agradecía muchísimo.
En ese momento yo era la única persona de nuestra familia con trabajo. Ya que Mamá estaba enferma, Beth era tan tímida y Papá, desgraciadamente, se partió la espina dorsal hace poco cuando se le cayó encima un coche que arreglaba. También teníamos unas ventanas que había que cambiar. Beth se pasó todo el invierno yendo tímidamente de aquí para allá aspirando nieve con la aspiradora. Si entrabas mientras aspiraba, le daba demasiada vergüenza continuar.
Esa noche, en casa, Papá calculó que pronto podríamos comprarle a Mamá una cama reclinable.
Papá: «Si sigues subiendo, quizá podamos, con el tiempo, comprarme un corsé ortopédico».
Yo: «Desde luego. Voy a conseguirlo».
Después de cenar, yendo en coche al centro a por las recetas de Mamá para el dolor, las recetas de Beth para la timidez y las recetas de Papá para el dolor, pasé delante de casa de Martha y Nate.
Toqué el claxon, me incliné hacia adelante para saludar, paré el coche, salí.
«Hola Ted», dijo Nate.
«¿Qué pasa?», le dije.
«Bueno, pasa que nuestra casa es un asco», dijo Nate. «Mírala. Un asco, ¿no? No consigo mantenerme motivado».
Era verdad, su casa estaba bastante mal. El tejado tenía varios apaños de plástico azul, sus hijos saltaban con cierta aprensión desde una carretilla para luego aterrizar en un charco de barro, había un poni flacucho debajo del columpio que se entretenía dejándose la piel en carne viva a base de lametones, como si quisiera estar bien aseado para cuando por fin surgiera la oportunidad de acceder a una vida mejor.
«A lo que voy, ¿te parece esta una vida de adultos?», dijo Nate.
Luego recogió un envoltorio de Snotz del suelo y miró a su alrededor en busca de un sitio donde ponerlo. Acabó por tirarlo de nuevo al suelo. Aterrizó en su zapato.
«Perfecto», dijo. «La historia de mi vida».
«Jobar!», dijo Martha, y despegó el envoltorio.
«No te me vengas abajo tú también, nena», dijo Nate. «Eres todo lo que tengo».
«No lo soy», dijo Martha. «Tienes a los críos».
«Un disgusto más y me pego un tiro», dijo Nate.
Tenía mis dudas de que tuviera el ímpetu necesario. Pero nunca se sabe.
«Y, bueno, ¿qué está pasando en vuestro curro?», dijo Nate. «Esta de aquí lleva todo el día de morros. Y eso que la acaban de ascender».
Podía sentir la mirada de Martha sobre mí, y decía: Ted, estoy en tus manos.
Me dije que la decisión era suya. Basándome en mi experiencia vital, que tampoco ha sido como para tirar cohetes, tiendo a estar de acuerdo con aquello de «si no está roto, no lo arregles». Y aun diría más: incluso si está roto, déjalo estar, lo más seguro es que lo dejes peor.
Así que mascullé algo por el estilo de bueno, los ascensos pueden ser difíciles, causar mucho estrés.
Martha irradiaba gratitud. Me acompañó al coche, me dio tres tomates que habían cultivado ellos mismos y que, para ser sinceros, parecían un poco geriátricos: enjutos, tímidos, arrugados.
«Gracias, me susurró», me has salvado la vida.
A la mañana siguiente encontré en mi taquilla mi uniforme de Cuerpo de Guardia y un vasito de plástico que contenía una pastilla de color amarillo.
Hurra, pensé, por fin, un Papel Medicado.
Entró la Sra. Bridges, de Salubridad y Seguridad, con el prospecto de la pastilla.
Sra. Bridges: «Entonces, aquí tiene una dosis, solo cien miligramos, de Medievotamol®. Para ayudarle con la Impro. Ojo, al tomar Medievotamol® es importante que se mantenga hidratado».
Me tragué la pastilla y fui al Salón del Trono. Mi deber era montar guardia delante de la puerta tras la cual, supuestamente, meditaba el Rey. Y realmente había un Rey: Ed Phillips. Pusieron un Rey porque una de nuestras Escenas Ensayadas era: llega el Mensajero, pasa olímpicamente del Cuerpo de Guardia y abre de golpe la puerta, el Rey llama al Mensajero insensato, llama al Cuerpo de Guardia cabeza de chorlito, el Mensajero se avergüenza, cierra la puerta, parlamenta brevemente con el Cuerpo de Guardia.
Poco después los Invitados casi habían ocupado toda nuestra Zona de Espectáculo. El Mensajero (también conocido como Kyle Sperling) llegó corriendo y me pasó de largo, abrió de golpe la puerta. Ed llamó a Kyle insensato, me llamó a mí cabeza de chorlito. Kyle se avergonzó, cerró la puerta.
Kyle: «Vuestra merced sabrá disculparme si he violado el protocolo».
Me quedé en blanco en el momento de decir mi frase, que era: Vuestro ímpetu fabla de la pasión del hombre.
En vez de eso, dije: «Esto... No hay problema».
Kyle, un verdadero profesional, ni siquiera pestañeó.
Kyle (entregándome un sobre): «Por favor, asegúrese de que reciba aqueste mensaje. Trátase de un asunto apremiante».
Yo: «A su majestad le sojuzga el pensamiento».
Kyle: «¿El pesado yugo de su pensamiento?».
Yo: «Eso. El pesado yugo de su pensamiento».
En ese instante empezó a hacer efecto el Medievo-tamol®. Se me secó la boca. Pensé que fue amable por parte de Kyle no darme caña por mi traspié. Se me ocurrió que Kyle me caía realmente bien. Incluso que quería a Kyle. Como a un hermano. Un compadre. Un noble compadre. Sentía que habíamos capeado juntos numerosos temporales. Por ejemplo se me antojaba que, en algún momento, en cierto reino en lontananza, nos habíamos resguardado juntos contra la muralla de algún castillo, con aceite hirviendo que caía justo al lado, y que allí compartido habíamos una risa desesperada, como para expresar: ¡La vida no es sino un momento, vivamos pues! Y entonces: ¡Adelante! Y empezó el asedio. Escalamos por improvisadas escaleras, y vociferamos imprecaciones varoniles, aunque bien es verdad que no recuerdo con precisión las imprecaciones, ni el desenlace del susodicho asedio.
Kyle partió presto. Felizmente puse mis esfuerzos en el deleite de estos nuestros huéspedes mediante el uso agudo del ingenio y de la mofa, dichoso de haber arribado, tras vicisitudes diversas, a una estadía de la vida desde la cual podía conceder tal júbilo a todos los presentes.
En esto, el deleite daquel día, ya considerable, fue en grande medida acrecentado por la arribada de mi benefactor, Don Murray.
Anunció Don Murray, con un alegre guiño: «Ted, ¿sabes lo que tú y yo deberíamos hacer un día? Una escapada juntos, o algo así. ¿Irnos de pesca? O de acampada, lo que sea».
Expandiose mi corazón ante tal propuesta. Pescar, cazar, establecer campamento con este gentilhombre. ¡Cabalgar por vastos prados y verdes bosques! ¡Yacer, con el crepúsculo, entre plácidas viñas, junto al cauce de un riachuelo, y allí, entre los sordos relinchos de nuestros corceles, fablar con suave voz de las munchas maravillas —del honor; del amor; de los peligros; del deber bien cumplido—!
Mas a la hora se advino un infortuno evento.
A saber, la arribada de la susodicha Martha, en la guisa de un espíritu —Espíritu Tres, para ser exactos—, junto a otras dos damiselas de blanco (Megan y Tifany, respectivamente). Aqueste trío de doncellas representaba un alegre ardid: pues eran ellas las fantasmas que revelaban, mediante un considerable meneo de cadenas y proliferación de lamentos, la condición encantada deste castillo, demientra nuestros huéspedes, en la Zona de Espectáculo, cercada por cuerdas rojas, observaban boquiabiertos y admirados y jaleaban la distracción allí ofrecida.
Al contemplar la faz de Martha —que, aunque alegre, estaba marcada por el rastro de alguna memoria funesta (bien sabía yo cuál)—, me embriagó, a pesar de mi reciente buena fortuna, cierta melancolía.
En notando este cambio en mi disposición, fablome Martha con palabras calladas, en un aparte.
Martha: «Todo está bien, Ted. Ya lo he superado. De verdad. Te lo digo en serio. Déjalo ya».
¡Oh, que una mujer de tan grande virtud, que tanto ha sufrido, se dignase a hablarme con un trato tan sincero y directo, que consintiera, con su palabra, salvaguardar su deshonra en tan inhóspita reclusión!
Martha: «Ted, ¿estás bien?».
A lo cual ofrecí mi respuesta: «Veramente, no he estado bien, sino distraído y descuidado; mas en esta hora he sido restaurado en mí mismo, e imploro, por tanto, el perdón por mi anterior negligencia para con vuestra merced, señora mía».
Martha: «Ted, tranquilo».
En ese instante, presentose el propio Don Murray y, extendiendo su Mano, la posó sobre mi Pecho, como para contenerme.
«Ted, te juro por Dios», dijo. «Cierra el pico o te mando a la puta calle antes de que te des cuenta».
Y, en la verdad, parte de mi mente me ofrecía agora fiel consejo: debo poner mi empeño en buscar el sosiego deste sentimiento, enantes que cometer un acto arrebatado, que mude mi buena ventura en calamidad.
Mas es el corazón de los hombres órgano poco predecible, y suele resistirse a ser domado.
Pues al mirar a Don Murray, munchos fueron los pensamientos que se reunieron en mi mente, como nubes de tormenta: como ¿cuál es el sentido de la vida, si el vivo no persigue el bien, y no impone justicia, tal y como Dios le otorga el poder de hacerlo? ¿Era cosa deseable que un malvado caminara sin resistencia? ¿Deben los débiles para siempre caminar por la faz deste bendito orbe sin protección? Ante aquestos pensamientos, algo honesto y propio de los hombres comenzó a afirmarse en mí, con lo cual, por no ser el secreto digna armadura del gentilhombre, caminé con paso firme al centro daquella estancia y voceé, ante los munchos huéspedes allí reunidos, una honesta proclama, con sinceridad y volumen, a saber:
—Que Don Murray se había aprovechado vilmente de Martha al colocar, contra la voluntad desta dama, su vara dentro de su gemineidad en la Noche de las Antorchas;
—Y diré más: que este repugnante bribón se procuró el silencio de Martha por virtud de diversos sobornos, incluyendo su presente oficio;
—Es más: que ansimesmo había intentado comprar mi silencio: mas no estaría callado más, pues era yo un hombre después de todo, si no otra cosa, y serviría al bien, sin importar el precio.
Y ansí me dirigí a Martha, y requerí, por medio de la flexión de mi cabeza, su asentimiento ante aquestas afirmaciones, y confirmación de la verdad desto que yo había dado parte. ¡Mas, ay, infelice! La moza no me ratificó. Solo bajó los ojos, como avergonzada, y huyó dese lugar.
Arribaron, convocados por Don Murray, los mozos de Seguridad que, aprovechando en gran medida la ocasión, dieron buena cuenta de mí, infligiendo no pocos golpes a mi cabeza y cuerpo. Y arrancaronme dese lugar, y empujáronme a la calle, y sobre mi persona depositaron cuantiosa tierra, y rompieron mi tarjeta para fichar en pedazos ante mis ojos, y tiráronla por los aires, entre munchas crueles risas a mi costa, y muy especialmente a costa de mi sombrero con plumas, una de las cuales habían con resentimiento doblegado.
Permanecí ansí, sentado, sangrando y magullado, hasta que, reuniendo la poca dignidad que me restaba, puse rumbo a casa y al consuelo que allí pudiera albergarme. No tenía ni posibles para el autobús (habiéndome dejado la mochila en aquel horrible lugar), ansí que continué por mis propios pies por un tiempo que superaba la hora, el sol, para entonces, al final de su arco, meditando todo el trayecto con tristeza que, con todo, había errado en mi buen criterio, guiando deste modo a mi familia a una funesta posición, donde nuestra pobreza, ya de por sí un obstáculo para nuestra gracia, sería por munchas veces multiplicada.
No habría corsé ortopédico para Padre, ni cama reclinable para Madre, y, ciertamente, el método por el cual, en el futuro, corresponderíamos con justa compensación por los distintos y necesarios medicamentos era ahora un misterio, y una irritación.
Al mediodía me topé en las proximidades del Wendy en Center Boulevard, junto al Outback cerrado, cada vez hundido más en el bajón, consciente de que, pronto, con el sosiego de ese elixir, me encontraría sentado ante nuestra televisión cutre, esforzándome por explicar, en la bajeza de mi propio vocabulario, que, aunque las nieves del invierno pronto caerían sobre nosotros (penetrando incluso en nuestra morada, tal y como antes habría rubricado), no habría tregua posible: me habían despedido; ¡despedido y lastimosamente deshonrado!
En esto que me sacudió una suerte de golpe mortal, que subrayaba mi propia estupidez, y fue propinada por la propia Martha, quien, al llamarme a mi teléfono móvil, me fabló con verdadero dolor en su voz, y no se anduvo con rodeos, al decir: «¡Mil gracias, Ted! Por si no lo habías notado, vivimos en un puto pueblo, ¡oh Dios mío, oh Dios mío!».
En esto comenzó a llorar, y con sinceridad.
Verdad era que la charlatanería y la difamación realmente volaban como el viento en nuestro pueblo, y llegarían, sin duda, más pronto que tarde al oído del pobre tontolabas de Nate. Y en recibir la nueva de la deshonrosa violación de Martha, Nate, sin duda, iba a flipar.
Tío.
Menudo día de mierda.
Al tomar el atajo por el campo de entrenamiento del instituto me encontré con los sacos de placaje; sus siluetas estoicas, como hombres que conocen el valor de morderse la lengua, semblaban hacerme burla. Intenté consolarme, diciendo que había hecho el bien, que había servido a la verdad y mostrado noble valentía. Mas no trovaba consuelo posible. Era tan raro. ¿Por qué había hecho eso? Me sentía como un completo gilipollas que debería haber dejado todo estar y ser más moderado. Realmente la había cagado bien gorda, sin peros. Mas, por otro lado, ¿no llegó a vestir, en cierta ocasión, el diablo mismo, la prenda de la moderación, para ansí cumplir su propósito? ¿No era loable que los sucesos pudieran proceder de modo que Don Murray fuera castigado? Aunque, bien pensado, ¿quién me creía que era? ¿Alguien importante?
Mierda.
Maldita sea.
Menuda cagada.
Iba a ser difícil vivir con esto.
Ya casi estaba completamente restituido a mi yo normal, lo cual, creedme, no era ninguna fiesta.
Me dio la impresión de que acaba de digerir un último fragmento de la pastilla. Lo cual me proporcionó un breve pero potente momento de retorno. A mi yo pretérito. Quien, elevado y confiado en exceso, me había llevado por el mal camino.
Me dirigí a la vera del río, y demoré mi estancia allí un tiempo, mientras el sol, en poniente, se fundía con el agua, entregando su luz y sus colores varios con generosidad, en una demostración de magnificencia que precedió al más maravilloso silencio.